Capítulo LXVIII - Férula
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXVIII —
❝ F é r u l a ❞
⚡
Hermione no había formado nunca parte de un grupo tan extraño e inusual, o así lo creyó a medida que salían de la Casa de los Gritos, rehaciendo el camino de llegada. Crookshanks bajaba las escaleras en cabeza de la comitiva; Harry y Ron iluminaban tras de sí el sendero con la luz de sus varitas; les seguían Lupin, Pettigrew y Cedric, como si participaran en una carrera. Detrás iba Sirius, que se había tomado la cortesía de llevar a Susan en brazos a pesar de encontrarse débil.
—¡Es impresionante! —señaló él divertidamente—. ¡Eres aún más ligera que un dementor!
—Espero que eso sea bueno —murmuró Susan con las mejillas más anaranjadas de lo normal.
—¡Viniendo de Sirius —añadió Remus desde su posición— es prácticamente un piropo!
Hermione cerraba la marcha con el profesor Snape, apuntándolo con su varita y haciéndolo flotar de manera fantasmal. Verle en aquel estado, habiendo presenciado el golpe previo, era sobrecogedor para ella, y no se sentía capaz de apartar su mirada de él a medida que avanzaban, demasiado inmiscuida en su interno deseo de verle despertar de su trance para saber cómo se sentía.
Fue difícil volver a entrar en el túnel. Lupin, Pettigrew y Cedric tuvieron que ladearse para conseguirlo. Ron pasó a gatas con cuidado, intentando no apoyar su brazo malherido, y entre Harry y Sirius ayudaron a Susan a subir la rampa de tierra sin mucha dificultad. Hermione deslizó a Snape por delante de ella y le siguió con atención, procurando que no rozara con cualquier obstáculo. Crookshanks, que había salido el primero, apretó el nudo del tronco con la zarpa para que cuando salieran no se produjera ningún rumor de ramas enfurecidas.
Los terrenos estaban inundados de oscuridad. La única luz provenía de las ventanas distantes del castillo, convirtiéndose en una gloriosa perspectiva de Hogwarts frente a la que Sirius enmudeció, separándose del resto para contemplarla. Hermione vio como Harry se acercaba hasta él y se colocaba a su lado, y aunque no supo qué se dijeron al intercambiar palabras, se sintió enternecida por la cercanía entre ambos.
—¿Te duele mucho? —oyó que Ron preguntaba, y al girarse le vio adecuado sobre las raíces del árbol junto a Susan, inspeccionándose mutuamente.
—Bueno, un poco sí —admitió ella—. ¿Cómo está tu brazo?
—No lo sé... quizá me lo amputen.
—Seguro que Madame Pomfrey encuentra un remedio...
—Ya es tarde... estoy muy herido... no creo que pueda hacer nada...
—Ya verás como sí...
Pensando que ya había escuchado suficiente del coloquio fantasioso entre enamorados, se hizo a un lado y depositó el cuerpo de Snape sobre el pasto, cesando el hechizo levitatorio. Sabiendo que nadie la veía, se arrodilló junto a él y pasó tímidamente sus dedos perfilados por su rostro cetrino, acariciándole con ternura las mejillas y dejándose cautivar por su tacto. Le imaginaba abriendo los ojos en aquel preciso instante y sentía como una ráfaga de aire cálido la inundaba de pies a cabeza, la misma que solía sentir cuando sus ojos oscuros se postraban sobre ella. Su deseo era tan ferviente que, de abstraída que se encontraba, no se dio cuenta de que una nube se había desplazado y que en el suelo habían aparecido unas sombras oscuras, cayendo de lleno la luz de la luna sobre ellos.
Un intenso gruñido la alertó, sacándola de su ensoñación, y al levantar la cabeza en su dirección vio la silueta de Lupin, que se ponía rígido y empezó a temblar.
Sirius se abalanzó rápidamente hacia él y le rodeó el torso con los brazos a medida que este se convulsionaba, haciendo fuerza para contenerle.
—¡Remus, viejo amigo! ¡Tú sabes que eres un buen hombre!
—¡¿Qué ocurre?! —se alarmó Cedric, que permanecía atado a Pettigrew y a Lupin.
—¡No se ha tomado la poción esta noche! —exclamó Hermione con la voz entrecortada, levantándose de un salto—. ¡Es peligroso!
—Corred —les ordenó Sirius—. ¡Corred! ¡Ya!
Pero Harry no podía correr, viendo que Cedric seguía encadenado a ellos. Saltó hacia delante, pero Sirius lo agarró por el pecho y lo echó hacia atrás.
—¡Dejádmelo a mí! ¡Corred!
Oyeron otro terrible gruñido cuando la cabeza de Lupin empezó a alargarse, igual que su cuerpo. Los hombros le sobresalieron, el pelo le brotó en el rostro y las manos, y sus uñas se retorcieron hasta convertirse en garras. Crookshanks, con el pelo de nuevo erizado, buscó refugio junto al cuerpo de Snape.
Mientras el licántropo retrocedía, abriendo y cerrando las fauces, Sirius desapareció del lado de Harry: se había transformado de nuevo en aquel perro grande, y saltó hacia delante. Cuando el licántropo se liberó de las esposas que lo sujetaban, el perro lo atrapó por el cuello y lo arrastró hacia atrás, alejándolo de Cedric y Pettigrew. Estaban enzarzados, mandíbula con mandíbula, rasgándose el uno al otro con las zarpas.
Harry y Hermione se quedaron hipnotizados, demasiado atentos a la batalla para darse cuenta de nada más. Fue el grito de Cedric lo que les alertó, e inmediatamente se percataron de que Pettigrew había saltado para coger la varita caída de Lupin. El muchacho forcejeó con él en el suelo, intentando arrebatársela de las manos, y Harry y Hermione le apuntaron fijamente con el mismo fin, pero fue demasiado tarde: Pettigrew también se había transformado. Su cola pelona azotó el antebrazo de Cedric a través de las esposas y le vieron huir a toda prisa por la hierba.
Harry quiso correr tras él, pero le detuvo un aullido y el gruñido sordo que lo precedió. Al volverse, vieron que Sirius sangraba. Tenía heridas en el hocico y en la espalda.
—¡Sirius, ha escapado! —le gritó Harry—. ¡Pettigrew se ha transformado!
Al oír las palabras del muchacho y con las fuerzas que le quedaban, volvió a salir velozmente, pasando junto a ellos como una bala, y al cabo de un instante el rumor de sus patas se perdió entre la hierba.
Los cinco muchachos se sintieron aliviados durante un instante, hasta que se dieron cuenta de que el licántropo no había quedado abatido del todo. Con rapidez, viendo como éste intentaba incorporarse de nuevo, levantaron a Cedric del suelo y se juntaron en una especie de formación con la que sentirse protegidos.
El hombre lobo se les acercó a pasos cortos, sollozando por las heridas que Sirius había enterrado en él, y Hermione, viéndole en aquella tesitura, pensó que quizá podría aplacar sus instintos de bestia.
—¿Remus? —murmuró, intentando sonar tranquilizadora—. ¿Estás ahí, Remus?
El licántropo clavó sus ojos glaucos sobre ella durante unos instantes en los que la muchacha creyó haber logrado remover algo en su interior, pero los cinco dieron un respingo en cuanto otro poderoso aullido salió de él y les mostró sus fauces, enfurecido.
La bestia se arrojó sobre ellos, amenazándoles con sus garras, y los cinco perdieron el aliento, creyendo que en el transcurso de sus cortas vidas no habían presenciado nada tan veloz. El profesor Snape les demostró una vez más lo equivocados que estaban en cuanto se plantó frente a ellos antes de recibir el golpe. Hermione tuvo el tiempo justo como para aferrarse a él, y los seis cayeron al suelo por la embestida.
Furioso y descontrolado, el licántropo alzó las garras de nuevo con la firme de intención de volver a atacarles, pero algo aulló en la lejanía. El hombre lobo, desconcertado y muerto de curiosidad, se adentró en el bosque a toda prisa, siguiendo su rastro y perdiéndose en la oscuridad.
La quietud que reinó en el espacio después de su marcha se rompió con el sollozo adolorido de Susan, incapaz de levantarse tras aquel segundo golpe sobre su tobillo fracturado. Cedric y Ron se apresuraron en acudir a ella; Harry miró desesperado a su alrededor sin encontrar ningún rastro, y Hermione quedó en cuclillas junto a Snape, examinándolo minuciosamente: se dio cuenta de que el licántropo le había dibujado el rastro de sus garras en el cuello, justo a la altura donde quedaba descubierto de la levita.
—¿Se encuentra bien? —ansió saber cuando los ojos de él la correspondieron.
Lo cierto era que después del primer golpe, como era lógico, Snape había quedado aturdido, y fue algo que descubrió al levantarse la primera vez. El segundo no había empeorado su estado, más que obsequiándole con el quemazón que sentía feroz en el cuello; pero toda aquella mezcla de desagradables sensaciones palidecía frente a lo que sintió al ver el rostro preocupado de Hermione, algo tan cálido que era capaz de darle unas fuerzas que no sabía dónde se escondían en su persona.
El hombre asintió con la cabeza, sabiendo que lo hacía con sinceridad, y cuando Hermione le ofreció su mano no dudó en corresponderla, alzándose del pavimento con su ayuda. Ambos se observaron entre sí y ella finalmente le dedicó una sonrisa que brilló a la luz de la luna llena.
—Será mejor que vayamos al castillo —sentenció Cedric, apartándose el pelo de los ojos y tratando de pensar—. Esto no tiene buena pinta.
Se escuchó un aullido que venía de la oscuridad: un perro dolorido.
—Sirius —murmuró Harry, mirando absorto hacia la negrura.
El muchacho tuvo un instante de indecisión, meditando si había algo que pudieran hacer por Susan en aquel momento, pero el coraje se apoderaba de su razón al oír los gemidos del perro: Sirius se hallaba en apuros, y sin previo aviso, echó a correr a su encuentro.
—¡Ven aquí, Potter! —gritó la profunda voz de Snape.
Hermione dio un paso adelante, dispuesta a seguirle, pero se detuvo al notar la mano de Snape rodeándole la muñeca. Al girarse y ver que el hombre le negaba con la cabeza, sus ojos empezaron a humedecerse.
—Tengo que ir a por él.
—No, Granger. Es peligroso.
—¡Y lo será para él sólo! Tiene que entenderlo —sollozó la muchacha—. Harry es mi amigo. Es mi hermano.
—Hágame caso. No quiero que salga herida.
—Entonces, venga conmigo.
Sus dedos sobre su muñeca estaban fríos, pero sus ojos oscuros la abrasaron. En su interior, Snape tenía muy claro que no iba a dejar a Harry campando a sus anchas tras un fugitivo, pero la idea de ir con Hermione era una absoluta locura... y se sintió fascinado por cometerla.
—Diggory, escúcheme con atención —sentenció él con decisión, deshaciendo el agarre que los unía y dirigiéndose a los tres muchachos que les miraban con expectación—. Permanezcan escondidos dentro del árbol y no salgan bajo ninguna circunstancia hasta que regresemos. Si el licántropo les descubriera y les atacara, confío en que usted será capaz de proteger al grupo.
El mayor asintió firme con la cabeza.
—Así lo haré, señor —aseguró sin vacilar, e hizo recaer entonces sus ojos sobre la figura de su compañera—. ¿Qué hay de Hermione?
Snape no tuvo ni que meditar su respuesta.
—La mantendré a salvo.
Con un asentimiento por ambas partes, Cedric y Ron ayudaron a Susan a adentrarse en el hueco de las raíces y pasaron tras de sí, quedando ocultos en su interior.
Snape y Hermione, por su parte, echaron a correr, siguiendo los aullidos que parecían proceder de los alrededores del lago. A medida que avanzaban, Hermione notó un frío intenso y temió al darse cuenta de lo que suponía. El aullido se detuvo, y al llegar al lago comprendieron por qué: Sirius había vuelto a transformarse en hombre. Estaba en cuclillas, con las manos en la cabeza, y Harry, manteniéndose en pie a su lado, levantaba la varita hacia una masa negra de dementores que se acercaban a ellos.
Sirius se estremeció, rodó por el suelo y se quedó inmóvil, pálido como la muerte. Harry seguía batallando contra ellos, pero no era capaz de alejarles él solo. Sin pensárselo dos veces, Snape y Hermione corrieron veloces a su encuentro, alzando sus varitas.
Les alcanzaron justo cuando las rodillas de Harry golpeaban la hierba fría. La niebla le nublaba los ojos. A la débil luz de su patronus vieron detenerse un dementor muy cerca de él. No podía atravesar la niebla plateada que Harry había hecho aparecer, pero sacaba por debajo de la capa una mano viscosa y pútrida, e hizo ademán de apartar el patronus.
A su vez, Snape y Hermione blandieron sus varitas hacia la horda de dementores.
—¡Expecto patronum! —gritaron al unísono.
Los dos conjuraron una sólida barrera lo suficientemente poderosa como para ahuyentar a las criaturas a escasos metros, ganando algo de distancia. A medida que éstos volvían a acercarse, Hermione empezó a notar como aquel frío conocido penetraba en su interior. Por cada lado surgían de la oscuridad más y más dementores. Les estaban rodeando.
La muchacha se dio cuenta de que su fuerza cedía lentamente frente a la masa negra que se les aproximaba. Sentía sus miradas y oía su ruidosa respiración como un viento demoníaco, sintiéndose incapaz de inundarse de la calidez necesaria como para soportarlo. Un sudor frío le recorría la frente, y empezó a sentirse mareada.
—¡Puede lograrlo, Granger! —le aseguró Snape, manteniéndose firme a su lado—. ¡Ahonde en sus recuerdos! ¡Piense en algo que la haga verdaderamente feliz!
Admirándole con los ojos nublados, Hermione resiguió sus facciones cetrinas una vez más, sintiéndose inundada por el amor y la admiración que sentía por él, y por primera vez se percató de que no necesitaba recurrir a su recuerdo más preciado. Sin dudarlo ni un segundo, aproximó su brazo a él hasta que fue capaz de tomar su mano y entrelazó sus dedos con los suyos. Snape la observó al instante, haciendo tropezar su mirada confusa con los ojos confiados de ella: a través de ellos comprendió que su contacto era capaz de colmarla de fuerza, y se dio cuenta de que su efecto resultaba en él con la misma ferviente intensidad. Así, sintiendo como sus corazones batían como un igual, alzaron sus rostros decididos hacia la horda y presenciaron cómo la barrera nacida de sus patronus incrementaba su poder.
Entre la espesa negrura que formaban los cientos de dementores vieron aparecer una luz cegadora que iluminaba las aguas. Hermione empezó a notar como el frío se iba, y ambos se percataron de que había algo que hacía retroceder a las criaturas.
Frente a sí apareció un animal que galopaba por el lago, y con la visión empañada por el sudor, Hermione trató de distinguir de qué se trataba: era un ciervo plateado y resplandeciente.
Los dementores empezaron a huir en todas direcciones y el lago quedó desierto y calmado. Snape y Hermione cesaron entonces el hechizo y la barrera luminosa desapareció. Contemplaron atentos y anonadados, en absoluto silencio, cómo el ciervo se les acercaba. Era deslumbrante y cegador.
Hermione le tendió instintivamente su mano libre, y el animal le olfateó la palma con delicadeza. Ella sintió como la magia que desprendía le recorría el brazo, como un hormigueo.
—¿Cómo es posible...?
Satisfecho, el ciervo se apartó y recorrió el mismo sendero que habían trazado sus pasos, dirigiéndose hacia la otra orilla. Durante un instante, a Hermione le pareció ver también, junto al brillo, a alguien que daba la bienvenida al animal y levantaba la mano para acariciarlo. Alguien que le resultaba familiar.
***
La vuelta al castillo, comparada con la noche ajetreada que habían vivido, resultó tranquila y apaciguada. Snape y Hermione se encargaron de transportar los cuerpos inconscientes de Harry y Sirius, y recogieron, tal y como habían prometido, a Ron, Susan y Cedric, iniciando juntos su marcha hacia el castillo a duras penas.
El recibimiento en Hogwarts no resultó especialmente alentador. Sirius fue encerrado en el despacho del profesor Flitwick, en el séptimo piso, a la espera de la llegada de las autoridades al castillo; los muchachos fueron trasladados a la enfermería, y Snape, que les acompañó, debía testificar ante el Ministro de Magia.
Madame Pomfrey les asignó en seguida una camilla a los convalecientes, y Hermione se ofreció a ayudarla con las curas. A Ron, Susan y Cedric les fue suministrada una Poción calmante ante la que cayeron rendidos, y resultó mucho más fácil practicarles los hechizos pertinentes, sanándoles las heridas y cubriéndolas con esparadrapos.
Durante todo el proceso, Snape se mantuvo inmóvil al fondo de la sala, esperando la llegada del Ministro sin moverse ni un ápice, demasiado inmerso en su propia cabeza. Su rostro era indescifrable, y era imposible saber qué clase de preocupaciones debían estar atormentándole. Hermione, que se había dado cuenta de ello, tomó la paciencia necesaria para no acercársele hasta que hubieron concluido las curas.
—¿Se encuentra bien? —murmuró en un susurro de voz, acudiendo a su encuentro en soledad—. Ha estado muy callado... más que de costumbre.
Snape, a pesar de salir de su ensoñación, se resistió a levantar la vista, demasiado ensimismado en observar sus propias manos.
—Como siempre, es usted una entrometida.
Hermione supo tomarse su comentario con templanza, entendiendo su postura.
—Lo siento... solo quiero tratar de hacerle sentir mejor.
El hombre suspiró, y deshaciendo el lazo que había formado entre sus dedos, irguió la espalda y quedó recto sobre el sillón en el que se encontraba sentado.
—Lo sé, Granger —admitió, sosegado—. Pero tengo en la cabeza demasiadas preguntas sin resolver.
Sin esperar ninguna clase de invitación por su parte, la muchacha se acomodó en el sillón que le quedaba de lado. Examinó con detenimiento la herida que había quedado en su cuello pálido y preguntó en voz alta antes de proceder.
—¿Puedo...?
Sabiendo a lo que se refería, Snape le brindó un corto asentimiento como respuesta. Hermione, tomando su varita, la aproximó al cuello del profesor y dibujó un pico en el aire.
—Férula.
Apareció una larga venda que se adherió a la piel cetrina y cubrió la herida. Snape sintió como el hechizo apaciguaba también el dolor que lo había incordiado durante todo el trayecto, y se sintió agradecido.
Guardándose su varita, Hermione se mantuvo acomodada sobre su sillón, dedicando aún su atención en el profesor.
—Yo puedo ayudarle —aseguró con firmeza.
—¿A qué se refiere? —le preguntó Snape, palpando el vendaje.
—A lo que ha sucedido esta noche. A lo que ha estado sucediendo durante estos meses... durante estos años.
Ante su afirmación, Snape se sintió incapaz de no atrapar los ojos castaños de ella con los suyos.
—¿Y cómo cree que puede hacer tal cosa? —preguntó algo escéptico.
—Contándole la verdad —aseguró la muchacha, inclinándose levemente hacia él como si tratara de hacerle cómplice de un secreto—. Sirius es inocente.
Snape, fastidiado, hizo rodar los ojos.
—No sea tonta. Sirius Black nunca ha sido inocente —le aseguró en un susurro ronco—. Ya demostró ser capaz de matar cuando tenía dieciséis años. Lo intentó conmigo.
Hermione quedó boquiabierta con su afirmación.
—¿Cómo... cómo que intentó matarle?
—Sí. Sirius Black y yo coincidimos en el colegio. Estábamos en el mismo curso, al igual que James Potter, Remus Lupin y Peter Pettigrew. Nunca nos caímos bien —le explicó con calma—. Yo sabía de la condición de Lupin como licántropo. ¡Cualquier necio se hubiera dado cuenta si hubiera prestado un poco de atención! Le vi atravesar miles de veces los terrenos del colegio con Madame Pomfrey hasta el Sauce Boxeador, y cierta tarde, oí que Black comentaba que bastaba con apretar el nudo del árbol para detener el movimiento brusco de sus ramas. Como comprendí más adelante, su comentario no había sido fruto de la casualidad.
—Él quiso que usted entrara, ¿verdad?
—Sí. Y si hubiera llegado hasta el interior de la Casa de los Gritos, me habría encontrado con un licántropo completamente transformado, dispuesto a hacerme pedazos.
—Pero... ¿no llegó a entrar?
Snape negó con la cabeza con cierta aversión, como si recordar aquello aún le hiciera sentir lo mismo que sintió entonces.
—James Potter había oído a Black y fue tras de mí, obligándome a volver atrás —confesó con cierto retraimiento—. Aún así, entreví al licántropo al final del túnel. Por supuesto, Dumbledore me prohibió contar la situación de Lupin, y Black acabó yéndose de rositas de todos modos...
Hermione, apoyando la cabeza sobre su propia mano mientras le escuchaba, torció de lado una sonrisa pesarosa.
—Entonces, por eso ustedes comparten ese odio desmedido después de tantos años... —asintió ella, atando cabos en su cabeza—. Pero, hay algo que no entiendo... ¿y el profesor Lupin?
—¿Qué le ocurre?
—Soy consciente de que usted le detesta, aunque aún me cuesta comprender el motivo.
Snape también sonrió de lado con cierta ironía.
—Yo sé que usted le aprecia sobremanera, y tampoco lo entiendo.
—Está claro que somos dos huesos duros de roer.
—Ni más ni menos, sabelotodo.
Tras su revelación, ambos se mantuvieron callados durante unos minutos en los que cada uno se encontró víctima de sus propios pensamientos. Snape pensó que la muchacha, por más que se esforzara en hacerlo, jamás comprendería hasta qué punto Black era peligroso, tal y como él sabía y había presenciado durante años. Sin embargo, ya no trataba de negarse para sí mismo que Hermione fuera la bruja más inteligente de su edad que en vida había conocido, y aquel detalle le invitó a reflexionar acerca de la posición que ella estaba dispuesta a tomar en el asunto, muy en contra de sus deseos. ¿Por qué Hermione se arriesgaría a tomar partido en favor de Black? No era ninguna necia sin ideas propias.
—Profesor... —interrumpió ella su verborrea cerebral—. Esta noche he confrontado mi propia muerte y me he visto preparada para ser la de otros. He comprendido que las cosas no siempre son blancas o negras, que los culpables pueden ser inocentes y los inocentes, culpables...
—¿A dónde quiere llegar? —la interrumpió él.
—Necesito que me crea, por más que le cueste hacerlo a estas alturas —confesó ella, mirándole fijamente a los ojos—. Usted me conoce. Sabe que soy partidaria de la verdad y que lucho en su favor. No tengo razones para mentirle, ni menos a usted, a quien considero digno de mi confianza.
Snape restó callado, notando como las palabras de ella empezaban a calar hondo en él. Por más que lo intentara, no encontraba en sus ojos castaños ningún atisbo de culpabilidad o remordimiento, ni ninguna señal que le advirtiera de que sus palabras no estaban siendo sinceras.
—Granger, yo... —suspiró él, sintiéndose vulnerable ante su imagen—. Mi testimonio tampoco podrá hacer mucho aunque la crea.
—No se lo estoy pidiendo para que favorezca mi versión, profesor —sentenció ella—. Se lo estoy pidiendo porque lo necesito. Necesito que crea mi verdad como yo creo la suya.
Su conversación se vio interrumpida en cuanto se escucharon dos leves toques sobre la puerta de la enfermería. Al abrirse, se distinguió el rostro de Cornelius Fudge.
—Ah, Snape —murmuró, encontrándole con la mirada en el rincón de la sala—. Acompáñeme fuera. Tenemos asuntos importantes que tratar.
El ministro desapareció tan rápido como había entrado, y Snape se levantó para ir a su encuentro. Antes de salir, se quedó inmóvil junto a la puerta y dedicó una última mirada repleta de indecisión hacia Hermione. Se llenó los pulmones de aire y finalmente salió de la enfermería, cerrando la puerta tras de sí.
Madame Pomfrey siguió despreocupada su recorrido por la oscura sala hasta la cama de Harry, volviéndose para mirarla.
—¡Ah, estás despierto! —exclamó ella con voz animada, llamando la atención de Hermione.
—¿Cómo están mis compañeros? —se apresuró en preguntar él, incorporándose en la camilla.
—Sobrevivirán —aseguró la mujer con seriedad—. La Srta. Granger es la única que está despierta, aparte de ti.
Harry se apresuró en ponerse las gafas y distinguió rápidamente a Hermione, que se acercaba hasta su posición a pasos agigantados.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó ansioso una vez la tuvo delante—. ¿Dónde está Sirius?
—Le han cogido —le explicó Hermione con desolación—. Lo han encerrado arriba... lo más probable es que los dementores le den el Beso en cualquier momento.
—¡¿Qué?!
Harry saltó de inmediato de la cama, buscando su varita por todas partes.
—¡Potter! —le advirtió Pomfrey, viendo que se había levantado—. ¡Tendrías que estar en la cama!
—¡Nada de eso! ¡Tengo que ver al director!
—¡Ni hablar, muchacho! ¡No tienes que fatigarte en este momento!
Harry quiso responder, pero Pomfrey le introdujo sin aviso un trozo de chocolate en la boca. El muchacho se atragantó y la mujer aprovechó la oportunidad para obligarle a volver a la cama.
La puerta de la enfermería volvió a abrirse, y la figura esbelta de Dumbledore se dibujó debajo de su marco. Harry tragó con dificultad el trozo de chocolate y volvió a levantarse de un salto.
—¡Por Dios santo! —se enfadó Pomfrey, viéndole entrar—. ¿Es esto una enfermería o qué? Señor director; he de insistir en que...
—Te pido mil disculpas, Poppy, pero necesito hablar con el Sr. Potter y la Srta. Granger a solas.
—Escúcheme —farfulló ella—. Estos muchachos necesitan tratamiento, necesitan descanso.
—Esto no puede esperar —alegó Dumbledore—. Insisto.
Pomfrey frunció la boca, se fue con paso firme a su despacho, que estaba al final de la sala, y dio un portazo al cerrar. Dumbledore se volvió hacia Harry y Hermione, y ambos empezaron a hablar atropelladamente al mismo tiempo.
—Señor, Black dice la verdad: nosotros vimos a Pettigrew.
—Escapó cuando el profesor Lupin se convirtió en hombre lobo.
—Es una rata.
—La pata delantera de Pettigrew... quiero decir, el dedo: él mismo se lo cortó.
Pero Dumbledore levantó una mano para detener la avalancha de explicaciones.
—Ahora tenéis que escuchar vosotros y os ruego que no me interrumpáis, porque tenemos muy poco tiempo —les pidió con tranquilidad—. Sirius no tiene ninguna prueba de lo que dice, salvo vuestra palabra, y la palabra de dos brujos de trece años no convencerá a nadie. Una calle llena de testigos juró haber visto a Sirius matando a Pettigrew. Yo mismo di testimonio al Ministerio de que Sirius era el guardián secreto de los Potter.
—El profesor Lupin también puede testificarlo —alegó Harry, incapaz de mantenerse callado.
—El profesor Lupin se encuentra en estos momentos en la espesura del bosque, incapaz de contarle nada a nadie. Cuando vuelva a ser humano ya será demasiado tarde, Sirius estará más que muerto. Y además, la gente confía tan poco en los licántropos que su declaración tendrá muy poco peso. Y el hecho de que él y Sirius sean viejos amigos...
—Pero...
—Escúchame, Harry. Es demasiado tarde, ¿lo entiendes? Sirius no ha obrado como un inocente. La agresión contra la Dama Gorda... entrar con un cuchillo en la torre de Gryffindor... —les recordó él—. Si no encontramos a Pettigrew, vivo o muerto, no tendremos ninguna posibilidad de cambiar la sentencia.
—Pero usted nos cree —se añadió Hermione, esperanzada ante la posibilidad.
—Sí, yo sí —respondió en voz baja—. Pero no puedo convencer a los demás ni desautorizar al ministro de Magia.
Ambos muchachos miraron fijamente el rostro serio de Dumbledore y sintieron como si se hundiera el suelo bajo sus pies. Siempre habían tenido la idea de que Dumbledore lo podía arreglar todo, pero no. Su última esperanza se había esfumado.
—Lo que necesitamos es ganar tiempo —sugirió él, desplazando sus ojos azules de uno al otro.
Harry frunció el ceño, preguntándose a qué demonios se refería, y Hermione abrió la boca con asombro, comprendiéndole a la perfección.
—Ya sabes dónde está encerrado Sirius. Torre oeste, ventana número trece por la derecha —murmuró mirando a la muchacha, hablando muy bajo y muy claro—. Conoces las leyes, Hermione. Sabes lo que está en juego. No debéis ser vistos. Si todo va bien, esta noche podría salvarse más de una vida inocente.
Harry no entendía nada. Dumbledore se alejó y al llegar a la puerta se detuvo, como si hubiera olvidado algo.
—Os voy a cerrar con llave —sentenció, consultando su reloj—. Son las doce menos cinco. Con tres vueltas debería bastar. Buena suerte.
—¿Buena suerte? —repitió Harry cuando la puerta se hubo cerrado tras Dumbledore—. ¿Tres vueltas? ¿Qué quiere decir? ¿Qué es lo que tenemos que hacer?
Hermione, haciendo caso omiso a sus preguntas, rebuscó en el cuello de su jersey y sacó la cadena de oro larga y fina que colgaba aún de su cuello.
—Ven aquí, Harry.
El chico, perplejo, se acercó a ella. Hermione estiró la cadena por fuera y Harry pudo ver el pequeño reloj de arena que pendía. Ella la puso también alrededor de su cuello y la cerró.
—¿Preparado? —le preguntó por cortesía, jadeante.
—¿Preparado para qué? —insistió Harry.
Pero Hermione no contestó. Se limitó, tal y como le había dicho Dumbledore, a dar tres vueltas al reloj de arena.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro