Capítulo LXIV - Waddiwasi
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXIV —
❝ W a d d i w a s i ❞
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Una vuelta. Otra. Una tercera que le evidenciaba que había perdido la cuenta de ello hacía horas, celebrado por un chasquido con la lengua que adornó el silencio desolador la habitación que lo encerraba en su agonía.
Aún atrapado en la más absoluta oscuridad, Snape irguió la espalda y quedó sentado sobre la cama, sintiendo como el sudor frío le recorría la frente. Exhaló el aire a través de la boca de forma impetuosa, en un intento por oír su respiración: estaba harto de escucharse a sí mismo dando vueltas en un bucle interminablemente doloroso.
Sin pensarlo demasiado, retiró las sábanas a un lado de un gesto brusco y apoyó ambos pies desnudos sobre la piedra fría, intentando habituarse. Comprobó a través del elegante ventanal que tenía bajo hechizo cómo la oscuridad de la noche se cernía sobre él, y suspiró con pesadez al comprender que apenas habían transcurrido unas pocas horas desde que se había encerrado en su habitación, víctima de sus propios demonios.
No perdió más de un minuto en vestirse con su indumentaria habitual, ni medio en abandonar sus aposentos. En menos de lo que se esperaba se encontró vagando por los corredores de las mazmorras como un alma en pena, sin saber muy bien a dónde se dirigía ni con qué propósito: sólo deseaba distraerse para lograr pensar en otra cosa que no fuera la maldita conversación que había presenciado aquella mañana... pero era incapaz de hacerlo.
Se formó un singular estruendo en cuanto decidió pegarle una patada con toda su rabia a una de las armaduras que decoraban el pasillo por el que cruzaba, que ni por asomo logró llegar a pesar más que el propio ruido de sus pensamientos obsesivos. ¡Lupin y Hermione! ¿Cómo había podido ser tan necio de no darse cuenta antes de lo que sucedía frente a sus mismísimas narices?
—¡Oye! —gritó una vocecilla conocida a sus espaldas—. ¡Soy yo el que patea las armaduras en este castillo!
Al girar sobre sus talones, Snape descubrió a Peeves, que levitaba con las piernas cruzadas y el yelmo de la armadura puesto, haciéndolo sonar al sacudir graciosamente la cabeza de un lado a otro. Agarrando con firmeza su varita, la alzó en su dirección y la blandió con furia.
—¡Waddiwasi!
La visera del yelmo, que estando abierta mostraba perfectamente la expresión granuja del poltergeist, se cerró súbitamente de un golpe seco. Ante el hecho, Peeves zumbó de un lado a otro del corredor mientras se acompañaba de sus propios lamentos en un terrible teatro, y Snape volvió a emprender su paso en contradirección, oyendo los ecos de su voz tras de sí.
—¿Qué culpa tendrá el pobre Peeves para que siniestro le trate tan mal?
A pesar de que era plenamente consciente que para el granuja no resultaba más que un divertido juego, el profesor se sintió afectado por sus palabras, encontrando un poderoso sentido en ellas. Había un verdadero culpable en todo aquel asunto. Alguien que merecía sufrir las consecuencias por sus actos, que debía pagar por aquello.
Se dedicó a sí mismo una sonrisa torcida y emprendió entonces su paso firme hacia las escaleras que lo conducirían hasta la planta principal, con un objetivo tan claro que logró aliviar el peso que cargaba sobre sus espaldas con sus propias teorías. Estaba harto de conjeturas: iba a confrontarse con la verdad, dispuesto a arrancarle sus secretos.
Aún era bien entrada noche cuando ascendía la Gran Escalinata. Sabía de antemano que todavía restaban unas horas entre él y su cometido, pero eso no alentó su ritmo. Pronto se encontró deambulando por los pasillos interminables del tercer piso hasta que se halló en el lugar indicado.
Envuelto por la oscuridad, apoyó la espalda sobre la pared de piedra, se cruzó de brazos y permaneció con la mirada fija sobre la madera que conformaba la puerta que le quedaba de frente sin apenas pestañear, como si pretendiera perforarla con sus propios ojos. Se mantuvo inmóvil como una fiera que aguarda a su presa entre la maleza, y casi saboreó su sed de sangre en cuanto, al cabo de unas horas y con el alba por testigo, empezaron a escucharse pasos al otro lado de la puerta.
Un somnoliento y despreocupado Lupin apareció frente a él, bostezando con fuerza y entrecerrando los ojos. Parecía estar todavía tan adormecido que ni se percató de la presencia que lo acompañaba hasta que, una vez hubo cerrado la puerta tras su paso con pocas ganas, se volvió e hizo evidente su sobresalto.
—¡Vaya! —bufó, asustado—. Buenos días.
La reacción de Snape no fue inmediata. Lupin tuvo el tiempo suficiente como para preguntarse qué demonios hacía él allí, pero no pudo manifestar su duda al aire: sin previo aviso, Snape se abalanzó sobre él agarrándole del cuello con una fiereza que le hizo chocar de espaldas a la puerta. Lupin forcejeó como fue capaz para librarse del agarre, pero sus manos le mantenían preso y sus ojos lóbregos le anunciaban un final abominable del que no había escapatoria: sabía que era la ira y no Snape quién le sujetaba.
—¡¿Pero qué te crees que estás haciendo?! —jadeó, intentando apelar a su parte más humana—. ¡Suéltame, Severus!
—¡¿Esperabas salirte con la tuya, bestia inmunda?!
—¡¿De qué demonios estás hablando?!
Ante su intento fallido por razonar con él, su ingenio actuó con inmediatez: como todas las mañanas, recordó que resguardaba su varita en el hondo bolsillo derecho de su túnica raída. Decidido, permitió que las manos que le apretaban el cuello forzaran el agarre al apartar él una de sus extremidades, y con una rapidez asombrosa se hizo con la varita y apuntó a su compañero.
—¡Everte statum!
Snape fue arrojado contra el muro opuesto del corredor, precedido por el sonido de un golpe en seco. Lupin, que se había llevado las manos al cuello e intentaba recuperar el aire que le faltaba, clavó su mirada glauca sobre él, y quedó estupefacto en cuanto lo vio erguirse sin parecer importarle en lo más mínimo la contundencia que había tenido el impacto. Se encontraba lejos de poder llegar a imaginarse lo insignificante que resultaba el dolor físico frente al que sentía su alma marchita.
—Lo sé todo —se pronunció Snape—. Sé que algo ocurre entre la Srta. Granger y tú.
Lupin sintió cómo la sangre dejaba de circular por sus venas.
—No es nada de lo que puedas llegar a imaginarte.
Lejos de sentirse complacido con su respuesta, Snape mostró las llamas de cólera que aún danzaban en sus ojos negros.
—¿Eres tan canalla como para contradecirte ante unos hechos más que evidentes? —espetó, apretando los puños hasta dejar sus nudillos pálidos—. Todo apunta a que tu trato con ella no es estrictamente profesional.
Ajustándose el cuello de su camisa de lino, Lupin intentó encontrar las palabras adecuadas.
—Severus... yo no...
—A Dumbledore le interesará mucho saber que te dedicas a escribirle notitas, que la citas en tu despacho y que murmuras en su oído por los pasillos —lo interrumpió Snape—. A partir de ahí, que el anciano saque sus propias conclusiones.
—Te estás equivocando —insistió él.
—Tienes suerte que sea el director quien dictamine lo que te ocurra a partir de ahora. Si por mi fuera, no saldrías vivo de este pasillo.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano por no volver a abalanzarse sobre él, Snape emprendió su resonado paso hacia la Gran Escalinata. Lupin, que sabía que no podía dejarle marchar sin más, tomó la descabellada decisión de sincerarse con él.
—Hermione ha estado ayudándome a enseñarle a Harry a conjurar su patronus.
Aquellas palabras frenaron el paso de Snape, que transcurridos unos segundos rió amargamente, inundando el corredor con su sonido.
—De todas las mentiras que has llegado a inventar a lo largo de tu vida, esta es la más lamentable.
—No te pido que me creas. Te estoy ahorrando un viaje —alegó Lupin con algo más de serenidad—. Dumbledore me dio su aprobación con respecto a esto.
Snape giró sobre sí mismo para volver a mirarle directamente a la cara.
—¿Sí, Lupin? —suspiró en un tono meloso que resultaba desgarrador—. ¿También te dio su aprobación para que la llevaras en brazos hasta su dormitorio en horas intempestivas?
—Eso fue una consecuencia.
—Una consecuencia de tus mentiras, maldito sinvergüenza.
—Vuelves a errar el tiro —aseguró Lupin, dando un paso al frente—. Aquella noche la cité junto a Harry en mi despacho para que él hiciera una demostración de lo aprendido. Mandé al muchacho a su dormitorio una vez concluyó la prueba y aproveché para agradecerle a Hermione su labor. Ella aceptó mi sugerencia de enfrentarse al boggart del armario... y...
Sus palabras fallaron al recordar la imagen del cuerpo sin vida en el que se reflejaba el temor más oscuro de Hermione. Ante aquel repentino y desconcertante silencio, Snape alzó la barbilla.
—Continúa.
Con toda la convicción que fue capaz de emplear en su gesto, Lupin se enfrentó de nuevo a sus ojos inquisidores.
—El boggart le mostró algo tan extremadamente cruel para ella que sufrió un ataque de pánico —explicó pausadamente, intentando ahorrar los detalles—. Apenas podía mantenerse en pie. Por eso tuve que cargarla en brazos hasta su dormitorio.
Toda la coraza de odio y resentimiento que Snape había construido para sí pareció empezar a hacerse añicos con la imagen desolada de Hermione. Eso era más de lo que podía llegar a soportar cualquier estúpido orgullo.
—¿Cruel? —repitió con lentitud—. ¿Qué fue lo que vio?
Lupin recordó la promesa que le había hecho.
—Eso no puedo decírtelo.
Aquella respuesta hizo que Snape pestañeara un par de veces, atónito ante lo que oía.
—¿Cómo dices?
—Es algo que ella me pidió mantener en secreto. No pienso faltar a mi palabra.
Su ceño se frunció de nuevo.
—Lupin, más te vale que me digas lo que...
—No, Severus —lo detuvo él—. Si ella se ve en disposición de contártelo, es libre de hacerlo, pero a mi no me sonsacarás información.
Queriendo zanjar aquel asunto de una vez por todas, Lupin pasó de largo mientras se ajustaba el cuello de la camisa, dejando a sus espaldas una solemne figura que no se movió ni un ápice de donde se encontraba.
Snape pensó que, con toda probabilidad, debía estar saliéndole humo de las orejas.
***
Hermione volvió a contemplar con inapetencia el reflejo que le devolvía el espejo aquella mañana. Se había mojado la cara con agua fría con la firme intención de hacer desaparecer el demacrado rostro que contemplaba frente a sí, pero resultó en vano: el agotamiento seguía formando parte de sus facciones, y era perfectamente consciente de por qué. Apenas había podido dormir unas escasas horas después de lo sucedido la noche anterior.
Se dejó corromper por las mismas preguntas que la habían atosigado durante horas mientras se cepillaba el pelo, intentando encontrarles una respuesta que ansiaba poseer.
Sintió un escalofrío al recordar la sonrisa inquietante de Sirius Black. Era inevitable preguntarse si aún seguiría merodeando por el castillo a sus anchas, escondido en cualquier rincón por el que pudieran llegar a encontrarse tarde o temprano.
A su inquietante presencia le sumaba el misterio que rodeaba a Peter Pettigrew, la sombra que parecía haberles tomado el pelo y dejado en ridículo con el profesor Lupin. ¿Era el mapa capaz de equivocarse? ¿De dónde habría salido aquel condenado artefacto que les había metido en semejante lío?
Sin embargo, la actitud de Snape para consigo era lo que recordaba más dolorosamente y en lo que pensaba continuamente. Se sentía humillada y desplazada, completamente fuera de lugar. No sabía cómo se enfrentaría a verle después de lo sucedido, y mucho menos si se dirían algo que remediara aquella condenada situación que la asfixiaba.
Aceptando finalmente que no podía hacer mucho más por su aspecto, Hermione salió del baño, se equipó con su mochila cargada de libros y salió de la habitación compartida, perdiéndose escaleras abajo. Harry y Ron la esperaban para ir juntos a clase de Adivinación, hecho que fastidió, más si cabe, su mal humor.
—¿Sabes una cosa, Hermione? —le dijo Ron mientras salían por el agujero del retrato, fijándose en su aspecto—. Creo que estás a punto de estallar. Tratas de abarcar demasiado.
Los tres anduvieron por los interminables corredores usuales hasta que se encontraron a los pies de la escalera que llevaba a la clase de la profesora Trelawney. Subieron por la trampilla y entraron en la oscura y sofocante sala de la torre. En cada mesa había una brillante bola de cristal llena de neblina nacarada. Harry y Ron se acomodaron en una de las mesas, y Hermione esperó paciente en otra la llegada de Susan, que se presentó unos minutos después.
—Creía que no veríamos las bolas de cristal hasta el próximo trimestre — susurró la pelirroja, echando un vistazo a su alrededor por si la profesora Trelawney estaba cerca.
—No te quejes, esto quiere decir que ya hemos terminado con la quiromancia —objetó la castaña, haciendo evidente su fastidio—. Me ponía enferma verla dar respingos cada vez que me miraba la mano.
La profesora Trelawney hizo su habitual entrada teatral surgiendo de las sombras.
—¡Buenos días a todos! —exclamó con emoción, sentándose de espaldas al fuego y mirando alrededor—. He decidido que empecemos con la bola de cristal algo antes de lo planeado. Los hados me han informado de que en vuestro examen de junio saldrá la bola, y quiero que recibáis suficientes clases prácticas.
—Bueno, de verdad... los hados le han informado... —bufó Hermione sin preocuparse de bajar la voz—. ¿Quién pone el examen? ¡Ella! ¡Qué predicción tan asombrosa!
Era difícil saber si la profesora Trelawney la había oído, ya que su rostro estaba oculto en las sombras. Sin embargo, prosiguió como si no se hubiera enterado de nada
—Mirar la bola de cristal es un arte muy sutil —explicó en tono soñador—. No espero que ninguno vea nada en la bola la primera vez que mire en sus infinitas profundidades. Comenzaremos practicando la relajación de la conciencia y de los ojos externos con el fin de liberar el ojo interior y la superconciencia. Tal vez, si tenéis suerte, algunos lleguéis a ver algo antes de que acabe la clase.
Y entonces comenzaron. Hermione, que intentaba vaciar la mente de pensamientos que continuamente pasaban por ella, se sintió rematadamente idiota mirando aquella bola de cristal, e hizo evidente su descontento chascando la lengua sin parar mientras Susan prorrumpía continuamente en risitas mudas.
—¿Habéis visto ya algo? —les preguntó Harry desde su asiento después de mirar la bola en silencio durante un cuarto de hora.
—Sí, aquí hay una quemadura —señaló Susan, observando el mantel que cubría la destartalada mesa sobre la que practicaban—. A alguien se le ha caído la cera de la vela.
—Esto es una horrible pérdida de tiempo —exclamó Hermione entre dientes.
Acompañada por el susurro de la falda, la profesora Trelawney pasó por su lado.
—¿Alguien quiere que le ayude a interpretar los oscuros augurios de la bola mágica? —susurró con una voz que se elevaba por encima del tintineo de sus pulseras.
—Yo no necesito ayuda —aseguró Ron—. Es obvio lo que esto quiere decir: que esta noche habrá mucha niebla.
Harry, Susan y Hermione estallaron en una carcajada sin precedentes.
—¡Venga! —les llamó la atención la profesora, al mismo tiempo que todo el mundo se volvía hacia ellos—. Estáis perjudicando nuestras vibraciones clarividentes.
Con la atención de la clase recayendo sobre sí, se aproximó a la mesa que compartían Harry y Ron y observó su bola de cristal. Hermione, que se imaginaba lo que pasaría a continuación, se apretó el puente de la nariz con exasperación.
—¡Aquí hay algo! Algo que se mueve... pero, ¿qué es? —alegó Trelawney, que quedaba doblemente reflejada en la bola de cristal y en sus grandes gafas—. Muchacho... está aquí, más claro que el agua. Sí, querido muchacho... está aquí acechándote, aproximándose... el Gr...
—¡Por Dios santo! —suspiró Hermione con todas sus fuerzas, clavando sus puños sobre la mesa y haciendo tambalear la bola—. ¿Otra vez ese ridículo Grim?
La profesora Trelawney se incorporó al instante, levantando sus grandes ojos, y la contempló con ira.
—Querida mía. Siento decirte que desde que pusiste un pie en esta clase, resultó evidente que carecías de lo que requiere el noble arte de la adivinación. En realidad, no recuerdo haber tenido nunca un alumno cuya mente fuera tan incorregiblemente vulgar —espetó la mujer, acercándose hasta su mesa—. Serás joven, pero tu corazón está mustio como el de una añeja doncella, amargada, seco como las páginas de los libros a los que tan desesperadamente te entregas.
Hubo un momento de silencio en el que la sangre de Hermione hirvió a tal extremo que la impulsó a levantarse de su asiento con expresión desafiante.
—¿Sabe qué le digo? ¡Abandono! —despotricó abiertamente mientras acogía su pesada bolsa sobre su hombro—. ¡No pienso aguantar un minuto más metida en este agujero!
Ante el asombro de toda la clase, arrojó la bola de cristal de su mesa al suelo, se dirigió con paso firme hacia la trampilla, la abrió de un golpe y se perdió escaleras abajo, siendo la imagen de una Trelawney boquiabierta la última que presenció de aquel infierno terrenal.
Anduvo decidida de vuelta a la sala común con el ceño fruncido y los labios apretados, y una vez se encontró en la soledad de su cuarto, se desprendió rápidamente de su pesada bolsa y se sentó en el suelo, junto a uno de los ventanales de cristal, perdiendo sus ojos marrones en el paisaje soleado.
Estuvo a punto de echarse a llorar, comprendiendo que Ron tenía razón. Estaba saturada de preocupaciones, responsabilidades y sentimientos a flor de piel. Aquello se había convertido en un sinvivir que la había alejado por completo de su objetivo por mejorar: se estaba perdiendo a sí misma en el proceso.
Con los ojos acristalados, echó un vistazo a su escritorio y vislumbró entre todos los volúmenes de estudio la novela de Jane Austen. Sin pensarlo demasiado, se levantó del suelo y lo tomó entre sus manos, pasando sus páginas y oliendo el aroma añejo que irremediablemente desprendían. Tenía muchas ganas de seguir leyéndolo, pero no había encontrado el momento... hasta ahora.
Sintiéndose empoderada por el símbolo en el que aquel libro se había convertido, lo tomó con fuerza entre sus brazos, aferrándolo contra su pecho, y decidió abandonar la sala común en busca de un lugar tranquilo para poder dedicarse en cuerpo y alma a su lectura. Se le ocurrió la idea de acudir a la orilla del Lago Negro mientras descendía la Gran Escalinata, y con algo más de entusiasmo bajó apresurada los escalones, deseosa por llegar y abstraerse de todo cuanto le dolía.
Al salir del castillo la acogió una brisa divina que acarició su piel a medida que caminaba, cruzando el puente cubierto y la pradera con los ojos entrecerrados, disfrutando de la sensación. Llegó al Lago Negro y contempló el horizonte, exhalando el aire fresco como un ritual con el que purificar sus instintos. Recorrió lentamente la orilla en dirección opuesta al castillo, concentrada en admirar las pisadas que trazaba sobre la tierra y el sonido de su andar, y caminó un buen trecho hasta que un carraspeo la sacó de su ensoñación.
Al levantar la vista, sintió cómo los latidos de su corazón se le arremolinaban en la garganta, dejándola sin respiración: descubrió a la silueta que la acompañaba sentada en una de las grandes rocas, orientada hacia las aguas.
Snape y ella se contemplaron a los ojos durante unos instantes en los que ninguno supo articular palabra. Hermione, que usualmente disfrutaba perderse en su mirada lóbrega, se sintió afligida por aquel contacto por primera vez en mucho tiempo.
—Eh... yo... —balbuceó sin remedio, apartando la mirada cuando sintió que era superior a sus fuerzas—. Disculpe la molestia, profesor...
Reencontrándose con los pasos que había trazado en su camino, decidió que la mejor alternativa era volver por dónde había venido, y al hacer ademán de irse, aquella voz profunda le acarició los oídos.
—Espere, Granger —la llamó él con sosiego, deteniendo sus intenciones y logrando que volviera a girarse en su dirección—. ¿No tiene clase?
Hermione le dedicó una sonrisa torcida, en la que Snape logró comprender muchos matices.
—La tenía —se sinceró ella, recordando lo ocurrido—. Es una lástima que la profesora Trelawney y mi ojo interior no hayan congeniado nada bien.
Para su sorpresa, el hombre imitó su gesto.
—¿Qué ha dicho esa desequilibrada esta vez?
Los pómulos de la muchacha adquirieron un intenso carmesí. No estaba muy segura de si se trataba de las palabras que Trelawney había proferido sobre ella, o si por el contrario era aquel repentino encuentro el que la hacía sentir avergonzada.
—No es nada... —suspiró—. Yo...
—Suéltelo —exclamó él—. Se sentirá mejor.
Atreviéndose a dar unos pasos por delante, Hermione se perdió en el movimiento súbito del agua.
—Me es indiferente carecer de estúpidas aptitudes para comprender la Adivinación. No hay asignatura que me parezca más ridícula e inservible que esa —espetó, sintiéndose liberada—. Pero la profesora ha querido ir más allá, asegurando que soy mustia como una anciana amargada.
—¿Y ha sido tan necia como para creérsela? —bufó Snape—. A decir verdad, la creía más inteligente. Hay mucho que Sybill debe envidiar de una bruja como usted.
La muchacha hizo grandes esfuerzos por reprimir la sonrisa que amenazaba con surcar sus mejillas después de oír sus palabras, y el hombre, que había tomado como suya la agonía que ella hubiera podido sentir durante aquellos días infernales, se sintió aliviado al verla.
—Se... se lo agradezco —admitió ella, experimentándose más confiada de sí misma—. Necesitaba huir de esa clase, y he pensado que podía aprovechar la ocasión para leer un poco... no estoy segura de si le molesto aquí.
—No haga preguntas para las que no le gustará oír la respuesta —dictaminó con una seriedad más propia en él, provocando en Hermione una ternura que la inundó de pies a cabeza—. Acomódese donde pueda.
Intentando ignorar su propio retraimiento, la muchacha dio unos pasos más y se sentó sobre la misma roca con las piernas cruzadas, apenas a un metro de distancia de él. Pasándose un mechón de pelo tras la oreja, abrió de nuevo el libro y encontró la marca que había trazado en la última página leída, retomando así su lectura. Sin embargo, a medida que recorría las oraciones con sus ojos castaños se hacía más que evidente que no lograba concentrarse, demasiado intrigada por su acompañante como para centrar la atención en nada más.
—Por Merlín, Granger —suspiró Snape unos minutos más tarde, consciente de la situación—. Suéltelo ya.
—¿Tanto se me nota?
El profesor hizo rodar los ojos con fastidio, evidenciando su respuesta, y ella, sonriendo, cerró el libro.
—No pensaba encontrarle aquí —aseguró ella—. Me pregunto si le ha traído algo en especial.
—Está claro que la discreción no es lo suyo —suspiró él amargamente—. Y aunque no es de su incumbencia... puedo decirle que he venido a disiparme. En ocasiones soy demasiado obstinado.
En silencio, Hermione recorrió sus rígidas facciones, desde el nacimiento de su pelo azabache por encima de su frente, descendiendo por su ceño marcado y sus ojos oscuros hasta pasar a su prominente nariz, sus labios discretos y su barbilla marcada para llegar a su cuello pálido, cubierto por su levita.
—Eso es algo que me gusta de usted —objetó, sin pararse a pensar si realmente lo habría dicho en voz alta.
Snape, viéndola de reojo y sintiendo cómo sus palabras calaban hondo en él, supo que se había equivocado con ella. Le había mostrado su lado más amargo cuando ella nunca había sido merecedora de eso, y entendió que su propia reacción se debía a que se había disgustado porque aquel año había adquirido con ella una complicidad que no tenía con nadie más. Quizá por eso le dolía ver que ella era capaz de entablar una relación semejante con alguien que no fuera él. Había temido como un verdadero condenado perder aquel lazo que inexplicablemente les unía, y ahora, teniéndola junto a sí, resultaba más que evidente que no sólo permanecía atado y bien atado, sino que su nudo se había reforzado.
—Toda cara amable tiene su lado oscuro, Granger —admitió en un suspiro, completamente avergonzado de su conducta—. Siento habérselo demostrado así la noche anterior.
El agradable cosquilleo de las mariposas que Hermione sintió volar en su estómago provocó que, finalmente, le dedicara una sonrisa repleta de ternura.
—No se preocupe, profesor —exclamó ella cuando él se atrevió a mirarla—. Habiéndomelo dicho, me siento mucho más tranquila.
—Yo también.
Ambos perdieron sus miradas en el horizonte, sepultados en un silencio sagrado con un pensamiento compartido: se encontraban justo donde querían estar.
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