Capítulo LXV - Orchideous
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXV —
❝ O r c h i d e o u s ❞
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Las medidas de seguridad que se habían impuesto a los alumnos después de la segunda intrusión de Black impedían que Harry, Ron, Susan y Hermione visitaran a Hagrid por las tardes. La única posibilidad que les quedaba para hablar con él eran las clases de Cuidado de Criaturas Mágicas.
Al final de la lección de aquella tarde, el semigigante los llamó para que, siguiendo con el protocolo, concluyeran junto a él la larga fila de alumnos mientras retornaban al castillo y pudieran conversar: el juicio se había celebrado y parecía conmocionado por el veredicto.
—¿Cómo ha ido? —ansió saber Hermione, esperanzada ante la posibilidad de que hubieran dado fruto sus esfuerzos.
—Pues... primero, los miembros del comité hablaron por turnos, explicando los motivos. Después me tocó a mí: intenté razonar por qué Buckbeak es un buen hipogrifo, que se limpia las plumas —aseguró él con la voz entrecortada, a medida que subían las escaleras de piedra que conducían al puente cubierto—. Y luego, intervino Lucius Malfoy. Ya os lo podéis imaginar. Dijo que Buckbeak es una criatura peligrosa y letal que podría matar con sólo mirarte.
—¡Ese maldito canalla! —suspiró Susan, cruzándose de brazos y acentuando el sonido de sus pasos.
—¿Y qué ocurrió después? —inquirió Harry.
—Después, se propuso lo peor...
—¡No irán a despedirte! —temió Ron.
—No... no es eso... —gimoteó él, aguantándose las lágrimas—. Buckbeak ha sido condenado a muerte.
Los cuatro muchachos, deteniéndose a su vez, soltaron un suspiro que dio paso a un torrente de emociones encontradas: la tristeza y la rabia se les mezclaron en el estómago como un cóctel explosivo.
—Estaban todos allí con sus togas negras, y a mí se me caían continuamente las notas y se me olvidaron todas las fechas que me habías buscado, Hermione —prosiguió Hagrid, secándose las mejillas con la manga de su camisa al habérsele inundado irremediablemente los ojos—. ¡Todo fue culpa mía! Me quedé petrificado.
Hermione tomó una de las manos del semigigante entre las suyas, que apenas abarcaron la mitad de la gran extremidad.
—¡Todavía podemos apelar! —intentó consolarlo con algo más de entusiasmo—. No tires la toalla. Estamos trabajando en ello.
—No sé si será posible —le dijo Hagrid con tristeza—. Sólo me aseguraré de que el tiempo que le queda a Buckbeak sea el más feliz de su vida. Se lo debo...
El semigigante dio media vuelta y volvió a la cabaña, cubriéndose el rostro con un pañuelo y llevándose a sus espaldas las miradas afligidas de los cuatro muchachos. Ninguno se atrevió a articular palabra después de aquello, ni siquiera mientras se dirigían al aula de Encantamientos para dar la última clase del día.
Hermione pasó toda la hora abstraída, a pesar de que trabajaron con los encantamientos estimulantes, algo que pareció animar de sobremanera a sus amigos: estaba demasiado inmiscuida en su propia mente, preguntándose en qué habían fallado y cómo podía sacar a Hagrid de aquel embrollo. Tras la larga hora que supuso la clase para ella, se despidió de sus compañeros sin dar demasiadas explicaciones y se dirigió a toda prisa hacia el aula de Estudios Muggles, plenamente consciente que encontraría allí a Helen. Llegó justo a tiempo para distinguir su cabellera rubia entre el gentío y cruzó el corredor a toda prisa, llamándola desde la lejanía.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella una vez se encontraron cara a cara.
—Hagrid ha perdido el caso —jadeó Hermione—. Van a ejecutar a Buckbeak.
Helen frunció el ceño, y sus cejas rubias se curvaron violentas sobre sus ojos azules, evidenciando su frustración.
—Esto... ¡esto es indignante! —espetó—. No me puedo creer que ese hipogrifo vaya a morir por culpa de un niñato malcriado.
—¡Tenemos que hacer algo! Debe haber alguna solución, en alguna parte.
En contra de lo que Hermione esperaba, la muchacha suspiró y negó con la cabeza.
—Mira, yo... no creo que podamos hacer nada al respecto.
Oír aquello se asemejó a un cubo helado siendo arrojado sobre ella, aunque esta vez la empapaba la cruda y evidente realidad.
—¡No podemos tirar la toalla! —negó desesperadamente la castaña—. ¡Después de lo mucho que hemos trabajado para la defensa!
—Lo sé, y te juro que me siento tan furiosa como tu... pero no tenemos alternativa —prosiguió la muchacha rubia, haciendo sonar suaves sus palabras—. Lucius Malfoy tiene a la Comisión en el bolsillo. Ya sabes cómo es.
—Pero podemos recurrir... siempre se puede.
—¿Y de qué serviría? Nada cambiará.
Hermione clavó su mirada en el suelo de piedra con los ojos acristalados y tomó aire, intentando deshacerse de la frustración interna que sentía. Recordó cada tarde que se habían dedicado al caso, cada ocasión en la que se habían encontrado cerca de desistir, cada hora que habían perdido de sueño en favor de elaborar la defensa... todo aquel trabajo al que se habían dedicado en cuerpo y alma no valía para nada. Y cuando el rostro engreído de Lucius Malfoy aparecía en sus pensamientos como un tormento y sonreía victorioso, le dolía, le dolía muchísimo.
—Tienes razón —admitió, mirándola de nuevo en un gesto con el que pretendía envalentonarse—. Creo que hemos hecho todo cuanto ha estado en nuestra mano. Al menos Hagrid ha podido defenderse dignamente frente a esos buitres.
—Sí. Y es injusto que ese bastardo se salga con la suya a golpe de talonario —asintió la muchacha rubia, acercándose hasta ella y colocando una mano en su hombro—. Pero créeme, Hermione, que la vida pone a cada uno en su lugar.
—Espero que pronto —suspiró la castaña—. Lleva demasiados años fuera de sitio.
—Yo también lo espero —dijo Helen con una sonrisa torcida, contemplándola con preocupación—. ¿Estás bien?
Hermione frunció levemente el ceño, encontrándose perdida y aplastada bajo el peso de aquella tormentosa e incoherente realidad.
—No lo sé... son muchas cosas —admitió, sin saber ni por dónde empezar—. Creo que acabará explotándome la cabeza.
La Ravenclaw se mantuvo callada durante unos instantes en los que la siguió observando, comprendiendo que Hermione debía albergar mucho más en su interior de lo que realmente exponía, pero comprendió que era mejor no escarbar más en sus inquietudes, puesto que sólo conseguiría hacer la bola más grande.
—Hagamos una cosa. Sé que tienes muchísimo trabajo cargado sobre las espaldas, pero no creo que puedas afrontarlo encontrándote tan saturada —exclamó con convicción—. ¿Sabes por qué soy tan aficionada al Quidditch? Porque es capaz de absorberme de tal forma que todo lo demás deja de existir, desaparece por completo. Creo que es justo lo que te hace falta en este momento.
—¿Y los entrenamientos? —se preocupó Hermione—. ¿Hoy no tienen el campo ocupado?
Helen negó con la cabeza, sonriendo afablemente.
—Con un poco de suerte, tendremos el campo entero para nosotras solas.
La simple idea de imaginarse libre sobre la escoba fue suficiente para que Hermione le devolviera el gesto, aceptando su propuesta.
—Creo que me has convencido.
—¡Genial! —lo celebró la muchacha—. ¿Te parece bien si nos encontramos en el vestíbulo principal dentro de quince minutos?
—Dalo por hecho.
Ambas se despidieron con un leve asentimiento y tomaron rumbos opuestos. Hermione se apresuró en ascender rápidamente la Gran Escalinata, más que acostumbrada a sus peldaños interminables, y se adentró en la sala común de Gryffindor como un huracán que arrasa todo a su paso. Prácticamente arrojó su mochila sobre su catre en cuanto alcanzó su habitación compartida, se deshizo de su uniforme y se envolvió en su ropa de invierno, precipitándose de nuevo hacia la escalera de caracol. Harry y Ron la vieron pasar a toda prisa, sin tener tiempo físico para preguntarle a dónde se dirigía antes de que ella se escapara como una bala por el agujero del retrato, queriendo llegar puntual al encuentro.
Se sorprendió al alcanzar al vestíbulo y distinguir a Helen, abrigada de la cabeza a los pies, manteniéndose a su espera. A pesar de su lucha continua por anticiparse, aquella muchacha siempre lograba ganarle la partida.
—No está mal —la recibió ella una vez se volvieron a encontrar—. Llegas tres minutos antes de la hora acordada.
—¿Cómo es posible que siempre te me adelantes?
—¡Una bruja nunca revela sus trucos! —aseguró, y ambas rieron al unísono—. Vamos, que nos queda un buen trecho hasta el campo.
Las dos salieron del castillo y cruzaron animadamente el puente colgante, hablando acerca de los movimientos que practicarían en aquella ocasión, pero descubrieron que no se encontraban solas cuando llegaron al extremo opuesto del puente, encontrándose con tres figuras vestidas del uniforme de Slytherin que merodeaban por la zona.
—Mira a quién tenemos aquí —sonrió Malfoy, con Crabbe y Goyle cubriéndole las espaldas—. ¡Las petrificadas!
Helen y Hermione compartieron la misma mueca de aborrecimiento.
—¿Sabes, Draco? El basilisco era bastante más divertido que tú —le aseguró la Ravenclaw—. Te veo muy bien. Pensaba que tu duelo a muerte con el hipogrifo te habría dejado secuelas, pero no has perdido facultades. Sigues tan estúpido como siempre.
—Te noto nerviosa, Dawlish —contraatacó la serpiente—. Se acercan los próximos partidos. ¿Estás preparada para que te aplaste?
—Deberías ser tú quien se prepare para aplastarse contra las gradas —se añadió Hermione—. Yo de ti no volaría demasiado alto.
El muchacho centró entonces su atención en ella.
—Granger... no te había visto —murmuró él—. ¿Qué haces aquí? ¿No se supone que deberías estar sonándole los mocos a tu amigo Hagrid?
Crabbe y Goyle rieron, y su gesto infundó de coraje al muchacho, que deseaba con todas sus fuerzas lograr desencajar el rostro de Hermione.
—¿No te lo he dicho? Mi padre me dará la cabeza de Buckbeak —espetó con total arrogancia—. La donaré para la sala común de Gryffindor.
Hermione no supo de dónde surgió su respuesta, tan instantánea como imprevista, pero tampoco se lo preguntó demasiado. Probablemente fuera la rabia acumulada la que la impulsó a pegarle un puñetazo en la cara con todas sus fuerzas.
Malfoy se tambaleó ante su gesto, cubriéndose la nariz con las manos; Crabbe y Goyle se quedaron atónitos en el momento que Hermione volvió a levantar la mano, y Helen se apresuró en tomarle el brazo a tiempo.
—¡No te atrevas a volver a reírte de Hagrid, maldito imbécil! ¡Te las haré pagar muy caras!
El muchacho se echó hacia atrás. Crabbe y Goyle le miraron atónitos, sin saber qué hacer, y en cuanto empezó a correr hacia el puente colgante, los tres desaparecieron sin dejar más rastro que la satisfacción en ambas muchachas.
—Eso ha sido... ha sido brillante, Hermione —murmuró Helen, viendo con cierto triunfo a los muchachos correr—. ¡A lo muggle, además! Seguro que ese idiota no se lo esperaba.
La castaña, a pesar de sentir el dolor que el golpe había dejado en sus nudillos, sonrió de lado. Llevaba años intentando ser correcta y responsable, pero lo cierto era que en aquella última semana había sido víctima de su propia rebeldía... y se sentía libre por primera vez en mucho tiempo.
—Quizá debería sentirme culpable, pero —reflexionó en voz alta— lo cierto es que esto me ha sentado muy bien.
La rubia acompañó sus palabras con una carcajada sonora que las inundó a ambas de entusiasmo y, dejando a un lado sus inquietudes, retomaron su camino hacia el campo de Quidditch.
Helen no había errado el tiro diciendo que encontrarían el campo vacío. A pesar de su larga extensión, a Hermione se le había hecho pequeño el espacio: había tomado la escoba con ganas de sobrevolar todo Hogwarts, sintiendo la brisa helada acariciándole la cara y estremeciéndola por completo, como una prueba fiel a sentirse viva y liberada en aquella realidad que la asfixiaba.
Ambas se sumieron tan concienzudamente en el entrenamiento que ni tan siquiera la falta de luz en el campo las detuvo. Practicaron el Amago de Wronski, cayendo como una roca hacia el suelo y elevándose justo antes de colisionar contra el suelo; la Defensa Dopplebeater, pegándole a la vez a la bludger para obtener mayor potencia, y el paso inverso, arrojándose la quaffle por encima del hombro. Para cuando quisieron darse cuenta, llegaban tarde a la cena.
Satisfechas con el entrenamiento, se adentraron en el castillo y se dejaron arropar por su calidez, desplazándose rápidamente hacia el Gran Comedor. Ambas conversaban y reían animadamente hasta que se encontraron en el vestíbulo, justo a las puertas del salón al que se dirigían. Snape, que provenía de las mazmorras, se las cruzó y las detuvo con su siniestra aparición habitual.
—No tan rápido —exclamó su voz profunda—. Granger, la cena puede esperar.
Carcomida por la curiosidad, Hermione intercambió una mirada fugaz con Helen, quien comprendió a la perfección el mensaje implícito que se hallaba en las palabras del profesor.
—Nos vemos después, Hermione.
Adentrándose en el Gran Comedor, la marcha de la Ravenclaw inundó de silencio las voluptuosas paredes que encerraban el vestíbulo, y sus dos únicos integrantes se observaron entre sí en uno de aquellos lapsos cada vez más acogedores. La muchacha contempló a su acompañante con intriga e interés en su misma medida, pero éste parecía querer hacerse de rogar.
—¿Ocurre algo, profesor? —cedió ella finalmente, viéndose incapaz de descifrar su rostro inexpugnable.
Snape frunció ligeramente el ceño mientras la observaba, un gesto tan singular que para Hermione resultaba encantador.
—Ha llegado a mis oídos que esta tarde usted ha empleado la violencia física contra el Sr. Malfoy.
Oír aquello de sus labios sonó tan satisfactorio como espeluznante.
—No sé porqué no me sorprende que lo sepa —suspiró ella completamente resignada al hecho, alzando la mano y mostrándole la rojez que se había asentado en sus nudillos—. Imagino que me merezco una generosa retirada de puntos.
Snape se acercó brevemente a ella con un paso retraído, tomándola por sorpresa al agarrar su mano y examinar el golpe, como si pretendiera comprobar la veracidad de sus propias palabras. Hermione se dejó cautivar por su tacto, tan suave como lo recordaba desde la última vez, y lamentó para sus adentros que aquel contacto resultara tan fugaz.
—Esta vez no —respondió el hombre, dejando al descubierto el atisbo de una sonrisa maliciosa—. Seguro que mi ahijado se lo ha ganado con creces.
Sus palabras tuvieron un efecto inmediato y sanador en la muchacha, que rió inevitablemente y con su gesto acarició tiernamente los latidos del profesor de Pociones.
—Que me de la razón es algo nuevo para mí —expresó ella, aún con aquella carcajada surcando sus mejillas sonrosadas.
Snape pensaba que sus ganas de imitar sus gestos disminuirían con el paso del tiempo, a medida que se fuera acostumbrando a las sonrisas que ella le dedicaba, pero no podía estar más equivocado: cada vez le resultaba más difícil mantenerse impasible frente a su alumna, y sabía que era algo tan condenadamente inusual en él que no podía ser obra de nadie más que no fuera Hermione, la única que le despertaba esa clase de cariño.
—Para mí también —admitió, viéndose acorralado por sus propios instintos.
—¿Seguro que no quiere restarme ningún punto? —le sugirió ella, consciente de que había conseguido hacerle entrar en su inocente juego—. Simbólico, aunque sea.
Snape apretó los labios, haciendo evidente que reprimía una sonrisa.
—No me tiente —la advirtió con la seriedad que le restaba, sin dejar muy claro si se refería a la sugerencia de Hermione o al simple hecho de mostrarle abiertamente el gesto de sus labios.
Ambos volvieron a contemplarse entre sí, divertidos con la situación, y al quedar en silencio fueron advertidos por el ruido de los cubiertos sobre los platos, confirmándoles que el banquete ya había empezado en su ausencia.
—¿Entramos? —sugirió Hermione a duras penas, que hubiera preferido permanecer allí mismo hasta que amaneciera—. La cena se enfría.
Snape alzó su palma derecha, indicando en dirección a las puertas del salón.
—Usted primero.
Con un ligero asentimiento y los ojos colmados de gratitud, Hermione se dio la media vuelta y abrió una de las puertas, devolviéndole la cortesía al dejarle pasar antes de cerrarla de nuevo.
Adentrados finalmente en el Gran Comedor, ambos anduvieron por el centro de la sala ante las miradas fisgonas de algunos de los alumnos, sin preocuparles demasiado ser el centro de su atención. La muchacha no tardó en reconocer los rostros de Harry y Ron en la lejanía, adecuados en la extensa mesa de Gryffindor, y cuando llegaron hasta su posición, encontró el sitio vacío que habían dejado para ella y se detuvo junto a él. Snape se dispuso a seguir sin más hasta la Mesa Alta, pero antes de que se alejara, Hermione le detuvo.
—Profesor Snape.
Intentando no parecer ansioso, se giró levemente para mirarla una vez más, y fue testigo de cómo sus labios articulaban un gracias que no llegó a oírse y que quedó para el entendimiento de ambos. Sintiéndose complacido con su gesto, Snape asintió levemente y prosiguió su camino, haciendo que Hermione se adecuara finalmente en su sitio con una sonrisa complacida.
—¡Si es la heroína de Gryffindor! —la recibió George desde el lado opuesto de la mesa compartida, apuntando hacia ella con su varita—. ¡Orchideous!
El hechizo hizo aparecer una preciosa guirnalda de flores de brillantes colores que decoró la cabeza de Hermione y sus rizos indomables, extendiéndose hasta sus puntas.
—Cuéntanos —se añadió Fred—. ¿Qué se siente al desplazarle el tabique a Malfoy de un puñetazo?
Ron, desde su asiento, empezó a toser irremediablemente: parecía haberse atragantado con la comida que masticaba al oír aquello. Harry, por su parte, se giró hacia Hermione con los ojos muy abiertos, dejando al descubierto su asombro.
—¿Que has hecho QUÉ? —exclamó el pelirrojo con la boca medio llena, apenas articulando sus palabras—. Eso... eso es...
—¡Es asombroso! —declaró Harry con entusiasmo—. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido?
Hermione, viéndose a merced de las innumerables miradas que recaían ahora sobre sí, se acarició los mechones rebeldes de su pelo en un intento por sentirse algo más confiada en sí misma.
—El muy idiota se estaba riendo de Hagrid —explicó ella ante los presentes, recordando la escena y la satisfacción que había supuesto para sí su gesto inevitable—. No sé qué me ha pasado... he sentido el impulso de demostrarle cómo nos las gastamos en Gryffindor.
Gran parte de los que la acompañaban en la larga mesa rieron ante su comentario, hecho que la hizo sentir alivada y habituada.
—¿Y el murciélago? —preguntó Ron, vocalizando mejor las palabras al haber tragado su comida—. Supongo que te habrá echado una buena bronca.
Hermione, de un breve e inevitable gesto, contempló la Mesa Alta desde la lejanía, siendo testigo de cómo el profesor tomaba asiento con su habitual solemnidad entre el director y el profesor Lupin, y se sintió completamente inundada de la fascinación latente que sentía por él.
—No importa —suspiró ella—. Hay cosas mucho más importantes por las que tomar partido.
Sin comprender muy bien a lo que se refería, el pelirrojo siguió comiendo, exempto de preocupaciones, y la mesa de los leones volvió a sumirse en su bullicio habitual.
Tras el banquete, los alumnos fueron conducidos como habitualmente hasta sus salas comunes, y Hermione, a pesar del cansancio que la consumía después de su entrenamiento, se obligó a repasar las últimas lecciones de Aritmancia antes de irse a la cama. Se encontraba tan abstraída en su lectura que no supo en qué momento se encontró sola en el vestíbulo de la sala, ni mucho menos cuando quedó rendida frente al agotamiento. Para cuando volvió a ser consciente de la situación, tardó unos segundos en encontrarse a sí misma adecuada en la mesa en la que estudiaba, con la cabeza apoyada sobre el libro abierto, comprendiendo que había caído rendida sobre sus páginas.
Medio adormilada, sintió que tenía mucha sed, y en lo más en silencio que pudo, se levantó y fue a servirse un poco de agua de la jarra de plata que había al pie de una de las ventanas. Los terrenos del colegio estaban tranquilos y silenciosos: ni un soplo de viento azotaba la copa de los árboles del Bosque Prohibido, y el Sauce Boxeador estaba quieto y tenía un aspecto inocente.
Hermione dejó el vaso y se dispuso a irse a la cama cuando algo le llamó la atención. Le había parecido ver algo rondando por el plateado césped de los terrenos, y con los ojos entrecerrados, se apoyó en la cristalera. Contempló borrosamente la hierba helada y le pareció reconocer una cola de brocha, prácticamente idéntica a la de Crookshanks, acompañada por la silueta de un inconfundible perro negro, peludo y gigante que caminaba con sigilo a su lado.
Sin terminar de entender si aquello que veía era fruto de su imaginación, se frotó esmeradamente los ojos en un intento por despertarse de su trance, y cuando volvió a pegar la nariz al cristal de la ventana y aguzó la vista, no distinguió nada en absoluto entre la maleza.
El gato y el perro habían desaparecido, y con ellos, el interés de Hermione.
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