Capítulo LXIII - Dispergo
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXIII —
❝ D i s p e r g o ❞
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Todos se precipitaron hacia la puerta como si les fuera la vida en ello, sin ningún tipo de orden ni cortesía, y se lanzaron por la escalera de caracol. Las puertas se abrían tras ellos y los interpelaban voces somnolientas, preguntándoles a qué se debía tanto jaleo. Algunos alumnos habían bajado poniéndose la bata y bostezando, acudiendo al vestíbulo que había quedado atiborrado de los restos de la fiesta.
—¡Estupendo! —exclamó Fred—. ¿Continuamos?
—¡Todo el mundo a la cama! —ordenó Percy, apartando a los alumnos y colocándose, mientras hablaba y daba órdenes, su insignia de Premio Anual en el pijama—. ¿Se puede saber a qué viene este desorden?
—¡Sirius Black! —gritó Ron con la voz entrecortada, notablemente afectado—. ¡Estaba en nuestro dormitorio!
Todos los presentes contuvieron la respiración.
—¡Absurdo! —suspiró Percy—. Has comido demasiado, Ron. Eso ha sido una pesadilla.
—Te digo que...
—¡Venga, ya basta!
La profesora McGonagall había irrumpido en el lugar con su bata de tejido escocés y su redecilla en el pelo, mirando furiosa a su alrededor.
—¡Me encanta que Gryffindor haya ganado el partido, pero esto es ridículo! ¡Percy, no me esperaba esto de ti!
—¡Le aseguro que no he dado permiso, profesora! —comentó el Premio Anual, indignado—. ¡Precisamente les estaba diciendo a todos que regresaran a la cama! ¡Mi hermano Ron ha tenido una pesadilla y...!
—¡No ha sido ninguna pesadilla! —lo interrumpió el pelirrojo—. ¡Profesora, me he despertado y he visto a Sirius Black frente a mí, con un cuchillo en la mano!
—No digas tonterías, Weasley —murmuró McGonagall, haciendo rodar los ojos—. ¿Cómo iba a pasar por el retrato?
—¡Pregúnteselo usted misma! —sugirió Ron, señalando con el dedo la parte trasera del cuadro que protegía la entrada.
Mirando a Ron con recelo, la profesora McGonagall abrió el retrato y salió, para inmediatamente volver a entrar en la sala común. Hermione, al igual que sus compañeros, comprendió que el caballero debía haberse movido nuevamente, y entre todos registraron con la mirada los cuadros que reinaban en las paredes del vestíbulo, encontrándolo dibujado en el lienzo de Valeria Myriadd, junto a quien tomaba el té, completamente ajeno a la preocupación general.
—¡Sir Cadogan! —lo llamó la profesora, acercándose hasta el cuadro.
—¿En qué puedo servirla, gentil señora? —sonrió él, alzándose con rapidez de su asiento y sacudiendo la mesita sobre la que dejaban sus tazas.
—¿Ha dejado usted entrar a un hombre en la torre de Gryffindor?
—¡Já! ¡Casualmente, buena dama, conocía la contraseña! —sonrió él, desplazándose hacia el cuadro de Oraclitus Spheer—. ¡Tenía toda una lista, en realidad, en un pedacito de papel!
Todos los alumnos en la sala común contuvieron la respiración, y McGonagall, que se había quedado blanca como una tiza y estaba estupefacta, se volvió hacia ellos.
—¿Quién ha sido? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Quién ha sido el tonto que ha escrito las contraseñas de la semana y las ha perdido?
Se formó un silencio aterrador entre los presentes, roto por un leve grito de pánico: Neville, temblando desde los pies calzados con zapatillas de tela hasta la cabeza, levantó muy lentamente la mano.
Nadie pudo pegar ojo en la torre de Gryffindor aquella noche. Sabían que el castillo estaba volviendo a ser rastreado, por lo que permanecieron despiertos, esperando a saber si habían atrapado a Black: no fue hasta el amanecer que la profesora McGonagall volvió para informarles de que se había vuelto a escapar.
Por cualquier sitio por el que pasaran durante los días siguientes al suceso, encontraban medidas de seguridad mucho más rigurosas. El profesor Flitwick había instruido las puertas principales para que reconocieran una foto de Sirius Black, y Filch había tapado cualquier pequeña grieta de las paredes de los pasillos hasta las ratoneras con tablas.
La Dama Gorda, que había sido restaurada magistralmente, volvió a proteger la entrada a la sala común de Gryffindor ante el reciente despido de Sir Cadogan como guardián. El caballero había sido devuelto al solitario descansillo del séptimo piso, hecho que le había deprimido profundamente y que preocupaba de sobremanera a Hermione y a Damara Dodderidge, quienes trataban constantemente de subirle el ánimo y lo distraían mediante relatos maravillosos que le recordaran su paso por la vida.
Ron se había convertido repentinamente en una celebridad, y por primera vez la gente le prestaba más atención a él que a Harry, cosa que se evidenciaba que le complacía. Aunque seguía asustado por lo ocurrido aquella noche, le encantaba contarle a todo el mundo los pormenores de lo ocurrido con todo lujo de detalles, algunos más adornados de fantasía que otros.
—Estaba dormido y oí rasgar las cortinas, pero creí que estaba ocurriendo en un sueño. Entonces sentí una corriente... me desperté y vi que una de las cortinas de mi cama estaba caída —explicaba él frente a un grupo de chicas de segundo año—. Al darme la vuelta lo vi ante mí, como un esqueleto, con toneladas de pelo muy sucio, empuñando un cuchillo largo y tremendo. ¡Debía de medir treinta centímetros! Él me miró, yo lo miré, entonces grité y salió huyendo.
Hermione, que masticaba con inapetencia la avena de su bol, cruzó una fugaz mirada con Cedric, adecuado justo frente a ella: ambos negaron con la cabeza y sonrieron, sabiendo que compartían el mismo fastidio al escuchar por tercera vez consecutiva la exacta historia desde que se habían sentado a desayunar.
Intentando ignorar el desenlace de la narración, la muchacha distrajo como habitualmente lo hacía su atención en la inmensa estancia, admirando sus altísimas paredes y sintiéndose diminuta entre ellas. El madrugar se había convertido en un ritual sagrado año tras año, y a pesar de los cambios era capaz de retener en la memoria cada detalle que acontecía día sí y día también: la primera en llegar siempre era la profesora Babbling, que se encargaba de encender las velas flotantes; la seguían de muy cerca la profesora Sinistra y la profesora Vector, junto a quien se acomodaban para recibir el amanecer. La profesora McGonagall solía acudir temprano al desayuno, en ocasiones acompañada por el director y sus inacabables ganas de conversar. Normalmente el profesor Binns, la profesora Burbage y el profesor Snape se disputaban el quinto puesto, y a Hermione y a Susan les encantaba apostarse cuál de los tres haría primero acto de presencia. Aquel año, sin embargo, se habían topado con un rival sin precedentes: el profesor Lupin se adentraba en el Gran Comedor, siempre con pocos minutos de diferencia, antes que cualquier otro.
No fue extraño que ambas chicas repitieran apuesta aquella misma mañana, acertando el tiro al descubrir el rostro pálido y cicatrizado del hombre, que se mostró afable al pasar junto a ellos, deseándoles un buen día. Sin embargo, ninguna hubiera apostado que aquel mismo día el profesor Lupin se detendría en su mesa compartida, ni menos que su atención se centraría en una de ellas.
—¿Puedo hablar contigo un momento, Hermione?
La muchacha, con la curiosidad a flor de piel, asintió con timidez.
—Por supuesto, profesor.
A pesar de que Ron se había detenido en su relato, Hermione no vaciló al levantarse, aún sabiendo que la mirada de sus compañeros debía estar acompañándoles, y siguió el paso sosegado del profesor Lupin hasta el vestíbulo, deteniéndose junto a él en uno de los rincones de la inmensa sala.
—¿Qué quería decirme? —ansió saber en cuanto el hombre correspondió su mirada, detenido frente a ella.
Una sonrisa afable adornó, como usualmente lo hacía, las mejillas rasuradas de Lupin, aunque aquella vez se distinguía cierto atisbo de ironía en ella.
—Tutéame —murmuró él—. Creo que sabemos demasiado el uno del otro como para tomarnos tantas formalidades.
—Sí, quizá tenga... tengas razón —rió nerviosamente la muchacha—. Entonces... ¿qué querías comentarme?
—Para empezar, quería saber cómo estás —comentó él, admirándola de pies a cabeza—. ¿Has podido recobrar fuerzas?
Hermione se pasó un mechón de pelo tras la oreja en un gesto tímido, evidenciando lo extraño que aún le resultaba que su profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras conociera su gran secreto.
—Sí... fue muy difícil para mí afrontar una situación así —expuso con sinceridad, intentando no temer el sentirse vulnerable ante él—. Sin embargo, tuve la inmensa suerte de que estuvieras allí. No me cansaré de agradecerte todo lo que hiciste por mí... Remus.
La sonrisa de Lupin derivó en una tierna carcajada que logró aplacar parte de sus temores internos.
—¿Tan mal suena mi nombre?
De nuevo, Hermione se sintió incapaz de no devolverle la cortesía, riéndose con ternura.
—Es extraño decirlo después de tantos meses tratándote de usted.
—Es normal, supongo que te acostumbrarás —asintió él, restándole importancia al asunto—. Te agradezco mucho que seas tan amable conmigo, pero no he venido a buscarte para eso. Creo que hay algo que deberías saber.
En la sala contigua, Susan, que masticaba alegremente un par de tritones de jengibre, ni se imaginaba que aquella mañana había acertado en su veredicto, puesto que cada vez que lo hacía en favor del profesor Snape acababa perdiendo estrepitosamente, como si éste le transmitiera una mala suerte inexplicable: el hombre era justo el que se encontraba a punto de evidenciarse como el segundo en llegar tras la venida de Lupin, y lo hubiera hecho sin dudarlo, atravesando el Gran Comedor con su habitual andar firme y contundente, si no fuera porque al abandonar las mazmorras y emprender su rumbo a través del inmenso vestíbulo se vio abstraído en la conversación que mantenían a escondidas un par de figuras a las que bien conocía y que no habían logrado verle.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Hermione, completamente ajena, tanto como Lupin, de que su conversación había dejado de ser privada.
—Severus sospecha —sentenció el mayor, inclinándose ligeramente hacia ella—. Hace unos pocos días me abordó con varias preguntas, y temo que sepa más de lo debido.
La muchacha se cubrió la boca con ambas manos durante unos instantes en los que su fortaleza interior parecía desmoronarse bajo el peso de sus palabras.
—No le habrás dicho nada, ¿verdad? —quiso asegurarse al recuperar por fin el aliento.
—Por supuesto que no —la tranquilizó él.
—Menos mal... —suspiró ella—. Necesito que esto quede entre tu y yo.
—Está bien —asintió Lupin con voz tenue—. Pero creo que sería conveniente que habláramos acerca de ello.
Hermione, durante los días precedentes al suceso, había temido verdaderamente que aquel momento fuera a llegar, siendo incapaz de concienciarse de que tarde o temprano sucedería. Sin embargo, sus cartas habían sido descubiertas y sabía que ya no había marcha atrás, por lo que tomó una profunda y curativa bocanada de aire y se atrevió a mirar a Lupin a los ojos sin flaquear.
—¿Crees... crees que este es el lugar adecuado? —titubeó sin remedio.
Una implícita sonrisa torció levemente las comisuras de los labios del profesor.
—Tienes razón —admitió él—. Será mejor que vayamos a mi despacho.
Ambos acompasaron una vez más su andar hacia la Gran Escalinata, prendiendo con su partida la furia de un volcán que estaba apunto de hacer erupción en el mismísimo Severus Snape, quien se encontró atestado de una vehemencia que consiguió hacerle olvidar por completo cualquier sentido que poseyera aquella realidad absurda, amarga y traicionera que lo mantenía cautivo y se reía de él.
Lejos de imaginarse que algo parecido pudiese estar sucediendo entre las paredes del castillo, Hermione y el profesor Lupin se adentraron en la soledad del despacho, encontrándose el uno frente al otro una vez hubieron reafirmado que nadie podría escuchar su conversación.
—Me imagino que lo que el boggart mostró obedece a un profundo sentimiento que albergas —empezó así el mayor, consciente de la dificultad que debía suponer para la muchacha enfrentarse a la conversación.
—Lo es, Remus, y lo sabes —le sorprendió ella con la valentía de una verdadera Gryffindor, expresándose sin tapujos—. Estoy enamorada del profesor Snape.
Su sentencia trajo consigo un silencio ensordecedor que sólo Lupin se atrevió a romper, transcurridos unos tortuosos instantes plagados de reflexión por ambas partes.
—Sí, eso imaginé.
La liberación que había supuesto para Hermione decir aquello en voz alta la empoderó para seguir adelante.
—Me ha costado mucho aceptar lo que siento. El amor es una ciencia tan disparatada que a veces resulta imposible comprenderla, por más que me haya esforzado en hacerlo —se sinceró—. Sé que es algo insólito... comprendo que estés escandalizado.
—No te mentiré. Me ha sorprendido, pero no me escandaliza. Siempre hay que tomarse con respeto los sentimientos de los demás —alegó Lupin con total convicción—. Tú no te preocupes, Hermione: enamorarse es muy bueno. Peor es quien nunca se enamora.
Sus palabras colmaron a la chica de una emoción indescriptible, la que la llevó a actuar sin apenas pensar en lo que haría a continuación: sin previo aviso, se abrazó al profesor Lupin con fuerza y apoyó su cabeza sobre su pecho, sintiéndose envuelta en la eterna seguridad que él le transmitía.
—Gracias... gracias... —murmuró sin separarse un centímetro—. Valoro mucho que te lo tomes con tanta filosofía...
Lupin, que se sentía complacido con aquella muestra de afecto, la correspondió con un efecto casi paternal, arropándola contra su pecho.
—Hay que ser muy valiente para mostrar los sentimientos —le aseguró—. El logro es tuyo, no mío.
Una vez ambos tuvieron la certeza de que el contacto había cumplido su efecto sanador, se separaron para volver a contemplarse entre sí, sabiéndose cómplices el uno del otro.
—¿Me guardarás el secreto? —le preguntó Hermione, como una reafirmación de la certeza que ya poseía.
—Lo haré, así como tu lo has hecho con respecto a mi licantropía —le aseguró Lupin—. Lo único que debo pedirte encarecidamente es que no hagas nada de lo que puedas arrepentirte. No quiero que perjudiques tu futuro, ni a ti misma.
Hermione le dedicó una sonrisa torcida, sin acabar de comprender si aquella sentencia le transmitía su simple preocupación o realmente la advertía. Aún así, sabía que él tenía razón: desde el instante en que había comprendido lo que le ocurría respecto al profesor Snape que conocía los riesgos, seguramente mejor que nadie.
—Lo cierto es que es algo que me preocupa —admitió, permitiendo que la espontaneidad de sus pensamientos hablara por ella.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Lupin, apoyándose ligeramente sobre su escritorio.
—Cuando hablo de la suerte que tuve al tenerte a mi lado en un momento tan difícil para mí, no sólo me refiero al apoyo que suponías —esclareció la muchacha—. ¡Imagínate que hubiera ocurrido en tu clase, frente a mis compañeros! O si me hubiera topado con el boggart mientras deambulaba libre por el castillo. ¿Cómo se supone que voy a mantener este secreto bajo llave si me llego a ver tan expuesta?
Lupin se rascó la barbilla, pensativo.
—Tienes toda la razón. Te encuentras en una tesitura que, si bien te compromete más que la de Harry, es prácticamente igual de peligrosa —reconoció él—. Creo que es mi deber ayudarte, así como lo hemos hecho con él.
—Pero es distinto —alegó ella—. A Harry le enseñamos a enfrentarse a un dementor, y no al miedo en sí mismo.
—Tu caso es más complejo, pero no es una batalla perdida.
El profesor Lupin, irguiéndose de nuevo, se paseó por el despacho durante unos instantes en que Hermione le contempló con absoluta fidelidad, viéndole suspirar. Parecía que estuviera mentalizándose para afrontar lo que él mismo fuera a decir.
Cuando se vio al fin capaz de manejar la situación, el hombre se acomodó en el renglón que separaba las dos alturas de la sala e invitó a Hermione a acompañarle con un simple y cordial gesto con la mano.
—El miedo a la pérdida de un ser querido nos acompaña desde que nacemos. Es una incertidumbre acerca del estado de bienestar, ya sea el propio o el de los seres a los que amamos, pero se trata de una condición humana que tiene correspondencia con la vida, puesto que si vivimos, también podemos morir —aseguró, viéndose inmerso en sus propias ideas—. Nos encontramos a su merced ya que nos sentimos en peligro de sufrir algo muy doloroso y queremos evitarlo a toda costa, pero se nos olvida que no hay que temer a la muerte sino comprenderla, y asumir su certeza hará que valores mucho más la vida en sí misma y su esencia, que es lo que realmente importa. Ese es el primer paso: conseguir que seas capaz de presenciar al boggart en su forma más cruel y no te dejes vencer por tu temor, sino que lo aceptes como una parte de ti.
Sin previo aviso, apoyó una de sus manos sobre el hombro de la muchacha y focalizó su atención en los ojos castaños de ella, como si pretendiera transmitirle así toda su fortaleza.
—¿Crees que seré capaz de lograr algo así?
—No solo lo creo, Hermione —sonrió él, logrando su cometido—. Estoy convencido de que lo conseguirás.
***
Con dicha confianza y la promesa de su ayuda, la muchacha abandonó el despacho a tiempo para prepararse para la primera de sus clases con un humor inmejorable. La conversación que había mantenido con el profesor Lupin no sólo había irradiado con su luz esperanzadora su temor más oscuro, sino que la había hecho reflexionar profundamente acerca de sus decisiones y la importancia que éstas tenían en su vida.
Después de una jornada atareada y en bien entrada noche, Hermione se vio impulsada a despreocuparse por primera vez de toda la faena que la atosigaba y se decantó por realizarse con algo que echaba mucho de menos: tocar su guitarra, la que descubrió del polvo acumulado tras meses de olvido. Después de la cena, bajó la escalera de caracol con el instrumento en mano y el ímpetu en el corazón, se acomodó en uno de los sillones del vestíbulo de la sala común y acarició las cuerdas con nostalgia, preguntándose si aún recordaría alguna canción.
Harry, que era el único que la acompañaba, hundido en su asiento y con el curioso mapa que Fred y George le habían regalado extendido de mano a mano, la miró divertido.
—¿No se supone que los artefactos muggles no funcionan en el castillo? —preguntó, recordando las propias palabras de ella—. Ya sabes... por la alta concentración de magia en el lugar y todo eso.
—Pequeños trucos que me guardo —sonrió Hermione, que quiso ilustrarle sacando la varita y apuntando directamente sobre el instrumento—. Dispergo.
A pesar de que la centella rodeó con su magia la guitarra, esta pareció quedar intacta, como si nada hubiera ocurrido: sin embargo, en cuanto la muchacha paseó libremente sus dedos sobre las cuerdas al afinarla, la melodía evidenció que el hechizo había resultado en ella.
—Me lo ha enseñado Helen —esclareció Hermione, complacida ante su logro.
Casi tan emocionado como ella lo estaba, Harry restó observándola en silencio a medida que sus dedos hábiles empezaron a entonar una melodía sosegada sobre las cuerdas, y dejándose reconfortar por la música decidió perder sus ojos esmeralda sobre la lisa superficie del mapa, atento a cada movimiento que se plasmara en el pergamino.
Unas pequeñas motas de tinta se movían por él, cada una etiquetada con un nombre escrito con letra diminuta. Una pequeña mancha de la esquina superior izquierda, etiquetada con el nombre de Dumbledore, lo mostraba caminando en círculos por su despacho; la gata de Filch, la Sra. Norris, patrullaba por la segunda planta, y Peeves se encontraba en aquel momento en la sala de los trofeos, dando tumbos como habitualmente lo hacía.
Todo parecía encontrarse bajo la más estricta normalidad hasta que, al comprobar con poca apetencia la soledad que se cernía sobre los pasillos del tercer piso, Harry divisó una pequeña mota que cruzaba uno de los corredores a toda velocidad. Al aproximar su nariz perfilada sobre el pergamino, quedó estupefacto al reconocer el nombre que quedaba tintado sobre el mapa.
—¡Peter Pettigrew! —exclamó con fervor, robándole el protagonismo a la melodía—. ¡En el tercer piso!
Hermione, frunciendo el ceño con cierto escepticismo, dejó de tocar.
—¿Pero qué dices?
Sin otorgarle ningún tipo de explicación, Harry se levantó del sillón de un salto y enrolló el mapa, escondiéndoselo en uno de los bolsillos de sus pantalones de franela.
—¡Tenemos que salir a buscarle ahora mismo!
—¿Estás de broma? —espetó Hermione, dejando la guitarra a un lado—. ¡Estoy en pijama, Harry!
—¿Y quién te verá a estas horas, además de los cuadros? —alegó él, arrojándose a toda prisa hacia el agujero del retrato—. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!
Ignorando por completo los argumentos que Hermione tuviera en contra de su descabellada idea, el muchacho abrió ligeramente el cuadro, comprobando que no hubiera nadie fuera, y con rapidez se escabulló, dejándola atrás con la palabra en la boca.
La Gryffindor, que sabía de antemano que se sentiría demasiado responsable si algo le ocurriera , se apresuró en tomar su abrigo del perchero que acompañaba la entrada y, cubriéndose desastrosamente con él, abandonó la sala común y corrió con la varita alzada y prendida en un titubeante Lumos hasta alcanzar a Harry en una de las escaleras que se encontraba cambiando de sitio.
Ambos anduvieron por la soledad del castillo hasta alcanzar la tercera planta, donde el muchacho volvió a sacar el mapa: identificando los movimientos súbitos que la pequeña mota trazaba entre los corredores, se decidieron por tomar un recorrido que les condujera a encontrarse de frente con aquella curiosa sombra y se abrieron paso cautelosamente hasta lograr la jugada en una abierta galería donde los cuadros dormitaban en sus marcos y la oscuridad se cernía sobre su lado opuesto. Quedaron quietos al comprobar sus nombres escritos en el curioso mapa, y la respiración se les entrecortó en cuanto la etiqueta de Peter Pettigrew se encaró hacia ellos a toda velocidad.
Allí, manteniéndose en pie a mitad de corredor con las varitas en alto, Harry y Hermione fueron testigos de cómo aquella inaudita figura traspasaba sus nombres en el pergamino, y a su vez incapaces de darle sentido al hecho tras comprobar que el corredor permanecía desierto, tanto a su frente como a sus espaldas, como si aquella presencia jamás hubiera existido. Desconcertados, se observaron entre sí y decidieron que era buen momento para recuperar el aire que les faltaba, como si hubieran huído de un peligro que desconocían.
Hermione, que detestaba la tensión a la que se sentía sometida, cerró los ojos y soltó un suspiro de alivio con el que dejar escapar su angustia. Harry, sin embargo, le dio un par de leves codazos y sin mediar palabra la invitó a mirar el pergamino, hecho con el que la chica volvió a sentir cómo se le congelaba la sangre en las venas: a pocos metros de distancia de su posición se acercaba una tercera mota, la única capaz de provocar en ella severas hecatombes. Rápidamente, el muchacho volvió a guardar el mapa en sus bolsillos y la instó a que ambos apagaran la luz de sus varitas, y al verse sumidos en la más absoluta negrura Hermione sintió cómo él la tomaba de la muñeca y la guiaba hacia adelante, a un paso en el que se evidenciaba una torpeza que les atrasaría irremediablemente.
A pesar de su actuación, no hizo falta más de medio minuto para que una luz cegadora les golpeara de nuevo en los ojos, viéndose a merced de la ira del hombre que les había descubierto: era Snape, y había en él un aire contenido de triunfo.
—Vaya, vaya, vaya... —suspiró, apuntándoles fijamente con su varita—. Me pregunto qué hacen Potter y Granger merodeando por el castillo a estas horas. ¿Acaso el toque de queda no les incumbe como al resto de sus compañeros?
—Somos sonámbulos —exclamó Harry tratando de disimular, demasiado consciente de que tenían el rostro sudoroso.
El profesor se puso rígido y sus ojos negros lo miraron con un fulgor amenazante.
—Eres extraordinariamente idéntico a tu padre, Potter —espetó—. Él también tenía un exceso de arrogancia, alardeando por el castillo.
El muchacho alzó la barbilla, sintiendo cómo lo invadía una rabia que no había sentido desde su última noche en Privet Drive.
—Mi padre no alardeaba, y yo tampoco —contestó con los puños apretados—. Y ahora, si no le importa, le agradecería que bajara su varita.
—¡Mocoso insolente!
Con el aliento atorado en la garganta, Hermione dio un paso por delante, como si quisiera protegerles a ambos de una disputa que, a su parecer, no merecía la pena.
—Discúlpenos, profesor —se introdujo ella sin saber muy bien qué decía, buscando los ojos carbón de Snape—. Sólo estábamos...
La mirada gélida que el hombre le dedicó entonces resultó el principio del fin para ella y su habla.
—Cierre la boca, insufrible sabelotodo —escupió Snape sus palabras con una cólera que ella jamás le había presenciado—. Ni le he pedido ni necesito ninguna estúpida justificación por su parte.
Hermione no se atrevió a formularse siquiera una respuesta, una mueca, un sonido. Se sentía mareada, aplastada bajo el peso de sus palabras, y tuvo la sensación de que su cuerpo se estuviera partiendo en dos. Snape, siendo capaz de discernir el efecto causado en esos ojos castaños a los que tanto adoraba, se mantuvo impasible, haciendo persistir su mirada de odio. Había logrado hacerla sentir miserable, tal y como él se encontraba ante la confirmación de sus descabelladas sospechas.
Queriendo ignorar por completo todo aquel torbellino de emociones internas que Hermione era capaz de despertar en su interior, el hombre se concentró de nuevo en las facciones arrogantes de Harry, y con furia enseñó sus dientes.
—Vacíen sus bolsillos —les ordenó—. ¡Ahora mismo!
Hermione no se movió: oía los latidos desbocados de su corazón retumbándole en los oídos. Harry, temblando de miedo, sacó muy lentamente el mapa del merodeador, dejándolo al descubierto.
—¿Qué es eso?
—Un trozo de pergamino que me sobró —alegó el muchacho, encogiéndose de hombros.
—¿Ah, sí? —musitó el hombre—. Despliégalo.
Harry parpadeó un par de veces antes de acatar sus indicaciones, extendiendo el pergamino entre sus manos, y Snape, con los ojos brillantes, tocó el papel con la punta de su varita.
—Revela tus secretos.
Como si una mano invisible escribiera sobre él, en la lisa superficie del mapa fueron apareciendo algunas palabras. Satisfecho, el profesor volvió a alzar la vista y se enfocó en la figura afligida de Hermione.
—Adelante, Granger —la llamó en un susurro frío—. Deléitenos con su maravillosa oratoria.
La muchacha, aún presa de su propia congoja, tomó entre sus manos el mapa que Harry le ofrecía y contempló el mensaje que había quedado grabado sobre su superficie. A pesar de que en sus ojos amenazara con caer una tormenta, se las arregló para mantener la compostura y retomar el habla.
—"Los señores Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta ofrecen sus cumplidos al profesor Snape, y..." —se detuvo en seco, estupefacta ante lo que leía.
—Continúe —dictaminó Snape, mirándola fijamente.
Harry, viendo que Hermione era incapaz de proseguir, volvió a tomar posesión del pergamino y acató con la lectura.
—"...y le instan a que no meta su desproporcionada nariz en asuntos que no le conciernen."
Hermione aguardó el golpe, que no tardó en llegar.
—¡Mequetrefe impertinente! ¡No te consiento que me hables de ese...!
—¡Profesor!
Los tres quedaron de piedra ante la reciente aparición, que se descubrió a espaldas de Snape. Frente a la luz que emanaba de su varita se presentó el rostro afable de Lupin, que se acercaba hasta ellos con las manos metidas en los bolsillos.
—Cómo no, Lupin... —gruñó Snape, consciente de que en sus ojos se evidenciaba su más que desproporcionado enfado—. Siempre apareces en el momento justo para el rescate.
—¿Qué está pasando aquí? —ansió saber, colocándose junto a él—. Harry, Hermione, ¿estáis bien?
Ambos muchachos asintieron con la cabeza, y Lupin, complacido con su respuesta, se volvió de nuevo hacia su compañero en busca de una explicación.
—Estaba a punto de confiscarle un curioso artefacto al Sr. Potter —se justificó Snape, arrancándole el mapa del merodeador de entre las manos y entregándoselo al profesor—. Este pergamino está claramente encantado con Artes Oscuras, lo cual entra dentro de tu especialidad.
Lupin levantó la vista y con una mirada de soslayo a los muchachos les advirtió que no lo interrumpieran.
—Disculpa que lo ponga en duda, Severus. Sólo me parece un mero fragmento de pergamino que insulta a todo aquel que intente leerlo —sonrió él—. Sospecho que es un producto de Zonko.
—¿Crees que una tienda de artículos de broma le vendería algo como esto? —carraspeó Snape—. ¿No crees que es más probable que lo consiguiera directamente de los fabricantes?
Hermione no entendía a qué se refería, por más que intentara encontrarle el sentido a sus reproches.
—¿Quieres decir del Sr. Colagusano o cualquiera de esas personas? —preguntó Lupin, escéptico—. Harry, ¿conoces a alguno de estos señores?
—No —respondió rápidamente el muchacho.
—¿Lo ves? —asintió el hombre notablemente satisfecho, y empezó a doblar el pergamino—. No obstante, investigaré sus posibles cualidades ocultas. Pertenece, como bien has dicho, a mi especialidad.
Guardándose el mapa del merodeador en uno de los bolsillos de su toga, Lupin resistió como pudo la abominable mirada que su compañero le dedicaba y se centró en los desamparados muchachos, que parecían estarle gritando socorro en aquel silencio sepulcral que se había cernido sobre ellos.
—Si no te importa, Severus, me los llevo —dictaminó con firmeza—. Harry, Hermione, venid conmigo. Buenas noches, profesor.
Hermione no se atrevió a mirar a Snape al cruzarse con él. Se sentía demasiado abatida como para comprender porqué se había roto la magia entre ellos, demasiado dolida como para pensarlo sin echarse a llorar a moco tendido.
Sin mediar palabra alguna, Harry y ella hicieron todo el camino hasta el séptimo piso sin hablar, y al llegar al retrato de la Dama Gorda, Lupin se volvió hacia ellos.
—No tengo ni la más remota idea de cómo ha llegado este mapa hasta vuestras manos, pero francamente, me asombra que no lo hayáis entregado de inmediato —les recriminó él en tono severo—. ¿No se os ha ocurrido pensar que el mapa, cayendo en posesión de Sirius Black, le llevaría hasta Harry?
Los dos restaron en el más absoluto silencio, notablemente arrepentidos.
—No, supongo que no... —suspiró el profesor—. Tu padre, Harry, tampoco era muy amigo de las reglas, pero él y tu madre dieron su vida por salvar la tuya. ¡Juguetear con su sacrificio deambulando por el castillo desprotegido con un asesino suelto me parece una pobre manera de agradecérselo!
El chico bajó la cabeza, sintiendo recaer el peso de sus palabras sobre él.
—Y en cuanto a ti, Hermione... estoy francamente decepcionado contigo. Esperaba un comportamiento más racional por tu parte, y más después de nuestra postrera conversación —añadió, observando a la muchacha con pesadumbre—. No pienso volver a encubriros, ¿me oís? Quiero que volváis a vuestros dormitorios y no os mováis de ahí, y nada de nuevas aventuras. Ahora, con el mapa, lo sabré todo.
Ambos muchachos, sintiéndose mucho peores de lo que habían salido del corredor, asintieron con la cabeza y se dispusieron a pasar por el retrato para acudir a sus habitaciones y abandonarse tras aquella nefasta aventura. Sin embargo, antes de que sucediera, Harry se volvió hacia Lupin, que se mantenía a la espera de su marcha.
—Profesor... tiene usted razón. No hay disculpas que justifiquen nuestro comportamiento —admitió sin miramientos—. Pero sólo quería que supiera que el mapa nos engañó. Nos mostró a alguien deambulando por el castillo... y nosotros sabemos que está muerto.
Con un fugaz destello de intriga cruzando sus ojos glaucos, Lupin alzó la barbilla en su dirección.
—¿De quién hablas?
—De Pettigrew, señor —se añadió Hermione, que sujetaba el marco del retrato de la Dama Gorda, manteniendo la entrada abierta—. Peter Pettigrew.
Con los ojos ligeramente entreabiertos, el profesor negó con la cabeza.
—Eso no es posible.
—Fue lo que vimos. Pero el mapa estaba equivocado —asintió Harry, resignado—. Buenas noches, profesor.
Con discreción, ambos muchachos cruzaron el retrato y se adentraron en la sala común, sin ser conscientes que tras de sí habían dejado el rastro de una duda que quedó flotando en el aire vacío y se aferró al corazón de Lupin con una fuerza indescriptible.
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