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Capítulo LXXIX - Densaugeo

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LXXIX —

❝ D e n s a u g e o❞

Al despertar el domingo por la mañana, a Hermione le costó mucho levantarse de la cama. Se había pasado toda la noche dándole vueltas a lo ocurrido en el banquete del día anterior, y la cabeza le dolía horrores. Para ella supuso un gran esfuerzo incorporarse en la cama, y sólo cuando se sintió preparada descorrió las cortinas del dosel, dándose cuenta de que Katie y Alicia seguían dormidas y que justo los ventanales helados mostraban un tímido amanecer.

Se levantó a duras penas, se vistió con lentitud, recogió sus cabellos rizados en una trenza a la que no prestó demasiada atención y abandonó su cuarto compartido sin haber comprobado su propia imagen en el espejo. Cruzó el vestíbulo superior y descendió las escaleras de caracol hasta el inferior, sin importarle abrirse camino entre los restos que habían quedado de la fiesta de anoche, hasta que se dio cuenta de que no estaba sola: Harry se mantenía erguido frente a uno de los ventanales, contemplando los terrenos nevados en absoluto silencio.

—¿No es muy temprano? —murmuró ella, logrando que el muchacho se percatara de su presencia y se girara para verla—. No recuerdo que hoy tengáis entrenamiento de quidditch.

Harry sonrió de lado. En su rostro se evidenciaba un profundo cansancio.

—No tengo ganas de seguir dando vueltas en la cama sin poder dormir —aseguró él.

Hermione le devolvió el gesto, sintiéndose completamente identificada con él.

—Yo tampoco —confesó—. ¿Y si bajamos a desayunar? No habrá mucha gente después de la juerga que se dieron anoche.

—Eso es un consuelo...

Estando de acuerdo y con algo más de entusiasmo, los dos atravesaron el agujero del retrato y se envolvieron en la calma que reinaba entre los pasillos y antesalas del castillo dormido, alcanzando rápidamente la Gran Escalinata.

Mientras bajaban hacia el Gran Comedor, la mente de Harry no paraba de bombear al son de sus temores internos, y no fue hasta que se encontraron en el descansillo del cuarto piso que se armó de valor para pronunciarse de nuevo.

—Hermione, yo... yo no os he mentido —balbuceó sin remedio—. Te puedo jurar que yo no...

—Sé que tu no pusiste tu nombre en el cáliz —lo interrumpió ella—. Te conozco demasiado. Eres como mi hermano.

Al oír aquellas palabras, los ojos de Harry se acristalaron con una fina capa de tristeza.

—¿De veras? —preguntó, como si no se lo terminara de creer.

Hermione se detuvo a mitad de escalera, quedando unos pocos peldaños por debajo de él, y le miró directamente a los ojos con una confianza ciega y desmedida.

—¿Acaso lo dudas? —exclamó ella—. Jamás desconfiaría de ti.

—Ron no lo tiene tan claro como tú.

—Es normal. En el fondo está muy asustado, y supongo que no sabe cómo manejarlo... pero no me cabe la menor duda de que está muy preocupado por ti.

—Pues espero que se le pase pronto el enfado...

—¡Por supuesto que lo hará! —aseguró la muchacha—. Y si sigue comportándose como un cabezota, yo misma me encargaré de dejarle las cosas claras.

En los ojos esmeralda de Harry todavía podía distinguirse el atisbo de un llanto retenido, pero su esencia había cambiado: ya no contenía tristeza, sino emoción.

—Te quiero mucho, Hermione.

Para ella resultó imposible no sentirse inundada por una conmoción muy parecida a la suya, y sin pensárselo un solo segundo, ascendió un escalón para acercarse a él y tomarle de la mano, estrechándosela con fuerza.

—Yo también te quiero mucho, Harry —murmuró en un hilo de voz—, y superaremos esta adversidad, de la misma forma en la que hemos superado tantas otras. Unidos hasta el final.

A Harry no le quedó más que asentir con convencimiento, sintiéndose plenamente invadido por el coraje que ella había sabido transmitirle a través de su cariño, y ambos retomaron su camino sabiéndose valientes y renovados y dejando atrás el temor.

Al llegar al Gran Comedor unos minutos después, presenciaron un escenario que habían esperado con verdaderas ganas: apenas unos pocos alumnos se encontraban allí, repartidos en sus asientos habituales, y el ambiente era distendido y acogedor. En la mesa de Hufflepuff se distinguían una serie de figuras que reconocieron enseguida desde la lejanía y a las que se acercaron con intención de unirse a ellos en el desayuno.

—¡Si es el cuarto campeón del Torneo de los Tres Magos! —los recibió Malcolm con una gran y encantadora sonrisa.

—¡Siéntate, Harry! Querrás comer algo, ¿no? —se preocupó Maxine, señalándoles los asientos que habían quedado libres frente a ellos—. ¡Con la emoción de ayer no debiste probar bocado!

Aceptando su ofrecimiento, los muchachos se acomodaron en la mesa de los tejones junto a una curiosa Susan que examinaba concienzudamente el rostro cansado de Harry.

—¿Cómo has pasado la noche? —preguntó ella con dulzura.

—Lo cierto es que ha sido horrible —admitió él, mientras la pelirroja le servía zumo de calabaza en una copa de oro—, pero parece que después de la tormenta siempre viene la calma.

—¡Eso es! —exclamó Herbert, alzando su propio cáliz—. ¡En esta vida todo tiene solución!

A pesar del entusiasmo grupal, Susan no parecía convencida. La muchacha frunció la nariz, como recelosa, antes de atreverse a preguntar.

—¿Van a obligarte a participar?

—Eso parece —contestó Harry con cierto abatimiento.

—¡No es justo! ¡Tú no has querido entrar en el Torneo!

El muchacho, que masticaba con pocas ganas un tritón de jengibre, se volvió hacia ella para contemplarla con gratitud. Sus palabras no sólo reflejaban la frustración que él mismo sentía: también evidenciaban que Susan no había dudado de él ni por un solo instante.

—Según el Sr. Crouch —explicó él, notablemente más animado—, existe un contrato mágico vinculante que es inquebrantable.

—¡Bobadas! —se añadió Maxine—. ¡Eso son sólo estúpidos formalismos!

—Sea como sea, Harry no tiene elección —conminó Malcolm, echándose sus mechones rubios hacia atrás con un sutil movimiento—. Aunque estoy seguro de que será un digno rival para el resto de concursantes.

—¿Y Cedric? —comentó Herbert, apoyándose sobre la mesa con los brazos cruzados—. ¿Cómo se lo ha tomado?

—Intentó persuadir al Sr. Bagman para que yo no participara... pero no sirvió de mucho.

—Es una suerte que él sea uno de los campeones —aseguró Hermione, removiendo su té con la cuchara—. Tratará de protegerte a toda costa.

—Al menos eso está a mi favor —asintió Harry—. Sólo espero que esta pesadilla termine pronto...

—Yo de ti no me preocuparía —comentó una característica vocecilla a sus espaldas—. Creo que serás el ganador del Torneo de los Tres Magos.

Ninguno de los presentes se había percatado de la presencia de la recién llegada hasta ese momento, y con una intriga más que evidente se volvieron hacia ella. La muchacha, que lucía orgullosa sus pendientes de rábano y se aferraba a un tomo de criaturas mágicas, no pareció sentirse intimidada frente al aluvión de miradas, más bien agradecida por la atención que le prestaban todas ellas.

En mitad de la insólita situación, Hermione se dio cuenta de que, por primera vez en el largo rato que llevaban juntos, Harry esbozó una gran sonrisa que iluminó su rostro apagado.

—Ojalá estuviera tan convencido como tú, Luna.

Pronto la invitaron a tomar asiento en la mesa de los tejones, y los allí presentes se sumieron en su desayuno, compartiendo bromas, risas y recuerdos que destensaron el ambiente y les permitieron distraerse de la confusa realidad que les acechaba.

Un largo rato más tarde, el Gran Comedor empezó a colmarse del bullicio habitual con la llegada de los demás estudiantes, y Hermione, temiendo la aparición de Ron y un posible enfrentamiento con Harry, se las tuvo que idear para sacarle de allí.

—He estado pensando. Sabes qué es lo que tenemos que hacer, ¿no? —llamó así su atención—. Escribir a Sirius. Tienes que contarle lo que ha pasado. Te pidió que lo mantuvieras informado de todo lo que ocurría en Hogwarts. Da la impresión de que esperaba que sucediera algo así...

—Olvídalo —contestó Harry, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie los oía—. Le bastó saber que me dolía la cicatriz para regresar al país. Si le cuento que alguien me ha hecho entrar en el Torneo de los Tres magos se presentará en el castillo.

—Él querría que tú se lo dijeras —insistió ella con severidad—. Se enterará de todas formas.

—¿Cómo?

—Harry, esto no va a quedar en secreto. El Torneo es un evento destacado, y tú también eres conocido. Me sorprendería mucho que El Profeta no dijera nada de que has sido elegido campeón... se te menciona en la mitad de los libros sobre Quien-tú-sabes, ¿recuerdas? Y Sirius preferiría que se lo contaras tú.

—¿Y qué lechuza voy a utilizar? —se aquejó él, subiendo el tono de voz—. Me pidió que no volviera a enviarle a Hedwig.

—¿Necesitáis una lechuza? —se unió Luna desde el lado opuesto de la mesa—. Si queréis puedo pedírselo a la mía.

Abandonando el Gran Comedor con rapidez, los tres subieron a la lechucería. Hermione le dejó a Harry un trozo de pergamino, una pluma y un frasco de tinta, y ella y Luna pasearon entre los largos palos observando las lechuzas mientras Harry se sentaba con la espalda apoyada en el muro y escribía la carta.

«Querido Sirius,

Me pediste que te mantuviera al corriente de todo lo que ocurriera en Hogwarts, así que ahí va: no sé si habrás oído ya algo, pero este año se celebra el Torneo de los Tres magos, y el sábado por la noche me eligieron cuarto campeón. No sé quién introduciría mi nombre en el cáliz de fuego, porque yo no he sido. El otro campeón de Hogwarts es Cedric

Harry se detuvo en aquel punto, meditando. Tuvo la tentación de expresarle la angustia que lo invadía desde la noche anterior, pero no se le ocurrió la manera de explicarlo, de modo que simplemente volvió a mojar la pluma en la tinta y siguió escribiendo.

«Espero que estés bien, y también Buckbeak. Sobretodo no te preocupes por mí: yo también lo estoy.

Atentamente, 

Harry»

—Ya he acabado —les anunció a ambas muchachas, poniéndose en pie y sacudiéndose la paja de la túnica.

Al oír aquello, Hedwig bajó revoloteando, se le posó en el hombro y alargó una pata.

—No te puedo enviar a ti —le explicó Harry, acercándose hasta la lechuza de Luna, que era de un color crema cautivador—. Tengo que utilizar la de mi amiga.

Hedwig ululó muy fuerte y echó a volar tan repentinamente que las garras le hicieron un rasguño en el hombro. No dejó de darle la espalda mientras Harry le ataba la carta a la lechuza. Cuando ésta partió, el muchacho se acercó a Hedwig para acariciarla, pero ella chasqueó el pico con furia y revoloteó hacia el techo, donde ninguno podía alcanzarla.

—Primero Ron y ahora tú —suspiró él—. Y yo no tengo la culpa...

***

Si Hermione había tenido esperanzas de que las cosas mejoraran cuando todo el mundo se hubiera hecho a la idea de que Harry era uno de los campeones, al día siguiente comprobó lo equivocada que estaba. Una vez reanudadas las clases, se dio cuenta de que el resto del colegio, exactamente igual que sus compañeros de Gryffindor, pensaba que Harry se había presentado al Torneo. Pero, a diferencia de ellos, no parecían favorablemente impresionados... más bien eran la cara opuesta de la moneda. La mayoría parecía pensar que él se desesperaba por conseguir un poco más de fama y que por eso había engañado al cáliz de fuego para que aceptara su nombre.

Los días posteriores al incidente pudieron contarse entre los peores que Harry pasó en Hogwarts. Lo más parecido que había experimentado habían sido aquellos meses, cuando estaba en segundo, en que una gran parte del colegio sospechaba que era él quien atacaba a sus compañeros, pero en aquella ocasión Ron había estado de su parte. Le pareció que podría haber soportado la actitud del resto de sus compañeros si hubiera vuelto a contar con su amistad, pero no iba a intentar convencerlo de que se volviera a hablar con él si no quería hacerlo. Sin embargo, y a pesar del empeño de Susan y Hermione por hacerle sentir mejor, se sentía solo y no recibía más que desprecio de todas partes.

Mientras tanto, la respuesta de Sirius no llegaba; Hedwig seguía ofendida con su actitud y no lo dejaba acercarse, y la profesora Trelawney le predecía la muerte incluso con más convicción de la habitual. Harry supo que había tocado fondo durante la clase de Encantamientos, donde la práctica con los encantamientos convocadores le había ido tan mal que el profesor Flitwick le castigó mandándole más deberes.

—De verdad que no es tan difícil, Harry —trató Hermione de animarle al salir de la clase—. Lo único que ocurre es que no eres capaz de concentrarte.

—¿Por qué será? —contestó él con amargura—. Pero no importa. Me muero de ganas de que llegue la clase doble de Pociones que tenemos esta tarde...

Para él, la clase del profesor Snape constituía siempre una mala experiencia, pero aquellos días se había convertido en una verdadera tortura. Estar encerrado en una mazmorra durante hora y media con los de Slytherin, dispuestos a mortificarle todo lo posible por haberse atrevido a ser campeón del colegio, era una de las cosas más desagradables que hubiera podido imaginar.

Cuando, después de comer, Hermione y él llegaron a la puerta del aula, se encontraron a un grupo de serpientes que esperaban fuera, cada uno luciendo una insignia bien grande en la pechera de la túnica. Por un momento, Harry tuvo la absurda idea de que eran las insignias de la P.E.D.D.O., pero luego se dio cuenta de que todas mostraban el mismo mensaje en caracteres luminosos rojos, que brillaban en el corredor subterráneo y oscuro.

«Apoya a CEDRIC DIGGORY: ¡el AUTÉNTICO campeón de Hogwarts!»

—¿Te gustan, Potter? —preguntó Draco en voz muy alta cuando ambos se aproximaron—. Y eso no es todo, ¡mira!

El muchacho apretó la insignia contra el pecho, y el mensaje desapareció para ser reemplazado por otro que emitía un resplandor verde.

«¡POTTER APESTA!»

Los de Slytherin berrearon de risa. Todos apretaron su insignia hasta que el mismo mensaje brilló intensamente por todos lados, y Harry notó que se ponía rojo de furia. Ron, que estaba apoyado contra el muro con Dean y Seamus, no se rió, pero tampoco se movió para defenderle.

—¡Ya basta, Draco! —gritó Hermione, enfurruñando la nariz—. ¡Esto no es gracioso!

La ira que Harry había acumulado durante días y días pareció a punto de reventar un dique en su pecho. Antes de que se diera cuenta de lo que hacía había cogido la varita mágica, y todos los que estaban alrededor se apartaron y retrocedieron hacia el corredor.

—Vamos, Potter —lo desafió Draco con tranquilidad, también sacando su varita—. Ahora no tienes a Moody para que te proteja. A ver si tienes lo que hay que tener...

Ambos muchachos se miraron a los ojos durante una fracción de segundo, y luego, exactamente al mismo tiempo, los dos se atacaron.

—¡Furnunculus! —gritó Harry.

—¡Densaugeo! —gritó Draco.

De las varitas salieron unos chorros de luz que chocaron en el aire y rebotaron en ángulo. El conjuro de Harry le dio de pleno a Goyle en la cara, y el de Draco a Hermione. Goyle chilló y se llevó las manos a la nariz, donde le brotaban en aquel momento unos forúnculos grandes y feos, y Hermione se tapó la boca con gemidos de pavor.

Harry, con el aliento agitado, se volvió hacia ella y vio que Ron, que se había apresurado en atenderla, le retiraba la mano de la cara. Su visión no fue precisamente agradable: los dos incisivos superiores de Hermione crecían a una velocidad alarmante. Se asemejaba más y más a un castor conforme los dientes alargados pasaban el labio inferior hacia la barbilla, y en cuanto Hermione los notó allí, lanzó un grito de terror.

—¿Se puede saber qué demonios está ocurriendo aquí? —inquirió la profunda voz de Snape, que acababa de hacerse presente frente a la puerta del aula de Pociones.

Los de Slytherin empezaron a explicarse a gritos, creando un barullo incesante del que el profesor no escuchó ni una palabra: estaba demasiado concentrado viendo el rostro de Goyle lleno de forúnculos, y se detuvo, poniendo especial interés, en los exagerados dientes de Hermione.

—Potter me ha atacado, señor... —se justificó Draco, acercándose a él.

—¡Nos hemos atacado el uno al otro al mismo tiempo! —se añadió Harry.

—...y le ha dado a Goyle.

—¡Malfoy le ha dado a Hermione!

—¡Ya basta! —les acalló Snape, aún postrando su atención en Hermione, que se cubría el rostro con ambas manos—. Cincuenta puntos les serán sustraídos a Gryffindor y Slytherin, y Potter y Malfoy se quedarán castigados. ¡Ahora, entrad en el aula o doblaré el castigo para el alcornoque que se atreva a quedarse fuera!

Se formó un singular estruendo en cuanto todos los estudiantes quisieron cruzar a su vez la puerta que conducía hacia la clase, temiendo el castigo. La marabunta fue desapareciendo precipitadamente hacia su interior hasta que sólo Snape, Hermione y Goyle hubieron quedado presentes en el espacio.

—Sr. Goyle, los forúnculos son fáciles de tratar —exclamó con voz firme, aventurándose a volver a contemplar las desagradables consecuencias del maleficio en su rostro—. Vaya a la enfermería y pídale a Madame Pomfrey una Cura para forúnculos. La Srta. Greengrass, de tercer año, elaboró una mezcla tan perfecta en nuestra última clase que se los hará desaparecer de inmediato.

Con una evidente expresión de molestia y enfado, Goyle se perdió corredor abajo con pisadas furiosas. Snape esperó hasta que su eco se volviera prácticamente imperceptible para volverse en dirección a Hermione, que seguía cubriéndose la boca como podía.

—En cuanto a usted, Granger... —exclamó hasta detenerse, al darse cuenta de que la muchacha estaba llorando—. No se preocupe. No se quedará así para siempre.

Con las mejillas mojadas en lágrimas, la muchacha negó con la cabeza. Le hubiera gustado tener valor para responderle, pero no lo hizo: se sentía demasiado frustrada por las constantes peleas entre sus amigos, que no hacían más que sumarse a la angustia que la consumía desde que el nombre de Harry había sido anunciado como campeón. El maleficio fallido de Draco sólo había sido la gota que había colmado el vaso, y sentía que no le quedaban fuerzas para disimularlo más, ni tan siquiera para justificarse.

Snape no necesitó que ella hablara para comprenderla: dedujo que su llanto no se debía al incidente que acababa de presenciar. Hermione tenía aquella incomprensible pero admirable predisposición por cargar con las responsabilidades y problemas ajenos, convirtiéndolos en suyos, y era algo que lo embelesaba, pero que también lamentaba cuando la veía al borde del precipicio, víctima de sí misma como en aquella ocasión.

—Ya sabe que un maleficio es persistente durante un determinado lapso de tiempo, así que deberá tener paciencia —se pronunció de nuevo, sonando extrañamente apaciguado—. Acompañe al Sr. Goyle a la enfermería. Seguramente allí podrá sentirse más cómoda mientras los efectos del conjuro van desapareciendo. Pasaré a verla más tarde, ¿de acuerdo?

De nuevo, ella no dijo nada: se limitó a asentir vagamente y le dedicó una mirada breve pero intensa, en la que Snape pudo entender la gratitud que profesaba por él.

El hombre la vio marchar, y no se atrevió a moverse ni un ápice hasta que la imagen de la muchacha se hubo perdido por completo por el corredor contiguo, fuera del alcance de su vista. Al armarse de valor y acercarse hasta la puerta que lo separaba del aula de Pociones, supo lo tortuosamente interminables que se le harían las horas siguientes, en las que sólo podría pensar en ir a verla, tal y como había prometido.

La doble clase de aquella tarde le sirvió enormemente para ensañarse con los culpables del disgusto de Hermione. Decidió que no existiría mejor castigo que obligar a Harry y Draco a sentarse juntos, y remató la ocurrencia ordenándoles realizar un antídoto para venenos poco comunes entre ambos, asegurando que aumentaría sus castigos si al finalizar la clase y probar la mezcla, ésta no había quedado perfecta.

Durante la hora y media siguiente, los muchachos no pararon de lanzarle miradas afiladas con las que pretendían intimidarme, pero que no lograron más que hacerle sentir complacido consigo mismo: estaba seguro que si Hermione hubiera estado presente en el aula no habría sido capaz de reprimir una gran sonrisa, y la simple imagen que acudía de ello a su cabeza y que podía imaginarse con todo lujo de detalles le hizo más llevadera la espera que mantenía para oír sonar la campana que anunciara el final de la lección.

Sintió un extraño cosquilleo en el estómago en cuanto su sonido estridente se hizo presente, y fue notando cómo la sensación se acrecentaba en su interior a medida que los alumnos, colocados en fila, le iban entregando sus muestras en sus respectivos frascos. Se sabía impaciente por abandonar el aula cuanto antes, pero tuvo que apaciguarse en cuanto los rostros de Harry y Draco se le presentaron de frente.

—Venid todos y poneos en corro —les ordenó Snape a los presentes con ojos brillantes, y el alumnado obedeció casi al instante—. Longbottom, ¿dónde está tu sapo?

Neville, que había quedado por detrás de algunos compañeros, tragó saliva. Como usualmente, había traído a Trevor consigo durante las clases y lo sujetaba sobre su mano derecha.

—¿Mi... mi sapo? —balbuceó el muchacho—. ¿Para qué lo quiere, señor?

—Traelo aquí —respondió el profesor con contundencia, obligándole a dejarlo sobre el escritorio—. Veremos si tu inestimable amistad, el Sr. Potter, con la colaboración del Sr. Malfoy, ha sabido elaborar correctamente el antídoto.

Sabiendo que en su gesto recaían todas las miradas, hurgó en los bolsillos de su levita y sacó un pequeño frasco que contenía un curioso líquido transparente y ligeramente verdoso. Le quitó el corcho con un rápido movimiento con el pulgar, y teniendo a Trevor al alcance de su mano, le roció con un par de gotas.

—Si han conseguido fabricar una solución adecuada, el sapo se curará —anunció a los presentes—. Si lo han hecho mal, cosa que no me sorprendería, el sapo probablemente morirá envenenado.

Hubo un suspiro generalizado en cuanto Trevor empezó a retorcerse. Los de Gryffindor observaban con aprensión y los de Slytherin con entusiasmo. Draco no se movió, contemplando el acontecimiento con los ojos abiertos y una media sonrisa asomando entre sus labios, y Harry se apresuró en destapar su antídoto y dejó caer un pequeño chorro sobre el sapo. De repente, Trevor se quedó quieto, y pareciendo más calmado cerró los ojos, se hizo un ovillo y se durmió sobre el pupitre.

Los de Gryffindor prorrumpieron en aplausos, y Neville se apresuró en recuperar al sapo, acunándolo entre sus manos y asegurándose de que se encontrara bien. 

Con una expresión de seriedad calculada al milímetro, Snape volvió a tomar su frasco, lo tapó con el corcho y lo introdujo de nuevo en el bolsillo de su levita, recreándose interiormente por la situación: les había hecho pasar un calvario sin precedentes que se basaba en un simple engaño, puesto que lo que contenía su solución no era más que ajenjo hervido, un excelente repelente para sapos. Por su lado, el antídoto elaborado por Harry y Draco contenía como ingredientes una serie de plantas acuáticas ante las que, por muy mal que hubiesen cocinado la mezcla, cualquier sapo se hubiera sentido cómodo y seguro, calmándose al instante con su aroma. Pero nadie descubriría nunca su truco, y era mejor así: probablemente era la forma idónea para que esos dos zoquetes hubieran aprendido a dejar sus absurdas peleas a un lado.

Fingiendo sentirse fastidiado por el logro de los muchachos, Snape abandonó el aula con la nariz enfurruñada y a paso firme, dejando tras su marcha un sinfín de rostros sonrientes, y cuando por fin se encontró solo entre los fríos pasillos de las mazmorras se permitió volver a sentirse inundado por aquel cosquilleo que se había creado en su estómago y que parecía agrandarse a cada paso que daba conforme la enfermería le quedaba más y más cercana.

Usualmente, las puertas no solían suponerle un problema. En la mayoría de ocasiones se decidía por abrirlas o cerrarlas de un golpe con el que hacer estremecer a una clase repleta de alumnos, con el que lograr tambalear el castillo, con el que llegar a desahogar su propia furia... pero aquella no era ninguna de todas sus corrientes entradas o salidas, y se sintió completamente estúpido en cuanto se encontró paralizado frente a la puerta que lo separaba de la enfermería sin saber qué hacer, preguntándose interiormente a qué demonios obedecía su nerviosismo.

Intentando restarle importancia al torbellino de emociones que le sacudía por dentro, tomó una profunda bocanada de aire y empujó suavemente la puerta, adentrándose en la gran estancia. Repasó una por una las camillas que se encontraban repartidas en el espacio mientras caminaba, hasta que distinguió una cabellera castaña y rizada en una de las más apartadas, y se acercó a ella con decisión. La muchacha estaba de pie y hacía la cama, dándole la espalda, y Snape temió que al girarse volviera a verla inundada en lágrimas, pero no fue así.

—Es posible que se lleve una decepción, profesor —exclamó Hermione, que había reconocido sus característicos pasos y se volvía hacia él con expresión afable, señalándose sus propios dientes con el dedo índice—. El maleficio ha desaparecido. Ya no tendrá oportunidad de burlarse de mis dientes.

Con un gesto de alivio, Snape alzó ligeramente las comisuras de sus labios.

—Es una lástima —respondió, algo más animado—. De todas formas, he venido para ver cómo se encontraba.

—Estoy bien. Madame Pomfrey ya me ha dado el alta —esclareció ella, colocando el cojín debidamente en su sitio y tomando sus cosas de la mesilla que acompañaba la camilla—. Por suerte, no ha sido más que un susto.

De un fugaz vistazo, Snape reconoció aquello que Hermione había apresado contra su pecho: una cubierta roja con el dibujo de un murciélago estampado en ella era toda la información que necesitaba para saber de qué libro se trataba.

—Veo que no ha desaprovechado el tiempo.

La muchacha sostuvo el tomo con las dos manos, presentándolo para la vista de ambos.

—Le he pedido a Katie que me lo trajera. Está resultando una lectura verdaderamente interesante —aseguró, contemplando su portada con fascinación—. Su autor sabe trasladar toda la angustia, el miedo y el tormento que siente el conde Drácula, mostrándonos su lado más humano. Es un personaje que seduce y estremece... y admiro profundamente que sea tan abierto en cuanto a sus propios sentimientos. No todos somos lo suficientemente valientes como para aceptar aquello que sacude nuestro corazón.

—«Es usted un hombre inteligente, razona bien y es perspicaz, pero tiene demasiados prejuicios» —recitó Snape de memoria—. «No deja que sus ojos vean y que sus oídos oigan.»

Con la misma fascinación con la que había estado observando el libro, Hermione levantó la mirada y dedicó su absoluta atención al rostro cetrino de su profesor.

—Justamente —asintió ella, impresionada—. Si le soy sincera, me ha sorprendido mucho su acertada elección con esta novela.

—¿Lo ve? —inquirió él, alzando ligeramente la barbilla—. Usted también debería confiar más en el criterio de un Slytherin.

—Ya lo hago, profesor Snape.

En cuanto se dibujó una tímida sonrisa entre las mejillas sonrosadas de la muchacha, el hombre supo que toda la espera había merecido la pena, y se sintió irremediablemente sofocado por los feroces latidos que sacudieron su corazón. Estaba convencido de que jamás había conocido ni jamás conocería a alguien con su misma inteligencia y pasión, y nadie sería capaz de hacerle sentir aquella clase de afecto que profesaba por ella y que cada vez le dominaba más.

Se formó un vibrante silencio entre ambos que, pasados unos instantes, sólo Snape se atrevió a romper con el firme deseo e intención de prolongar la dichosa sensación que le invadía de la cabeza a los pies.

—¿Quiere que la acompañe hasta la torre de Gryffindor? —sugirió, logrando sonar apaciguado—. Así me aseguraré de que no vuelvan a hechizarla por el camino.

Hermione le dedicó entonces una sutil caída de ojos y una sonrisa discreta.

—¿Debería fiarme de que no me hechice usted?

—Eso no puedo asegurárselo.

—Entonces —sentenció ella, apresando de nuevo el libro contra su pecho—, deberé correr el riesgo.

Ambos salieron de la enfermería envueltos en una atmósfera de complicidad que quedaba inadvertida a ojos del resto del mundo, y caminaron lentamente por los corredores. La mayoría de los alumnos habría aprovechado aquella tarde previa al fin de semana para dispersarse de sus obligaciones, y el castillo se encontraba vacío y sereno, alentándoles a prolongar su paseo en compañía.

Restaron callados a medida que se encaminaban y ascendían la Gran Escalinata, cada uno inmerso en sus propios pensamientos sin saber que compartían un mismo recuerdo: ambos se habían trasladado al incidente ocurrido antes de la clase de Pociones, dejando fluir sus propias preocupaciones. Hermione, que contemplaba de reojo la silueta oscura de Snape, sabía que él se habría dado cuenta de que sus lágrimas habían tenido mucho más significado del que podía parecer a simple vista. También sabía que confiaba ciegamente en él, y aquel pensamiento la impulsó a hacerle partícipe de sus inquietudes.

—Usted también ha estado preguntándose cómo ha podido suceder el incidente del cáliz de fuego, ¿verdad?

Snape sonrió de lado. Que Hermione fuera quien sacara a relucir sus propios miedos confirmaba aún más lo valiente que sabía que era.

—Sí —suspiró él—. Pero me encuentro lejos de descubrirlo.

—No creo que ningún estudiante haya podido hacerlo. Ninguno sería capaz de burlarlo, ni de traspasar la raya de edad —murmuró ella—. Pero no estoy segura de si eso me consuela, o si por el contrario me preocupa aún más.

—No le falta razón, Granger. Quién sabe qué intenciones se ocultan tras el hecho —conjeturó él, admirando los retratos junto a los que pasaban—. No es ningún juego inocente, por supuesto.

—¿Cree que traten de matarle?

—Es probable.

Esta vez fue Hermione quien suspiró. Que alguien confirmara sus sospechas no era precisamente una noticia agradable para ella.

—Eso no me ayuda demasiado, profesor...

—Debo decirle que en eso se equivoca —afirmó Snape—. Usted es la parte más racional y analítica que posee el Sr. Potter. Quizá sea la única de su círculo capaz de percatarse verdaderamente del peligro que acecha tras las sombras, y por ello debe mantenerle con los pies en la tierra, para que esté preparado frente a todo aquello que pueda presentarse.

Por primera vez en todo el recorrido y llegando a los pies del séptimo piso, Hermione se atrevió a mirarle directamente a los ojos. Que tuviera ese concepto de ella la halagaba enormemente, al punto de hacerla sentir todavía más valiente.

—Tiene usted razón —admitió complacida—. Debo hacer todo cuanto esté en mi mano para protegerle.

—Es algo en lo que ya tiene la experiencia necesaria. Se le dará bien, estoy seguro.

Los dos se detuvieron en cuanto se encontraron frente al retrato de la Dama Gorda, que les miraba expectante, esperando oír el santo y seña. Sin embargo, la hicieron esperar: Hermione se volvió hacia Snape, apretando nerviosamente el libro que traía consigo contra su pecho, y se quedó callada tratando de encontrar las palabras idóneas para la ocasión.

—Se lo agradezco mucho —exclamó una vez las hubo hallado—. No sólo el hecho de acompañarme y protegerme... también su forma de infundirme coraje.

Snape pareció complacido con sus palabras, aunque se esforzó por contenerse frente a ella.

—No lo pierda, Srta. Granger. Lo necesitará.

Sabiendo que aquello era una despedida, Hermione volvió a sonreír, sacudiendo por completo todo su sentido y su razón.

—Nos veremos en la cena, profesor Snape.

Snape asintió con delicadeza, y su silueta acabó fundiéndose con la oscuridad que empezaba a invadir el castillo con la caída de la noche. Hermione, habiéndole visto marchar, tomó una profunda bocanada de aire e inundó sus pulmones con necesidad: la forma en la que sus ojos oscuros la miraban seguía causándole una agitación interna que parecía acrecentarse con el paso del tiempo. Jamás hubiera creído que pudiera sentir por él más de lo que ya lo sentía, y sin embargo su capacidad por quererle parecía ir aumentando día tras día, con cada detalle, con cada gesto, con cada mirada. Se preguntó interiormente si Snape también sentiría todo cuanto él era capaz de llegar a provocar en ella, y se lo negó para sí misma en cuanto se volvió hacia la Dama Gorda, pronunció la contraseña y se adentró por el agujero del retrato, sin ser consciente que no había estado más equivocada en toda su vida.

La sala común se hallaba en penumbra, sin otra iluminación que las llamas de la chimenea. Hermione creyó que estaba desierta hasta que anduvo unos pocos pasos y reconoció la silueta de Harry adecuada junto al fuego. El muchacho estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la alfombra, quieto y silencioso, y junto a él brillaban a la luz de la chimenea algunas de las fastidiosas insignias que se habían estado repartiendo por el colegio. A pesar de ello, a Hermione le dio la sensación de que Harry no estaba triste, más bien que restaba a la espera de algo o alguien.

—¿No piensas salir esta tarde? —le preguntó, sobresaltándole con su presencia—. ¿Ocurre algo?

Harry, volviéndose hacia ella, la alentó a acercársele con un simple movimiento con la mano. La muchacha le hizo caso y se acomodó junto a él frente a la chimenea, bajo la que crepitaba un fuego majestuoso.

—La lechuza de Luna ha vuelto esta mañana —le explicó él en un susurro, mostrándole la carta que sujetaba entre sus manos y ofreciéndosela para que la leyera—. Ha traído esto.

Dejando la novela de Drácula sobre la alfombra en la que se encontraban sentados, Hermione leyó atentamente cada palabra que había quedado plasmada en la carta con una caligrafía asombrosamente cuidada.

«Querido Harry,

No puedo decir en una carta todo lo que quisiera, porque sería demasiado arriesgado si interceptaran la lechuza. Sé mejor que nadie que eres capaz de cuidar de ti mismo, y mientras estés cerca de Dumbledore y de Moody, así como de tus amigos, no creo que nadie te pueda hacer daño alguno. Sin embargo, parece que alguien está haciendo bastantes intentos acertados. El que te presentó al Torneo tuvo que arriesgarse mucho, especialmente con Dumbledore tan cerca.

Estate al acecho, Harry. Sigo queriendo que me informes de cualquier cosa anormal. Tenemos que hablar cara a cara. ¿Podrías asegurarte de estar solo junto a la chimenea de la torre de Gryffindor durante la tarde de este viernes?

Atentamente,

Sirius»

—¡Pero el viernes es hoy! —exclamó Hermione alarmada, levantando la vista de la carta—. ¿Está aquí? ¿Ha venido?

Harry negó con la cabeza.

—Por suerte no hay nadie en la torre, todos han salido a distraerse como de costumbre. Sirius lo ha planeado muy bien —murmuró él—. Pero todavía no sé cómo aparecerá. ¿Con polvos flú, quizá?

Hermione volvió a repasar el contenido de la carta con el ceño fruncido, poniendo especial atención en el último párrafo. La conjetura de Harry resultaría razonable si no fuera porque el castillo estaba protegido por todo tipo de encantamientos, y no cualquiera podría burlarlos, aunque Sirius ya lo hubiera hecho antes... pero entonces, ¿por qué mencionaba particularmente la chimenea?

—No es posible —susurró ella—. A no ser que...

Ligeramente confundida, la muchacha acercó lentamente su rostro al fuego, y dio un respingo en cuanto reconoció la cara de Sirius tallada en las brasas sobre las que estaba avivado el fuego.

—¡Sirius! —gritó Harry al darse cuenta de su aparición, inclinándose ante la chimenea con una gran sonrisa—. ¿Pero qué haces ahí?

—Siento mucho que esta sea la única forma de vernos ahora por ahora —exclamó su voz entre las cenizas, y su gesto se volvió afable—. Perdóname si te he asustado, Hermione.

La muchacha le dedicó una media sonrisa, acercándose de nuevo al fuego. Sirius estaba bastante diferente a como lo recordaba tras su despedida: su rostro demacrado y su pelo largo y enmarañado habían desaparecido. Tenía el rostro más redondeado y parecía más joven, y su pelo estaba más limpio y ligeramente más corto.

—No hay problema —dijo ella en un hilo de voz, recuperándose del susto—. Es sólo que no esperaba encontrarte ahí.

—¿Qué tal estás, Sirius? —se añadió Harry con entusiasmo.

—No te preocupes por mí —respondió Sirius con semblante más grave—. ¿Qué tal estás tú?

Durante un segundo, Hermione pensó que Harry mentiría, pero el muchacho no fue capaz de hacerlo. Antes de darse cuenta, estaba hablando como no lo había hecho desde hacía tiempo: le explicó cómo la mayoría no le había creído cuando decía que no se había presentado al Torneo, de cómo no podía pasar por los corredores del colegio sin recibir muestras de desprecio, de la desconfianza de Ron y su discusión...

Sirius lo observó con ojos preocupados, unos ojos que aún no habían perdido del todo la expresión adquirida en la cárcel de Azkaban: una expresión embotada, como de hechizado. Él y Hermione habían dejado que Harry se expresara sin interrumpirlo, y en cuanto terminó, Sirius volvió a hablar.

—Chicos, no dispongo de mucho tiempo. He allanado una casa de magos para usar la chimenea, pero los dueños podrían volver en cualquier momento —les explicó a ambos—. Quiero advertiros de algunas cosas.

—¿Qué cosas? —ansió saber Harry, sintiendo crecer su desesperación.

—Karkarov —anunció Sirius—. Era un mortífago. Sabéis lo que son los mortífagos, ¿verdad?

Los dos muchachos asintieron con la cabeza.

—Lo atraparon y estuvo en Azkaban, conmigo. Pero lo dejaron salir —prosiguió él—. Estoy seguro de que por eso Dumbledore quería tener un auror en Hogwarts durante este curso, para que lo vigilara. Moody fue justamente el que atrapó a Karkarov y lo encerró en Azkaban.

—¿Dejaron salir a Karkarov? —preguntó Hermione, intentando darle sentido—. ¿Por qué lo hicieron?

—Hizo un trato con el Ministerio de Magia. Aseguró que estaba arrepentido, y empezó a delatar a otros mortífagos. Muchos entraron en Azkaban para ocupar su puesto —repuso Sirius con amargura—. Por lo que sé, desde que salió no ha dejado de enseñar Artes Oscuras a todos los estudiantes que han pasado por su colegio, así que también debéis tener cuidado con el campeón de Durmstrang.

Hermione se sonrojó ligeramente. No conocía a Viktor Krum, aunque podía comprender el renombre que se había labrado con su actitud y sus habilidades, pero le costaba mucho pensar que realmente resultara una amenaza.

—De acuerdo —asintió Harry, pensativo—. Pero, ¿quieres decir que Karkarov puso mi nombre en el cáliz? Porque si lo hizo, es un actor francamente bueno. Estaba furioso cuando salí elegido, y quiso impedir a toda costa que participara en el Torneo.

—Sabemos que es un buen actor, porque convenció al Ministerio de Magia para que lo dejaran libre —aseguró Sirius—. Además, he estado revisando con atención El Profeta. Leyendo entre líneas el artículo que salió hace unos meses, parece que Moody fue atacado la noche anterior a su llegada a Hogwarts. Nadie se toma el asunto demasiado en serio, porque Ojoloco ve intrusos con demasiada frecuencia, pero eso no quiere decir que haya perdido el sentido de la realidad. Es el mejor auror que ha tenido nunca el Ministerio, y estoy convencido de que alguien trató de impedirle que entrara en el castillo.

—¿Quieres decir que... que Karkarov quiere matar a Harry? —balbuceó Hermione—. Pero... ¿por qué?

Sirius pareció dudar.

—He oído cosas muy extrañas. Últimamente los mortífagos parecen más activos de lo normal. Se desinhibieron en los Mundiales de quidditch, ¿no? Alguno conjuró la Marca Tenebrosa... y, además... ¿habéis oído lo de esa bruja del Ministerio de Magia que ha desaparecido?

Harry y Hermione se contemplaron entre sí con una mueca de profunda extrañeza.

—Se llama Bertha Jorkins. Desapareció en Albania, que es donde sitúan a Voldemort los últimos rumores. Y ella estaría informada sobre lo del Torneo de los Tres Magos, ¿verdad? —les esclareció él—. Escuchad, yo conocí a Bertha. Coincidimos en Hogwarts, aunque iba unos años por delante de mí, y era una idiota. Muy bulliciosa y sin una pizca de cerebro. No es una buena combinación, y me temo que sería muy fácil de atraer a una trampa.

—Así que... ¿Voldemort podría haber averiguado algo sobre el Torneo? ¿Eso es lo que quieres decir? —preguntó Harry—. ¿Crees que Karkarov podría haber venido obedeciendo sus órdenes?

—La verdad es que no lo sé... no me cuadra que Karkarov vuelva a Voldemort, a no ser que Voldemort sea lo bastante fuerte como para protegerlo —murmuró Sirius—. Pero el que metió tu nombre en el cáliz tenía algún motivo para hacerlo, y no puedo dejar de pensar que el Torneo es una excelente oportunidad para atacarte haciendo creer a todo el mundo que es un accidente.

—Visto así —suspiró Hermione con tono lúgubre—, parece un plan perfecto...

Harry, que parecía ser el más desconcertado de los tres, abrió la boca pero no tuvo tiempo a emitir ningún sonido: lo interrumpió el crujido del retrato, que dejaba al descubierto el agujero de acceso a la sala común.

—¡Marchaos! —les dijo a Sirius entre dientes—. ¡Alguien se acerca!

Harry y Hermione se pusieron en pie de un salto para tapar la chimenea. Si alguien veía la cabeza de Sirius dentro de Hogwarts se armaría un alboroto terrible, y probablemente ellos tendrían graves problemas con el Ministerio. Casi al instante oyeron un suave chisporroteo y comprendieron que Sirius habría desaparecido.

El rostro redondo y pecado de Ron se descubrió por el agujero del retrato segundos después. Llevaba consigo su libro de Adivinación y algunos pergaminos, y se detuvo al reconocerlos junto a la chimenea.

—¿Qué estáis haciendo?

—¿Y a ti qué te importa? —gruñó Harry—. ¿Qué haces tú aquí a estas horas? ¿No deberías estar con Dean y Seamus en Hogsmeade?

—Lo siento mucho. Debería haber pensado que no querías que te molestaran —respondió Ron, enrojeciendo de ira—. Te dejaré en paz para que sigas ensayando tu próxima entrevista con Hermione.

Visiblemente enfadado, Harry tomó una de las insignias que habían quedado junto a la chimenea y se la tiró con todas sus fuerzas. La insignia le pegó a Ron en la frente y rebotó, cayendo al suelo.

—¡Ahí la tienes! ¡Para que la luzcas orgulloso! —chilló Harry con los puños apretados—. ¡Mira! A lo mejor hasta te queda una cicatriz, si tienes suerte... eso es lo que te da tanta envidia, ¿no?

Harry cruzó inmediatamente la sala a zancadas y desapareció por la escalera de caracol hacia su dormitorio compartido. Ron, hecho una furia, se volvió en dirección al agujero del retrato y se perdió a través de él. 

Hermione, sin haber tenido tiempo a detenerles, se acomodó de nuevo frente al fuego y se abrazó las rodillas. Le hubiera gustado que Sirius hubiera permanecido allí para preguntarle cómo demonios se las podría arreglar para que sus dos amigos hicieran las paces.

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