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Capítulo LXXX - Desmaius

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LXXX

❝ D e s m a i u s❞

La conversación que habían tenido con Sirius había mantenido a Hermione en una alerta que prácticamente no dejaba de torturarla. Se le había pasado un poco el horror de ver a Harry convertido en el campeón del colegio, obligado a participar en el Torneo, y su lugar empezaba a ocuparlo el miedo a las pruebas a las que tendría que enfrentarse, el escenario frente al que verdaderamente peligraba. La primera de ellas estaba cada vez más cerca y se la imaginaba agazapada ante ellos como un monstruo horrible que les cerraba el paso.

Mientras tanto, la vida en el castillo se había hecho aún menos llevadera para Harry, porque Rita Skeeter había publicado su artículo sobre el Torneo de los Tres magos, que resultó ser una biografía de Harry bastante alterada. La mayor parte de la primera página la ocupaba una fotografía del muchacho, y el artículo, que continuaba en las siguientes páginas, no trataba más que de él. Los nombres mal escritos de los campeones de Durmstrang y Beauxbatons no aparecían hasta la última línea del artículo, y a Cedric no se lo mencionaba en ningún lugar.

La mañana en la que apareció el artículo, Hermione sintió ardores de estómago provocados por la vergüenza. Rita Skeeter no se había conformado en transformar las palabras de Harry en frases prolijas y empalagosas: también había entrevistado a otras personas sobre él, y ella había adquirido un protagonismo que jamás habría deseado.

—«Finalmente, Harry ha hallado el amor en Hogwarts: Colin Creevey, su íntimo amigo, asegura que raramente se lo ve sin la compañía de una tal Hermione Granger, una muchacha de sorprendente belleza, hija de muggles y que, como Harry, está entre los mejores estudiantes del colegio.» —fue capaz de leer en voz alta antes de arrojar el periódico sobre la larga mesa de Gryffindor—. ¡Esto es increíble! ¿Cómo es posible que esta harpía se haga llamar reportera?

—Tranquilízate, Hermione —le susurró Susan, acercándole su copa de zumo de calabaza—. No es más que un estúpido artículo. Pasados unos días, nadie se acordará de él.

—¡Y ese cotilla de Colin! —prosiguió la muchacha, haciendo oídos sordos—. ¡Como le encuentre, se va a enterar!

Harry, que pocas veces había visto a su amiga en aquel estado de ira, sonrió con ternura. Que le diera tanta importancia a un hecho tan trascendental como aquel resultaba tremendamente divertido.

—¿Qué más da? —inquirió él—. Déjales encontrar un titular jugoso con el que atraer la atención. Como bien te ha dicho Susan, la gente se olvidará de ello.

Hermione levantó la vista del artículo con el ceño fruncido, topándose con el rostro afable de Harry, y su gesto se relajó casi al instante: sabía que sus dos amigos tenían razón y que aquel asunto era una tontería, pero había algo capaz de inquietarla.

—Sí, lo sé —admitió con un suspiro, esforzándose en no girar la cabeza hacia la Mesa Alta, sin saber muy bien qué decía—. Es sólo que...

Susan, que masticaba animadamente unos tritones de jengibre, se detuvo al instante. Conocía lo suficientemente bien a su amiga y se había familiarizado demasiado con su gesto como para no darse cuenta de lo que sus pocas palabras significaban.

—¿De verdad piensas que él se lo creería? —espetó sin remedio con la boca medio llena—. ¡Por Merlín, Hermione! ¡No puedes estar hablando en serio!

Sabiendo que era inútil seguir tratando de disimular, la muchacha se dio por vencida y acabó sucumbiendo a sus instintos, virando su rostro en dirección a la larga mesa que ocupaba el fondo de la sala. En ella, reconoció la figura sombría de Snape adecuada en su asiento habitual, viendo cómo removía desganado el contenido de su copa de oro con el ceño fruncido e ignorando por completo a Binns, que parecía estar contándole batallitas. Junto a sí, también podía advertirse el artículo de El Profeta que se había publicado esa misma mañana, arrugado por completo sobre la mesa.

—Lo único que sé es que lo ha leído —aseguró Hermione con pesar, fijándose en ese último detalle—. Y, a juzgar por su expresión, no parece especialmente contento.

Susan arqueó ambas cejas con picardía.

—Eso no es necesariamente malo, ¿no?

—Y sabrá que todo es una sarta de mentiras —se añadió Harry—. Es probable que esté tan enfadado con el artículo como lo estás tú.

Hermione agradeció enormemente las palabras de sus amigos, que empezaban a apaciguarla. En un intento por liberarse de la angustia, suspiró ruidosamente y apoyó sus brazos sobre la mesa, enmarcándose la cara con ambas manos.

—Visto así...

—¡Es la única forma en la que tienes que verlo! No puedes dejar que el miedo te ciegue —murmuró Susan con una mueca afable—. Creo que te vendría bien distraerte, ¿sabes?

—¿Por qué no salimos a Hogsmeade este fin de semana? —propuso Harry con ánimo—. Tomamos un poco de aire fresco y nos alejamos del castillo. ¡Es perfecto!

—¡Claro! —sonrió la pelirroja—. Avisaré a Cedric. Y también podríamos decírselo a Ron.

De repente, en el rostro de Harry se talló una mueca de profunda seriedad.

—No. Ni hablar.

Hermione, más que partidaria de la idea de distraerse, se cruzó de brazos y se inclinó hacia él.

—¿Por qué no? Deberíais solucionar vuestras diferencias —exclamó con tono maternal—. Quizá, si te acercaras a hablarle...

—No pienso hacerlo —negó el muchacho con la cabeza—. Es él quien tiene que admitir que se ha equivocado conmigo.

—¡Por favor! —remugó Susan, echándose hacia atrás—. ¡Estáis empezando a desquiciarme con tanta tontería!

—Yo no fui quien empezó. El problema es suyo.

—¡Pero si tú lo echas de menos! —inquirió Hermione—. Y sé que él te echa de menos a ti.

Harry entrecerró los ojos, como desafiante.

—¿Que le echo de menos? —suspiró—. Yo no le echo de menos...

Haciendo rodar los ojos con un fastidio más que evidente, Susan volvió a concentrarse en la comida de su bol.

—Está claro que el afecto, sea del tipo que sea, nos vuelve irracionales a todos...

La expectativa de la salida a Hogsmeade era lo único que animaba a Hermione a enfrentarse a la larga y tortuosa semana que les esperaba. Adondequiera que fuera, la acompañaban los insidiosos comentarios sobre el artículo de El Profeta. El reportaje de Rita Skeeter parecía haber sido leído por todos los estudiantes del colegio, por lo que sus escapadas a la biblioteca se habían vuelto más y más recurrentes, hasta el punto de convertirse en un oasis de paz que la alejaba por completo de todo ese murmullo que la hostigaba constantemente. Quizá éste fuera el único punto del castillo que, gracias a su escasa concurrencia, resultara seguro.

Con el transcurrir de los días, Hermione se dio cuenta de que ella no era la única que había optado por esta alternativa. Para su sorpresa, sus escapadas coincidían con las de Viktor Krum, a quien reconocía escondido entre las estanterías fingiendo estar buscando algún libro e intentando pasar desapercibido. Era entretenido verle tomando diferentes tomos a los que echaba un fugaz vistazo y volvía a depositar en su sitio, demasiado concentrado en vigilar su alrededor como para poder prestarles atención, aunque la apenaba pensar que las horas que pasara allí encerrado debían resultar tortuosamente lentas. En el fondo no podía culparle por tratar de huir del asfixiante coro de admiradoras que solía perseguirle, y sentía cierta simpatía por él.

A finales de aquella misma semana, los dos volvieron a coincidir. La biblioteca parecía algo más abarrotada que de costumbre debido al incremento de trabajos que los profesores solían dejar para el fin de semana: las mesas se habían llenado de grupos de estudiantes que escribían juntos sus ensayos, los libros volaban de un lado a otro y los pasillos se encontraban más transitados de lo habitual. Hermione supo pasar desapercibida, adueñándose de una de las mesas del fondo y concentrándose en sus propios deberes, una suerte que Viktor no había tenido al adentrarse en la inmensa sala: todos los asientos parecían estar ocupados, y algunos de los rostros de los presentes empezaban a girarse hacia él con una rapidez asombrosa.

El muchacho se escabulló rápidamente, caminando por uno de los pasillos laterales con la cabeza baja, intentando buscar una salida. Al llegar prácticamente al fondo de la sala, se percató de la presencia de la Gryffindor, a quien ya reconocía y que parecía enfrascada en la lectura del gran libro que sujetaba entre sus manos. Pensó que quizá era la única alternativa que le quedaba de pasar inadvertido, ya que Hermione jamás lo había molestado, ni tan siquiera se había dirigido a él a pesar de haberse encontrado en múltiples ocasiones, por lo que creyó que con ella estaría seguro. Decidido, se acercó sigilosamente hasta la mesa que ocupaba y, con un retraimiento más que evidente, se acomodó en una de las sillas contrarias a ella, quedando de perfil para el resto de la biblioteca.

Hermione, saliendo de su ensoñación, admiró al muchacho por encima de su libro y le vio tratando de esconder su rostro con las manos, sintiendo cierta aflicción. Suponía que el infierno que ella misma estaba pasando debía ser diez veces mayor para alguien como él, a quien todo el colegio conocía y admiraba, y se dejó llevar por el impulso que sintió por ayudarle a sobrellevar la situación. Se levantó de su asiento con rapidez, volviéndose hasta una de las estanterías más cercanas, y leyó los títulos en las solapas de varios libros de la Sección Medieval para finalmente tomar el más grande que encontró, abriéndolo por una página al azar y volviendo hacia la mesa. Viktor seguía ocultándose desastrosamente, sin atreverse a descubrirse los ojos, por lo que la muchacha tuvo que darle un par de suaves toques con el tomo para llamar su atención y ofrecérselo.

—He pensado que un libro te taparía mejor.

Los ojos negros de Viktor, que solían ser fijos y de expresión desafiante, le devolvieron una mirada que ella nunca había visto. Podía leerse en ellos una angustia que empezaba diluirse ante su gesto, convirtiéndose en gratitud.

—Además, podrías aprovechar para leer un poco —insistió ella, entregándole el ejemplar una vez él supo reaccionar—. El rey Arturo es muy interesante. Varios de sus caballeros vagan aún por los retratos de este castillo, contando batallitas.

Admirando la solapa del libro que Hermione le había otorgado como si supusiera un gran descubrimiento, el muchacho sonrió nerviosamente.

—Muchas... muchas grracias —murmuró en voz baja—. Suena muy interresante.

Complacida con su respuesta, Hermione volvió a adecuarse en su asiento y rápidamente se concentró en el texto que había dejado a medias. Viktor, desde su sitio, se cubrió el rostro con el libro que ahora sostenía entre sus manos y trató de enfrascarse en él con la misma rapidez con la que ella lo hubo hecho, queriendo dejarse llevar por una pasión similar a la suya, pero le resultó imposible. Era demasiado tentador observarla por encima de su propia lectura, siendo testigo de cómo sus ojos se movían sobre las oraciones con una velocidad asombrosa. De vez en cuando hacía muecas con los labios, como si no estuviera conforme con aquello que leía, o se mordía suavemente el labio inferior, y cada vez que eso sucedía, una extraña sensación recorría el pecho del muchacho, haciéndolo estremecer suavemente.

Por supuesto, no era la primera vez que Viktor se fijaba en Hermione. Recordaba haberla visto de reojo al pasar junto a ella en su llegada al castillo, demasiado tenso como para siquiera atreverse a mirarla. Recordaba haber arrojado su nombre en el cáliz en presencia de ella, y haber notado cómo sus ojos eran los únicos que tenían peso sobre él. Recordaba haberla contemplado desde la mesa de Slytherin en los banquetes, viéndola reír a carcajada limpia en compañía de sus amigos y sintiéndose extrañamente emocionado por su gesto. Recordaba haberla estado observando a través de los huecos de las estanterías de la biblioteca, descubriendo en su cercanía su singular belleza. Recordaba las veces en las que había querido hablarle pero no había podido hacerlo, ni tan siquiera se había atrevido a acercarse, creyendo que la molestaría. En el fondo, estaba convencido que por Hermione sentía una fascinación que no había experimentado por nadie más y que no sabía en absoluto cómo manejar.

No hubiera sabido decirse cuánto tiempo restó observándola en su pureza, completamente absorto por su imagen, y no fue hasta un largo rato después que ella cerró su libro y empezó a recoger sus cosas, depositándolas en su bolsa, que él volvió a caer en brazos de la realidad, ocultándose tras su tomo y fingiendo estar muy concentrado.

Hermione tuvo que aguantar las ganas que tenía de sonreír. Era más que evidente que el muchacho estaba haciendo grandes esfuerzos por disimular. Intentando mantenerse serena, se levantó de su asiento y se colgó la bolsa sobre el hombro, apretando con el brazo restante el libro que leía contra su pecho. Viktor, dándose cuenta de que se marchaba, imitó su gesto educadamente.

—Siento no haberrme prresentado —aludió él, intentando no sonar inquieto—. Soy Viktor, Viktor Krrum.

Ella, entre sorprendida y agradecida, le ofreció su mano, dedicándole una sonrisa, y él se la correspondió.

—Es un placer —exclamó ella—. Yo soy Hermione Granger.

Viktor, que parecía complacido por conocer su nombre, alzó las comisuras de sus labios en una sonrisa discreta y nerviosa.

—Tienes un nombrre muy bonito.

Sin saber muy bien qué responderle, Hermione se pasó un mechón de pelo tras la oreja.

—Es un nombre de origen muggle —exclamó ella, arrepintiéndose al instante de no haber sabido decir algo tan simple como un «gracias»—. Proviene de la mitología griega.

Herrmy... oh... nee.

Divertida ante su intento por pronunciar correctamente su nombre con su marcado acento búlgaro, la muchacha trató de corregirlo con dulzura.

—Repite conmigo: Her... mi... o... ne.

Herr... myo... nee —murmuró él, no muy convencido del resultado—. ¿Mejorr?

—Se acerca bastante —admitió ella con una carcajada, admirándole con orgullo—. Ahora tengo que irme. Tengo clase de Aritmancia.

Viktor le dedicó una breve inclinación de cortesía.

Grracias por tu ayuda.

—No hay de qué —sonrió ella—. Supongo que nos veremos por aquí.

Los dos se despidieron agitando las manos e intentando no llamar demasiado la atención, a pesar de que la biblioteca se había ido vaciando durante el rato que habían pasado en compañía. A medida que Hermione se marchaba, Viktor se quedó estático junto a la mesa, contemplándola alejarse con gran obcecación, y soltó un ligero suspiro en cuanto su nítida imagen se diluyó a través del marco de la puerta, sintiéndose extrañamente vacío.

***

Los días que quedaban para la primera prueba transcurrieron tan velozmente como si alguien hubiera manipulado los relojes para que fueran a doble velocidad. Los muchachos habían planeado salir a Hogsmeade el sábado antes del acontecimiento, y quedaron en el gran vestíbulo del castillo, envueltos en sus abrigos y sus ganas de abstraerse.

—¡Vamos, Harry! —bufó Susan—. ¡No seas así!

—¿No comprendes que me sentiré mucho más cómodo si la llevo conmigo?

Hermione se cruzó de brazos, algo molesta con su ocurrencia, aunque le comprendía a la perfección.

—Como quieras... —soltó ella, resoplando—. Pero nos revienta hablar contigo con la capa de invisibilidad puesta. Nunca sabemos si te estamos mirando o no.

Con la sencilla respuesta de una sonrisa socarrona por su parte, los tres cruzaron la gran puerta principal y se estremecieron al sentir el gélido contacto del aire en el exterior. Harry, aprovechando que apenas había gente a su alrededor, se cubrió entonces con su capa y quedó bajo su amparo durante todo el trayecto, sintiéndose maravillosamente libre. Al entrar en la aldea vieron a otros estudiantes, la mayor parte de los cuales llevaban insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY», aunque aquella vez, para variar, no vieron horribles añadidos.

—Ahora la gente se queda mirándome a mí —murmuró Hermione de mal humor cuando salieron de la tienda de golosinas Honeydukes comiendo unas enormes chocolatinas rellenas de crema—. Odio ese estúpido artículo.

—¿Quieres esconderte bajo la capa conmigo? —sugirió Harry, mucho más animado.

—¡Ni hablar! —exclamó Susan—. Van a creerse que hablo sola.

—¡Pues no muevas tanto los labios!

Los tres se detuvieron a pocos metros de la entrada a Las Tres Escobas, en cuanto reconocieron a Rita Skeeter y su amigo fotógrafo acabando de salir de la taberna. Harry se abalanzó sobre Hermione, cubriéndola con la capa invisible a tiempo y echándose contra la pared de Honeydukes. Rita Skeeter y su acompañante pasaron junto a Susan sin siquiera mirarla, y una vez se hubieron alejado lo suficiente, Hermione volvió a salir de debajo de la capa.

—Eso ha estado cerca —suspiró ella—. Has estado muy rápido, Harry. Gracias.

—¿Qué tal si vamos a tomar una cerveza de mantequilla a Las Tres Escobas? —propuso Susan con los ojos brillantes—. Apuesto a que estaremos mucho más seguros allí. ¡Y estoy convencida de que no hará tanto frío dentro!

La taberna estaba abarrotada de gente, en especial de alumnos del castillo que disfrutaban de su tarde libre, pero también de una variedad de magos que difícilmente se veían en otro lugar. Hermione suponía que, al ser Hogsmeade el único pueblo exclusivamente de magos de toda Gran Bretaña, debía de haberse convertido en una especie de refugio para criaturas tales como las arpías, que no estaban tan dispuestas como los magos a disfrazarse.

Era difícil moverse por entre la multitud con la capa invisible, y muy fácil pisar a alguien sin querer, lo que originaba embarazosas situaciones. Harry fue muy despacio, arrimado a la pared, siguiendo a Susan hasta una mesa vacía que había en un rincón mientras Hermione se encargaba de pedir las bebidas.

La muchacha no tardó en presentarse en la mesa con tres grandes jarras cargadas de cerveza de mantequilla, que depositó sobre la superficie y repartió entre los presentes, acercándole su cerveza a Harry para que pudiera esconderla consigo debajo de la capa.

—¿Dónde está Cedric? —preguntó Hermione, dando el primer sorbo.

—No ha querido venir —respondió Susan, quitándose el gorro de lana y dejándolo a un lado—. Estaba muy raro... supongo que sería por los nervios de la primera prueba. Suele pasarle antes de jugar un partido de quidditch.

—¡Mirad! —murmuró Harry en voz baja—. ¡Es Hagrid!

Las dos muchachas giraron la cabeza al instante, reconociendo entre la multitud la enorme cabeza llena de greñas del semigigante. Hermione se preguntó por qué no lo había visto nada más entrar, siendo Hagrid tan grande, y al ponerse en pie para ver mejor, se dio cuenta de que el hombre se hallaba inclinado hablando con el profesor Moody. Hagrid tenía ante él su acostumbrado y enorme pichel, pero Moody seguía bebiendo de su petaca. La señora Rosmerta no ponía muy buena cara ante aquello: miraba a Moody con recelo mientras recogía las copas de las mesas de alrededor, como si aquello le pareciera un insulto a su hidromiel con especias. Hermione recordó que Moody les había dicho a todos durante su última clase de Defensa Contra las Artes Oscuras que prefería prepararse siempre su propia comida y bebida, porque a los magos tenebrosos les resultaba muy fácil envenenar una bebida en un momento de descuido.

Mientras los tres muchachos los observaban, ambos profesores se levantaron para irse, pero Moody de repente se detuvo y su ojo mágico apuntó en su dirección. Le dio a Hagrid una palmada en la región lumbar, porque no hubiera podido llegar a su hombro, y le susurró algo. A continuación, uno y otro se dirigieron hacia la mesa en la que se encontraban ellos.

—¡Susan! ¡Hermione! —las saludó el semigigante con afabilidad—. No esperaba encontraros aquí.

Moody, que iba detrás de él, se acercó a la mesa cojeando y se inclinó al llegar.

—Bonita capa, Potter.

Los tres estudiantes lo miraron muy sorprendidos, y el hombre sonrió, acentuando con su gesto las cicatrices enterradas en su rostro.

—¿Su ojo es capaz de...? —murmuró Harry, aún debajo de la capa—. Quiero decir, ¿es usted capaz de...?

—Sí, mi ojo ve a través de las capas invisibles —contestó Moody en voz baja—. Es una cualidad que me ha sido muy útil, te lo aseguro.

Hagrid también sonreía en dirección a Harry, a pesar de que no lo veía, pero era evidente que Moody le había explicado dónde estaba.

—Chicos, venid a verme a la cabaña esta noche —les susurró a los tres, inclinándose igual que Moody para ser lo más sigiloso posible—. Traed la capa con vosotros. Es importante.

Los docentes se retiraron de la taberna tan rápido que ninguno de los muchachos fue lo suficientemente veloz como para reaccionar frente a su proposición. Les había dejado confusos el hecho de que Hagrid les pidiera que fueran a visitarle tan tarde, cosa que usualmente no permitía.

—¿Para qué querrá que vayamos a verlo? —se preguntó Susan en voz alta—. ¿Qué habrá querido decir con eso de es importante?

—Me pregunto qué se traerá entre manos... —musitó Harry por debajo de la capa—. No está mal, ¿verdad? Ya tenemos plan para esta noche.

A las diez y media de esa noche, después del banquete, los tres se reencontraron en un cuartucho contiguo al vestíbulo principal, en el que se mantuvieron escondidos hasta que el barullo de la marabunta de alumnos hubo desaparecido. Se cubrieron con la capa invisible y salieron, andando de puntillas y tratando de ser lo más sigilosos posible hasta cruzar la puerta principal.

Los terrenos del colegio estaban envueltos en una oscuridad total. Bajaron por la explanada hacia la luz que brillaba en la cabaña de Hagrid, intentando alejarse lo máximo posible del enorme carruaje de Beauxbatons, también iluminado. En cuanto se encontraron frente a la entrada, sin descubrirse, llamaron con un par de suaves golpes.

—¿Chicos? —susurró Hagrid, abriendo la puerta—. ¿Sois vosotros?

—Sí —respondió Harry, y entraron en la cabaña, donde se desembarazaron de la capa—. ¿Por qué nos has hecho venir?

Hagrid parecía muy emocionado. Llevaba en el ojal de la chaqueta una flor que se asemejaba a una alcachofa, y por lo visto, había intentado peinarse, porque en el pelo se veían varias púas del peine rotas.

—Tengo algo que mostraros —repuso él con ojos brillantes—. Es importante que os volváis a cubrir con la capa, me sigáis y sobre todo no habléis.

—Pero, Hagrid... —musitó Susan—. ¿Qué se supone que...?

—No hay tiempo para preguntas —la interrumpió él—. Venga, tapaos.

A regañadientes, los tres volvieron a apretujarse bajo la capa. Hagrid abrió la puerta de la cabaña y se internó en la oscuridad a zancadas, emocionado como un niño. Lo siguieron tan deprisa como pudieron, y para su sorpresa, advirtieron que los estaba llevando hacia el carruaje de Beauxbatons. Hagrid llamó tres veces a la puerta que lucía las varitas doradas cruzadas, y Madame Maxime abrió unos pocos segundos después. Un chal de seda cubría sus voluminosos hombros. Al ver a Hagrid, sonrió.

—¡Ah, Haggid! ¿Ya es la hoga?

Bon suar —la saludó él, dirigiéndole una sonrisa y alargándole la mano para ayudarla a bajar los escalones dorados—. ¿Estás lista?

Madame Maxime cerró la puerta tras ella, evidenciando su respuesta, y Hagrid le ofreció el brazo. Juntos se fueron bordeando el potrero donde descansaban los gigantescos caballos alados, y los tres muchachos, sin acabar de comprender nada en absoluto, corrieron tras ellos para no quedarse atrás. Daba la impresión que Madame Maxime estaba tan en ascuas como ellos, y no tardó en evidenciarlo.

—¿Adónde me llevas, quegido Haggid?

—Esto te gustará. Merece la pena, confía en mí —le aseguró él—. Pero no le digas a nadie que te lo he mostrado. Se supone que no deberías verlo.

—Descuida —murmuró ella, luciendo sus largas y negras pestañas al parpadear con coquetería.

Siguieron caminando, intentando hacer el mínimo ruido con cada pisada, y avanzaron por el perímetro del bosque hasta que la espesura les impidió ver el castillo. A poca distancia empezaban a oírse los gritos de algunos hombres y bramidos ensordecedores. Hagrid llevó a Madame Maxime junto a un grupo de árboles y se detuvo, y los tres muchachos caminaron aprisa a su lado, quedándose con la boca abierta.

Frente a sí, rugiendo y resoplando, había cuatro dragones adultos enormes, de aspecto fiero, que se alzaban sobre las patas posteriores dentro de un cercado de gruesas tablas de madera. A quince metros del suelo, las bocas llenas de colmillos lanzaban torrentes de fuego al negro cielo de la noche. Uno de ellos, de color azul plateado con cuernos largos y afilados, gruñía e intentaba morder a los magos que tenía a sus pies; otro verde se retorcía y daba patadas contra el suelo con toda su fuerza; uno rojo, con un extraño borde de pinchos dorados alrededor de la cara, lanzaba al aire nubes de fuego en forma de hongo; el cuarto, negro y gigantesco, era el que estaba más próximo a ellos y aterrorizaba con solo mirarlo.

Al menos treinta magos, siete u ocho para cada dragón, trataban de controlarlos tirando de unas cadenas enganchadas a los fuertes collares de cuero que les rodeaban el cuello y las patas. Fascinada, Hermione levantó la vista y vio los ojos del dragón negro, con pupilas verticales como las de los gatos, totalmente desorbitados: si se debía al miedo o a la ira, ella lo ignoraba. Los bramidos de la bestia eran espeluznantes.

—¡No te acerques, Hagrid! —advirtió un mago desde la valla, tirando de la cadena—. ¡Pueden lanzar fuego a una distancia de seis metros, ya lo sabes! ¡Y a este colacuerno lo he visto echarlo a doce!

—¿No es hermoso? —dijo el semigigante con voz embelesada.

—¡Es peligroso! —gritó otro mago—. ¡Encantamientos aturdidores, cuando cuente tres!

Los tres muchachos vieron que todos los cuidadores de los dragones sacaban la varita y gritaron al unísono:

—¡Desmaius!

Los encantamientos aturdidores salieron disparados en la oscuridad como bengalas y se deshicieron en una lluvia de estrellas al chocar contra la escamosa piel de los dragones. Hermione observó que el más próximo se balanceaba peligrosamente sobre sus patas traseras y abría completamente las fauces en un aullido mudo. Sus narinas parecían haberse quedado de repente desprovistas de fuego, aunque seguían echando humo, y con mucha lentitud fue desplomándose. Varias toneladas de dragón dieron en el suelo con un golpe que pareció hacer temblar los árboles que había tras ellos.

Los cuidadores de los dragones bajaron las varitas y se acercaron a las derribadas criaturas que estaban a su cargo. Se dieron prisa en tensar las cadenas y asegurarlas con estacas de hierro, que clavaron en la tierra utilizando las varitas.

—¿Quieres echar un vistazo más de cerca? —le preguntó Hagrid a Madame Maxime, embriagado de emoción, y la giganta asintió con la cabeza.

Se aproximaron hasta la valla, seguidos por los tres muchachos ocultos bajo la capa. En aquel momento se volvió el mago que había aconsejado a Hagrid que no se acercara, y a Hermione le resultó extrañamente familiar. Tenía una cara ancha de expresión bonachona, con la piel curtida y tan llena de pecas que parecía bronceada, y su media melena brillaba en un color rojizo cautivador.

—Es Charlie —susurró Harry para sus amigas, sonriendo al reconocerle—. Charlie Weasley. Uno de los hermanos mayores de Ron.

—Caramba —bufó Susan, enrojecida—. Es muy atractivo, ¿verdad?

Hermione le dio un leve codazo, mirándola con picardía, y la pelirroja tuvo que sofocar una carcajada.

—¿Todo bien, Hagrid? —preguntó, jadeante, acercándose para hablar con él y apartándose el pelo de la cara—. Ahora no deberían darnos problemas. Les dimos una dosis adormecedora para traerlos, porque pensamos que sería preferible que despertaran en la oscuridad y tranquilidad de la noche. Pero ya has visto que no les ha hecho mucha gracia...

—¿De qué razas son, Charlie? —inquirió Hagrid mirando al dragón más cercano.

El dragón tenía los ojos entreabiertos, y debajo del arrugado párpado negro se veía una franja de amarillo brillante terroríficamente cautivador. 

—Éste es un colacuerno húngaro —explicó Charlie, señalándolos uno por uno—. Por allí hay un galés verde común, que es el más pequeño; un hocicorto sueco, que es el azul plateado, y un bola de fuego chino, el rojo.

Madame Maxime, fascinada, se alejó siguiendo el borde de la empalizada para ir a observar a los dragones adormecidos más de cerca.

—No sabía que la ibas a traer —murmuró Charlie, algo ceñudo—. Se supone que los campeones no tienen que saber nada, y ahora ella se lo dirá a su alumna. ¿Me equivoco?

—Sólo pensé que le gustaría verlos —dijo Hagrid encogiéndose de hombros, sin dejar de mirar embelesado a los dragones—. Cuatro... uno para cada campeón, ¿no? ¿Qué tendrán que hacer? ¿Luchar contra ellos?

—Sólo burlarlos, según creo —repuso él—. Estaremos cerca y tendremos preparados encantamientos extinguidores. Esperemos que la cosa no se ponga fea...

Harry se dejó caer lentamente en silencio y se quedó agachado sobre la tierra, completamente atónito. Susan y Hermione tuvieron que reaccionar a tiempo para agacharse con él, arropándolo entre sus brazos.

El muchacho no sabía si se alegraba o no de haber visto lo que le esperaba. Tal vez así era mejor, porque había pasado la primera impresión, y si se hubiera encontrado con los dragones por primera vez durante la prueba se habría desmayado frente al colegio entero... aunque quizá se desmayara de todas formas. Se enfrentaría armado con su varita mágica, que en aquel momento no le parecía nada más que un palito, contra un dragón de quince metros de altura, cubierto de escamas y de pinchos, que echaba fuego por la boca. ¿Cómo iba a burlarlo, observado por todo el mundo?

Con una inquietud muy parecida a la suya, Hermione se volvió de nuevo hacia los dragones. Se estremeció al recordar lo fieros que podían llegar a ser, pero intentó que el miedo no la cegara, recordando las palabras de Snape e inundándose de su valentía. Debían hacer frente a la adversidad con la cabeza bien alta, y allí, cubierta por la capa de invisibilidad y aferrada a su mejor amigo, hizo la promesa muda de que no descansaría hasta que Harry estuviera listo para enfrentarse a la primera y mortífera prueba del torneo de los Tres Magos.

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