Capítulo LXXV - Engorgio
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXXV —
❝ E n g o r g i o ❞
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Para Hermione resultó algo complicado afrontar los días posteriores al incidente.
Si se enfocaba en lo positivo, se enorgullecía de encontrarse de nuevo en el castillo y haber dejado la ayuda del giratiempo atrás: haber lidiado con sus preocupaciones a su vez que lo hacía con todas las asignaturas por segundo año consecutivo, con toda probabilidad la habría vuelto loca. Pero lo negativo solía pesarle mucho más, y parecía dispuesto a cumplir con una meta parecida.
Cedric y ella habían tomado algo de distancia desde la pelea, una distancia que se resumía en gestualidades y pocas palabras pero que no dejaba de ser notable. Aunque Hermione comprendía que el mayor tenía razones suficientes para confrontarse a Draco y a sus provocaciones, verles en aquella tesitura era demasiado para ella, y más ahora que el Slytherin se había convertido en una especie de amistad incomprendida. Todavía no había comentado a ninguno de sus compañeros las disculpas que había recibido de su parte el curso anterior, ya que no estaba convencida de que pudiera llegar a servir de algo. Draco seguía comportándose con ellos como el mismo idiota que habían conocido años atrás, y ella parecía ser su única excepción, aunque aún le costara comprender el motivo.
Por otra parte, y sin saber muy bien cómo, ella sola se había enzarzado en una lucha silenciosa en favor de los derechos de los elfos domésticos, una batalla que comenzaba a convertirse en una realidad con la que pretendía trascender cualquier barrera. Cada vez que Ron se mofaba acerca de ello, Hermione tenía más claro que debía tomar cartas en el asunto: había buscado respuestas en la biblioteca, su santuario de la verdad, acercándose a una costumbre que pretendía quebrantar para siempre.
La citación que tenía con Snape a finales de semana era, sin lugar a dudas, lo que le producía mayor inquietud, aunque la sensación era completamente diferente al resto. Los nervios que Cedric y Draco le provocaban eran afilados, tormentosos, difíciles de digerir... pero los que sentía por Snape se expandían cálidos por su cuerpo en cuestión de segundos y crepitaban en su interior, estallando en un oasis que se fundía con su alma. Conocía y adoraba esa sensación que la inundaba al verle, que lograba dejarla sin aire, y que tan ajena resultaba para sus amigos.
—¿Tú sabes por qué Snape está de tan buen humor? —susurró Ron, mientras se quitaba de las uñas los restos de tripa de sapo.
—No —respondió Harry—. Pensé que estaría molesto por la llegada de Moody.
No era ningún secreto que Snape ansiaba el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, ni que había odiado a los anteriores titulares de la asignatura sin siquiera haberse esforzado en disimularlo. No obstante, tal y como Hermione había observado, parecía especialmente cauteloso a la hora de mostrar cualquier indicio patente de animosidad contra Moody. Cada vez que los veía juntos, ya fuera a la hora de las comidas o cuando coincidían en los corredores, se llevaba la clara impresión de que Snape rehuía los ojos de Moody, tanto el mágico como el normal.
—Me parece que Snape le tiene un poco de miedo —se añadió Seamus—, ¿no creéis?
—¿Te imaginas que Moody convierte a Snape en un sapo cornudo —comentó Ron con lágrimas de risa en los ojos— y lo hace botar por toda la mazmorra?
Entre los alumnos de cuarto curso podía notarse la expectación generalizada por asistir a la primera clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, por lo que no fue ninguna sorpresa que, llegado el jueves, se formara una larga cola en la puerta del aula cuando la campana aún no había sonado.
Harry, Ron, Susan y Hermione se apresuraron en ocupar cuatro sillas delante de la mesa del profesor. Sacaron sus ejemplares de Las fuerzas oscuras: una guía para la autoprotección, y aguardaron en un silencio muy poco habitual. La sala no tardó en inundarse del peculiar sonido sordo y seco de los pasos de Moody, tan extraño y aterrador como siempre.
—Ya podéis guardar los libros —gruñó su voz agrietada, a medida que caminaba ruidosamente hacia la mesa y se sentaba en el asiento que la precedía—. No los necesitaréis para nada.
Toda la clase volvió a meter los libros en las mochilas. Hermione levantó ambas cejas con asombro e incredulidad en su misma medida: si bien ella siempre se había mostrado partidaria del estudio, la postura de Moody no le parecía desacertada, aunque prefirió dejar intacto su tomo sobre la mesa.
Moody sacudió la cabeza para apartarse la mata de pelo del rostro, desfigurado y lleno de cicatrices, y recorrió los rostros de los presentes con su ojo normal mientras el ojo mágico giraba, fijando su objetivo en direcciones diferentes.
—He recibido una carta del profesor Lupin a propósito de esta clase. Parece que ya sois bastante diestros en enfrentamientos con criaturas tenebrosas, ¿verdad? —preguntó al aire, y hubo un murmullo general de asentimiento—. Pero estáis atrasados, muy atrasados, en lo que se refiere a enfrentaros a maldiciones... así que he venido para prepararos contra lo que unos magos pueden hacerles a otros. Dispongo de todo un curso para enseñaros a tratar con...
—¿Por qué? —dejó escapar Ron, que estaba muy emocionado—. ¿No se va a quedar más?
Moody aterrizó ambos ojos sobre él, y para su sorpresa, le sonrió. Era la primera vez que Hermione le veía sonreír, y el resultado de su gesto era un rostro que parecía aún más desfigurado. A pesar de ello, le suscitó una especie de ternura que no creyó que podría llegar a procesar por él.
—Supongo que tú eres hijo de Arthur Weasley, ¿no? Hace unos días, tu padre me sacó de un buen aprieto... —murmuró él—. Sí, sólo me quedaré este curso. Es un favor que le hago a Dumbledore: un año y me vuelvo a mi retiro.
Soltó una risa estridente y luego dio una palmada con sus nudosas manos.
—Así que será mejor que vayamos a ello. Maldiciones. Varían mucho en forma y en gravedad. Según el Ministerio de Magia, yo debería enseñaros contrahechizos: no tendríais que aprender cómo son las maldiciones imperdonables hasta que estéis en sexto. Se supone que hasta entonces no seréis lo bastante mayores para tratar el tema —objetó en un tono sarcástico que agradó a Hermione—. Pero yo creo que, cuanto antes sepáis a qué os enfrentáis, mejor. ¿Cómo vais a defenderos de algo que no habéis visto nunca? Un mago que esté a punto de echaros una Maldición Imperdonable no va a avisaros antes. Tenéis que estar preparados... tenéis que estar alerta. Y usted, Srta. Brown, ¡tiene que guardar eso cuando estoy hablando!
Lavender se sobresaltó. Le había estado mostrando a Parvati su horóscopo completo por debajo del pupitre, pero parecía que el ojo mágico de Moody podía ver tanto a través de la madera maciza como por la nuca.
—Bien... ¿por qué maldición empezamos?
Varias manos se levantaron y aletearon en el aire, incluyendo la de Ron: sorprendentemente, la de Hermione seguía apoyada en el pupitre. Moody señaló al pelirrojo.
—Eh... veamos... Mi padre me ha hablado de una... —titubeó el muchacho—. Se llama Maldición Imperius, o algo parecido.
—Sí, así es. Tu padre la conoce muy bien. Trajo de cabeza al Ministerio hace unos años —aprobó el profesor—. Tal vez esto os explique por qué.
Moody se levantó de su asiento con cierta dificultad sobre sus disparejas piernas, abrió un cajón de la mesa y sacó de él un tarro de cristal. En su interior correteaban tres arañas grandes, negras y peludas. Hermione notó que Ron, justo a su lado, se echaba un poco hacia atrás. Moody metió la mano en el tarro, cogió una de las arañas y se la puso sobre la palma para que todos pudieran ver cómo apuntaba hacia ella con la varita mágica.
—¡Imperio!
La araña se descolgó de su mano por un fino y sedoso hilo, y empezó a balancearse como si estuviera en un trapecio. Luego estiró las patas hasta ponerlas rectas y rígidas, y de un salto se soltó del hilo y cayó sobre el pupitre, girando en círculos. Moody volvió a apuntarla con la varita, y la araña se levantó sobre dos de las patas traseras y se puso a bailar lo que sin lugar a dudas era claqué. Todos los alumnos se reían, menos Hermione, que se encontraba intrigada por el semblante serio e impasible del profesor.
—Os parece divertido, ¿verdad? —les gruñó él—. ¿Qué le ordeno ahora? ¿Saltar por la ventana? ¿Ahogarse? ¿Colarse por la garganta de cualquiera de vosotros?
La risotada generalizada dio fin casi al instante, mientras Moody conjuraba de nuevo la araña sobre su palma.
—Hace años, muchos magos y brujas fueron controlados por medio de la Maldición Imperius. Una veintena afirman que sólo se doblegaron a la voluntad de Quién-ya-sabéis bajo la influencia de ésta, pero yo me pregunto... ¿quién está mintiendo y quién no? —murmuró él—. Podemos combatirla, y os enseñaré cómo, pero se necesita mucha fuerza de voluntad y no todo el mundo la tiene. Lo mejor, si se puede, es evitar caer víctima de ella... ¡Alerta permanente!
Todos se sobresaltaron ante su bramido, pero Moody prosiguió como si nada, cogiendo la araña trapecista y volviéndola a refugiar en el tarro.
—¿Alguien conoce alguna más? ¿Otra maldición imperdonable?
Con la sorpresa de todos los presentes, Neville levantó la mano, aunque él mismo parecía asombrado por su propio atrevimiento.
—¿Sí? —dijo Moody, girando su ojo mágico para dirigirlo al muchacho.
—Hay una... la Maldición Cruciatus —exclamó éste con voz muy leve pero clara.
Los dos ojos del profesor se enfocaron en él al instante.
—Tú eres Longbottom, ¿verdad? —le preguntó, bajando rápidamente el ojo mágico para consultar la lista de nombres que figuraba en su escritorio.
Neville asintió nerviosamente con la cabeza, y Moody no hizo más preguntas. Se volvió a la clase y alcanzó el tarro para coger la siguiente araña y ponerla sobre la mesa, donde permaneció quieta, aparentemente demasiado asustada para moverse.
—La Maldición Cruciatus precisa una araña un poco más grande para que podáis apreciarla bien —explicó Moody, que apuntó sobre ella con la varita—: ¡Engorgio!
La araña creció hasta hacerse más grande que una tarántula. Abandonando todo atisbo de disimulo, Ron apartó su silla para atrás, lo más lejos posible de la mesa del profesor. Moody levantó de nuevo la varita, señaló a la araña y conjuró la siguiente maldición.
—¡Crucio!
De repente, la araña encogió las patas sobre el cuerpo, rodó y se retorció balanceándose de un lado a otro. Profería un sonido agudo, un grito desgarrado ante el que Moody no apartaba la varita. La araña comenzó a estremecerse y a sacudirse más violentamente, y Hermione, siendo consciente de que Neville gemía desde su asiento y que sus manos se aferraban al pupitre, con los nudillos blancos y los ojos desorbitados de horror, se volvió hacia el profesor con inmediatez.
—¡Ya basta! ¿No se da cuenta de que lo está pasando mal? —le exigió en un tono estridente, levantándose de su asiento—. ¡Pare! ¡Pare de una vez!
Moody levantó la varita. La araña relajó las patas pero siguió retorciéndose en su sitio.
—Reducio —murmuró él, y la araña se encogió hasta recuperar su tamaño habitual, con lo que pudo volver a meterla en el tarro—. Dolor. No se necesitan cuchillos ni carbones encendidos para torturar a alguien si uno sabe llevar a cabo la Maldición Cruciatus...
Hermione miró a su alrededor mientras volvía a sentarse. A juzgar por la expresión de sus compañeros, parecía que todos se preguntaban qué le iba a suceder a la última araña, y en cuanto notó que los ojos de Moody se enfocaban sobre el libro que se mantenía en su pupitre, supo que sería ella quién cargaría con aquel peso.
—Bien... —murmuró el profesor, trayendo consigo a la araña que restaba en el tarro y depositándola sobre el tomo de Hermione—. Supongo que tú puedes decirnos la última Maldición Imperdonable.
La muchacha levantó la mirada y la sostuvo, desafiante, como si murmurar aquellas palabras fuese estar en contra de sí misma.
—Avada Kedavra —susurró ella en un hilo de voz, como si temiera decirlo en alto.
—¡Ah! Sí, la última y la peor —exclamó Moody, y su boca torcida se contorsionó en otra ligera sonrisa—. La Maldición Asesina.
Él levantó la varita, y previendo lo que iba a ocurrir, Hermione sintió un repentino estremecimiento.
—¡Avada Kedavra!
Hubo un cegador destello de luz verde y un ruido sordo, como si algo vasto e invisible planeara por el aire de la clase. Al instante, la araña se desplomó fulminada patas arriba, sin ninguna herida visible pero indudablemente muerta. Algunos alumnos profirieron gritos ahogados y suspiros resignados, pero Hermione se mantuvo en su asiento sin moverse ni un ápice. Moody, frente a ella, barrió con una mano la araña muerta y la dejó caer al suelo.
—No es agradable... y no hay contrahechizo. No hay manera de interceptarla —alegó con calma, enderezándose—. Sólo se conoce de una persona que haya sobrevivido a esta maldición, y está en esta aula.
Harry sintió su cara enrojecer en cuanto los ojos de Moody se clavaron en los suyos. Se dio cuenta de que también lo observaban todos los demás, y perdió su mirada en la limpia pizarra como si se sintiera fascinado por ella, pero no veía nada en absoluto. Se había imaginado la muerte de sus padres una y otra vez durante los últimos tres años, desde que supo que los habían asesinado, desde que había averiguado lo sucedido aquella noche. De manera que así habían muerto... exactamente igual que esa araña.
Moody había vuelto a hablar desde la distancia, según le parecía a Harry. Haciendo un gran esfuerzo, volvió al presente y escuchó lo que decía el profesor.
—La Maldición Asesina sólo puede llevarla a cabo un mago muy poderoso. Todos vosotros podríais sacar las varitas mágicas y apuntarme con ellas, pronunciando las palabras, y dudo que consiguiérais siquiera hacerme sangrar la nariz. Pero eso no importa, porque no os voy a enseñar a llevar a cabo esta maldición —bramó frente a una multitud enmudecida—. Ahora bien, si no existe un contrahechizo, ¿por qué os la he mostrado? Pues porque tenéis que saber, tenéis que conocer lo peor. Ninguno de vosotros querrá hallarse en una situación en que tenga que enfrentarse a ella. ¡Alerta permanente!
Toda la clase volvió a sobresaltarse frente a su advertencia.
—El uso de cualquiera de las tres Maldiciones Imperdonables está castigado con cadena perpetua en Azkaban. Quiero preveniros, quiero enseñaros a combatirlas. Tenéis que prepararos, tenéis que armaros contra ellas; pero, por encima de todo, debéis practicar la alerta permanente e incesante. Sacad las plumas y copiad lo siguiente...
Todos los alumnos fueron tomando apuntes sobre cada una de las Maldiciones Imperdonables en lo que restó de clase. Nadie se atrevió a emitir un solo sonido hasta que sonó la campana y Moody dio por terminada la lección, saliendo del aula rodeados por un barullo incesante. La mayoría comentaba cosas respecto a las maldiciones en un tono de respeto y temor.
—¿Visteis cómo se retorcía?
—Y cuando la mató...
—¡Así de fácil!
Hermione pensó que sus compañeros hablaban de la clase como si hubiera sido un espectáculo teatral, pero para ella se encontraba lejos de resultar divertida. Rápidamente se encontró a Neville, que parecía compartir una opinión parecida a la suya, hallándose solo en mitad del pasillo y dirigiendo al muro de piedra que tenía delante la misma mirada horrorizada con la que había seguido a Moody durante la demostración de la Maldición Cruciatus.
—Neville... —lo llamó con suavidad, acercándose a él.
—Ah, hola. Qué clase tan interesante, ¿verdad? —respondió con una voz mucho más aguda de lo usual—. Me pregunto qué habrá para cenar, porque... porque me muero de hambre, ¿vosotros no?
—Neville, ¿estás bien? —le preguntó Susan, que había seguido el paso de Hermione.
—Sí, sí, claro, estoy bien —farfulló él atropelladamente—. Una cena muy interesante... clase, quiero decir... ¿qué habrá para cenar?
Harry y Ron se observaron con cierta confusión, alcanzando su posición.
—Neville, ¿qué...?
Oyeron tras de sí un retumbar sordo y seco, y al volverse distinguieron la silueta del profesor Moody avanzando hacia ellos con su característica cojera. Los cinco se quedaron en silencio, mirándolo con aprensión, pero cuando Moody habló lo hizo con un gruñido mucho más suave que el que le habían oído hasta el momento.
—No te preocupes, hijo —le dijo a Neville, intentando sonar tranquilizador—. ¿Por qué no me acompañas a mi despacho? Tomaremos una taza de té.
El muchacho pareció aún más aterrorizado ante la posibilidad que le ofrecía el docente, y al ver que no se movía, Moody distrajo ambos ojos en Harry.
—Tú estás bien, ¿no, Potter?
—Sí —contestó él en un tono escéptico.
El ojo azul eléctrico del mayor vibró lentamente en su cuenca al escudriñar los rostros de los muchachos, y al encontrarse con el de Hermione se detuvo un breve instante.
—Tenéis que saber. Puede parecer duro, pero tenéis que saber. No sirve de nada hacer como que... bueno... —murmuró él, sosteniéndose firme ante la mueca impasible de ella—. Vamos, Longbottom, tengo algunos libros que podrían interesarte.
Neville miró a sus compañeros de forma implorante, esperando a que alguno les detuviera, pero ninguno se atrevió a decir nada. No tuvo más remedio que dejarse arrastrar por Moody, que había colocado en su hombro una de sus nudosas manos, y les vieron marchar en silencio por el pasillo contiguo hasta perderse al doblar la esquina.
—Pero ¿qué pasaba? —preguntó Harry.
—No lo sé —repuso Hermione, ensimismada en sus propias conjeturas.
—¡Vaya clase!, ¿eh? —comentó Ron, mientras emprendían su camino hacia el Gran Comedor—. Fred y George tenían razón. Este Moody sabe de qué va la cosa, ¿a que sí?
Susan asintió brevemente con la cabeza, acompañando su gesto con una sonrisa.
—Pero, ¿no se meterán en un aprieto Moody y Dumbledore si el Ministerio se entera de que hemos visto las maldiciones?
—Sí, seguramente. Pero Dumbledore siempre ha hecho las cosas a su manera, ¿no? Y me parece que Moody ha estado metiéndose en problemas desde hace años. Primero ataca y luego pregunta...
Los cuatro llegaron a tiempo para asistir a la comida, donde Hermione no participó en la conversación de Harry y Ron acerca del trabajo para la profesora Trelawney. Comió a toda prisa para volver a la biblioteca, esperando poder aprovechar el rato que tenía libre antes de la próxima clase para seguir investigando acerca de los elfos domésticos, y gracias a su rapidez se encontró la sala desierta, adecuándose en una mesa del fondo y apilando sobre ella una montaña de libros por investigar.
Al cabo de media hora, había hecho muy pocos progresos, aunque se encontrara rodeada de trozos de pergaminos llenos de cuentas y apuntes varios, y tenía la cabeza tan neblinosa como si la hubiera metido dentro del caldero de Seamus.
—No creo que ahí encuentres lo que buscas.
Hermione levantó la cabeza al instante, sintiendo como toda esa bruma se disipaba y le dejaba ver claramente la imagen de la muchacha que se encontraba plantada frente a sí, con la varita sujeta a la oreja izquierda, un collar hecho de corchos de cerveza de mantequilla colgado de su cuello y una sonrisa afable adornando su rostro blanco como la nieve.
—Oh, hola, Luna —suspiró ella, habituándose—. ¿Qué haces aquí? No suele pasarse mucha gente por la biblioteca a esta hora.
La chica rubia se balanceó ligeramente sobre sus propios zapatos con un atisbo de diversión en sus ojos grises.
—Sólo he pensado que quizá te vendría bien un poco de ayuda —murmuró ella con una serenidad casi contagiosa.
Hermione entrecerró los ojos con desconfianza, como si creyera que Luna fuera capaz de leer su propia mente.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Puedo sentarme?
La Gryffindor asintió, y con la curiosidad a flor de piel la observó a medida que se acomodaba en el asiento contrario al suyo, retirándose la varita de la oreja, apartando los mechones rubios y ondulados que la atrapaban y depositándola sobre la mesa: seguidamente, apoyó ambos brazos en la superficie y se inclinó ligeramente sobre uno de los tomos que se mantenían abiertos en ella, prestando especial atención en una imagen que retrataba a una elfina inocente y diminuta, como recién nacida.
—Los elfos domésticos son inmensamente devotos y leales. La mayoría de ellos no soporta la idea de ser libres... se han acostumbrado a vivir de este modo. Su propia libertad les parece una amenaza —aseguró Luna, acariciando tiernamente el dibujo con el dedo índice—. Por eso nadie ha intentado nunca cambiar su realidad, por mucho que te esfuerces en buscarlo en los libros.
—No puede ser... —se aquejó Hermione, hojeando las páginas del tomo que sujetaba con rapidez y desesperación, intentando en vano encontrar alguna pista que le dictara lo contrario—. Debe haber alguien que haya luchado por sus derechos...
—Creo que nadie se ha atrevido a ser tan valiente —objetó la muchacha rubia, alzando la vista y centrándose en el rostro de su compañera—. Pero tú sí lo eres.
Hermione se detuvo, correspondiendo su mirada.
—¿Qué quieres decir?
—Podrías fundar tu propia organización para defender sus derechos.
Sus palabras evidenciaron su efecto en cuanto Hermione abrió los ojos. No habría sabido decir si le causaba más impresión la idea en sí o el hecho de no haberse dado cuenta de ello antes, pero sí tenía clara una cosa: que Luna tenía toda la razón del mundo.
—¿Crees... crees que yo podría hacer algo así?
La muchacha, jugueteando graciosamente con los corchos de cerveza, le ofreció una sonrisa confiada.
—¡Sí! ¡Claro que sí! —exclamó convencida—. Y estaré encantada de apoyarte.
—¿Y los demás? ¿Crees que habrá más gente dispuesta a visibilizar su esclavitud?
—Todo es cuestión de probar.
Con dicha esperanza y la promesa de su ayuda, Hermione salió corriendo de la biblioteca, notablemente más animada de lo que había entrado en ella un largo rato atrás. Se apresuró en ascender los interminables peldaños de la Gran Escalinata y se adentró en el hueco del retrato como una bala, con un manojo de pergaminos en una mano y en la otra, una caja cuyo contenido hacía ruido conforme ella andaba. Crookshanks arqueó la espalda, ronroneando, para recibirla al verla entrar.
—¡Hola! —saludó a Harry y a Ron, que restaban adecuados junto al fuego con sus ejemplares de Disipar las nieblas del futuro—, ¡acabo de terminar!
—¡Yo también! —contestó el pelirrojo con una sonrisa de triunfo, soltando la pluma y alzando el pergamino sobre el que había escrito su trabajo.
Hermione se sentó junto a ellos, dejó en una butaca vacía las cosas que llevaba consigo y cogió las predicciones de Ron, alzándolas a la altura de su rostro para descifrar como pudo su letra irregular.
—No vas a tener un mes muy bueno, ¿verdad? —comentó con sorna, mientras notaba como Crookshanks se hacía un ovillo en su regazo.
—Bueno, al menos no me coge de sorpresa.
—Me temo que te vas a ahogar dos veces.
—¿Sí? —exclamó Ron, echando un vistazo a sus predicciones—. Tendré que cambiar una de ellas por ser pisoteado por un hipogrifo desbocado.
—¿No te parece que es demasiado evidente que te lo has inventado?
—¡Cómo te atreves! ¡Hemos estado trabajando en ello como elfos domésticos!
Hermione arrugó el entrecejo, demostrándole una vez más lo mucho que detestaba que le dedicara aquella clase de bromas estúpidas.
Harry, que acababa de predecir su propia muerte por decapitación, dejó también la pluma.
—¿Qué hay en la caja? —inquirió, señalando hacia ella.
—Es curioso que lo preguntes —soltó Hermione, dirigiéndole a Ron una mirada afilada.
Con un entusiasmo más que evidente, levantó la tapa y les mostró su contenido: dentro había unas cincuenta insignias de variados colores, y todas obedecían a una misma inscripción que relucía con fuerza.
—¿«P.E.D.D.O.»? —leyó Harry, cogiendo una insignia—. ¿Qué es esto?
—Es la «Plataforma Élfica de Defensa de los Derechos Obreros».
—No había oído hablar de eso en mi vida —se extrañó Ron.
—¡Por supuesto que no! —replicó Hermione con énfasis, inundando sus pulmones de un orgullo que la colmaba de pies a cabeza—. Acabo de fundarla.
—¿De verdad? —comentó Harry, sorprendido—. ¿Con cuántos miembros cuenta?
—Bueno, si vosotros os afiliáis, con cuatro —les explicó ella—. Luna ha sido la primera en incorporarse.
Ron, tomando una de las insignias, arrugó la nariz.
—¿Y crees que nosotros queremos ir por ahí con unas insignias en las que pone «peddo»?
—Es «P.E.D.D.O.», Ron. Iba a llamarla «Detengamos el Vergonzante Abuso de Nuestras Compañeras las Criaturas Mágicas y Exijamos el Cambio de su Situación Legal», pero era demasiado largo, así que lo reutilizaré como el encabezamiento de nuestro manifiesto —aseguró ella, blandiendo ante ellos el manojo de pergaminos—. He estado documentándome en la biblioteca. La esclavitud de los elfos se remonta a varios siglos atrás. No comprendo cómo nadie ha hecho nada hasta ahora...
—Hermione, métetelo en la cabeza —la interrumpió Ron—: a... ellos... les... gusta. ¡A ellos les gusta la esclavitud!
—Nuestro objetivo a corto plazo es lograr para los elfos domésticos un salario digno y unas condiciones laborales justas —prosiguió Hermione, hablando aún más alto que Ron y actuando como si no hubiera oído una sola palabra—. Los objetivos a largo plazo incluyen el cambio de la legislación sobre el uso de la varita mágica y conseguir que haya un representante elfo en el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas.
—¿Y cómo lograremos todo eso? —preguntó Harry, intentando convencerse.
—Comenzaremos buscando afiliados. Pienso que puede estar bien pedir como cuota de afiliación dos sickles, que darán derecho a una insignia, y podemos destinar los beneficios a elaborar panfletos para nuestra campaña —comentó ella muy entusiasmada—. Le pediré a Susan que sea la tesorera: tengo arriba una hucha de lata para ella. Y tú, Harry, podrías ser el secretario, así que quizá quieras escribir ahora algo de lo que estoy diciendo como testimonio de nuestra primera sesión.
Hubo una incómoda pausa en la que Hermione les sonrió satisfecha, esperando su reacción. Harry permaneció callado, dividido entre la exasperación que le provocaba ella y la diversión que le causaba la cara desencajada de Ron.
El silencio fue roto por un leve golpeteo en la ventana, y al virar los tres en su dirección, se dieron cuenta de que había posada una lechuza blanca en el alféizar.
—¡Hedwig! —gritó el muchacho, y se levantó de un salto para ir al otro lado de la sala común a abrir la ventana.
La lechuza entró con diligencia, cruzó la sala con un par de aleteos y se posó sobre las predicciones de Harry, que habían quedado en su butaca.
—¡Ya era hora! —comentó Ron, señalando el mugriento trozo de pergamino que llevaba atado a la pata—. ¡Trae la contestación!
Harry, yendo aprisa tras ella, desató el mensaje y se colocó junto al fuego para leerlo con mayor claridad. Una vez desprendida de su carga, Hedwig ululó suavemente. La carta era muy corta y parecía escrita con mucha premura.
—¿Qué dice? —preguntó Hermione con impaciencia
—«Harry, salgo ahora mismo hacia el norte. La noticia de que tu cicatriz te ha dolido se suma a una serie de extraños rumores que me han llegado hasta aquí. Si vuelve a dolerte, ve directamente a ver a Dumbledore. Me han dicho que ha sacado a Ojoloco de su retiro, lo que significa que al menos él está al tanto de los indicios, aunque sea el único.» —leyó el muchacho con calma—. «Estaremos pronto en contacto. Un fuerte abrazo a Ron, Susan, Cedric y Hermione. Abre los ojos, Harry.» Firmado, «Sirius».
—¿Viene hacia el norte? —susurró Ron—. ¿Regresa?
—¿Que Dumbledore está al tanto de los indicios? —comentó Hermione, perpleja al ver que el chico acababa de pegarse con el puño en la frente—. ¿Qué pasa, Harry?
—¡No tendría que haberle contado nada! —se aquejó con furia.
—¿De qué hablas?
—¡Ha pensado que tenía que venir! —repuso el muchacho, dando un golpe en la butaca que hizo que Hedwig fuera a posarse en el respaldo de la silla de Ron, ululando indignada—. ¡Regresa porque cree que estoy en peligro! ¡Y a mí no me pasa nada!
—Harry... —comenzó a decir Hermione en un tono con el que intentaba sonar tranquilizadora—. Escúchame...
—Creo que he tenido suficiente —murmuró él, tomando con rabia sus pergaminos, arrugándolos entre sus manos y dirigiéndose a toda prisa hacia el agujero del retrato—. Nos vemos a la hora de la cena.
El muchacho sacudió de un golpe el retrato una vez se encontró fuera, y dentro de la sala común, Ron y Hermione restaron en total silencio, observando el agujero con estupefacción. Mientras ella se preguntaba interiormente qué podría haber hecho para remediar la situación, él tomó de nuevo su libro de Adivinación y lo ojeó a toda prisa con la nariz enfurruñada.
—¡Maldita sea! —bramó para sí mismo—. ¿Cómo no he podido predecir que esto pasaría?
***
Cuando el sonido que anunciaba el final de la última asignatura atestó sus oídos, Hermione pensó que no habría nadie que pudiera llegar a sentirse más ansioso que ella, pero no podía estar más equivocada. A medida que ascendía los peldaños de la Gran Escalinata, conduciéndose hasta su habitación para deshacerse de los tomos que cargaba y tomar un abrigo, poco se imaginaba que en las mazmorras existía una presencia sombría que deambulaba con su mismo afán por la soledad de su despacho, rebuscando entre una pila de libros que dejaba y volvía a agarrar, incapaz de tomar una determinación.
Snape, sabiendo que el tiempo jugaba en su contra, se apoyó con ambos brazos sobre el escritorio y suspiró, abrumado por su propia y testaruda mente. No podía ser tan difícil escoger entre uno de sus libros, y sin embargo allí estaba, contemplando las posibilidades de cada uno sin poder desestabilizar la balanza.
Con un fastidio más que evidente, se apartó el pelo azabache que le cubría el rostro y, sin pensarlo demasiado, se sentó en el borde del escritorio. Uno de los libros cayó entonces al suelo, y al recogerlo con un suspiro, contempló su portada con curiosidad: en ella, plasmada sobre el fondo de un rojo intenso como la sangre, había la imagen de un murciélago que acompañaba el título de la obra. Entrecerrando ligeramente los ojos, resiguió sus alas extendidas y sus colmillos afilados, y pensó que aquello sólo podía ser una señal con la que daría fin a su dolor de cabeza.
Tomando aquel curioso detalle como su motivo más firme, Snape escondió el libro en uno de los bolsillos hondos de su levita y volvió a enderezarse, dirigiéndose a la entrada de su despacho a paso decidido, cubriéndose los hombros con su larga capa y aferrando contra su pecho el libro que Hermione le había prestado meses atrás.
Al salir a las mazmorras se topó con la marabunta de alumnos que se apresuraba en abandonar las aulas para dar paso al primer fin de semana del curso, y se abrió camino entre los muchachos que correteaban de un lado a otro, dirigiéndose hacia la Gran Escalinata con rapidez.
A medida que avanzaba en su recorrido, intentaba distraer su atención en los cuadros que adornaban las voluptuosas paredes de cada piso, pero no podía dejar de preguntarse si Hermione ya se encontraría esperándole en el lugar acordado. No fue hasta que llegó a la Torre de Astronomía, deteniéndose unos pocos peldaños antes de llegar a su cima, que comprobó que así era: la característica silueta de la muchacha se dibujaba de espaldas a él, apoyada en la barandilla de hierro e inmersa en las magníficas vistas que ofrecía el punto más álgido del castillo.
Snape se mantuvo quieto en su posición durante unos instantes en los que se permitió admirarla en silencio, creyendo ver una imagen ante la que no hubiera importado dedicar una eternidad, hasta que finalmente decidió hacerse presente.
—Siempre tan puntual, Srta. Granger.
La muchacha, al igual que él, se tomó unos segundos de más para sofocar la sonrisa complacida que le causaba su compañía.
—Nunca perdamos la costumbre, profesor Snape —lo recibió, girándose hacia él sin apartarse de la barandilla—. Creo que tuvo una idea excelente al sugerir que nos reuniésemos aquí.
Tomándolo como una invitación, el mayor se acercó hasta ella con pasos cautelosos y se dejó atrapar por el horizonte.
—Pensé que nos convendría un poco de paz —murmuró en un susurro ronco—. Pronto nos la arrebatará la llegada de esos mocosos franceses y búlgaros, alborotando por el castillo.
Hermione rió discretamente, acompañándolo en su contemplación.
—Veo que no le entusiasma demasiado la idea del Torneo.
—Para qué negarlo. Usted empieza a conocerme demasiado bien —comentó él, atreviéndose a mirarla en su cercanía—. No sé cómo lo ha logrado, pero debo admitir que tenía razón.
Los ojos castaños de la muchacha toparon con los negros de él.
—¿En qué, profesor?
Virando completamente hacia ella, Snape le mostró el libro que había traído apegado al pecho y se lo ofreció. Hermione lo tomó entre sus manos, pasando sus dedos por encima de sus cenefas doradas y reconociendo su tacto.
—Me fastidia admitir que he disfrutado mucho con su lectura.
—¿Lo ve? —exclamó ella, divertida—. Debería empezar a confiar más en el criterio de una Gryffindor.
Snape rodó los ojos con fastidio.
—No haga que me arrepienta de haberla citado.
Hermione volvió a sonreír, y él sintió como su gesto lo sacudía por dentro.
—¿Le ha parecido interesante?
Snape unió sus manos en su espalda y perdió sus ojos en el entorno, intentando encontrar las palabras adecuadas con las que responderle.
—Ha sido una especie de lección. Hay mucho de Darcy que puedo ver reflejado en mí... él parece tener plena consciencia de sí mismo, y a su vez demuestra lo inconsciente que es y lo cegado que está por su propio orgullo, tan grande que se niega a cuestionar su propia percepción —admitió, recordando las horas que había dedicado a la lectura—. Por suerte, Elizabeth le obliga a reevaluar cómo se ve a sí mismo.
—Pero ella también peca de orgullo y prejuicio que afecta a su razonamiento, criticando a Darcy por la misma intolerancia y queriendo creer lo peor de él —refutó Hermione, sosteniéndole la mirada—. Aunque lo cierto es que me gusta mucho que, una vez ella reconoce sus propios defectos, no se dedica a dar vueltas alrededor de ellos sino que aprovecha la oportunidad para mejorar su actitud.
Inevitablemente, Snape resiguió su rostro con atención, desde los bordes de su mandíbula ovalada hasta los ondulados mechones que cubrían parte de su frente.
—También hay mucho de Elizabeth que puedo ver en usted, Srta. Granger —exclamó con lentitud—. Es culta, inteligente, tiene un fuerte sentido de la independencia, se muestra inconforme con el orden social y no se deja someter por él... en definitiva, se trata de una mujer avanzada a su tiempo, y en su caso, a su edad.
Se formó un vibrante silencio entre ambos que parecía alentar a Hermione a recorrer la poca distancia que los separaba. Sus ojos contemplaban el rostro cetrino de él con el mismo interés que los suyos lo hacían con ella, y notó retumbar su corazón en su pecho en los poderosos y singulares latidos que sólo Snape era capaz de provocarle, inundándola de una calidez infinita. Que él hubiera hecho esa analogía entre Elizabeth y ella era el mayor cumplido que jamás le habían hecho.
Atestada del sinfín de sentimientos que profesaba por él, Hermione fijó entonces su atención en sus labios turgentes, acomodados en un peculiar gesto que los mantenía entreabiertos, y notó cómo un escalofrío le recorría la espalda. Por primera vez sentía palpables las ganas que tenía de besarle, como algo mucho más poderoso que cuando había podido imaginarlo en su cabeza.
Snape la contemplaba en silencio, sintiéndose deliciosamente horadado por sus ojos marrones. Sospechaba que sus palabras habrían tenido un poderoso efecto en ella, sintiéndose satisfecho, y el hecho se confirmó cuando Hermione bajó la vista hacia sus propios zapatos, como intentando procesar su propia falta de habla.
—Si lo llego a saber, profesor —exclamó ella finalmente—, le hubiera prestado este libro mucho antes.
El hombre se permitió dedicarle una sonrisa discreta.
—No sé si hubiera sabido interpretarlo igual que ahora. De todas formas, se lo agradezco —afirmó él con un leve gesto de asentimiento—. He pensado que es mi turno, mi momento de devolverle el detalle.
Con la absoluta atención de ella sobre sí, rebuscó en el bolsillo de su levita y sacó el libro que había resguardado en él, ofreciéndoselo con delicadeza. Ella, colocándolo sobre su tomo de Orgullo y prejuicio, admiró fascinada los detalles de la portada.
—Drácula, de Bram Stoker —leyó, levantando la cabeza y mirándole con expectación—. No esperaba que usted leyera literatura muggle.
—Estoy empezando.
Completamente ilusionada por su gesto, Hermione volvió a echarle un vistazo a la novela que sujetaba entre sus manos, ansiosa por perderse entre sus páginas.
—¿Sabe? —dijo, impulsada por su instinto—. Esto podría convertirse en una bonita costumbre.
—¿A qué se refiere?
—Podríamos intercambiar lecturas a lo largo de este año.
Snape ladeó ligeramente la cabeza.
—¿Piensa convertirme, como usted, en un ratón de biblioteca?
Hermione reprimió una risa que provenía directa de su estómago.
—Estoy segura de que usted ya lo era antes de mi llegada.
El profesor gruñó como respuesta, y la muchacha se enorgulleció de haberle ganado la partida.
—¿Entonces qué? —insistió ella con los ojos abnegados de esperanza, ofreciéndole una de sus manos—. ¿Trato hecho?
Snape entrecerró los ojos, fulminándola con la mirada, hasta que decidió encajar su mano y la sacudió ligeramente, sabiéndose sumiso a sus deseos.
—Trato hecho.
Habiendo sellado su acuerdo, ambos dieron por concluida la citación. Hermione fue la primera en hacer ademán de irse, pero se detuvo antes de llegar a cruzar la sala, volviéndose hacia él una vez más.
—Y si me lo permite, profesor... —murmuró, manteniendo su sonrisa juguetona—, la próxima vez que nos citemos, preferiría no tener que envenenar a ninguno de mis amigos.
—No se preocupe —conminó él—. Con que los hechice me daré por satisfecho.
Completamente satisfecha con su respuesta, Hermione se retiró de la torre de Astronomía con la mirada de él acompañándola hasta la salida, y una vez supo que se encontraba sola entre las paredes del castillo, entreabrió en sus manos la novela de Jane Austen y se deleitó con el perfume que emanaba de sus páginas, sabiendo que lo convertiría en un ritual que perduraría hasta su última gota de fragancia.
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