Capítulo LXXVIII - Temetum
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXXVIII —
❝ T e m e t u m❞
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Toda alma viviente en el castillo hubiera pensado que Harry se había quedado petrificado. Sin embargo, a pesar de permanecer sentado y no moverse ni un ápice, el muchacho era plenamente consciente de todas las miradas que estaban puestas sobre él. Se sentía aturdido, atontado. Debía estar soñando, o no había oído bien lo que Dumbledore acababa de decir.
Nadie aplaudía. Un zumbido parecido al de abejas enfurecidas comenzaba a llenar el salón. Algunos alumnos se levantaban de sus asientos para verle mejor, esperando cualquier gesto, cualquier mueca, cualquier reacción... pero no la hubo.
En la Mesa Alta, la profesora McGonagall se levantó de inmediato y se acercó a Dumbledore, con el que cuchicheó impetuosamente. El anciano inclinaba hacia ella la cabeza, frunciendo un poco el entrecejo, como si trataran de ponerse de acuerdo en qué hacer a continuación.
En cuanto Harry se atrevió a moverse, su instinto lo llevó a girarse hacia Ron y Hermione. Ellos, al igual que todos los demás ocupantes de la larga mesa de Gryffindor, lo miraban con la boca abierta.
—Yo no he echado mi nombre —les susurró, totalmente confuso—. Vosotros lo sabéis.
Tanto Ron como Hermione se observaron entre sí con la misma mirada de aturdimiento. Él parecía completamente embobado, mientras que los ojos de ella cambiaban súbitamente de dirección, como analizando fríamente la situación.
En la mesa de los profesores, Dumbledore se irguió e hizo un gesto afirmativo con la cabeza a la profesora McGonagall, determinado a proceder.
—¡Harry Potter! —le llamó—. ¡Harry! ¡Levántate y ven aquí, por favor!
—Vamos —le susurró Hermione, dándole al chico un leve empujón—. Será mejor que vayas...
Harry se puso en pie, se pisó el dobladillo de la túnica sin apenas darse cuenta y se tambaleó ligeramente, sintiendo el peso de cientos y cientos de ojos. Avanzó torpemente por el pasillo que se formaba entre las mesas de Gryffindor y Hufflepuff, y le pareció un camino larguísimo. La mesa de los profesores no parecía encontrarse más cerca aunque él caminara hacia ella, y el zumbido en sus oídos cada vez se hacía más fuerte.
Después de lo que le pareció una eternidad, se halló delante de Dumbledore y notó las miradas de todos los profesores.
—Bueno... —murmuró el director, completamente serio—. Cruza la puerta, Harry.
El chico pasó por la delante de la Mesa Alta. Hagrid, sentado justo en un extremo, no le guiñó el ojo, ni levantó la mano, ni hizo ninguna de sus habituales señas de saludo: parecía completamente aturdido y, al pasar él, lo miró tan estupefacto como todos los demás.
Harry salió del Gran Comedor y se encontró en una sala más pequeña, decorada con retratos de brujos y brujas. Delante de él, en la chimenea, crepitaba un fuego acogedor, y por primera vez en el largo rato que creía llevar sin respirar, inundó sus pulmones del aire que necesitaba.
Cuando avanzó, adentrándose en la sala, los rostros retratados en los cuadros se volvieron hacia él, mirándole con extrañeza Intentando obviar su frío recibimiento, Harry se fijó en que Viktor Krum, Fleur Delacour y Cedric Diggory estaban situados junto a la chimenea. Con sus siluetas recortadas contra las llamas, tenían un aspecto curiosamente imponente: Krum, cabizbajo y siniestro, se apoyaba en la repisa de la chimenea, ligeramente separado de los otros dos; Cedric, de pie con las manos en la espalda, observaba el fuego, y Fleur, viendo a Harry entrar, volvió a echarse para atrás su largo pelo plateado.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, creyendo que había aparecido para transmitirles algún mensaje—. ¿Quieguen que volvamos al comedog?
—¿Harry? —se le acercó Cedric, completamente extrañado—. ¿Qué ocurre? ¿Qué haces aquí?
El muchacho no sabía ni cómo explicar lo que acababa de suceder. Se quedó allí quieto, mirándoles a los tres, intentando encontrar las palabras adecuadas, pero no tuvo tiempo: se oyó detrás de él un ruido de pasos apresurados, y al virar en su dirección, los cuatro vieron entrar a Ludo Bagman en la sala.
—¡Extraordinario! ¡Absolutamente extraordinario! —exclamó con alegría—. Caballeros... señorita. ¿Puedo presentarles, por increíble que parezca, al cuarto campeón del Torneo de los Tres Magos?
Krum se enderezó. Su hosca cara se ensombreció al examinar a Harry, y contrajo levemente sus espesas cejas negras. Cedric parecía desconcertado: pasó la vista de Bagman a Harry y de Harry a Bagman, como si estuviera convencido de que había oído mal. Fleur, sin embargo, se sacudió el pelo y sonrió.
—¡Oh, un chiste muy divegtido, señog Bagman!
—¿Un chiste? —repitió él—. ¡No, no, en absoluto! ¡El nombre de Harry acaba de salir del cáliz de fuego!
—Esto no es posible. Es evidente que ha habido un error —exclamó Cedric, mirando a Harry con un gesto casi paternal—. Él no puede competir. Es demasiado joven.
—Bueno... esto ha sido muy extraño —reconoció Bagman, frotándose la barbilla impecablemente afeitada y mirando sonriente a Harry—. Pero, como sabéis, la restricción es una novedad de este año, impuesta sólo como medida extra de seguridad. Y como su nombre ha salido del cáliz de fuego... no creo que haya ninguna posibilidad de hacer algo para impedirlo.
—¡No! ¡No pueden hacer esto! —clamó Cedric con evidente preocupación—. ¡Harry no debería enfrentarse a los peligros del Torneo!
Detrás de ellos, la puerta volvió a abrirse para dar paso a un numeroso grupo de personas: el profesor Dumbledore, seguido de cerca por el Sr. Crouch; el profesor Karkarov, Madame Maxime, la profesora McGonagall y el profesor Snape. Antes de que se cerrara la puerta, Harry pudo oír el rumor de los cientos de estudiantes que estaban al otro lado del muro.
—¡Madame Maxime! —exclamó Fleur de inmediato, caminando con decisión hacia la directora de su academia—. ¡Dicen que este niño también va a competig!
La gigantesca mujer se había erguido completamente hasta alcanzar toda su considerable altura. La parte superior de su cabeza rozó con la araña llena de velas, y su enorme pecho, cubierto de satén negro, pareció inflarse con indignación.
—¿Qué significa todo esto, Dumbledog? —preguntó imperiosamente.
—Es lo mismo que quisiera saber yo —se añadió el profesor Karkarov, con sus ojos azules parecidos a pedazos de hielo sobre Harry y Cedric—. ¿Dos campeones de Hogwarts? No recuerdo que nadie me explicara que el colegio anfitrión tuviera derecho a dos campeones. ¿O es que no he leído las normas con suficiente cuidado?
—¡C'est impossible! —clamó Madame Maxime, apoyando su enorme mano llena de soberbias cuentas de ópalo sobre el hombro de Fleur—. Hogwags no puede teneg dos campeones. Es absolutamente injusto.
—Creíamos que tu raya de edad rechazaría a los aspirantes más jóvenes—insistió Karkarov—. De no ser así, habríamos traído una más amplia selección de candidatos de nuestros colegios.
Dumbledore miró fijamente a Harry, y éste le devolvió el gesto, intentando descifrar la expresión de sus ojos tras las gafas de media luna.
—Dime, Harry —comentó con tono calmado, situándose frente a él—. ¿Echaste tu nombre en el cáliz de fuego?
—No —contestó Harry, muy consciente de que todos le observaban con gran atención—. No eché mi nombre en el cáliz, señor. Se lo prometo.
—¿Le pediste, Potter, a algún alumno mayor —inquirió Snape con mirada desafiante— que echara tu nombre en el cáliz de fuego?
—No —respondió Harry con vehemencia—. No lo hice.
—¡Ah, pog supuesto está mintiendo! —gritó Madame Maxime.
—Él no pudo cruzar la raya de edad —le defendió severamente la profesora McGonagall—. Supongo que todos estamos de acuerdo en ese punto.
—Dumbledog pudo habeg cometido algún egog.
—Por supuesto —admitió Dumbledore por cortesía—, siempre cabe esa posibilidad.
—¡Por Merlín, esto es absurdo! ¡Sabes perfectamente que no has cometido ningún error, Albus! —repuso McGonagall, airada—. ¡Harry no ha podido traspasar por sí mismo la raya! Y, puesto que el profesor Dumbledore está seguro de que Harry no convenció a ningún alumno mayor para que lo hiciera por él, ¡a mi parecer eso debería bastarnos a los demás!
—Sr. Crouch, Sr. Bagman... —murmuró Karkarov con voz afectada—, ustedes son nuestros jueces imparciales. Supongo que estarán de acuerdo en que esto es completamente irregular.
Bagman se pasó un pañuelo de ropa por la cara, redonda e infantil, y miró a Crouch, que se encontraba fuera del círculo iluminado por el fuego de la chimenea y tenía el rostro medio oculto en la sombra. Su aspecto era vagamente misterioso, y la semioscuridad lo hacía parecer mucho más viejo, dándole una apariencia casi cadavérica.
—Hay que seguir las reglas, y las reglas establecen claramente que aquellas personas cuyos nombres salgan en el cáliz de fuego estarán obligadas a competir en el Torneo —dictaminó su voz cortante—. El cáliz establece un contrato mágico vinculante... me temo que el Sr. Potter no tiene elección.
—Bien —sonrió Bagman, volviéndose hacia Karkarov y Madame Maxime como si el asunto estuviera cerrado—, Barty conoce el reglamento de cabo a rabo.
—Insisto en que se vuelva a proponer a consideración el nombre del resto de mis alumnos —añadió Karkarov con una expresión de furia—. Vuelve a sacar el cáliz de fuego y continuaremos añadiendo nombres hasta que cada colegio cuente con dos campeones.
—Pero no es así como funciona —objetó Bagman—. El cáliz acaba de apagarse y no volverá a arder hasta el comienzo del próximo Torneo.
—¡En el que, desde luego, Durmstrang no participará! ¡Después de todos nuestros encuentros, negociaciones y compromisos, no esperaba que ocurriera algo de esta naturaleza! ¡Estoy tentado de irme ahora mismo!
—¡Ésa es una falsa amenaza, Karkarov! ¡Ahora no puedes retirar a tu campeón! —gruñó una voz junto a la puerta—. Está obligado a competir. Como ha dicho Crouch, ha firmado un contrato mágico vinculante. Y eso te conviene, ¿eh?
Moody acababa de entrar en la sala. Se acercó al fuego cojeando, y, a cada paso que daba, su pata de metal retumbaba entre las paredes del pequeño espacio.
—¿Que si me conviene? —repitió Karkarov—. Me temo que no te comprendo.
A Harry le pareció que Karkarov intentaba adoptar un tono de desdén, como si ni siquiera mereciera la pena escuchar lo que Moody decía, pero las manos traicionaban sus sentimientos: las mantenía apretadas con fuerza, casi ocultas bajo las mangas de su túnica.
—¿No me entiendes? —suspiró Moody en voz baja—. Pues es muy sencillo. Tan sencillo como que alguien eche el nombre de Potter en ese cáliz sabiendo que si sale se verá forzado a participar.
—¡Evidentemente, alguien tenía mucho empeño en que Hogwags tuviega el doble de opogtunidades! —declaró Madame Maxime.
—Estoy completamente de acuerdo —asintió Karkarov, haciendo ante ella una leve reverencia—. Voy a presentar mi queja ante el Ministerio de Magia y la Confederación Internacional de Magos...
—Si alguien tiene motivos para quejarse es Potter —gruñó Moody—, y, sin embargo, es curioso... no le oigo decir ni media palabra.
—¿Y pog qué tendgía que quejagse? Va a podeg pagticipag, ¿no? —estalló Fleur, dando una patada en el suelo—. ¡Todos hemos soñado dugante semanas y semanas con seg elegidos! Mil galeones en metálico... ¡es una opogtunidad pog la que muchos moguiguían!
—Tal vez alguien espera que Potter muera por ella —replicó Moody, con un levísimo matiz de exasperación en la voz.
A sus palabras les siguió un silencio extremadamente tenso. Bagman, que parecía muy nervioso, se alzaba sobre las puntas de los pies y volvía a apoyarse sobre las plantas, mirando en todas direcciones con evidente incomodidad.
—Pero hombre, Moody... ¡vaya cosas dices! —protestó él.
—Como todo el mundo sabe, el profesor Moody da la mañana por perdida si no ha descubierto antes de la comida media docena de intentos de asesinato —se jactó Karkarov—. Por lo que parece, ahora les está enseñando a sus alumnos a hacer lo mismo. Una rara cualidad en un profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, debo decir, pero no dudo que tenías tus motivos para contratarlo, Dumbledore.
—Conque imagino cosas, ¿eh? —exclamó Moody—. Ha sido una bruja o un mago competente el que ha echado el nombre del muchacho en el cáliz.
—¡Mon Dieu! —suspiró Madame Maxime, alzando sus enormes manos—. ¿Qué pgueba hay de eso?
—¡Que consiguió engañar a un objeto mágico extraordinario! —replicó él—. Para hacerle olvidar al cáliz de fuego que sólo compiten tres colegios, ha tenido que usarse un encantamiento confundidor excepcionalmente fuerte... porque creo estar en lo cierto al suponer que propuso el nombre de Potter como representante de un cuarto colegio para asegurarse de que era el único que saldría de dicho grupo.
—Parece que has pensado mucho en ello, Ojoloco, y la verdad es que te ha quedado una teoría muy ingeniosa —apuntó Karkarov con frialdad—. Aunque he oído que recientemente se te metió en la cabeza que uno de tus regalos de cumpleaños contenía un huevo de basilisco astutamente disimulado y lo hiciste trizas antes de darte cuenta de que era un reloj de mesa. Así que me disculparás si no te tomamos demasiado en serio...
—Hay gente que puede aprovecharse de las situaciones más inocentes —contestó él con voz amenazante—. Mi trabajo consiste en pensar cómo obran los magos tenebrosos, Karkarov, como bien deberías recordar.
—¡Alastor! —vociferó Dumbledore en tono de advertencia.
Ambos profesores se quedaron callados, aunque Moody siguió mirando con satisfacción a Karkarov, que tenía el rostro encendido de cólera.
—No sabemos cómo se ha originado esta situación, pero me parece que no nos queda más remedio que aceptar las cosas tal y como están —prosiguió el director, dirigiéndose a todos los reunidos en la sala—. Tanto Cedric como Harry han sido seleccionados para competir en el Torneo, y eso es lo que tendrán que hacer.
—Ah, pego, Dumbledog...
—Mi querida Madame Maxime, si se le ha ocurrido a usted una alternativa, estaré encantado de escucharla.
Dumbledore aguardó, pero la directora de Beauxbatons no dijo nada. Se limitó a mirarlo de manera fulminante, y no era la única: Karkarov parecía furioso, y McGonagall estaba lívida. Bagman, en cambio, tenía un aire bastante entusiasmado y despreocupado.
—Eso es todo, ¿no, Albus?
—Creo que sí —respondió él con semblante abatido—. Será mejor que descansemos después de este día plagado de emociones.
Madame Maxime le pasó a Fleur un brazo por los hombros y la sacó rápidamente de la sala. Los presentes las oyeron hablar muy rápido en francés al salir al Gran Comedor. Karkarov, por su parte, le hizo a Krum una seña y ellos también salieron, aunque en el más absoluto silencio.
—Harry, Cedric, os recomiendo que vayáis a los dormitorios —les dijo Dumbledore, sonriéndoles con afabilidad—. Estoy seguro de que las casas de Hufflepuff y Gryffindor os aguardan para celebrarlo con vosotros, y no estaría bien privarlas de esta excelente excusa para armar jaleo.
Harry miró a Cedric, que asintió con la cabeza con una mueca de profunda seriedad, y los dos salieron de la sala, encontrándose que el Gran Comedor se hallaba desierto. Las velas, casi consumidas, conferían a las dentadas sonrisas de las calabazas un aspecto misterioso y brillante.
Ninguno de los dos se atrevió a articular palabra hasta que se encontraron en el vestíbulo principal, donde Cedric, comprobando que estuvieran solos en el gran espacio, tomó a Harry por la túnica y lo arrastró hasta un rincón apartado.
—Harry, tienes que decirme la verdad.
Con un profundo suspiro, el muchacho intentó enfrentarse a la confusa realidad que lo engullía con la mayor entereza posible.
—Te diré la única verdad que conozco, la misma que les he contado a los demás: yo no he puesto mi nombre en el cáliz de fuego —insistió con el aliento atorado en la garganta—. ¡Ni tan siquiera estaría escrito con mi letra, por el amor de Dios! Deberían haberse dado cuenta.
Cedric se apoyó en una de las armaduras que decoraban el gran espacio y cerró los ojos con fuerza, como si aquel ritual le ayudara a discernir alguna conclusión coherente en mitad de todas las descabelladas posibilidades.
—¿Crees que alguien haya podido echarlo por ti? —le preguntó en un susurro.
—¿Quién podría haberlo hecho? —suspiró Harry, echándose las manos a la cabeza—. Sólo veo capaz a Malfoy, pero no tiene la edad como para echar siquiera su propio nombre.
—¿Y si hubiera mandado a alguien en su lugar?
—¿Con qué fin? ¿Hacerme quedar en ridículo delante de todo el colegio? Creo que hasta eso es demasiado retorcido para él, demasiado inocente como para jugarse el cuello infringiendo así las reglas.
Cedric negó con la cabeza, desestimando aquella posibilidad.
—Lo que está claro es que alguien se encuentra detrás de todo esto —dictaminó él—. No sé qué intenciones tiene, pero debemos ser precavidos. Tarde o temprano lo sacaremos a la luz.
Harry asintió, completamente abatido.
—¿Y hasta entonces?
El mayor, enderezándose, se situó frente a él y apoyó sus manos sobre sus hombros, dedicándole una sonrisa confiada.
—No nos queda otra que batallar, amigo mío —le aseguró con voz tenue, infundiéndole todo el coraje que fue capaz—. Pero lo haremos juntos.
Sus palabras tuvieron un efecto sanador en Harry, el suficiente como para no desmoronarse. Con dicha confianza y la promesa de su ayuda, el muchacho se vio capaz de despedirse de Cedric, que se perdió por una puerta que quedaba a su derecha y conducía hacia las cocinas. Harry le oyó bajar por la escalera de piedra y luego, despacio, comenzó él mismo a subir por la de mármol.
Durante su trayecto hasta el séptimo piso, la mente de Harry no paró de discurrir en ningún momento. Se preguntaba interiormente si alguien le creería, o si por el contrario todos pensarían que él mismo se había apuntado para el Torneo. Pero, ¿cómo podía creer eso nadie, cuando iba a enfrentarse a tres competidores que habían recibido tres años más de educación mágica que él, cuando tendría que enfrentarse a unas pruebas que no sólo serían muy peligrosas sino que debían ser realizadas ante cientos de personas? Él, como cualquier otro estudiante, había podido llegar a fantasear con ser un campeón, dejando volar la imaginación, pero había sido un delirio, una especie de sueño. En ningún momento había considerado seriamente la posibilidad de entrar en el Torneo.
Pero había alguien que sí lo había considerado, que quería que participara en él y se había asegurado de que entraba. ¿Por qué? ¿Para humillarle? Bueno, seguramente quedaría complacido. ¿O lo había hecho para que muriera? ¿Moody había estado simplemente dando sus habituales muestras de paranoia, o realmente tenía razón? ¿Había alguien que deseara eso?
A Harry no le costó responderse esa última pregunta. Sí, había alguien que deseaba su muerte, alguien que quería matarlo desde antes de que cumpliera un año de vida. Pero, ¿cómo podía Voldemort haber echado su nombre en el cáliz de fuego? Le suponía muy lejos, en algún país distante, solo, oculto, débil e impotente.
El muchacho se llevó una sorpresa al encontrarse de pronto frente al retrato de la Dama Gorda, porque apenas se había percatado de adónde lo llevaban los pies, y el jaleo que estalló ante él al abrirse paso por el agujero casi lo hizo retroceder. Un instante después, se vio arrastrado dentro de la sala común por doce pares de manos y rodeado por todos los integrantes de la casa de Gryffindor, que gritaban, aplaudían y silbaban.
—¡Tendrías que habernos dicho que ibas a participar! —gritó Fred.
—¿Cómo te las arreglaste para que no te saliera barba? —exclamó George.
—No lo hice —balbuceó Harry—. Realmente no sé cómo...
Pero Angelina se abalanzó en aquel momento hacia él, acallando sus palabras.
—¡Ah, ya que no soy yo, me alegro de que por lo menos sea alguien de Gryffindor...!
—¡Ahora podrás tomarte la revancha contra Diggory! —chilló Katie con entusiasmo—. ¡Por lo del último partido de quidditch, Harry!
Seamus, que se encontraba más achispado de lo normal, pasó como un huracán ofreciendo vasos a todos los presentes. Cuando llegó hasta Harry, prácticamente le obligó a tomarlo y apuntó sobre él con su varita.
—¡Temetum! —vociferó con algo de dificultad, y de la punta salió un chorro de líquido morado que, una vez Harry lo olisqueó, se dio cuenta de que era vino.
—¡Vamos a brindar! —sugirió Seamus, algo tambaleante—. ¡Por Harry!
Todos los integrantes de la casa de Gryffindor alzaron sus respectivos vasos, mirándole con orgullo.
—¡Por Harry! —exclamaron al unísono.
La sala entera dio un trago a sus bebidas en su honor, a excepción del propio Harry, que les miraba con confusión. Él no era el héroe por el que todos estaban brindando, ni había pretendido serlo.
—Tenemos algo de comida —lo alentó Parvati—. ¿Te apetece?
—No tengo hambre... ya he comido bastante en el banquete.
Lo que Harry quería por encima de todo era encontrar a Ron y Hermione para comentar los hechos con algo de sensatez, pero ninguno de ellos parecía hallarse en la celebración de la sala común. Insistiendo en que necesitaba dormir, y casi pasando por encima de los pequeños hermanos Creevey que intentaron detenerlo al pie de la escalera, consiguió desprenderse de todo el mundo y subir al dormitorio tan rápido como pudo.
Para su alivio, vio a Ron tendido en su cama, completamente vestido. No había nadie más en la habitación.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Harry.
—Ah, hola —contestó el pelirrojo—. Por cierto... enhorabuena.
—¿Qué quieres decir con eso de «enhorabuena»?
—Bueno... eres el único que ha logrado cruzar la raya de edad —repuso Ron—. Ni siquiera lo han logrado Fred y George. ¿Qué has usado, la capa invisible?
—La capa invisible no me hubiera permitido cruzar la línea.
—Ah, bien. Pensé que, si había sido con la capa, podrías habérmelo dicho... porque podría habernos tapado a los dos, ¿no? Pero encontraste otra manera, ¿verdad?
—Escucha. Yo no he echado mi nombre en el cáliz de fuego. Ha tenido que hacerlo alguien, no sé quién...
Ron alzó ambas cejas con incredulidad.
—A mí puedes decirme la verdad. Si no quieres que lo sepa nadie más, estupendo, pero no entiendo por qué te molestas en mentirme a mí.
—¡Ron, las cosas no son así! ¡Estás siendo muy estúpido!
—Sí, bueno, ese soy yo. El estúpido amigo de Potter —conminó él con voz firme—. Supongo que querrás acostarte ya, Harry. Mañana tendrás que levantarte temprano para alguna sesión de fotos o algo así.
Haciendo evidente su enfado, Ron tiró de las colgaduras del dosel de su cama para cerrarlas, dejando a Harry allí, de pie junto a la puerta, mirando abatido las cortinas de terciopelo rojo que en aquel momento ocultaban a una de las pocas personas de las que nunca habría pensado que no le creería.
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