Capítulo LXXVI - Imperio
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXXVI —
❝ I m p e r i o ❞
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Como si su cerebro se hubiera pasado la noche discurriendo, Harry se levantó temprano a la mañana siguiente con un plan perfectamente concebido. Se vistió a la pálida luz del alba, salió del dormitorio intentando no despertar a sus compañeros de habitación y bajó de puntillas la escalera de caracol hasta el vestíbulo de la sala común, en la que esperaba no encontrarse con nadie.
—¡Hermione! —exclamó sorprendido al hallarla adecuada junto al fuego, de piernas cruzadas sobre uno de los butacones que acompañaban la chimenea prendida—. ¿Qué haces despierta tan temprano?
La muchacha levantó la vista de la lectura que sujetaba entre sus manos para dedicarle una sonrisa delicada. Le habría gustado responderle que no había sido capaz de conciliar el sueño recordando la cercanía con Snape, las palabras de él y el irrefrenable deseo de rozar sus labios con los propios, casi saboreando su contacto, o incluso confesarle que llevaba un buen rato intentando leer la novela que le había entregado pero que no había sido capaz, demasiado absorta en el perfumado toque de su profesor impregnado en sus viejas páginas.
—Tenía ganas de leer —alegó ella con una convicción que resultó lo suficientemente creíble—. ¿Y tú? ¿A dónde vas?
Harry se quedó callado durante unos instantes, sabiendo que había quedado expuesto: llevaba consigo un trozo de pergamino que no había pasado desapercibido para los ojos castaños y sabios de ella.
—A mandarle un mensaje a Sirius... —admitió él, agachando la cabeza—. No quiero que se la juegue viniendo a verme.
Hermione torció el gesto, entre apenada y enternecida, y cerró de un suave golpe las páginas de Drácula y el atrayente aroma que emanaba de ellas.
—¿Puedo leerlo?
El muchacho asintió con poco convencimiento y se acercó a ella a pasos cautelosos, entregándole el pergamino en el que podía apreciarse su letra redondeada y atropellada.
«Querido Sirius,
Creo que lo de que me dolía la cicatriz eran imaginaciones mías y nada más. Estaba medio dormido la última vez que te escribí, por lo que no tiene sentido que vengas. Aquí todo va perfectamente, mis amigos cuidan mucho de mí. No te preocupes, mi cabeza está bien.
Un gran abrazo,
Harry»
—¿Realmente crees que esto va a detenerle? —comentó Hermione con el ceño fruncido—. Sirius es más inteligente que eso, Harry. Se dará cuenta de lo que pretendes.
—Bueno... tengo que intentarlo —suspiró él—. No quiero que vuelva a Azkaban por culpa mía.
La muchacha volvió a inspeccionar el contenido de su mensaje, prestando atención al trasfondo de sus palabras más que al texto en sí: sabía que aquello serviría de poco o nada, pero comprendía la necesidad de Harry por intentar proteger a Sirius aunque ello implicara olvidarse de sí mismo.
En un acuerdo mutuo, los dos salieron por el hueco del retrato, subieron por la Gran Escalinata que estaba sumida en el silencio más absoluto y llegaron a la lechucería, que estaba situada en la parte superior de la Torre Oeste. Era un habitáculo circular con muros de piedra, bastante frío y con muchas corrientes de aire, dado que ninguna de las ventanas tenía cristales. El suelo estaba completamente cubierto de paja, excrementos y huesos regurgitados de ratones y campañoles. Sobre las perchas, fijadas a largos palos que llegaban hasta el techo de la torre, descansaban cientos de lechuzas de todas las especies imaginables, casi todas dormidas, aunque Harry y Hermione podían distinguir algunos ojos ambarinos siguiendo sus pasos.
Vieron a Hedwig acurrucada junto a una de las ventanas descubiertas y fueron hacia ella, intentando mantener el equilibrio sobre el suelo embarrado. Les costó un rato persuadirla para que abriera los ojos, y más aún que los dirigiera hacia Harry en vez de caminar de un lado a otro de la percha arrastrando las garras y dándoles la espalda. Evidentemente, seguía dolida por la falta de gratitud mostrada por Harry la noche anterior.
—Sé de un lugar, Hedwig —le sugirió Hermione—, donde podría conseguirte muchas golosinas.
Fue entonces cuando la lechuza levantó la pata para que le ataran la carta.
—Tienes que encontrarlo, ¿vale? —se añadió Harry, acariciándole la espalda mientras la llevaba posada en su brazo hasta uno de los agujeros del muro—. Tienes que encontrarlo antes que los Dementores.
Hedwig le pellizcó el dedo, quizá más fuerte de lo habitual, pero ululó suavemente como diciéndole que se quedara tranquilo. Extendió las alas y salió al mismo tiempo que lo hacía el sol, y ambos muchachos la contemplaron mientras su batir se fundía con el horizonte.
Durante las semanas siguientes, Hermione intentó luchar contra la preocupación que sentía por Harry y Sirius. Lo cierto era que cada mañana, cuando las lechuzas se adentraban al Gran Comedor, no podía evitar buscar nerviosamente a Hedwig entre el aleteo, y por las noches se representaba a sí misma horribles visiones de Sirius acorralado por los Dementores en alguna oscura calle de Londres. Imaginaba que Harry debía estar pasándolo mal, mucho más de lo que ella pudiera llegar a sentirse, pero también que formularse conjeturas era innecesario y ocupaba demasiado tiempo.
Las clases se estaban haciendo más difíciles y duras que nunca, en especial la de Defensa Contra las Artes Oscuras. Para su sorpresa, el profesor Moody pronto les anunció que les echaría la Maldición Imperius por turnos, tanto para mostrarles su poder como para ver si podían resistirse a sus efectos.
—Pero... pero usted dijo que eso estaba prohibido, profesor —inquirió una vacilante Parvati mientras Moody apartaba las mesas con un movimiento de varita, dejando un amplio espacio en medio del aula—. Usted dijo que usarlo contra otro ser humano estaba...
—Dumbledore está de acuerdo en que os enseñe cómo es —la interrumpió el mayor—. Si alguno de vosotros prefiere aprenderlo más adelante, cuando alguien le eche la maldición para controlarlo completamente, por mí bien. Puede salir del aula.
Moody señaló la puerta con su dedo nudoso, pero ninguno de los alumnos se movió del sitio: nadie quería perderse una clase tan importante como aquella. Sabiendo que les tenía comiendo de su mano, el profesor empezó a llamarles por señas y fue lanzándoles la Maldición Imperius.
Hermione presenció cómo sus compañeros de clase, uno tras otro, caían rendidos frente a ella con comportamientos de lo más extraños: Seamus dio tres vueltas al aula a la pata coja cantando el himno nacional, Susan rodó de un lado a otro de la larga sala mientras reía histéricamente, Lavender imitó a una ardilla, Ron persiguió una de las tizas de la pizarra saltando de pupitre en pupitre y Neville ejecutó una serie de movimientos de gimnasia muy sorprendentes, de los que no hubiera sido capaz en estado normal. Ninguno de ellos parecía oponer resistencia alguna a la maldición, y sólo se recobraban cuando el profesor la anulaba.
—Granger —gruñó Moody, girando hacia ella el ojo mágico y fijándolo sin parpadear—, ahora te toca a ti.
Con cierto retraimiento, Hermione se adelantó hasta el centro del aula, sintiendo todas las miradas de sus compañeros recayendo sobre sí. En cuanto vio cómo el profesor alzaba la varita mágica y la apuntaba con ella, cerró instintivamente los ojos, aguardando el golpe.
—¡Imperio!
Los instantes que precedieron la maldición fueron extraños y confusos. Hermione se sintió en manos del aire, como flotando sobre la superficie, cuando toda preocupación y todo pensamiento desaparecieron de su cabeza, no dejándole otra cosa que una felicidad vaga que no sabía de dónde procedía. Se quedó allí, inmensamente relajada y apenas consciente de que todos seguían mirándola con expectación, hasta que reconoció la agrietada voz de Moody retumbando en alguna remota región de su vacío cerebro.
«Salta a la mesa... salta a la mesa...»
Ella notó cómo sus rodillas se flexionaban obedientemente, preparadas para dar el salto.
«Salta a la mesa...»
—«Pero ¿por qué?» —susurró su propia voz desde la parte trasera de su cerebro—. «¿Por qué debería hacerlo?»
«Salta a la mesa...»
—«De eso se trata, ¿no? De obedecer a mi propia voluntad...»
«Salta...»
—«No. No voy a hacerlo.» —conminó con más firmeza—. «¡No pienso saltar!»
«¡Salta! ¡Ya!»
—«¡No! ¡Sal de mi cabeza!»
«¡Salta!»
—«¡Sal! ¡Ahora!»
Aquel remanso de paz en el que se había visto inmersa se rompió en mil pedazos en cuanto notó un fuerte dolor. Había tratado al mismo tiempo de saltar y de resistirse a hacerlo, y el resultado había sido caer de rodillas sobre el frío pavimento y, a juzgar por el punzante dolor de las piernas, fracturarse las rótulas.
—Bien, ¡por ahí va la cosa! —gruñó la voz de Moody, cada vez más cercana.
De pronto, Hermione sintió que la sensación de vacío desaparecía de su cabeza. Recordó exactamente lo que estaba ocurriendo, y el dolor de las rodillas aumentó al recuperar toda conciencia.
—¡Mirad esto, todos vosotros! ¡Granger se ha resistido, y la condenada casi lo logra! —se congratulaba el profesor—. ¡Muy bien, Granger, de verdad que muy bien! ¡No les resultará fácil controlarte!
La clase se inundó de aplausos, como si el entusiasmo del propio Moody se hubiera contagiado entre todos los presentes, y Susan y Harry acudieron a ella para ayudarla a levantarse del frío pavimento.
Con la cabeza algo más despejada, Hermione contempló los rostros sonrientes de sus compañeros y se sintió halagada por su entusiasmo, hasta que se cruzó con la mueca desfigurada del profesor y sintió su mirada fría como un cubo de agua. A pesar de la forma en la que él parecía haberla felicitado segundos atrás, sus sentidos la alertaban de que Moody no la contemplaba como si fuera ella un orgullo, sino como a un rival.
—Por la forma en la que habla —murmuró Harry cuando salían del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras—, se diría que estamos a punto de ser atacados de un momento a otro.
—Sí, es verdad —asintió Ron, echando una mirada nerviosa por encima del hombro para comprobar que Moody no se encontrara cerca para oírlo—. Y hablando de paranoias, no me extraña que en el Ministerio estuvieran tan contentos de desembarazarse de él: ¿no le habéis oído contarle a Seamus lo que le hizo a una bruja que le asustó el día de los inocentes?
—¿Y cuándo se supone que vamos a ponernos al tanto de la maldición Imperius con toda la faena que nos están dando? —se añadió Susan en un resoplo.
Todo el alumnado de cuarto año había apreciado un evidente incremento en la cantidad de trabajo para aquel trimestre: quizá Hermione, después de haber sobrevivido al tercer año cursando todas las asignaturas, fuera la única que respiraba con tranquilidad frente al hecho. La profesora McGonagall les explicó a qué se debía, cuando la clase recibió con quejas los deberes de Transformaciones que ella acababa de ponerles.
—¡Estáis entrando en una fase muy importante de vuestra educación mágica! —declaró con ojos centelleantes—. Se acercan los exámenes para el T.I.M.O.
—¡Pero si no tendremos el T.I.M.O. hasta el quinto curso! —objetó Dean.
—¡Pero tenéis que prepararos lo mejor posible! —insistió la profesora—. La mayoría de vosotros aún no habéis logrado convertir un erizo en un alfiletero como Dios manda. ¡Permíteme recordarte que el tuyo, Thomas, aún se hace una pelota cada vez que alguien se le acerca con un alfiler!
Hermione se sentía más que satisfecha de las asignaturas optativas con las había decidido continuar durante aquel cuarto curso. La profesora Vector y el profesor Fernsby, de Aritmancia y Alquimia respectivamente, mantenían su mismo estricto nivel de aprendizaje, reclamándole a su alumnado un grado de dedicación que ella estaba completamente dispuesta a ofrecerles debido a su fascinación por ambas asignaturas. En Estudios Muggles, la profesora Burbage apenas les incrementaba más faena de la habitual, por lo que sus ensayos apenas ocupaban unos pocos pergaminos sobre la gran pila de trabajos que se iban amontonando semana tras semana en una singular montaña de papeles.
A ella, también contribuían activamente el profesor Binns, que les mandaba de forma constante redacciones sobre las revueltas de los duendes en el siglo XVIII; el profesor Flitwick les había ordenado leer tres libros más como preparación a sus clases de encantamientos encantadores, y el profesor Snape les obligaba a descubrir antídotos, y todo el alumnado le tomó muy en serio, ya que les había dado a entender que envenenaría a uno de ellos antes de Navidad para comprobar que las soluciones funcionasen.
—¿Creéis que realmente sería capaz de hacerlo? —preguntó Ron con la mandíbula temblorosa por el miedo.
—¿Acaso lo dudáis? —suspiró Neville, pasando entre ellos a toda prisa—. ¡Es Snape, por el amor de Dios!
Hermione, a diferencia de sus aterrados compañeros, salió de la clase de Pociones intentando disimular una sonrisa maliciosa. Empezaba a divertirse con los métodos que Snape empleaba con ellos, sabiéndole un granuja que lo único que pretendía era hacerse respetar, y la forma en la que lo conseguía le resultaba extrañamente entrañable.
Cuando Harry, Ron y Hermione llegaron al vestíbulo al mediodía, no pudieron pasar debido a la multitud de estudiantes que estaban arremolinados al pie de la escalinata de mármol, alrededor de un gran letrero. Se acercaron, muertos de curiosidad, a Susan y Cedric una vez les distinguieron entre el sinfín de cabezas, y el mayor se puso de puntillas para echar un vistazo por encima y leer en voz alta el cartel.
TORNEO DE LOS TRES MAGOS
Los representantes de Beauxbatons y Durmstrang llegarán a las seis en punto del viernes 30 de octubre. Las clases se interrumpirán media hora antes.
—¡Estupendo! ¡La última clase del viernes es Pociones! —se regocijó Ron, y Hermione tuvo que hacer un tremendo esfuerzo por no resoplar de fastidio—. ¡A Snape no le dará tiempo de envenenarnos a todos!
Los estudiantes deberán llevar sus libros y mochilas a los dormitorios y reunirse a la salida del castillo para recibir a nuestros huéspedes antes del banquete de bienvenida.
—¡Sólo falta una semana! —gritó Susan emocionada mientras los cinco salían de la aglomeración—. ¿No es maravilloso?
El cartel del vestíbulo causó un gran revuelo entre los habitantes del castillo. Durante la semana precedente, no había otro tema de conversación que no fuera el Torneo de los Tres Magos. Los rumores pasaban de un alumno a otro como gérmenes altamente contagiosos: quién se iba a proponer para campeón de Hogwarts, en qué consistiría el Torneo, en qué se diferenciaban de ellos los alumnos de Beauxbatons y Durmstrang...
Hermione notó, además, que el castillo parecía estar sometido a una limpieza especialmente concienzuda. Habían restregado algunos retratos mugrientos, para irritación de los retratados, que se acurrucaban dentro del marco murmurando quejas e insultos; las armaduras aparecían de repente brillantes y se movían sin chirriar, y Filch se mostraba tan feroz con cualquier estudiante que olvidara limpiarse los zapatos que aterrorizó a dos alumnas de primero hasta la histeria.
Cuando bajaron a desayunar la mañana del treinta de octubre, descubrieron que durante la noche habían engalanado el Gran Comedor. De los muros colgaban unos enormes estandartes de seda que representaban las diferentes casas de Hogwarts: rojos con un león dorado, azules con un águila de color bronce, amarillos con un tejón negro y verdes con una serpiente plateada. Detrás de la mesa de los profesores, un estandarte más grande que los demás mostraba el escudo de Hogwarts, compuesta por los cuatro animales distintivos de cada casa unidos entorno a una enorme inicial que obedecía al nombre del colegio.
Hermione alzó la vista para encontrarse con el techo, donde brillaba la luz de un sol otoñal. Se había anticipado apenas unos pocos segundos al ruido de batir de alas que anunciaba la llegada de las lechuzas mensajeras. Harry imitó su gesto, levantando la vista inmediatamente, y ambos vieron a Hedwig volando hacia ellos, revoloteando hasta el hombro de él, donde se acomodó, plegó las alas y levantó la pata con cansancio.
El muchacho le tomó la respuesta de Sirius de la pata, y Hermione ofreció a Hedwig los restos de su bol de avena, que la lechuza comió agradecida. Harry les leyó a sus compañeros la respuesta en un susurro.
—«Esa mentira te honra, Harry. Ya he vuelto al país y estoy bien escondido. Quiero que me envíes lechuzas contándome todo cuanto suceda en Hogwarts» —murmuró, a medida que su expresión se ensombrecía con cada palabra—. «No uses a Hedwig. Emplea diferentes lechuzas, y no te preocupes por mí: cuida de ti mismo. No olvides lo que te dije de la cicatriz.» Firmado, «Sirius».
—¿Por qué tienes que usar diferentes lechuzas? —preguntó Ron en voz baja.
—Porque Hedwig atrae demasiado la atención —respondió Cedric de inmediato, removiendo su zumo de calabaza—. Es muy llamativa. Una lechuza blanca yendo y viniendo a donde quiera que se haya ocultado... como no es un ave autóctona...
Hermione fue testigo de cómo Harry enrollaba la carta y se la guardaba en el bolsillo de la túnica, y no pudo evitar preguntarse si aquello le haría sentir más o menos preocupado que antes. Pensó que ya era un gran logro que Sirius hubiera conseguido entrar en el país sin que lo atraparan, y la idea de que estuviera más cerca era ciertamente tranquilizadora.
—Gracias, Hedwig —suspiró Harry, acariciándola.
La lechuza ululó medio dormida, metió el pico un instante en la copa de zumo de naranja de Susan y se fue, evidentemente ansiosa por echar una larga siesta en la lechucería.
Durante aquel día se apreciaba en el ambiente una agradable impaciencia. La llegada de los colegios extranjeros estaba en boca de todos, y la expectación era tan inmensa que la mayoría de los alumnos no habían podido atender debidamente en las clases. Cuando, antes de lo usual, sonó la campana, Harry, Ron y Hermione salieron a toda prisa hacia la torre de Gryffindor, dejaron allí las mochilas y los libros tal y como se les había indicado, se pusieron las capas y volvieron al vestíbulo, donde los jefes de las casas colocaban a sus alumnos en filas.
—Longbottom, ponte bien el sombrero —le ordenó McGonagall a Neville—. Patil, quítate esa mariposa de adorno del pelo.
A medida que la profesora les examinaba cautelosamente a todos y cada uno de ellos, Hermione se permitió echar un vistazo a la fila que conformaban los integrantes de Slytherin y que era encabezada por Snape. Presenció cómo él daba sus indicaciones con una severidad que McGonagall hubiera envidiado, y por primera vez se sintió desdichada de no haber sido seleccionada para la casa de las serpientes, fantaseando con la idea de que Snape detuviera su atención en ella y se atreviera a corregirla con su sarcasmo.
Todo el alumnado bajó en fila por la escalinata de la entrada y se alineó delante del castillo. Era una noche fría y clara: oscurecía, y una luna pálida brillaba ya sobre el bosque prohibido.
—Son casi las ocho —anunció Harry, consultando el reloj y mirando el camino que llegaba hasta la verja de entrada—. ¿Cómo creéis que llegarán?
Los tres escuadriñaron nerviosos los terrenos del colegio, que se oscurecían cada vez más sin que nada se moviera por allí. Todo estaba en calma, completamente silencioso, y el frío empezaba a atizarles. Hermione pensó que quizá los extranjeros preparaban una llegada espectacular, recordando lo que le había dicho el Sr. Weasley en el cámping, antes de los Mundiales. «Siempre es igual. No podemos resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos...».
—¡Ajá! —se escuchó a Dumbledore gritar desde la última fila, en la que estaban todos los profesores—. ¡Si no me equivoco, se acercan los representantes de Beauxbatons!
Más pronto que tarde, sus palabras evidenciaron que se encontraba en lo cierto: los presentes centraron su atención en una gigantesca forma negra que pasaba por encima de las copas de los árboles del bosque prohibido, y una vez que la luz que provenía del castillo la iluminó, vieron que se trataba de un carruaje colosal de color azul pálido, que volaba hacia ellos tirado por una docena de caballos alados, cada uno del tamaño de un elefante.
Las tres filas delanteras se echaron para atrás bajo las indicaciones de Hagrid cuando el carruaje descendió precipitadamente y aterrizó a una tremenda velocidad. Sobre el pavimento golpearon los cascos de los caballos, y seguidamente el carruaje se posó en tierra, rebotando sobre sus enormes ruedas. Antes de que la puerta se abriera, Hermione vio que había en ella el dibujo de un escudo, conformado por dos varitas mágicas doradas cruzadas y tres estrellas que surgían de cada una de ellas.
Un agraciado muchacho vestido con una túnica de color azul pálido saltó del carruaje al suelo e hizo una inclinación, ante la que cayó una oleada de suspiros. Seguidamente, buscó con las manos algo en la parte inferior del carruaje, desplegó una escalerilla dorada y retrocedió un paso. Entonces, Hermione vio un zapato negro y brillante con tacón alto que salía del interior del carruaje, y que parecía del mismo tamaño que un trineo infantil. Al zapato le siguió, casi inmediatamente, la mujer más grande que hubieran visto nunca, y frente a la que las dimensiones del carruaje y de los caballos quedaban inmediatamente explicadas.
Al dar unos pasos, la recién llegada entró de lleno en la zona iluminada por la luz del vestíbulo, y ésta reveló un hermoso rostro de piel morena, unos ojos cristalinos grandes y negros y una nariz afilada. Llevaba el pelo recogido por detrás, en la base del cuello, con un moño reluciente. Sus ropas eran de satén negro, y una multitud de cuentas de ópalo brillaban alrededor de su garganta y en sus gruesos dedos.
Dumbledore comenzó a aplaudir, y los estudiantes y profesores imitaron su gesto, muchos de ellos de puntillas para ver mejor a la mujer. Sólo Hagrid, situado junto al colosal carruaje, parecía demasiado hipnotizado como para poder moverse un ápice.
Sonriendo graciosamente, ella avanzó hacia Dumbledore y extendió una mano reluciente. Aunque Dumbledore era alto, apenas tuvo que inclinarse para besársela.
—Mi querida Madame Maxime —exclamó él con una cortesía infinita—, bienvenida a Hogwarts.
—Dumbledog, es un placeg —repuso ella, señalando a sus espaldas con gesto lánguido—. Mis alumnos.
Una docena de estudiantes, tanto chicos como chicas, habían salido del carruaje y se encontraban detrás de ella. Todos tiritaban, algo que no era de extrañar dado que las túnicas que llevaban parecían de seda fina, y ninguno de ellos vestía capa. Por lo que alcanzaba ver Hermione, todos miraban el castillo de Hogwarts con aprensión.
—¿Ha llegado ya Kagkagov? —preguntó Madame Maxime.
—Se presentará de un momento a otro. ¿Prefieren esperar aquí para saludarlo o pasar a calentarse un poco?
—Lo segundo, me paguece. Pego, los caballos...
—Nuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas, Rubeus Hagrid, se encargará de ellos —exclamó Dumbledore, presentando al petrificado semigigante—. Le aseguro que estará encantado de hacerlo.
Madame Maxine, virando elegantemente sobre sí misma, se aproximó a Hagrid, que seguía con expresión embelesada y callado como una tumba.
—Pgofesog Haggid. Mis cogceles guequieguen... eh... una mano podegosa. Son muy fuegtes —murmuró ella, admirándole desde su superior altura—. Estos caballos solamente beben whisky de malta pugo. ¿Podgá cuidaglos?
—Sssí... claro —balbuceó él, haciendo un esfuerzo más que evidente por recuperar el habla—. Cuente... cuente conmigo.
—¡Merci beaucoup! —sonrió ella, agradecida, haciendo una leve inclinación que Hagrid imitó desastrosamente, y junto con los estudiantes de Beauxbatons empezó a subir la escalinata de piedra—. ¡Allons-y!
Entre el alumnado de Hogwarts se formó un murmullo incesante en el que se comentaba la recién llegada del colegio francés, y la mayoría ya miraba al cielo esperando ver la venida de la representación de Durmstrang, tiritando de frío.
De pronto, se escuchó un ruido misterioso, fuerte y extraño, que llegaba a ellos desde las tinieblas y que les hizo sumirse en el más absoluto silencio. Era un rumor amortiguado y un sonido de succión, como si un tornado pasara por el lecho de un río.
—¡El lago! —gritó Lee Jordan, señalando hacia él—. ¡Mirad el lago!
Desde su posición en lo alto de la ladera, lugar en el que se divisaban los terrenos del colegio, tenían una buena perspectiva de la lisa superficie negra del agua. Vieron cómo algo se agitaba bajo el centro del lago: aparecieron grandes burbujas, luego se formaron unas olas que iban a morir a las embarradas orillas, y finalmente surgió un remolino del que comenzó a salir muy despacio lo que parecía un asta negra y unas jarcias.
—¡Es un mástil! —exclamó Seamus.
Lenta y majestuosamente, el barco fue surgiendo en el agua bajo el brillo de la luz de la luna. Producía una extraña impresión, como si fuera un barco hundido y resucitado, y las pálidas luces que relucían en las portillas daban la sensación de ser ojos fantasmales. Con un sonoro chapoteo, el barco emergió en su totalidad, balanceándose en las aguas turbulentas, y comenzó a surcar el lago hacia tierra firme, oyéndose el sonido de la caída de un ancla arrojada al bajío y el sordo ruido de una tabla tendida hasta la orilla unos minutos después.
A la luz de las portillas del barco, vieron las siluetas de la gente que desembarcaba. Todos ellos, según le pareció a Hermione, tenían una constitución robusta, pero a medida que se aproximaban subiendo por la explanada hacia la luz que provenía del vestíbulo, vio que su corpulencia se debía a que todos llevaban puestas unas capas de algún tipo de piel muy tupida. El hombre que encabezaba la marcha llevaba una piel de distinto tipo, lisa y plateada, como algunos trazos visibles en su melena morena.
—¡Dumbledore! —gritó efusivamente con la voz pastosa y afectada mientras subía la ladera—. ¿Cómo estás, mi viejo compañero?
—¡Encantado con vuestra llegada —respondió el director—, mi estimado Karkarov!
Cuando el hombre llegó a una zona bien iluminada, vieron que era alto y delgado como Dumbledore. Su pelo ondulado llegaba a la altura de sus hombros, y la perilla, que terminaba en punta, seguía perfectamente la forma de su mentón pronunciado. Al alcanzar al director, Karkarov le estrechó la mano.
—El viejo Hogwarts. Es estupendo estar aquí, es estupendo... —murmuró, levantando la vista hacia el castillo y mostrando sus dientes amarillos al sonreír—. Viktor, ve para allá, al calor... no te importa, ¿verdad Dumbledore? Es que Viktor tiene un leve resfriado.
Karkarov indicó por señas a uno de sus estudiantes que se adelantara. Cuando el muchacho pasó frente a ella, Hermione vio su nariz, prominente y curva, y sus espesas cejas negras. Para reconocer aquel perfil no necesitaba el golpe que Ron le dio en el brazo, ni tampoco que le murmurara al oído.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó él asombrado—. ¡Es él! ¡Es Viktor Krum!
—¡Por favor, Ron! —suspiró ella cuando los alumnos de Hogwarts, formados en fila, volvían a subir la escalinata tras la comitiva de Durmstrang—. ¡No es más que un jugador de quidditch!
—¡Es uno de los mejores buscadores del mundo, Hermione! —insistió él, mirándole como si no pudiera dar crédito a sus oídos—. ¡Nunca me hubiera imaginado que aún fuera al colegio!
Cuando volvían a cruzar el vestíbulo con el resto de los estudiantes, de camino al Gran Comedor, Hermione vio a Lee Jordan dando saltos en vertical para poder distinguir la nuca de Krum, y cómo unas chicas de sexto revolvían en sus bolsillos mientras caminaban.
—¡Es increíble, no llevo ni una simple pluma! ¿Crees que accedería a firmarme un autógrafo en el sombrero con mi lápiz de labios?
Los leones se dirigieron a la mesa de Gryffindor, donde Ron puso mucho interés en sentarse orientado hacia la puerta de entrada, porque Krum y sus compañeros de Durmstrang seguían amontonados junto a ella sin saber dónde sentarse. Los alumnos de Beauxbatons se habían acomodado en la mesa de Ravenclaw y observaban el Gran Comedor con expresión crítica.
—¡Aquí! ¡Ven a sentarte aquí! —rugió Ron entre dientes—. Harry, Hermione, haceros a un lado para hacerle sitio...
—¿Qué? —murmuró ella con el ceño fruncido.
—Demasiado tarde —indicó Harry con un gesto con la cabeza.
Viktor Krum y sus compañeros se habían colocado en la mesa de Slytherin, y Draco, Crabbe y Goyle parecían muy ufanos por este hecho: en el instante en que Hermione miró, Draco se inclinaba un poco para dirigirse a Krum.
—Sí, muy bien, hazle la pelota, Malfoy. Apuesto a que Krum no tardará en calarte... seguro que tiene montones de gente lisonjeándolo todo el día —resopló Ron de forma mordaz, y viró de nuevo hacia sus amigos—. ¿Dónde creéis que dormirán? Podríamos hacerle sitio en nuestro dormitorio, Harry. No me importaría dejarle dormir en mi cama. Yo puedo dormir en una plegable, o incluso en un saco si es necesario.
Hermione exhaló un sonoro resoplido.
—Parece que están mucho más contentos que los de Beauxbatons —comentó Harry.
Los alumnos de Durmstrang se quitaban las pesadas pieles y miraban con expresión de interés el negro techo lleno de estrellas. Algunos de ellos cogían los platos y las copas de oro y los examinaban, aparentemente muy impresionados.
En el fondo de la sala, en la mesa de los profesores, Filch estaba trayendo algunos sillones consigo. Como la ocasión lo merecía, llevaba puesto su frac viejo y enmohecido. Hermione se sorprendió de verlo añadir cuatro sillas, dos a cada lado de Dumbledore.
—Pero sólo hay dos profesores más —se extrañó ella—. ¿Por qué Filch añade cuatro sillones? ¿Quién más va a venir?
—¿Eh? —murmuró Ron, un poco ido, que seguía observando a Krum con avidez.
Habiendo entrado todos los alumnos en el Gran Comedor y una vez adecuados en las mesas de sus respectivas casas, empezaron a entrar en fila los profesores, que se encaminaron a la mesa del fondo y ocuparon sus asientos. Hermione reconoció dos rostros que se les habían unido y con los que se respondía su duda acerca de los sillones: Ludo Bagman y Bartemius Crouch también estaban allí. Los que cerraban la fila eran Dumbledore, Karkarov y Madame Maxine, y al aparecer su directora, los alumnos de Beauxbatons se pusieron inmediatamente de pie, y no volvieron a ocupar sus asientos hasta que ella se hubo adecuado a la izquierda de Dumbledore. Éste, sin embargo, permaneció de pie y el silencio cayó sobre el Gran Comedor.
—Buenas noches, damas, caballeros, fantasmas y, muy especialmente, buenas noches a nuestros huéspedes. Es para mí un placer daros la bienvenida a Hogwarts. Deseo que vuestra estancia aquí os resulte al mismo tiempo confortable y placentera, y confío en que así sea —anunció él, sonriendo a la multitud de rostros levantados hacia él—. El Torneo de los Tres Magos va a dar comienzo, y me gustaría pronunciar unas palabras para explicar algunas cosas antes de que traigan el cofre...
—¿El qué? —murmuró Harry.
Ron y Hermione se encogieron de hombros, tan sorprendidos como él.
—... sólo para aclarar en qué consiste el procedimiento que vamos a seguir. Pero antes, para aquellos que no los conocéis, permitidme que os presente al Sr. Bartemius Crouch, director del Departamento de Cooperación Mágica Internacional —prosiguió él, y hubo un asomo de aplauso cortés—, y al Sr. Ludo Bagman, director del Departamento de Deportes y Juegos Mágicos.
Los aplausos resultaron mucho más efusivos para Bagman que para Crouch, tal vez a causa de su fama como golpeador de quidditch, o tal vez porque tenía un aspecto mucho más simpático. Bagman agradeció los aplausos con un jovial gesto de la mano, mientras que Crouch no saludó ni sonrió al ser presentado. Al recordarlo con su impecable traje en los Mundiales de quidditch, Hermione se regodeó en cierta manera de que su llegada no fuera especialmente celebrada, recordando con absoluta nitidez cómo había maltratado a la elfina Winky en su presencia.
—Los Sres. Bagman y Crouch han trabajado sin descanso durante los últimos meses en los preparativos del Torneo de los Tres Magos, y estarán conmigo, con el profesor Karkarov y con Madame Maxine en el tribunal que juzgará los esfuerzos de los campeones —continuó Dumbledore, que ante el repentino silencio, sonrió—. Sr. Filch, si tiene usted la bondad de traer el cofre...
El conserje, que había pasado inadvertido pero permanecía atento en un apartado rincón del Gran Comedor, se acercó a Dumbledore arrastrando consigo una gran caja de madera con joyas incrustradas que parecía extraordinariamente antigua. De entre los alumnos se alzaron murmullos de interés y emoción.
—Los Sres. Bagman y Crouch han examinado ya las instrucciones para las pruebas que los campeones tendrán que afrontar, y han dispuesto todos los preparativos necesarios para ellas. Habrá tres pruebas, espaciadas en el curso escolar, que medirán a los campeones en muchos aspectos diferentes: sus habilidades mágicas, su osadía, sus dotes de deducción y, por supuesto, su capacidad para sortear el peligro —prosiguió él con tranquilidad—. Como todos sabéis, en el Torneo compiten tres campeones, uno por cada colegio participante. Se puntuará la perfección con la que lleven a cabo cada una de las pruebas y el campeón que después de la tercera tarea haya obtenido la puntuación más alta, se alzará con la Copa de los Tres Magos. Los campeones serán elegidos por un juez imparcial: el cáliz de fuego.
El anciano sacó la varita mágica y golpeó elegantemente con ella tres veces en la parte superior del cofre. Al instante, este se desvaneció, cayendo hacia el suelo como si de humo se tratara, y un gran cáliz de piedra lleno hasta el borde de unas temblorosas llamas de color blanco azulado se mostró frente a los presentes.
—Todo aquel que quiera proponerse para campeón tiene que escribir su nombre y el de su colegio en un trozo de pergamino con letra bien clara y echarlo al cáliz. Los aspirantes a campeones disponen de veinticuatro horas para hacerlo: mañana, festividad de Halloween, por la noche, el cáliz nos devolverá los nombres de los tres campeones a los que haya considerado más dignos de representar a sus colegios —anunció él—. Para asegurarme de que ningún estudiante menor de edad sucumbe a la tentación, trazaré una raya de edad alrededor del cáliz de fuego. No podrá cruzar la línea nadie que no haya cumplido los diecisiete años.
—¡Una raya de edad! —bufó Fred en un susurro con ojos chispeantes—. Bueno, creo que bastará con una Poción envejecedora para burlarla.
—Y, una vez que el nombre de alguien esté en el cáliz, ya no podrán hacer nada —se añadió George—. Al cáliz le da igual que uno tenga o no diecisiete años.
Hermione hubiera deseado contradecir sus absurdas teorías con hechos más que irrefutables, pero no se vio capaz de hacerlo: se encontraba demasiado absorta por las llamas azules que se erigían sobre el cáliz de piedra, centellando en un brillo ante el que sintió un miedo inexplicable, como una advertencia de mal augurio.
—No obréis a la ligera. Una vez elegidos, no habrá vuelta atrás —sentenció Dumbledore, y sus palabras finales fueron capaces de hacerle helar la sangre por completo—. Desde este momento, el Torneo de los Tres Magos se da por comenzado.
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