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Capítulo LXXIII - Sepelio

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LXXIII

S e p e l i o 

El Sr. Weasley les despertó cuando apenas llevaban unas pocas durmiendo. Usó la magia para desmontar las tiendas, demasiado preocupado como para entusiasmarse a hacerlo al modo muggle, y dejaron el cámping tan rápidamente como pudieron. Se acercaron al punto donde se hallaban los trasladores, oyendo voces insistentes, y terminaron poniéndose en la cola. Con la luz del alba, regresaron por Ottery St. Catchpole hacia La Madriguera sin apenas hablar debido al cansancio, y cuando doblaron el recordo del camino, se encontraron con la edificación torcida.

Por el húmedo camino vieron a la Sra. Weasley corriendo hacia ellos, todavía calzada con las zapatillas que se ponía para salir de la cama, la cara pálida y tensa y un ejemplar estrujado de El Profeta en la mano. Hermione se enterneció al pensar que los había estado esperando en el jardín delantero.

—¡Gracias a Dios, gracias a Dios! —exclamó, echándole a su marido los brazos al cuello y dejando caer el periódico—. ¡Arthur, qué preocupada me habéis tenido, qué preocupada!

Hermione miró el ejemplar de El Profeta que había caído al suelo, y distinguió el titular «Escenas de terror en los Mundiales de quidditch», acompañado de una centelleante fotografía en blanco y negro que mostraba la Marca Tenebrosa sobre las copas de los árboles.

—Estáis todos bien —murmuró la Sra. Weasley, mirándolos con los ojos enrojecidos y repartiendo sus abrazos—. Estáis vivos, mis niños...

—Vamos, Molly —la recogió el Sr. Weasley, llevándola hacia la casa—. Ya ves que estamos todos bien.

Hermione, tomando el periódico del suelo, les siguió el paso y todos entraron algo apretujados en la pequeña cocina. Ella lo dejó encima de la mesa y le preparó una taza de té muy fuerte a la Sra. Weasley, en el que su marido insistió en echar unas gotas de whisky envejecido de Ogden. Con algo más de calma, el Sr. Weasley tomó el ejemplar de El Profeta y echó un vistazo a la primera página.

—Me lo imaginaba. «Errores garrafales del Ministerio... los culpables en libertad... falta de seguridad... magos tenebrosos yendo por ahí libremente... desgracia nacional...» —resopló, entornando los ojos con fastidio—. ¿Quién ha escrito esto? Ah, claro... Rita Skeeter... y veo que me menciona.

—¿Dónde? —balbuceó la Sra. Weasley, atragantándose con el té con whisky—. ¡Si lo hubiera visto, habría sabido que estabas vivo!

—No dice mi nombre... pero escucha: «Si los magos y brujas aterrorizados que aguardaban ansiosamente noticias del bosque esperaban algún aliento proveniente del Ministerio de Magia, quedaron tristemente decepcionados. Un oficial del Ministerio salió del bosque poco tiempo después de la aparición de la Marca Tenebrosa diciendo que nadie había resultado herido, pero negándose a dar más información. Está por ver si su declaración bastará para sofocar los rumores que hablan de varios cadáveres retirados del bosque una hora más tarde.» —les leyó él—. Vaya, francamente... no hubo ningún herido, ¿pero qué se supone que tendría que haber dicho? «Rumores que hablan de varios cadáveres retirados del bosque...». Desde luego, habrá rumores después de publicar esto.

El Sr. Weasley hizo una pausa, exhalando un profundo suspiro antes de volverse a pronunciar.

—Molly, voy a tener que ir a la oficina. Habrá que hacer algo.

—¡Arthur, te recuerdo que estás de vacaciones! Esto no tiene nada que ver con la oficina. ¿No se las pueden apañar sin ti?

—Tengo que ir, Molly —insistió él—. Por culpa mía están peor las cosas. Me pongo la túnica y me voy...

En contra de sus más fervientes deseos, el Sr. Weasley no paró mucho por casa durante la semana siguiente. Se marchaba cada mañana antes de que se levantara el resto de la familia y volvía cada noche después de la cena. La Sra. Weasley miraba cada dos por tres el reloj de pared del rincón, atenta a la manecilla de su marido, que era la más larga, y que se encontraba constantemente situada en la casilla «En el trabajo». A Hermione le gustaba aquel reloj: resultaba completamente inútil si lo que uno quería saber era la hora, pero en otros aspectos era muy informativo.

A pocos días del regreso a Hogwarts, una lluvia insistente se apoderaba de los cielos, imposibilitando a los muchachos salir a distraerse por los alrededores. Harry estaba ansioso por montar su Saeta de Fuego, y Ron lo parecía aún más por verle volar en ella; los gemelos se distraían con sus experimentos secretos, cuchicheando con la cabeza inclinada sobre un pedazo de pergamino que no mostraban a nadie, y Hermione y Ginny se entretenían repasando el temario de los ejemplares que la Sra. Weasley había comprado para ellas en el callejón Diagon.

Una tarde en la que la lluvia atizaba los ventanales con fuerza, Ron las invitó a jugar a los gobstones en su habitación. Al adentrarse en el espacio, Hermione pensó que su cuarto era prácticamente idéntico a la de Ginny, con excepción de los pósters: en lugar de las Brujas de Macbeth, Ron había cubierto el espacio con imágenes de los Chudley Cannons, su equipo de quidditch favorito.

—Mira, aquí tienes lo que mi madre te compró en el callejón Diagon —le señaló el muchacho a Harry—. También te sacó un poco de oro de la cámara acorazada... y te ha lavado los calcetines.

Sobre la cama plegable de Harry había una pila de paquetes que él empezó a desenvolver. Además del Libro reglamentario de hechizos, curso 4º, de Miranda Goshawk, tenía un puñado de plumas nuevas, una docena de rollos de pergamino y recambios para su equipo de preparar pociones: ya casi no le quedaba espina de pez-león ni esencia de belladona. Estaba metiendo en el caldero la ropa interior cuando Ron, detrás de él, lanzó un resoplido de disgusto que se acompañó de la risotada de Ginny.

—¿Qué se supone que es esto?

Había cogido algo que a Hermione le pareció un largo vestido de terciopelo rojo oscuro. Alrededor del cuello tenía un volante de puntilla de aspecto enmohecido, y puños de puntilla a juego.

Llamaron a la puerta y entró la Sra. Weasley con unas cuantas túnicas de Hogwarts recién lavadas y planchadas.

—Aquí tenéis —dijo, separándolas en cuatro montones—. Ahora lo que deberíais hacer es guardarlas con cuidado para que no se arruguen.

—Mamá, me has puesto un vestido nuevo de Ginny —refunfuñó Ron, enseñándoselo.

—¡Eso no es mío! —se defendió ella sin parar de reírse—. ¡Y seguro que no me quedaría tan bien como a ti!

—Por supuesto que no te he puesto ningún vestido de Ginny —negó la Sra. Weasley—. En vuestra lista de la escuela dice que este curso necesitaréis túnicas de gala... túnicas para las ocasiones solemnes.

—¡Tienes que estar bromeando! —suspiró Ron sin dar crédito a lo que oía—. ¡No voy a ponerme eso, de ninguna manera!

—¡Todo el mundo las lleva, Ron! —replicó enfadada la mujer—. ¡Tu padre también tiene una para las reuniones importantes!

—¡Antes voy desnudo que ponerme esto!

—No está tan mal, Ron —quiso ayudar Hermione, tomándole la túnica y evaluando sus posibilidades—. Además, seguro que podemos encontrarle alguna solución...

—¡Sí! —insistió Ginny—. ¡Prenderle fuego!

—Le compré otra a Harry —suspiró la Sra. Weasley, volviéndose tiernamente hacia el muchacho—. Pensé que haría juego con tus ojos, cielo.

Con cierta inquietud, Harry abrió el último paquete que quedaba sobre la cama, pero no resultó tan terrible como se había temido. Su túnica de gala no tenía puntillas; de hecho, era más o menos igual que las de diario del colegio, salvo que era verde botella en vez de negro.

—¡Bueno, ésa está bien! —murmuró Ron con molestia, examinando su túnica—. ¿Por qué no me podías traer a mí una como ésa?

—Porque... bueno, la tuya la tuve que comprar de segunda mano, ¡y no había mucho donde escoger!

Harry y Hermione apartaron la vista, encontrándose mutuamente y compartiendo su misma incomodidad. Ambos, de buena gana, les hubieran ofrecido ayuda a los Weasley, pero sabían que jamás lo aceptarían.

—No pienso ponérmela nunca —repitió Ron testarudamente—. ¡Nunca!

—Bien, pues ve desnudo —contestó su madre con brusquedad—. Y, Ginny, por favor, hazle una foto cuando suceda. No me vendrá mal reírme un rato.

—¡Eso está hecho!

***

1 de septiembre de 1994

Cuando Hermione despertó a la mañana siguiente, había en el ambiente una definida tristeza de fin de vacaciones. La copiosa lluvia seguía salpicando contra las ventanas mientras ella se ponía unos vaqueros y una sudadera, pensando que se vestirían con las túnicas de colegio cuando estuvieran en el expreso de Hogwarts.

El Sr. Weasley había intentando que el Ministerio les prestara unos coches como la vez pasada, pero no había ninguno libre. La Sra. Weasley se las apañó como pudo con el teléfono de la oficina de correos del pueblo para pedir tres taxis muggles ordinarios que los llevaran a Londres. Hermione no quiso decirle que los taxistas muggles no acostumbraban a transportar lechuzas nerviosas, y Pigwidgeon, la lechuza de Ron, armaba un barullo inaguantable. Por otro lado, no se pusieron precisamente más contentos cuando unas cuántas bengalas fabulosas del doctor Filibuster, que prendían con la humedad, se cayeron inesperadamente del baúl de Fred al abrirse de golpe.

El viaje resultó muy incómodo porque iban apretujados en la parte de atrás con los baúles. Crookshanks tardó un rato en recobrarse del susto de las bengalas, y para cuando entraron en Londres, Harry, Ron y Hermione estaban llenos de arañazos. Fue un alivio llegar a King's Cross, aunque la lluvia caía aún con más fuerza y se calaron completamente al cruzar la transitada calle en dirección a la estación.

Los muchachos ya estaban acostumbrados a entrar en el andén nueve y tres cuartos. La única dificultad radicaba en hacerlo con disimulo para no atraer la atención de los muggles, cosa que aquel día hicieron por grupos: Harry, Ron y Hermione pasaron primero, caminando como quien no quiere la cosa hacia la barrera mientras hablaban entre ellos despreocupadamente, y la atravesaron, presenciando cómo el andén se materializaba frente a sus ojos.

El expreso de Hogwarts ya estaba allí, y de él salían nubes de vapor que convertían en oscuros fantasmas a los numerosos alumnos de Hogwarts que se reunían junto a él. Los muchachos se apresuraron en encontrarse con Cedric y Susan, abrazándose de nuevo, y no tardaron en entrar para coger sitio, colocando su equipaje en un compartimento de uno de los vagones centrales. Luego bajaron de un salto otra vez al andén para despedirse de la Sra. Weasley, y en cuanto sonó el silbato, ella los empujó hacia las puertas de los vagones.

—Gracias por habernos acogido este verano —le sonrió Hermione, asomada por la ventanilla—. De verdad, ha sido sensacional.

—Sí, gracias por todo, Sra. Weasley —se añadió Harry.

—El placer ha sido mío —respondió ella—. Ya sabéis que siempre tendréis un sitio en casa.

El tren pitó muy fuerte y comenzó a moverse con su característico traqueteo. La Sra. Weasley les sonreía y les decía adiós con la mano, y la perdieron de vista en cuanto el tren dobló la curva. Los cinco regresaron a su compartimento, donde la espesa lluvia salpicaba en las ventanillas con tal fuerza que apenas distinguían nada en el exterior.

Harry, para sorpresa de sus amigos, se levantó para comprobar que la puerta del compartimento estuviera bien cerrada, y frente a cualquier resquicio de duda que quedara en él, sacó la varita de su bolsillo.

Sepelio —conjuró en voz baja, y la estancia se inundó con su magia, volviendo el compartimento insonoro.

—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Cedric con el ceño fruncido.

—Hay algo que no os he dicho —explicó él, adecuándose a su lado—. Hace algunas semanas, la cicatriz me volvía a doler.

Susan ahogó un grito; Cedric y Ron se habían quedado atónitos, y Hermione comenzó de inmediato a mencionar varios libros de consulta y a todo cuanto pudiesen recurrir.

—Pero... él no estaba allí, ¿no? Quiero decir... la última vez que te dolió la cicatriz era porque él estaba en Hogwarts, ¿verdad?

—Estoy seguro de que esta vez no estaba en Privet Drive —esclareció el muchacho—. Pero he estado soñando con él... y también con Pettigrew. Ahora no puedo recordar el sueño completamente, pero sé que hablaban de matar... a alguien.

—Sólo fue un sueño —afirmó Ron para darle ánimos—. Una pesadilla, nada más.

—Sí... pero ¿seguro que no fue nada más? —replicó Cedric, perdiéndose en la lluvia—. Es extraño, ¿no? A Harry le duele la cicatriz, días después los mortífagos se ponen en marcha y el símbolo de Voldemort aparece en el cielo.

—¡No... pronuncies... ese... nombre! —le exigió Susan apretando los dientes.

—Le escribí a Sirius contándole lo de mi cicatriz —exclamó Harry, encogiéndose de hombros—. Espero su respuesta.

—¡Bien pensado! —aprobó Ron, y su rostro se alegró un poco—. ¡Seguro que Sirius sabe qué hay que hacer!

—Esperaba que regresara enseguida...

—Pero no sabemos dónde está Sirius... podría estar en cualquier parte, ¿no? —opinó sensatamente Hermione—. Hedwig no va a hacer un viaje así en pocos días.

—Sí, ya lo sé —admitió Harry, pero sintió un peso en el estómago al mirar por la ventana y no ver a su lechuza blanca.

La lluvia se hacía aún más intensa conforme el tren avanzaba hacia el norte. El cielo estaba tan oscuro y las ventanillas tan empañadas que hacia el mediodía ya habían encendido las luces. El carrito de la comida les interrumpió traqueteando por el pasillo, y Harry compró un montón de pasteles en forma de caldero para compartirlos con los demás.

Varios de sus amigos pasaron a verlos a lo largo de la tarde, hablándoles de sus vacaciones. Malcolm, Maxine y Herbert se acercaron para dejarles clara su intención de que Hufflepuff ganara la Copa de las Casas; Luna apareció de la nada, rodeándoles con su fantasía habitual, y Neville, Dean y Seamus se acomodaron juntos a ellos para revivir el partido de los Mundiales con todo lujo de detalles.

Un largo rato después, y habiéndose puesto sus respectivos uniformes, el expreso de Hogwarts aminoró la marcha hasta detenerse en la estación de Hogsmeade, que estaba completamente oscura. Cuando se abrieron las puertas del tren se oyó el retumbar de un poderoso trueno, y advertidos por él, Hermione envolvió a Crookshanks con su capa, Susan refugió a Ixchel en el hondo bolsillo de su chaqueta y Ron dejó la túnica de gala cubriendo la jaula de Pigwidgeon antes de salir bajo el aguacero con la cabeza inclinada y los ojos casi cerrados.

—¿Dónde está tu jobberknoll? —preguntó Hermione aún en las puertas del tren.

Asgar es un fanático del agua —señaló Cedric, queriendo hacerla cómplice de la escena.

El pequeño pájaro azul volaba con entusiasmo entre la lluvia, que caía tan rápida y abundante que resultaba como si les estuvieran vaciando sobre la cabeza un cubo tras otro de agua. A pesar de que el temporal no les favoreciera, Hermione sonrió, agradeciendo su visión.

—¡Eh, Hagrid! —gritó Harry, viendo una enorme silueta definida al final del andén.

—¿Todo bien, muchachos? —exclamó el semigigante, saludándoles con la mano—. ¡Nos veremos en el banquete si no nos ahogamos antes!

—¡Ah, no me haría gracia pasar el lago con este tiempo! —aseguró Susan enfáticamente, tiritando mientras avanzaban muy despacio por el oscuro andén con el resto del alumnado.

Cien carruajes sin caballos los esperaban a la salida de la estación. Los cinco subieron agachados a uno de ellos, su portezuela se cerró con un golpe seco y, con una fuerte sacudida, la larga procesión de carruajes traqueteaba por el camino que llevaba al castillo.

A medida que atravesaban las verjas flanqueadas por estatuas de cerdos alados y avanzaban por el ancho sendero, balanceándose bajo lo que empezaba a convertirse en un temporal, Hermione pegó la cara a la ventanilla con una emoción más que evidente. Podía ver cada vez más próximo Hogwarts, con sus numerosos ventanales iluminados reluciendo borrosamente tras la cortina de lluvia, y sabía que tras ellos se escondían aquellos poderosos ojos negros que la hacían estremecer de pies a cabeza, en los que deseaba verse reflejada como si fuera su más poderoso anhelo.

Los rayos cruzaban el cielo cuando su carruaje se detuvo ante la gran puerta principal de roble, que se alzaba al final de una breve escalinata de piedra. Los que ocupaban los primeros carruajes corrían subiendo los escalones para entrar en el castillo, y los cinco se les unieron a toda prisa, levantando la vista cuando se hallaron a cubierto en el interior del cavernoso vestíbulo alumbrado con antorchas y ante la majestuosa escalinata de mármol.

—¡Caray! —bufó Ron, sacudiendo la cabeza y salpicándoles con el agua—. ¡Si esto sigue así, va a terminar desbordándose el lago!

—¡Para, para! —le exigió Hermione, haciéndose con su varita y reuniéndolos a todos en un corrillo junto a ella—. ¡Arefio!

Los cinco fueron levemente sacudidos por una ráfaga de aire caliente ante la que quedaron completamente secos, y soltaron un suspiro de agradecimiento. Sin embargo, les advirtió un globo grande y rojo lleno de agua que pasó por encima de ellos y estalló en la cabeza de Neville, que venía a sus espaldas. El muchacho se tambaleó y cayó contra Seamus, al mismo tiempo que un segundo globo lleno de agua caía, estallando a los pies de Harry. 

A su alrededor todos chillaban y se empujaban en un intento de huir de la línea de fuego, y Hermione, levantando la vista, se dio cuenta de que Peeves flotaba a unos metros por encima de ellos. Su cara, ancha y maliciosa, estaba contraída por la concentración mientras se preparaba para apuntar un nuevo blanco.

—¡Peeves! —lo llamó una voz irritada—. ¡Peeves, baja aquí ahora mismo!

La profesora McGonagall acababa de entrar apresuradamente desde el Gran Comedor. Sin darse cuenta de por donde pisaba, resbaló en el suelo mojado y para no caer tuvo que agarrarse al cuello de Malcolm.

—¡Ay! Discúlpeme, Sr. Preece.

—¡No se preocupe, profesora! —sonrió el muchacho con galantería—. ¡Para eso estamos!

—¡Peeves, baja aquí ahora! —bramó ella, enderezando su sombrero puntiagudo.

—¡No estoy haciendo nada! —aseguró el poltergeist entre risotadas, arrojando un nuevo globo lleno de agua a varias chicas de quinto, que gritaron y corrieron hacia el Gran Comedor—. ¿No estaban ya mojadas? ¡Esto son unos chorritos!

Divertido y fascinado, dirigió otro globo hacia un grupo de segundo que acababa de llegar.

—¡Llamaré al director! —gritó McGonagall—. Te lo advierto, Peeves...

El poltergeist le sacó la lengua, tiró al aire los últimos globos y salió zumbando escaleras arriba, riéndose como un loco.

—¡Bueno, vamos! —ordenó bruscamente la profesora a la empapada multitud—. ¡Vamos, al Gran Comedor!

Harry, Ron, Susan, Cedric y Hermione cruzaron el vestíbulo entre resbalones y atravesaron la puerta doble de la derecha, adentrándose en el magnífico espacio: el Gran Comedor, decorado para el banquete de inicio de curso, tenía un aspecto tan espléndido como de costumbre, y el ambiente era mucho más cálido que en el vestíbulo. A la luz de cientos y cientos de velas que flotaban en el aire sobre las mesas, brillaban las copas y los platos de oro, y las cuatro largas mesas pertenecientes a las casas estaban abarrotadas de alumnos que conversaban entre sí.

Cedric y Susan se desplazaron hasta su mesa, y Harry, Ron y Hermione pasaron por delante de un sinfín de estudiantes hasta encontrar sus asientos en la mesa de Gryffindor junto a Nick Casi Decapitado, que llevaba puesto aquella noche su acostumbrado jubón, con una gorguera especialmente ancha que servía al doble propósito de dar a su atuendo un tono festivo y de asegurar que la cabeza se tambaleara lo menos posible sobre su cuello parcialmente cortado.

Hermione se detuvo en las salutaciones lo justo y necesario para no parecer descortés con sus compañeros, ni tampoco desesperada frente al reencuentro. En cuanto creyó que las atenciones sobre ella se habían disipado, dio paso a su ansiado gesto de ladear la cabeza en dirección a la Mesa Alta, al fondo del comedor, donde los profesores se hallaban sentados de cara al alumnado. 

Recorrió atentamente todos y cada uno de los rostros hasta que sintió cómo el peso de unos ojos oscuros recaía sobre ella, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no quedarse sin aire. Snape, desde su posición, la observaba con la barbilla ligeramente alzada, sin saber que el tormento al que lo sometían sus propios latidos desbocados también afectaban a la muchacha con su misma intensidad. Se deleitó con las facciones de ella, apreciando lo afiladas y femeninas que se habían vuelto desde el verano anterior, y tuvo que reprimir su necesidad de dedicarle una sonrisa que fuera capaz de demostrarle cuánto había pensado en ella. 

Resultaba para ambos un gran deleite poder presenciarse con normalidad aquel año, puntuales a la citación, sin imprevistos de por medio que turbaran aquel reencuentro visual tan deseado por los dos. Con aquella sensación de gozo, Snape se limitó a asentir con la cabeza, y Hermione, imitando su gesto, dejó que una sonrisa iluminara su rostro, convencida de que sería la primera de las muchas que le dedicaría durante el curso que se les presentaba.

Harry, ajeno a toda aquella fantasía, examinó la mesa de los profesores, dándose cuenta de que había más asientos vacíos de lo normal. Supuso que Hagrid estaría todavía abriéndose camino entre las aguas del lago con los de primero y que McGonagall se encontraría aún supervisando el secado del suelo del vestíbulo, pero había además otra silla sin ocupar y no caía en la cuenta de quién era el que faltaba.

—¿Dónde está el nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras? —le preguntó a Hermione, percatándose que también se encontraba distraída en su misma dirección.

Ambos reflexionaron su pregunta durante unos instantes. Nunca habían tenido un profesor que les durara más de un curso.

—¡A lo mejor no han podido encontrar a nadie! —sentenció ella, ligeramente preocupada.

Los dos examinaron la larga mesa con más cuidado, y Hermione acabó haciendo recaer su atención en el profesor Dumbledore. Su abundante pelo plateado y su larga barba brillaban a la luz de las velas, y llevaba una majestuosa túnica de color verde oscuro bordada con multitud de estrellas y lunas. Mantenía juntas las yemas de sus largos y delgados dedos, y apoyaba sobre ellas la barbilla, mirando el techo a través de sus gafas de media luna como absorto en sus pensamientos. Ella imitó su gesto, dándose cuenta de que el techo tenía el mismo aspecto que el cielo al aire libre, aunque nunca lo había visto tan tormentoso como aquel día. Se arremolinaban en él nubes de color negro y morado, y tras oírse un trueno, vio que un rayo dibujaba su forma ahorquillada.

—¡Que se den prisa! —gimió Ron, al lado de Harry—. Podría comerme un hipogrifo.

Apenas había acabado de pronunciar aquellas palabras cuando las puertas del Gran Comedor se abrieron, haciéndose el silencio. McGonagall marchaba a la cabeza de una larga fila de alumnos de primero, a los que condujo hasta la parte superior, donde se encontraba la mesa de los profesores. Temblando con una mezcla de frío y nerviosismo, los empapados alumnos llegaron y se detuvieron, puestos en fila, de cara al resto de estudiantes. La profesora colocó un taburete de cuatro patas en el suelo y, encima de él, el característico sombrero viejo, sucio y remendado abrió un desgarrón que tenía cerca del ala, descubriendo su boca.

McGonagall desplegó un rollo grande de pergamino e inició la Selección. Chicos y chicas con diferente grado de nerviosismo en la cara se iban acercando, uno a uno, al taburete. Hermione, que ya había vivido aquel momento con anterioridad, se apoyó sobre su muñeca y dejó que sus ojos castaños se perdieran en dirección a la Mesa Alta, encontrándose con su figura sombría favorita. Le contempló curiosamente con el ceño fruncido, presenciando la Selección con un aborrecimiento muy parecido al suyo, y en cuanto la muchacha pensó que había cruzado la delgada línea que separa la curiosidad de la grosería y se ordenó mirar para otro lado, los ojos de él volvieron a corresponderla, deteniéndola en el acto. Divertida, Hermione enterró el rostro entre sus manos en un discreto teatro con el que hacer evidente su aborrecimiento, y al dirigir de nuevo su mirada hacia él, le vio alzar levemente las comisuras de sus labios, riéndose de su reacción.

—¡Vamos, deprisa! —gimió Ron, frotándose el estómago

—¡Por favor, Sr. Weasley! —se inclinó Nick hacia él—. Recordad que la Selección es mucho más importante que la comida.

—Por supuesto que sí, si uno está muerto —bufó el pelirrojo.

Tras el anuncio de los últimos nombres, la Ceremonia de Selección dio su fin. La profesora McGonagall cogió el sombrero y el taburete y se los llevó. Entonces, Dumbledore se puso en pie, sonriendo a los alumnos con los brazos abiertos en señal de bienvenida.

—En esta ocasión, tengo sólo dos palabras que deciros —exclamó su profunda voz, resonando entre las voluptuosas paredes que encerraban el Gran Comedor—. ¡Que aproveche!

Las fuentes vacías aparecieron llenas ante sus ojos, y un sinfín de manjares ocuparon lo largo de las mesas, formándose en el ambiente la mezcla de diversos aromas que abrían el estómago. Harry y Ron se abalanzaron sobre la comida, y Nick observó con tristeza como llenaban sus platos.

—Tienen suerte de que haya banquete esta noche, ¿saben? —comentó—. Ha habido algunos problemas en las cocinas.

—¿Por qué? —preguntó Hermione, relamiéndose los labios—. ¿Qué ha sucedido?

—Peeves, por supuesto. Quería asistir al banquete, pero eso está completamente fuera de lugar, porque ya le conocen: es un salvaje, no puede ver un plato de comida y resistir el impulso de arrojárselo a alguien —explicó él moviendo la cabeza, que se tambaleó peligrosamente, y se subió la gorguera un poco más—. Celebramos una reunión de fantasmas para tratar el asunto. El Fraile Gordo estaba a favor de darle una oportunidad, pero el Barón Sanguinario... más prudentemente, a mi parecer... se mantuvo en sus trece.

—Sí, ya me pareció que Peeves estaba enfadado por algo... —murmuró Neville, todavía empapado—. ¿Qué hizo en las cocinas?

—¡Oh, lo normal! Alborotó y rompió cosas. Tiró cazuelas y sartenes, y lo encontraron nadando en la sopa. A los elfos domésticos los sacó de sus casillas...

Hermione, sin darse cuenta, golpeó su copa de oro y el zumo de calabaza restante se extendió rápidamente por el mantel, manchando de color naranja una amplia superficie de tela blanca. Sin embargo, aquello no la preocupó en lo más mínimo.

—¿Aquí hay elfos domésticos? —preguntó con expresión horrorizada, clavando sus ojos castaños en la figura translúcida de Nick—. ¿Aquí, en Hogwarts?

—¡Claro que sí! —alegó él, sorprendido por su reacción—. Más que en ninguna otra morada de Gran Bretaña, según creo. Más de un centenar.

—¡Si nunca he visto a ninguno!

—¿En serio? —se añadió Harry con la boca medio llena—. ¿Nunca has bajado a las cocinas?

Hermione negó fervientemente con la cabeza, intentando hacer memoria.

—Bueno, apenas abandonan su puesto durante el día. Salen de noche para hacer un poco de limpieza... atender los fuegos y esas cosas —prosiguió Nick—. Se supone que no hay que verlos. Eso es lo que distingue a un buen elfo doméstico, que nadie sabe que está ahí.

—Pero, ¿les pagan? Tendrán vacaciones, ¿no? Y... y baja por enfermedad, pensiones y todo eso...

El fantasma de Gryffindor se rió con tantas ganas que la gorguera se le bajó y la cabeza se le cayó de lado, quedando colgada por el trocito de piel y músculo que todavía la mantenía unida al cuello.

—¿Baja por enfermedad y pensiones? —repitió él divertido, volviendo a colocarse la cabeza sobre los hombros y asegurándola de nuevo con la gorguera—. ¡Los elfos domésticos no quieren bajas por enfermedad ni pensiones!

Con resignación, Hermione miró fijamente su plato, que estaba prácticamente intacto, y decidió poner encima el tenedor y el cuchillo, apartándolo de ella.

—Vamos, Hermione —murmuró Ron, rociándola sin querer con trocitos de budín de Yorkshire—. ¡Porque te mueras de hambre no vas a conseguir que tengan bajas por enfermedad!

Pero la muchacha se cruzó de brazos y frunció el ceño, dedicándole una mirada fulminante que recordó a los presentes la de la profesora McGonagall.

—¡Me da igual! —espetó ella, negándose a probar otro bocado—. ¡Esclavitud! ¡Así es como se ha hecho esta cena, mediante la esclavitud!

La lluvia seguía golpeando con fuerza contra los altos y oscuros ventanales. Otro poderoso trueno hizo vibrar los cristales, y el techo que reproducía la tormenta del cielo brilló iluminando la vajilla de oro justo en el momento en que los restos del plato principal se desvanecieron y fueron reemplazados, en un abrir y cerrar de ojos, por los postres.

Cuando los últimos restos desaparecieron de los platos, dejándolos completamente limpios, Dumbledore volvió a levantarse. El rumor de la charla que llenaba el Gran Comedor se apaciguó rápidamente, y sólo se oyó el silbido del viento y la lluvia golpeando contra los ventanales.

—¡Bien! Permitidme que, una vez más, ruegue vuestra atención mientras os comunico algunas noticias —comenzó, dejando al descubierto su sonrisa de marfil—. El Sr. Filch me ha pedido que os haga saber que la lista de objetos prohibidos en el castillo se ha visto incrementada este año con la inclusión de los yoyós gritadores, los discos voladores con colmillos y los bumeranes-porrazo. La lista completa comprende ya cuatrocientos treinta y siete artículos, según creo, y puede consultarse en la conserjería.

Fred y George soltaron un bufido que resonó en toda la sala y provocó algunas carcajadas.

—Como cada año, quiero recordaros que el bosque que se encuentra dentro de los terrenos del castillo es una zona prohibida para los estudiantes. Otro tanto ocurre con el pueblo de Hogsmeade para todos los alumnos de primero y de segundo, siempre y cuando no sean supervisados por un profesor —prosiguió Dumbledore—. Pero no todo son malas noticias, puesto este año se dará un acontecimiento que dará comienzo en octubre y continuará a lo largo de todo el curso, acaparando una gran parte del tiempo y la energía de los profesores... pero estoy seguro de que lo disfrutaréis enormemente. Así pues, tengo el gran placer de anunciar que este año en Hogwarts...

Pero antes de que los alumnos pudieran deleitarse con la gran noticia, las puertas del Gran Comedor se abrieron de golpe, acompañadas por el sonido de un trueno ensordecedor. En la puerta apareció una figura que se apoyaba en un largo bastón y se cubría con una capa negra de viaje, y todas las cabezas se volvieron hacia su dirección. El extraño, repentinamente iluminado por el resplandor de un rayo que apareció en el techo, se bajó la capucha, sacudió su melena y caminó cojeando pesadamente hacia la mesa de los profesores, acompañado por un golpe sordo que se repetía en cada uno de sus pasos.

Hermione le contempló con atención a medida que se acercaba, y cuando se encontró a escasos metros de ella, pudo apreciar su rostro, muy diferente de cuantos ella hubiera visto en toda su vida. Cada centímetro de su piel parecía una cicatriz, su boca era como un tajo en diagonal, y le faltaba un trozo de la nariz. Pero lo que le hacía verdaderamente peculiar eran sus ojos: uno de ellos era pequeño, oscuro y brillante. El otro, que estaba sujeto por una correa y un torus dorado a la altura de la cuenca, era grande, redondo como una moneda y de un azul eléctrico. Se movía sin cesar, girando de un lado a otro, completamente independiente del ojo normal, y luego se quedaba en blanco, como si mirara al interior de la cabeza.

El extraño llegó hasta Dumbledore, le tendió la mano toscamente y el mayor la estrechó, murmurando palabras que Hermione no consiguió oír. Parecía estar haciéndole preguntas al recién llegado, que negaba con la cabeza, sin sonreír, y contestaba en voz muy baja. Finalmente, Dumbledore asintió con la cabeza y le mostró el asiento vacío que había a su derecha.

El extraño tomó asiento, sacudiendo la cabeza para apartarse el pelo enmarañado de la cara, se acercó un plato de salchichas hacia lo que le quedaba de nariz y lo olfateó. A continuación se sacó del bolsillo una pequeña navaja, pinchó una de las salchichas por un extremo y empezó a comérsela. Su ojo normal estaba fijo en la comida, pero el azul seguía yendo de un extremo al otro sin descanso, moviéndose en su cuenca.

—Os presento a nuestro nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras —lo introdujo Dumbledore animadamente ante el silencio de la sala—. El profesor Alastor Moody.

Lo habitual era que los nuevos profesores fueran recibidos mediante saludos y aplausos, pero tanto alumnos como profesores parecían demasiado impresionados por la extraña aparición de Moody. Sólo el sonido de las palmadas de Hagrid y Dumbledore resonaron tristemente en medio del silencio, y Hermione se les unió desde su asiento, intentando caldear el ambiente. Un cuarto par de manos se sumó a su acogida, y cuando la muchacha se dio cuenta de que provenía del propio Snape, se sintió completamente agradecida con él. Su gesto animó a que algunos alumnos y profesores imitaran su gesto en un aplauso frío pero contundente.

—¿Ojoloco Moody? —murmuró George pensativo, quedando oculto bajo el recibimiento—. ¿No es el chiflado...?

—Papá tiene muy alto concepto de él —sentenció Ron.

—Sí, bueno, papá colecciona enchufes, ¿no? —comentó Fred en voz baja—. Dios los cría...

—Moody fue un gran mago en su tiempo. Está retirado, pero antes trabajaba para el Ministerio. Era un auror, uno de los mejores... un cazador de magos tenebrosos —les explicó Seamus—. La mitad de las celdas de Azkaban las ha llenado él. Pero se ha creado un montó de enemigos... y, según he oído, en su vejez se ha vuelto realmente paranoico. Ya no confía en nadie y ve magos tenebrosos por todas partes.

Moody parecía totalmente indiferente a la fría acogida. Haciendo caso omiso de la jarra de zumo de calabaza que tenía delante, volvió a buscar en su capa de viaje, sacó una curiosa petaca y echó un largo trago de su contenido. Al levantar el brazo para beber, la capa se alzó unos centímetros del suelo, y Hermione vio, por debajo de la mesa, parte de una pierna de metal.

Dumbledore volvió a aclararse la garganta.

—Como iba diciendo —intentó recuperar la atención de los presentes—, tenemos el honor de ser la sede de un emocionante evento que tendrá lugar durante los próximos meses, un evento que no se celebraba desde hacía más de un siglo. ¡Es un gran placer para mí informaros de que este curso tendrá lugar en Hogwarts el Torneo de los tres magos!

—¡Se está quedando con nosotros! —dijo Herbert desde la mesa de los tejones.

La tensión se quebró repentinamente con una carcajada generalizada que se apropió del propio Dumbledore, apreciando la intervención del muchacho.

—No me estoy quedando con nadie, Sr. Fleet —repuso él—. Imagino que algunos de vosotros no sabréis qué es el Torneo de los tres magos. Tuvo su origen hace unos setecientos años, y fue creado como una competición amistosa entre las tres escuelas de magia más importantes de Europa: Hogwarts, Beauxbatons y Durmstrang. Para representar a cada una de estas casas se elegía un campeón, y los tres elegidos participaban en tres pruebas mágicas. Las escuelas se turnaban para ser la sede del Torneo, que tenía lugar cada cinco años, y se consideraba un medio excelente para establecer lazos entre jóvenes magos y brujas de diferentes nacionalidades... hasta que el número de muertes creció tanto que decidieron interrumpir su celebración.

—¿El número de muertes? —susurró Hermione, algo asustada.

Pero la mayoría de sus compañeros no parecían compartir su temor: muchos de ellos cuchicheaban emocionados, y el mismo Harry estaba más interesado en seguir oyendo detalles sobre el Torneo que en preocuparse por unas muertes que habían ocurrido hacía más de cien años.

—En todo este tiempo ha habido varios intentos de volver a celebrar el Torneo, ninguno de los cuales tuvo mucho éxito. Sin embargo, nuestros departamentos de Cooperación Mágica Internacional y de Deportes y Juegos Mágicos han decidido que éste es un buen momento para volver a intentarlo. Hemos trabajado a fondo este verano para asegurarnos de que esta vez ningún campeón se encuentre en peligro mortal —prosiguió Dumbledore—. En octubre llegarán los directores de Beauxbatons y de Durmstrang con su lista de candidatos, y la selección de los tres campeones tendrá lugar en Halloween. Un juez imparcial decidirá qué estudiantes reúnen más méritos para competir por la Copa de los tres magos, la gloria de su colegio y el premio en metálico de mil galeones.

En cada una de las mesas, Hermione veía a estudiantes que miraban a Dumbledore con expresión de arrebato, o que cuchicheaban con los compañeros, completamente emocionados frente a la expectativa.

—Aunque me imagino que todos estaréis deseando llevaros la Copa del Torneo de los tres magos, hemos decidido, de común acuerdo con el Ministerio de Magia, establecer una restricción de edad para los contendientes de este año. Sólo los estudiantes que tengan la edad requerida podrán proponerse a consideración. Así pues, os ruego que no perdáis el tiempo presentándoos si no habéis cumplido los diecisiete años —expresó levantando ligeramente la voz, debido a que algunos alumnos hacían ruidos de protesta—. Las delegaciones de Beauxbatons y Durmstrang llegarán en octubre y permanecerán con nosotros la mayor parte del curso. Sé que todos trataréis a nuestros huéspedes con extremada cortesía mientras estén con nosotros, y que daréis vuestro apoyo al campeón de Hogwarts cuando sea elegido o elegida. Y ya se va haciendo tarde y sé lo importante que es para todos vosotros estar despiertos y descansados para empezar las clases mañana por la mañana. ¡Hora de dormir! ¡Andando!

El director volvió a acomodarse en su asiento y siguió conversando con Moody. Los estudiantes, por su lado, hicieron mucho ruido al ponerse en pie y dirigirse hacia la doble puerta del vestíbulo.

—¡No pueden hacer eso! —protestó George, que se había quedado quieto, de pie y mirando fijamente a Dumbledore—. Nosotros cumpliremos los diecisiete en abril. ¿Por qué no podemos tener una oportunidad?

—No me van a impedir que entre —aseguró Fred con testarudez—. Los campeones tendrán que hacer un montón de cosas que en condiciones normales nunca nos permitirían. ¡Y hay mil galeones de premio!

—Vamos —los tomó Hermione por sus túnicas, arrastrándolos consigo como pudo—, si no nos movemos nos vamos a quedar aquí solos.

Los muchachos salieron por el vestíbulo y ascendieron la Gran Escalinata, a medida que los gemelos iban hablando de lo que Dumbledore podía hacer para impedir que participaran en el Torneo. Surgieron teorías e ideas descabelladas que hicieron reír a Hermione, y en cuanto el retrato se abrió hacia ellos para mostrar el hueco en el muro, entraron en la sala común, donde un fuego crepitaba en alegres llamas.

La muchacha, acompañada por Katie y Alicia, subió por la escalera de caracol para ir a su dormitorio, que se hallaba al final de la torre. Pegadas a la pared había tres camas con dosel de un carmesí intenso, cada una de las cuales tenía a los pies el baúl de su propietaria.

—Podría presentarme —comentó Alicia mientras se ponían el pijama—. Nunca se sabe, ¿verdad?

—Supongo que no —respondió Katie, somnolienta—. Aunque deberías pensarlo fríamente...

Hermione se metió en la cama, descubriendo que había colocado un calentador entre las sábanas, y se dejó encandilar por el calor placentero a medida que escuchaba la tormenta azotar en el exterior. Una serie de imágenes deslumbrantes se le formaron en la mente: el reencuentro con sus amigos, su llegada de vuelta al castillo... y el recuerdo de su profesor de Pociones dedicándole una sonrisa discreta, que inundó su cabeza por completo. 

Sin poder evitarlo, ocultó su rostro bajo las sábanas, contenta de que sus compañeras de habitación no pudieran ver lo que ella veía.

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