Capítulo LXXVII - Ventus
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXXVII —
❝ V e n t u s❞
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Hermione se sorprendió enormemente durante la mañana del sábado. Por costumbre, los días festivos a la hora del desayuno, el Gran Comedor apenas reunía unos pocos profesores y alumnos, entre los que ella y Susan se encontraban con una fidelidad ciega y absoluta. Sin embargo, aquel sábado bajó al vestíbulo acompañada de Harry y Ron, que habían hecho un esfuerzo más que evidente por madrugar, y una vez se adentraron en el gran espacio se dieron cuenta de que medio colegio ya se encontraba agrupado allí, contemplando el cáliz de fuego.
Con la curiosidad a flor de piel, los muchachos se acercaron hasta el corrillo que se había formado a su alrededor, en el que se encontraban sus amigos y compañeros, y se dieron cuenta de que en el suelo se había dibujado una fina línea de color dorado que formaba un círculo de tres metros de radio. Dumbledore debió haber trazado la raya de edad la noche anterior.
—¿Ya ha dejado alguien su nombre? —ansió saber Hermione, acercándose a Susan, que se le había adelantado como de costumbre.
—Los alumnos de Beauxbatons, todos en fila, y algunos chicos de Durmstrang —respondió la pelirroja—. De momento no he visto a ninguno de Hogwarts... pero estamos apunto de presenciarlo.
—¿Cómo lo sabes? —exclamó Ron con una intriga infinita.
Susan, de lo más sonriente, les hizo un gesto con la cabeza con el que les señaló la entrada al Gran Comedor, justo a tiempo para que los muchachos vieran cruzar a un alegre grupo equipado con el uniforme de quidditch de un color amarillo canario fácilmente reconocible. Todos sonrieron al ver que era Cedric quién encabezaba la marcha, nervioso e ilusionado, con un trozo de pergamino en la mano.
—¡Vamos, capitán! —silbaba Malcolm, llamando la atención de los presentes—. ¡Moral alta!
—¡Si no te selecciona —aseguraba Herbert con su gracioso teatro— tomaremos el cáliz y lo arrojaremos al lago!
—¿Cómo no va a escogerlo? —exclamó Maxine, animando a los alumnos frente a los que cruzaban—. ¡Es el futuro campeón de Hogwarts!
El corrillo que rodeaba el cáliz se abrió ante su llegada, recibiéndoles con expectación.
—¿Tú no te animas, Malcolm? —comentó Susan con una mueca divertida.
—¡Debería! —contestó el muchacho, acercándose a ellas—. Pero no quiero que Cedric llore cuando me elijan a mí antes que a él.
Con la absoluta atención de sus compañeros recayendo sobre sí, Cedric se acercó hasta el círculo trazado y se detuvo encontrándose al borde, como si temiera cruzarlo. Hermione le vio fruncir el ceño, percatándose de que para él aquello no resultaba un simple juego, y por un momento creyó que no se atrevería a seguir adelante: sin embargo, el muchacho dio un paso decidido y se situó junto al cáliz, depositando en las llamas de un blanco azulado su pedazo de pergamino. Al caer su nombre al fuego, éste se volvió de un intenso rojo y arrojó chispas, ante lo que los presentes aplaudieron efusivamente.
—¡Bueno, lo he hecho! —exclamó Cedric con los ojos brillantes y una sonrisa de oreja a oreja mientras se retiraba del círculo—. ¡Acabo de echar mi nombre!
Los miembros del equipo se arrojaron sobre él a modo de celebración, formando una piña que inundó el Gran Comedor de cánticos festivos. Al librar al muchacho del agarre, Harry y Ron se acercaron a él.
—¡No puedo creerlo! —murmuró Ron con una emoción infinita.
—No nos habías dicho que te presentarías —señaló Harry.
—Ni yo mismo estaba seguro de cometer esta locura —aseguró Cedric, apoyándose en los hombros de ambos muchachos—. Pero hay que dejarse llevar por el instinto.
Los tres se separaron en cuanto Susan corrió hacia él, y ambos se fundieron en un gran abrazo.
—¡Estoy muy orgullosa de ti!
Al apartarse el uno del otro, Cedric postró su mirada sobre Hermione, que se había acercado a ellos con cierta reticencia. La desavenencia entre ambos que habían sufrido semanas atrás aún era palpable, tal y como lo eran sus mutuas ganas de perdonarse.
—La eterna gloria... sería genial ganarla, ¿no? —sugirió ella con el atisbo de una sonrisa sincera—. Espero que quedes tú, Cedric.
Él, más que dispuesto a ofrecerle tregua, la rodeó con sus brazos y descansó la cabeza en su hombro, hundiéndose en el aroma de sus cabellos como si hubiera pasado una eternidad. Hermione imitó su gesto abrazando su torso, y por encima de su hombro vio los sonrientes rostros de Harry, Ron y Susan, que personificaban a la perfección la misma felicidad que ella estaba sintiendo.
Al separarse, Cedric la contempló, aún tomándola de los brazos, con una mezcla de gratitud y cariño más que distinguible en su mirada.
—Gracias, Hermione.
La muchacha le sonrió, víctima de una emoción que sentía recorrerle hasta los ojos, pero las carcajadas que inundaron el espacio interrumpieron su intento de contestarle. Volviéndose hacia la entrada, vieron a Fred, George y Lee Jordan que bajaban corriendo la escalera y cruzaban el Gran Comedor a pasos agigantados.
—¡Ya está! —les dijo Fred a los presentes en tono triunfal—. ¡Acabamos de tomárnosla!
—¿El qué? —preguntó Ron.
—¡La poción envejecedora, cerebro de mosquito! —respondió George, frotándose las manos con júbilo—. Una gota cada uno. Sólo necesitamos ser unos pocos meses más viejos.
—Si uno de nosotros gana —añadió Lee con una amplia sonrisa— repartiremos el premio entre los tres.
—No estoy muy convencida de que funcione, ¿sabéis? —les advirtió Hermione, cruzándose de brazos—. Seguro que Dumbledore ha pensado en eso.
Pero Fred, George y Lee no le hicieron caso.
—¿Listos? —les dijo Fred a los otros dos, temblando de emoción—. Entonces, vamos. Yo voy primero...
Los tres muchachos sacaron de sus bolsillos un pedazo de pergamino en que le figuraban sus nombres, así como el del colegio. Fred avanzó hasta el borde de la línea de edad y permaneció allí unos segundos, balanceándose sobre las puntas de los pies con la misma indecisión de un saltador de trampolín. Luego, observado por todos los que estaban allí, tomó aire y dio un paso para cruzar la línea.
Durante una fracción de segundo, Hermione creyó que el truco había funcionado. George, desde luego, también lo creyó, porque profirió un grito de triunfo y avanzó tras Fred sin vacilar. Pero un momento después se oyó un chisporroteo, y ambos hermanos se vieron expulsados del círculo dorado por una fuerza sobrenatural. Los dos cayeron al suelo de piedra a tres metros de distancia del cáliz, y mientras se recuperaban de la caída brotó de sus mejillas la misma larga y blanca barba.
En el vestíbulo, todos prorumpieron en carcajadas. Incluso Fred y George se rieron al ponerse en pie y verse cada uno la barba del otro.
—Os lo advertí —murmuró una profunda voz que parecía estar divirtiéndose como los demás, y todo el mundo se volvió en su dirección para reconocer al profesor Dumbledore, que examinaba a Fred y George con los ojos brillantes—. Os sugiero que vayáis los dos a ver a Madame Pomfrey. Está atendiendo ya a la Srta. Fawcett, de Ravenclaw, y al Sr. Summers, de Hufflepuff, que también han decidido envejecerse un poquito. Aunque tengo que decir que me gusta más vuestra barba que la que les ha salido a ellos.
Los gemelos se dirigieron a la enfermería acompañados por Lee, que se partía de risa, y al salir del Gran Comedor se cruzaron con un grupo de muchachos de Durmstrang que parecían la cara opuesta de la moneda, serios y callados como una tumba. Con ellos estaba Karkarov, que caminaba junto a Krum encabezando la marcha, y los otros alumnos los seguían un poco rezagados.
El corrillo que seguía formado alrededor del círculo volvió a abrirse para permitirles el paso. Ron observó a Krum emocionado, pero éste parecía no mirar a ningún lado más que al frente, concentrado en el cáliz de fuego. Sin ningún tipo de miramiento y con la absoluta atención de todo el Gran Comedor en su gesto, Krum se adentró en el círculo con su trozo de pergamino y lo arrojó en el fuego, provocando su característico chisporreteo y recibiendo un aluvión de vítores ante el que apenas reaccionó.
Sin embargo, antes de retirarse del círculo, Hermione se dio cuenta de que Krum la miraba fijamente con sus ojos negros. Casi al instante, su gesto de seriedad pareció relajarse y las comisuras de sus labios se alzaron en una sonrisa casi imperceptible que iba dedicada única y exclusivamente a ella, ante la que se sintió extrañamente complacida.
Al abandonar el Gran Comedor junto a Karkarov y el resto de alumnos, ella, al igual que sus compañeros, le vio marchar cruzando la gran sala, y se dio cuenta de que por primera vez había sido capaz de ver la persona que se escondía bajo la leyenda: un introvertido muchacho llamado Viktor que, en aquella ocasión, se había ganado su atención.
***
La mañana del sábado había estado dedicada enteramente a la presentación de los candidatos. El colegio entero había permanecido en el Gran Comedor para ver quiénes eran los valientes que se atrevían a echar su nombre en el cáliz, y el espectáculo había resultado tan interesante que se alargó hasta la hora de la comida.
Por la tarde, los muchachos decidieron que ya era momento de visitar la cabaña de Hagrid. Su decisión pareció sorprenderles tanto como al semigigante, que les recibió curiosamente equipado con su mejor traje peludo de color marrón, con una corbata a cuadros amarillos y naranjas y un más que evidente esfuerzo por tratar de peinarse usando grandes cantidades de lo que parecía un aceite hasta alisar el pelo formando dos coletas. Los cinco, viéndole con estupefacción, pensaron que aquel tocado le sentaba como a un santo dos pistolas.
—¡Ya era hora! —exclamó Hagrid, después de abrir la puerta de golpe y verlos allí—. ¡Creía que no os acordábais de dónde vivo!
Durante un instante, Harry lo miró con ojos desorbitados, antes de atreverse a romper aquel silencio ensordecedor.
—Eh... ¿dónde están los escregutos?
Según le habían contado sus compañeros a Cedric y Hermione, durante aquel año Hagrid había presentado en Cuidado de Criaturas Mágicas a los escregutos, unas criaturas de cola explosiva que estaban formadas a partir de un cruce entre mantícoras y cangrejos de fuego, y que se asemejaban a una mezcla entre escorpiones y cangrejos alargados. Él mismo los había estado criando, poseyendo una curiosa camada.
—Andan entre las calabazas —repuso Hagrid con algo más de entusiasmo—. Se están poniendo grandes: ya deben de tener cerca de un metro. El único problema es que han empezado a matarse unos a otros.
—¡No me digas! —exclamó Hermione, echándole a Ron una dura mirada para que se callara, ya que éste, absorto en el peinado de Hagrid, acababa de abrir la boca para comentar cualquier cosa—. ¿De verdad?
—Sí —suspiró él—. Pero están bien. Los he separado en cajas, y aún quedan unos veinte.
—Bueno —comentó Susan con algo de sarcasmo—, eso es una suerte.
Hagrid les invitó a pasar. Su cabaña constaba de una sola habitación, uno de cuyos rincones se hallaba ocupado por una cama gigante cubierta con un edredón de retazos multicolores. Delante de la chimenea había una mesa de madera, también de enorme tamaño, y unas sillas, sobre las que colgaban unos cuantos jamones curados y aves muertas. Los cinco se sentaron en la mesa mientras el semigigante comenzaba a preparar el té, y no tardaron en hablar sobre el Torneo de los Tres Magos.
—Esperad y veréis. No tenéis más que esperar. Vais a ver lo que no habéis visto nunca —dijo Hagrid entusiasmado—. La primera prueba... ah, pero se supone que no debo decir nada.
—¡Vamos, Hagrid! —lo animó Cedric.
Pero él negó con la cabeza, sonriendo al mismo tiempo.
—No, no, no quiero estropearlo. Pero os aseguro que será muy espectacular. Los campeones van a tener en qué demostrar su valía. ¡Nunca creí que viviría lo bastante para ver una nueva edición del Torneo de los Tres Magos!
Los cinco se lo pasaron en grande intentando sonsacar a Hagrid cuáles iban a ser las pruebas del Torneo, especulando qué candidatos elegiría el cáliz de fuego. A media tarde empezó a caer una lluvia discreta, y resultó muy agradable estar sentados junto al fuego, escuchando el suave golpeteo de las gotas de lluvia contra los cristales de la ventana.
Mientras Hagrid zurcía calcetines, Hermione y él discutieron acerca de los elfos domésticos, dado que él se negó tajantemente a afiliarse a la P.E.D.D.O. cuando ella le mostró las insignias.
—Eso sería jugarles una mala pasada. Lo de cuidar a los humanos forma parte de su naturaleza. Es lo que les gusta, ¿te das cuenta? —dijo el semigigante gravemente, enhebrando un grueso hilo amarillo en una enorme aguja de hueso—. Los harías muy desgraciados si los apartaras de su trabajo, y si intentaras pagarles se lo tomarían como un insulto.
—¿Lo ves? —se añadió Ron, asintiendo con satisfacción.
—Pero Harry liberó a Dobby, ¡y él se puso muy contento! —objetó Hermione—. ¡Y nos han dicho que ahora quiere que le paguen!
—Sí, bueno, en todas partes hay quien se desmadra. No niego que haya elfos raros a los que les gustaría ser libres, pero nunca conseguirías convencer a la mayoría. No, nada de eso.
A Hermione no le hizo ni pizca de gracia su negativa y volvió a guardarse la caja de las insignias en el bolsillo de su capa, cruzándose de brazos y evitando formar parte de la conversación. Sin embargo, sus compañeros pronto la animaron a participar y se distrajeron enormemente jugando unas partidas de gobstones.
Hacia las siete de la tarde ya había anochecido por completo, y los muchachos decidieron que era el momento de volver al castillo para el banquete de Halloween y la presentación de los campeones de los colegios.
Hagrid, que iba a acompañarles, se levantó de su enorme butaca y fue hasta la cómoda que había junto a la cama. Empezó a buscar algo dentro de ella, y ninguno puso demasiada atención a lo que hacía hasta que un olor horrendo les llegó al olfato.
—¿Qué es eso? —preguntó Susan, frunciendo su pecada nariz.
—¿Qué, no os gusta? —se extrañó él, volviéndose con una botella grande en la mano.
—¿Es una loción para después del afeitado? —preguntó Hermione.
—Es agua de colonia... eh... tal vez me he puesto demasiada. Voy a quitarme un poco, esperad...
Hagrid salió de la cabaña ruidosamente, seguido de los cinco muchachos, y le vieron lavarse con vigor en un barril con agua que había al otro lado de la ventana.
—¿Agua de colonia? —murmuró Cedric con una sonrisa maliciosa—. Hagrid, ¿qué ocurre?
—¿Y el traje? —se añadió Harry—. ¿Y el peinado?
—¡Mirad! —exclamó Ron, señalando hacia la lejanía.
Hagrid acababa de enderezarse y de volverse. Si antes se había ruborizado, aquello no tenía punto de comparación con el tono carmesí que adquirieron sus mejillas. Los seis echaron un vistazo al frente: el gigantesco carruaje de color azul claro en el que habían llegado los alumnos de Beauxbatons estaba aparcado a unos doscientos metros de la cabaña, y al lado, en un improvisado potrero, pacían los enormes caballos que habían tirado de él. Madame Maxime y los estudiantes acababan de salir de él, como ellos, para acudir a tiempo al banquete, y Hagrid se les acercó. Desde su posición, los chicos no podían oír nada de lo que el semigigante decía, pero se dirigía a Madame Maxime con la misma expresión embelesada que cuando la vió por primera vez
—¡Se va al castillo con ella! —exclamó Susan, ligeramente indignada—. ¡Creía que iba a ir con nosotros!
Sin siquiera volver la vista hacia la cabaña, Hagrid caminaba pesadamente a través de los terrenos de Hogwarts al lado de Maxime, y detrás de ellos los alumnos de Beauxbatons casi corrían para poder seguir las enormes zancadas de ambos gigantes.
—¡Está claro que le gusta! —sentenció Harry, incrédulo—. Bueno, si terminan teniendo hijos, batirán un récord mundial: seguro que pesarán alrededor de una tonelada.
Los cinco se aseguraron de cerrar bien la puerta de la cabaña, se arrebujaron bien en sus capas y empezaron a subir la cuesta, tiritando de frío.
—¡Mirad! —volvió a gritar Ron—. ¡Son ellos!
Los integrantes del colegio de Durmstrang subían desde el lago hacia el castillo, aún por detrás de ellos, a paso firme y seguro. Tanto Ron como Hermione intentaron discernir a Krum entre los rostros que se ocultaban bajo la oscuridad de la noche, pero los demás les instaron a darse prisa en llegar al castillo.
Una vez dentro, vieron que el Gran Comedor, iluminado por miles de velas flotantes, estaba casi abarrotado. Conmemorando la celebración de Halloween, habían cambiado la decoración: una nube de murciélagos vivos revoloteaba por el techo encantado mientras cientos de calabazas lanzaban macabras sonrisas desde cada rincón. El cáliz de fuego se mantenía intacto en su sitio frente a la Mesa Alta.
Deshaciéndose de sus respectivas capas, los muchachos se dividieron y fueron al encuentro de sus asientos, adecuándose en las largas mesas de Gryffindor y Hufflepuff, que quedaban de lado en el centro del Gran Comedor.
—¡Espero que salga Angelina Johnson! —exclamó Parvati mientras Harry, Ron y Hermione se sentaban.
—¡Yo también! —asintió Dean—. Ojala la elijan a ella antes que a Warrington, ese tío grande de Slytherin que parece un oso perezoso...
—¡Espero que no tengamos de campeón a nadie de Slytherin! —rió Neville nerviosamente.
El banquete de Halloween se hizo mucho más largo de lo habitual. Quizá se debía a que era el segundo banquete en dos días, y que ninguno disfrutó la insólita comida tanto como la habría disfrutado cualquier otro día. A juzgar por los cuellos que se giraban continuamente, las expresiones de impaciencia, las piernas que se sacudían nerviosamente y los estudiantes que parecían levantarse para comprobar si Dumbledore ya habría terminado de comer, todos cuantos se encontraban en el Gran Comedor deseaban que la cena terminara y anunciaran quiénes habían quedado seleccionados como campeones.
Finalmente los platos de oro volvieron a su original estado inmaculado. Se produjo cierto alboroto en el salón, que se cortó casi instantáneamente en cuanto Dumbledore se puso de pie. Junto a él, el profesor Karkarov y Madame Maxime parecían tan tensos y expectantes como los demás. Ludo Bagman sonreía y guiñaba el ojo a varios estudiantes, mientras que el Sr. Crouch, en cambio, no parecía nada interesado, sino más bien aburrido.
—Mis queridos alumnos y profesores, el cáliz está casi preparado para tomar una decisión. Según mis cálculos, falta tan sólo un minuto —anunció Dumbledore con ojos chispeantes—. Cuando pronuncie el nombre de un campeón, le ruego que se acerque a la Mesa Alta y pase a la sala contigua, donde recibirá las primeras instrucciones.
Con elegancia, sacó la varita y ejecutó con ella un amplio movimiento en el aire.
—¡Ventus!
Con una inmediatez impoluta, una fría ráfaga de aire recorrió el Gran Comedor y se apagaron todas las velas de la gran estancia, salvo las que estaban dentro de las calabazas con rostro tallado, y el lugar quedó casi a oscuras. No había nada en el salón que brillara tanto como el cáliz de fuego, y el fulgor de las chispas y la blancura azulada de las llamas casi dolía a la vista al mirarlo.
De pronto, las llamas del cáliz se volvieron de un rojo intenso y empezaron a salir chispas, tal y cómo hubo sucedido al arrojar los nombres en él. A continuación, brotó en el aire una lengua de fuego y arrojó un trozo carbonizado de pergamino ante el que la sala entera ahogó un grito. Dumbledore tomó el trozo de pergamino y alargó el brazo tanto como pudo para poder leerlo a la luz de las llamas, que habían vuelto a adquirir su característico tono blanco azulado.
—¡El campeón de Durmstrang —leyó con voz alta y clara— es Viktor Krum!
Una tormenta de aplausos y vítores inundó el Gran Comedor. Hermione vio a Krum levantarse de la mesa de Slytherin, respaldado por sus compañeros, y caminar hacia la posición de Dumbledore.
—¡Bravo, Viktor! —bramó Karkarov, tan fuerte que todo el mundo le oyó incluso por encima de los aplausos—. ¡Sabía que serías tú!
Krum y Dumbledore se dieron la mano, y el muchacho se volvió hacia la derecha, recorrió la mesa de los profesores y desapareció por la puerta hacia la sala contigua, tal y como le habían indicado.
Tras su marcha se apagaron los aplausos y los comentarios. La atención de todo el mundo volvía a recaer en el cáliz, cuyo fuego tardó unos pocos segundos en volverse nuevamente rojo. Las llamas arrojaron un segundo trozo de pergamino que Dumbledore cazó al vuelo.
—¡La campeona de Beauxbatons —anunció él— es Fleur Delacour!
De la mesa de los águilas, una chica se puso en pie elegantemente, sacudió la cabeza para retirarse hacia atrás su amplia cortina de pelo plateado, que caía casi hasta su cintura, y sonrió ampliamente mostrando sus dientes blancos y regulares, caminando entre las mesas de Ravenclaw y Gryffindor.
—¡Mirad qué decepcionados están todos! —exclamó Lavender, elevando la voz por encima del alboroto y señalando con la cabeza al resto de los alumnos de Beauxbatons.
Decepcionados es decir muy poco, pensó Hermione. Dos de las chicas que no habían resultado elegidas habían roto a llorar, y sollozaban con la cabeza escondida entre los brazos.
Cuando Fleur Delacour hubo desaparecido también por la puerta, volvió a hacerse el silencio, pero esta vez estaba cargado de tensión y emoción por partes iguales, de una forma en la que casi podía palparse. El siguiente anunciado sería el campeón de Hogwarts.
El cáliz de fuego volvió a tornarse rojo; saltaron chispas, la lengua de fuego se alzó y de su punta, Dumbledore retiró un nuevo pedazo de pergamino. En cuanto sus ojos celestes se postraron sobre el nombre del elegido, Hermione sintió como en su pecho su corazón retumbaba con una fuerza capaz de tumbarla.
—¡Y el campeón de Hogwarts —sentenció con una gran sonrisa de marfil— es Cedric Diggory!
El jaleo que se adueñó del Gran Comedor era demasiado estruendoso. Todos y cada uno de los alumnos de Hufflepuff se habían levantado de repente, gritando y pataleando, así como había ocurrido en las mesas de Ravenclaw y Gryffindor. Desde su posición, Harry, Ron y Hermione aplaudieron y silbaron en dirección a Cedric, que se abría camino entre las dos mesas con una amplia sonrisa y marchaba hacia Dumbledore para recibir su estrechón de manos.
La celebración dedicada a él se prolongó tanto que, a pesar de que el muchacho hubiera desaparecido hacia la sala que había tras la mesa de los profesores, Dumbledore tuvo que esperar un buen rato para poder volver a dirigirse a la concurrencia.
—¡Fantástico! ¡Ya tenemos a nuestros tres campeones! —exclamó el director en voz alta en cuanto se apagaron los últimos aplausos—. Estoy seguro de que puedo confiar en que todos vosotros, incluyendo los alumnos de Durmstrang y Beauxbatons, daréis a vuestros respectivos campeones todo el apoyo que podáis. Al animarlos, todos vosotros contribuiréis de forma muy significativa a...
Pero el discurso de Dumbledore se detuvo de repente, y fue evidente para todo el mundo por qué se había interrumpido: el fuego del cáliz volvió a ponerse de color rojo. Otra vez lanzaba chispas. Una larga lengua de fuego se elevó de repente en el aire y arrojó otro trozo de pergamino.
El anciano alargó la mano y lo cogió. Lo extendió y comprobó el nombre que había escrito en él a la luz de las llamas.
Se formó un vibrante silencio que se acentuó aún más en cuanto el rostro del director pareció desencajado. Finalmente, sabiendo que el resto de la sala lo observaba con atención, se aclaró la garganta y leyó en voz alta lo que acababa de leer.
—Harry Potter.
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