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Capítulo LXII - Illegibilus

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LXII —

I l l e g i b i l u s ❞

El profesor Lupin, veloz como un rayo, se interpuso entre el boggart y la muchacha con los brazos extendidos y el pecho firme, dispuesto a servir de escudo humano. Rápidamente, el no-ser emitió su característico chasquido y el cadáver se transformó en una ingente y definida luna llena que removió, más si cabe, el estómago del hombre. Con maestría, blandió su varita y lo convirtió en el mismo globo que la vez anterior, encerrándolo en el armario y acallando así su reinado de terror.

Con el aliento sofocado, viró sobre sí mismo para encontrarse con una temblorosa Hermione que estaba siendo víctima de los propios latidos desbocados de su corazón, sintiéndose desvanecer ante su falta repentina de aire. Decidido, se inclinó hacia su persona y la cargó entre sus brazos mientras ella sollozaba desconsolada, dejándose arropar: cruzó la sala a pasos cautelosos y se situó frente al marco de la puerta, adentrándose en su dormitorio particular y estirando a Hermione sobre su catre con delicadeza.

Visiblemente afligido, se sentó a un lado de la cama y tomó las manos de la chica entre las suyas, sintiendo su tacto helado. Aunque lo que había presenciado era cuanto menos insólito, sabía que sus dudas internas podrían esperar: su preocupación residía ahora en ella y su bienestar.

—Lo que sientes es atemorizante, Hermione, pero no es peligroso —musitó con dulzura—. Va a pasar... y yo estoy aquí para lo que necesites.

La voz pausada del profesor Lupin y sus acertadas palabras tuvieron un poderoso efecto que lentamente fue manifestándose en ella: sus sollozos cada vez se volvieron más sosegados, sus latidos empezaron a retomar el compás habitual y el temor fue esparciéndose a medida que los minutos transcurrían, otorgándole la razón.

—Lo... lo siento... —balbuceó Hermione, una vez se sintió lo suficientemente valiente como para abrir los ojos y devolverse a la realidad que verdaderamente le correspondía.

Al hacerlo, se encontró con la humilde sonrisa que el profesor le ofrecía, aquella que era capaz de transmitirle una paz indescriptible y que la ayudó a sentirse algo más habituada.

—No debes disculparte por nada —le aseguró él, afable—. Te traeré algo, ¿está bien?

La muchacha se incorporó en el catre, apoyando la espalda sobre uno de los cojines que acompañaban el cabezal, y asintió con la cabeza no muy convencida. Se notó extrañamente vacía en cuanto las manos de Lupin se soltaron del agarre, y a pesar de que sabía que apenas tardaría en regresar, sintió su ánimo flaquear cuando le vio cruzar el marco de la puerta. Con cierta desesperación, y habiéndose secado las lágrimas que cubrían sus mejillas con las mangas de su jersey de lana, se abrazó a sus rodillas y apoyó la frente sobre ellas, cerrando los ojos y haciendo un esfuerzo sobrehumano por librar su mente de aquella tormentosa visión que la golpeaba incesantemente, mareándola por completo.

No supo cuánto tiempo restó sin moverse ni un ápice, y creyó haber perdido la noción de la realidad hasta que el profesor Lupin regresó a la habitación con una taza de té que rezumaba un delicioso olor a jengibre y limón y se la ofreció, sentándose de nuevo junto a ella.

—Tómatelo. Te ayudará.

Hermione, sin saber muy bien qué hacer o qué decir, fue bebiéndose la infusión a pequeños sorbos para evitar quemarse los labios, sumida junto al hombre en aquel silencio inexpugnable que abarrotaba la sencilla habitación en la que se encontraban, y dejó que sus ojos castaños inspeccionaran el lugar con esmero a pesar del mareo, como si pretendiera encontrar en él algún tipo de seguridad a la que desesperadamente aferrarse. Para su suerte, lo consiguió: no sólo la presencia del profesor suponía un gran apoyo para ella, sino que la estancia, que aparentemente era tan modesta, la hizo sentir sorprendentemente acogida.

Lupin, que había seguido el movimiento de los ojos de la chica, rumió durante unos mudos instantes si sería adecuado ofrecerle aquella descabellada posibilidad, y el dolor que reflejaban sus facciones lo impulsó finalmente a hacerlo sin vacilar.

—¿Quieres quedarte? —murmuró en un susurro, acaparando la atención absoluta de la chica, que aún tiritaba a causa del miedo—. Por supuesto, yo dormiré en el salón... pero estaré atento por si me necesitas.

Con un sonrojo difícil de disimular, Hermione entreabrió los labios un par de veces sin ser capaz de articular palabra, evidenciando que su propuesta la había tomado completamente desprevenida.

—Oh, profesor... yo... —chapurreó sin remedio—. Eso es muy... muy amable por su parte, pero... yo no quisiera...

—No eres ninguna molestia, Hermione —la interrumpió él, comprendiéndola a la perfección—. Y, en gran parte, me siento responsable de lo ocurrido. Soy yo quien te ha animado a enfrentarte al boggart, sin tener en cuenta cuáles podrían ser las consecuencias.

—Pero usted no podía predecir que esto ocurriría... no es su culpa en absoluto.

—Aún así, estás a mi cargo ahora por ahora.

—No puedo permitir que duerma en el sofá, señor —alegó ella, visiblemente avergonzada, dejando la taza en la mesilla que precedía el costado de la cama en el que se encontraba—. Además... hay asuntos que me requieren.

—¿A estas horas? —ansió saber el hombre, dejando entrever a través de sus ojos ambarinos la diversión que le causaban los argumentos de su alumna—. ¿Y qué asuntos son esos?

—Yo... yo debo... —pensó Hermione, intentando encontrar una salida a través de la negra humareda que se cernía dentro de su cabeza—. Debo ocuparme de Crookshanks...

Una sonrisa ocurrente adornó las mejillas pobladas del hombre, que pareció dispuesto a aceptar su propia rendición sin presentar batalla.

—Ah, sí, tu kneazle —exclamó con seguridad, alzándose del catre e inclinándose ligeramente hacia la muchacha—. Entonces, será mejor que no le hagamos esperar demasiado.

De total improvisto, Lupin colocó su mano izquierda en la espalda de Hermione y con la derecha la tomó por las rodillas, alzándola de la cama y cargándola de nuevo sobre sus extremidades.

—¡Profesor Lupin! —bramó ella, tan mareada como confusa en aquella tesitura—. ¡Bájeme! ¡No es necesario!

—Me he quedado sin polvos flu, por lo que llevarte hasta la torre de Gryffindor a través de la chimenea es una opción que nos queda descartada —razonó él, intentando calmarla—. Por otra parte, tú estás tan pálida que dudo que seas capaz de dar más de tres pasos sin caerte de bruces contra el suelo, así que será mejor que yo mismo te lleve.

—¡Pero usted acaba de recuperarse de su transformación! —contestó ella, aún sabiendo que al docente no le faltaba razón—. No puede forzarse así, ¡ni menos con mi peso!

—No pesas más que una pluma, Hermione —sonrió él—. Además, tú lo has dicho: ya estoy recuperado, y creo que después del excelente trabajo que has hecho con el patronus de Harry, te debo el favor. Quid pro quo.

A pesar de que Hermione se esforzó, aún con el abatimiento y el bochorno, en encontrar una respuesta adecuada a sus argumentos, Lupin dejó en claro que la discusión con él resultaría completamente inútil en cuanto emprendió su paso hacia la salida, abandonando el despacho con la muchacha en brazos y sin demasiadas dificultades.

El castillo dormido se encontraba desierto, y los pasillos quedaban iluminados por la luz tenue que emanaba la solitaria luna a través de los ventanales, descubriendo los retratos que yacían dormidos en sus respectivos marcos. El silencio sepulcral que invadía cada rincón apenas se rompía con el traqueteo de los zapatos de Lupin sobre la lisa piedra que conformaba la superficie, a medida que avanzaban por los corredores del segundo piso a un ritmo plácido pero consistente.

La muchacha ya se encontraba apoyada en el pecho del profesor en cuanto alcanzaron la Gran Escalinata, sintiéndose demasiado exhausta como para evitar que sucediera, y para su suerte Lupin parecía conforme con el hecho, arropándola ligeramente con algo más de fuerza a medida que ascendían los escalones, en un gesto que denotaba cierto atisbo de cariño por ambas partes y en el que Hermione se sintió lo suficientemente confiada como para volver a dirigirse a él.

—Gracias, profesor... —le susurró ella tímidamente, con los ojos entrecerrados—. No sólo por llevarme hasta la torre... sino también por no mencionar nada acerca de... bueno, de lo que ha visto.

Los segundos que transcurrieron antes de que Lupin se atreviera a responderle se hicieron eternos para la muchacha, aunque comprendía que un acontecimiento de ese calibre habría sido capaz de dejar mudo a cualquiera.

—Todo a su debido tiempo —se limitó a decirle, no queriendo inquietarla más de lo necesario—. Por ahora, me doy por satisfecho con que te recuperes.

Sintiéndose ambos complacidos con aquella sencilla respuesta, prosiguieron su recorrido hasta el séptimo piso, y antes de que alcanzaran el retrato que los separaba de la sala común, el rumor de un sollozo infantil que discurría en súplicas desesperadas los atrapó. Rápidamente, fueron testigos de la situación en cuanto reconocieron el porte agitado de Neville frente al retrato de Sir Cadogan.

—¡Las escribí, se lo juro! Pero se me deben de haber caído en alguna parte.

—¡Id a otro con ese cuento!

Una vez se hicieron presentes en el corredor, la estupefacción del muchacho y la desaprobación del caballero les recibieron con poca afabilidad.

—¡Alto ahí, vil bellaco! —vociferó el lienzo, que amenazaba a Lupin con su espada de acero—. ¿Qué le ha hecho a Miss Granger?

—Sólo la acompaño hasta la torre.

Sir Cadogan frunció exageradamente los labios por debajo de su frondoso y cano bigote, aún sujetando con entereza el arma que completaba su brazo y sin dejar de apuntar al profesor.

—¿Es eso cierto, mi señora?

—Sí, Sir Cadogan —asintió Hermione, demasiado desfallecida como para poder concederle más énfasis a su respuesta—. El profesor Lupin se ha ofrecido a llevarme dado que me encuentro indispuesta.

Dándose por satisfecho con la respuesta de su protegida, la única en la que verdaderamente podía confiar, el caballero enfundó de nuevo su espada, pero no sus principios.

—Pese a ello, no puedo dejarles pasar así como así, a la sopa boba.

—¿Qué es lo que ocurre, Neville? —le preguntó Lupin al muchacho, percatándose de que apenas había movido un solo músculo desde que habían irrumpido en el pasillo.

—He perdido las contraseñas —les confesó él, abatido, rebuscando desesperadamente entre sus bolsillos vacíos—. Le pedí a Sir Cadogan que me dijera las contraseñas de esta semana porque las está cambiando continuamente, y ahora no sé dónde las tengo.

—¿Y sin ellas es imposible entrar?

Neville negó fervientemente con la cabeza, evidenciando el sinfín de veces en las que había intentando lidiar con esa posibilidad.

Rompetechos —suspiró Hermione en un hilo de voz.

Sir Cadogan, que parecía muy decepcionado y reacio a dejarlos pasar, se apartó a un lado y la entrada a la sala común quedó por fin al descubierto. Neville fue el primero en escabullirse hacia el vestíbulo con impetuosa necesidad, y les esperó en el otro lado para ofrecerles su ayuda después del favor con el que consideraba que le habían salvado la vida.

Para su suerte, la sala común estaba desierta, hecho que les ahorró lidiar con los cuchicheos así como el tener que dar explicaciones, y el muchacho condujo al profesor hasta la puerta de roble que los separaba del dormitorio compartido de Hermione, despidiéndose de ellos dándoles las buenas noches con sumo agradecimiento.

Para su desgracia, la luz aún estaba prendida en el interior de la habitación, y la presencia del hombre sobresaltó a Katie y Alicia, que conversaban junto al gran ventanal vestidas en sus largos pijamas de franela.

—¡Profesor Lupin! —suspiró la primera escandalizada, hasta que reconoció a la pálida figura que el docente cargaba en sus brazos—. ¿Qué ha ocurrido?

—Disculpad la intrusión... —se excusó él—. Creo que Hermione habría sido incapaz de llegar por sus propios medios.

Ambas muchachas se acercaron a ellos a toda prisa, e indicándole al profesor en qué catre debían depositarla, le ayudaron a incorporarla en él apartando las mantas y desabrochándole los zapatos.

—¿Estás bien, Hermione? —quiso Alicia asegurarse, poniendo el cojín contra el cabezal para que la chica pudiera apoyar su espalda sobre él.

—Eso creo... —suspiró la ella, colocándose la palma de la mano en la frente, como si quisiera detener aquel vértigo arrollador.

—Ha sufrido un ataque de pánico —les explicó Lupin a sus compañeras, arrancando un suspiro colectivo—. Por suerte, he podido asistirla.

—Se lo agradecemos mucho, profesor —aseguró Katie—. ¿Podemos hacer algo por ella?

—Confío en que estaréis atentas por si necesita alguna cosa —murmuró el hombre—, pero creo que lo que Hermione necesita en este momento es descanso y mucha tranquilidad.

Inclinándose ligeramente sobre la cama, Lupin se revolvió los bolsillos de sus viejos pantalones raídos y sacó media tableta ya abierta de uno de los mejores chocolates de Honeydukes, el cual ofreció a la convaleciente.

—Cómetelo. Te sentará bien.

Hermione, acogiendo el envuelto entre sus dedos perfilados, le dedicó una débil sonrisa.

—Gracias, profesor Lupin... —le susurró, esperando que fuera capaz de comprender en aquellas simples palabra todos los matices que verdaderamente poseía—. Gracias por todo.

El profesor le devolvió la sonrisa, asegurándole que lo había hecho.

—Descansa —dijo, incorporándose de nuevo, antes de marcharse—. Os deseo buenas noches.

—Buenas noches, profesor —respondieron Katie y Alicia al unísono.

El hombre abandonó discretamente el dormitorio compartido, dejando tras de sí un silencio sepulcral repleto de dudas y preguntas enterradas en la más absoluta curiosidad, la que Hermione supo que no tardaría en salir a flote en cuanto sus compañeras se acomodaron en cada lado de su catre, a medida que ella masticaba apaciguadamente su chocolate.

—¿Seguro que estás bien? —le preguntó Alicia, examinando minuciosamente su rostro y acariciándole la fría mejilla.

—Sí... me siento mejor —les aseguró, sin saber si deseaba sonar tranquilizadora para ellas tanto como lo necesitaba para sí misma—. El profesor Lupin ha sabido reaccionar enseguida... me ha cuidado mucho.

Una mueca socarrona no tardó en apoderarse de las facciones morenas de Katie, y Alicia se mordió inútilmente la lengua.

—¿Y qué hacías con él a estas horas?

—¿Era una clase particular... o quizás... un encuentro a escondidas?

—¿Nos contarás cómo te ha cuidado exactamente?

Hermione denotó su fastidio haciendo rodar los ojos, gesto que provocó la risotada que compartieron sus compañeras.

—Qué infantiles sois...

—Sí, tienes razón... —suspiró Katie, aún sonriendo—. Pero no me negarás que el profesor Lupin es un hombre atractivo.

Muy atractivo —corroboró Alicia.

Sintiéndose reconfortada con los pocos pedazos de chocolate que había podido comerse e ignorando por completo las intenciones de las chicas, Hermione dejó la tableta sobre su mesilla de noche y se cubrió con la manta hasta el cuello, arropándose con delicadeza.

—¿Podemos dejar esta conversación para mañana? —les suplicó, exhausta—. O mejor, para nunca jamás...

Ambas muchachas volvieron a dedicarle una carcajada a sus palabras, la cual duró menos y se hizo más llevadera que la anterior: comprendían que era mejor seguir el consejo del profesor Lupin y dejar que Hermione recobrara fuerzas.

—Está bien —asintió Alicia—. ¿Necesitas pedirnos alguna cosa antes de dormirte?

—Sólo una... —suspiró la muchacha—. Por favor... no le contéis a nadie lo que ha sucedido esta noche.

—No te preocupes por eso, Hermione —sonrió Katie, plantándole un casto beso en la frente—, y descansa tranquila.

***

No podía decirse que el mal genio y el profesor Snape se levantaran juntos, fundidos en uno solo y atrapados el uno en el otro sin más remedio que la resignación. Si bien había mañanas en las que se veían obligados a salir del despacho agarrados de la mano, ya fuese por la falta de sueño o por el estrés acumulado, existían muchas otras en las que el docente se aventuraba al exterior con un sosiego que, si bien sabía que no le duraría demasiado, disfrutaba de sobremanera.

Fue justamente en una de aquellas plácidas mañanas en las que Snape cruzaba los corredores de las mazmorras en dirección a la planta baja para tomarse su desayuno, habiendo podido descansar lo suficiente como para no sentirse un muerto en vida, que se topó con una absurda discusión a la que, sin pretenderlo, acabó prestando su absoluta atención.

—¡No toleraré que haga mofa de ello, granuja infrahumano!

Al primero al que reconoció en una de las esquinas de la cámara de recepción fue a Peeves, que flotaba boca abajo en medio del aire y se sujetaba la barriga, riéndose al mismo tiempo.

—¿Por qué no? ¡Si es de lo más divertido! —espetó entre carcajadas frente al cuadro con el que conversaba—. ¡La novata y locatis lunático Lupin merodeando juntos por el castillo como un par de idiotas enamorados!

El hombre, que se había dispuesto irrumpir en el lugar para dar fin a aquella estúpida querella, quedó absorto por las palabras del poltergeist y decidió hacerse a un lado, manteniéndose anónimo para ambos a medida que escuchaba su conversación.

—¡Farsante! —lo acusó Sir Cadogan desde su lienzo—. ¡Mr. Lupin sólo acompañaba a Miss Granger hasta la torre de Gryffindor!

—¡Eso es lo que han querido que pienses, viejo estúpido! —volvió a reír Peeves—. ¡Ningún profesor lleva en brazos a un alumno porque sí!

A Snape pocas cosas podían causarle asombro o temor, pero oír eso le heló la sangre. Como fue capaz, se agarró a una de las pilastras de piedra que decoraban las paredes para no caerse, sintiendo un horroroso pinzamiento en la boca de su estómago.

—¡Cállese, engendro infame —exigía Sir Cadogan, desenfundando su espada—, o yo mismo le coseré la boca a estocadas!

Peeves, aún vuelto del revés, sacudió graciosamente los pies y se puso a cantar una monótona canción que prendió, más si cabe, la mecha de la ira de Snape.

¡Lunático y novata sentados en un árbol, b-e-s-á-n-d-o-s-e! ¡Primero viene el amor, después viene el casamiento y luego viene el bebé en el cochecito!

El caballero del retrato, con la espada en alto, se dispuso a hacer pagar al poltergeist por sus insolencias.

—¡En guardia, malandrín!

Inútilmente intentó atravesar el lienzo para herirlo con sus estocadas, y Peeves, que parecía estar divirtiéndose como nunca, atravesó el cuadro un par de veces dando vueltas como un remolino para acabar alejándose como un bólido, zumbando y dejando tras de sí el rastro de su risa maléfica.

Al otro lado de la pared, Snape acogió en sus entrañas a su invitada habitual, y a través de sus ojos oscuros como el carbón mostró ante un público ilusorio que se habían fusionado: la ira ya formaba parte de él, y con una fuerza tan abismal que no hubiera sabido distinguir si era él o ella quien tomaba ahora las riendas de su propio cuerpo, dirigiéndose hacia el Gran Comedor mediante poderosas zancadas y con el ferviente deseo de torturar a Lupin con todas las maldiciones imperdonables unidas en una sola. Se sentía engañado, traicionado, como si le hubieran estrujado sin piedad un corazón que desconocía que poseía.

Al cruzar la puerta doble se encontró con que la gran estancia estaba prácticamente deshabitada, contando con la presencia de apenas unos pocos alumnos y profesores que apreciaban aquel remanso de paz en el que se sumía el castillo, y como usualmente, Lupin ya se hallaba adecuado en su asiento en la Mesa Alta, repasando las noticias de El Profeta. Lo contempló desde la lejanía, con la barbilla alzada, a medida que cruzaban su mente miles de descabelladas ideas, recordando con nitidez cada sospecha infundada: la presencia del felino de Hermione en su dormitorio, la sencilla nota en el pergamino con la que la había citado... y ahora esto. La gota que colmaba el vaso.

Intentando disimular como pudo su más que evidente enfado, Snape cruzó el salón con firmeza, sin mirar a nadie a su alrededor, se acomodó junto a él en un silencio completamente cargado de vesania, ignorando por completo los buenos días que le desearon sus compañeros, y se sirvió un trago de infusión de gurdirraíz. Acercándose la taza a los labios, fingió estar dándole pequeños sorbos para así poder ocultar sus intenciones, creyendo que aquello resultaría en su favor.

Illegibilus —murmuró en un susurro inaudible que quedó atrapado dentro de la porcelana.

Lupin, que parecía especialmente interesado en el artículo que estaba leyendo y se mantenía completamente ajeno a las sospechas de su compañero, fue testigo de cómo las letras tintadas sobre el pergamino empezaban a emborronarse, volviéndose ilegibles frente a sus ojos. Con un suspiro resignado, comprobó su alrededor y distinguió al culpable junto a sí, que pretendía hacerle creer que estaba tomando de su infusión cuando bien sabido era que detestaba el gurdirraíz con todas sus fuerzas.

—¿Te diviertes, Severus?

Snape, atreviéndose a corresponderle la mirada sin saltarle a la yugular, se limitó a alzar la ceja derecha en un gesto incrédulo, como si la cosa no fuera con él.

—¿Cómo dices?

Lupin, con una sonrisa socarrona, le mostró el periódico para que viera como la tinta se habían corroído en el pergamino.

—Lo estaba leyendo... hasta que se han emborronado las letras.

Snape, que sentía como sus más profundos instintos le reclamaban una venganza inminente y sin precedentes, apartó la mirada y volvió a concentrarse en su taza, no importándole en absoluto que el aroma que ésta desprendía lo repugnara de sobremanera.

—No me culpes, Lupin. No soy responsable de tus ineptitudes —espetó, dejando caer cada palabra como una daga afilada—. ¿Será la falta de descanso, quizá?

—¿A qué te refieres? —preguntó él, que se acercaba el diario a pocos centrímetros de la cara para comprobar si era capaz de distinguir alguna letra en aquel disparate de tinta.

—Me sorprende que no te hayas visto en el espejo antes de presentarte al Gran Comedor —escupió el murciélago, haciendo un esfuerzo sobrehumano por no apretar los puños—. ¿Diste un agradable paseo a la tibia luz de la luna?

Con la curiosidad a flor de piel, y sin comprender muy bien a qué se debía la actitud de su compañero, Lupin dejó el diario sobre la mesa con un suspiro.

—Dime, ¿a qué viene todo esto? —ansió saber, dedicándole su plena atención—. Me he recuperado y he tomado un buen descanso. No hay nada que afecte al desempeño de mis funciones, si es eso lo que te preocupa.

Snape le dedicó una sonrisa amarga, atiborrada de odio.

—Eso lo dudo.

—¿Me estás desacreditando?

—Completamente.

—¿Y podrías darme alguna de tus razones?

La mirada lóbrega del hombre le mostró entonces las llamas ardientes de la más absoluta cólera, y Lupin tuvo que arreglárselas para no flaquear frente a sí.

—Se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo —sentenció él, infundiéndole un resentimiento a cada una de sus palabras que fue capaz de dejarlo abatido bajo su propio peso.

—Pero, Severus... —intentó Lupin contenerle, aunque con nulo resultado.

Sabiendo con absoluta certeza que si permanecía en el lugar un solo minuto más acabaría arrojándole por la ventana, Snape se levantó de su asiento con una brusquedad mucho más exagerada de la habitual y anduvo hacia el exterior con la misma rapidez con la que había entrado. Se sentía tan condenadamente contrariado que pasó de largo cuando Charity lo saludó, dejándola con la mano aleteando y después bajándola disimuladamente.

—¿Ha ocurrido algo? —le preguntó la profesora a Lupin, que parecía tan atónito como ella, una vez alcanzó y rodeó la Mesa Alta.

—Francamente... —suspiró él, encogiéndose de hombros—, estoy tan perdido como tú.

La sonrisa encantadora de la mujer resultó como una oleada de esperanza para el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, quien no recordaba haber visto de forma semejante a Snape desde hacía más años de los que podía llegar a recordar.

—No le hagas ni caso. Le ocurre muy a menudo... al final, acabas por acostumbrarte a sus excentricidades —le consoló ella, apoyándose en su hombro izquierdo—. ¿Y sabes una cosa? ¡Este año, hasta las estoy echando de menos! Por lo menos eran más elaboradas que las de Binns.

Decorando su rostro fino y alargado con una mueca de fastidio, Charity le arrancó una sonrisa momentánea con la que se sintió mejor, observándola acercarse hasta el fantasma y adecuándose junto a él en el sillón que le correspondía. Sin embargo, cuando volvió a sentirse acompañado por sus propios pensamientos, fue incapaz de evitar preguntarse el trasfondo del descomunal enfado que había presenciado. Si bien la profesora lo había advertido de que Snape tenía sus momentos, como al fin y al cabo ya sabía, estaba claro que aquello no se resumía en una vulgar extravagancia... y se preguntó, tanto como temió, si Hermione sería el centro de la ecuación.

***

Gryffindor jugó contra Ravenclaw una semana después del comienzo del trimestre. El tiempo no podía ser más distinto del que había imperado en el partido contra Hufflepuff: hacía un día fresco y despejado, acompañado de una brisa muy ligera, y esta vez no habría problemas de visibilidad.

A las once menos cuarto, Ron, Susan, Cedric y Hermione se dirigieron al estadio junto al resto de alumnos y profesores, y una vez los jugadores salieron al campo, los recibieron con un aplauso tumultuoso. Los equipos se alinearon uno frente al otro, detrás de sus capitanes, y desde las gradas distinguieron a Helen y a Wood estrechándose la mano. Al sonido del silbido de la profesora Hooch, los jugadores despegaron del suelo con sus escobas, y Harry, que ya había recibido la Saeta de Fuego, se levantó más rápido que ninguna otra, arrancando un ferviente suspiro colectivo.

A medida que los cazadores batallaban por la quaffle, los golpeadores se ocupaban de las bludgers y los guardianes defendían los aros, Harry pasaba como un rayo buscando a su alrededor un resplandor dorado, notando como Helen le pisaba los talones. La muchacha volaba muy bien, y continuamente se le cruzaba, obligándolo a cambiar de dirección.

Harry aceleró la Saeta al rodear los postes de la meta de Ravenclaw, y vio la snitch, cerca de una de las barreras y muy próxima al suelo, en el momento en que Katie conseguía el primer tanto del partido y las gradas ocupadas por los leones enloquecían de entusiasmo. Descendió en picado, aumentando la velocidad, y una bludger impulsada por uno de los golpeadores del equipo de los águilas surgió ante él veloz como un rayo. Harry viró, esquivándola por un centímetro, y tras escasos y cruciales segundos, la snitch desapareció. Los seguidores de Gryffindor dieron un grito de decepción y los de Ravenclaw aplaudieron a rabiar a su golpeador, Duncan Inglebee. George desfogó su rabia enviando la segunda bludger directamente contra él, y Inglebee tuvo que dar una vuelta de campana para esquivarla.

Ravenclaw jugaba a la defensiva. Ya habían marcado tres goles, lo cual había reducido la distancia con Gryffindor a cincuenta puntos: si Helen atrapaba la snitch antes que Harry, los águilas ganarían. El muchacho, decidido, descendió evitando por muy poco a un cazador del equipo contrario, y vio un destello dorado y un aleteo de pequeñas alas que rodeaba la meta de Gryffindor. Aceleró, ascendiendo como un rayo y acercándose cada vez más a la snitch, y en cuanto creyó tenerla al alcance de su mano se encontró codo con codo con Helen, que como él estiraba el brazo en su dirección.

Ambos forcejearon entre sí, intentando hacerse con la pelota, y no fue hasta que unos dedos hábiles fueron finalmente capaces de aferrarse a la pequeña y rebelde snitch que el silbato de Hooch resonó por todo el estadio. Harry dio media vuelta en el aire y vio seis borrones rojos que se le venían encima: un instante después, todo el equipo lo abrazaba tan fuerte que casi lo derribaron de la escoba, y de abajo le llegaba el griterío de la afición de Gryffindor.

La fiesta de celebración se prolongó todo el día y hasta bien entrada la noche. Fred y George desaparecieron un par de horas y volvieron con los brazos cargados con botellas de cerveza de mantequilla, refresco de calabaza y bolsas de dulces de Honeydukes.

Hermione, que ya se había distraído lo suficiente celebrando la victoria, se acomodó, como cada noche sin excepción, en un rincón de la sala común con varias mesas llenas de libros, tablas de Aritmancia, diccionarios de runas y carpetas amontonadas con apuntes extensísimos. Se armó de paciencia para soportar el barullo a medida que leía uno de los tomos de Vida doméstica y costumbres sociales de los muggles británicos, y agradeció para sus adentros que la celebración se disipara un rato más tarde, otorgándole la paz necesaria para concentrarse.

Sin embargo, el cansancio que suponía para ella todo aquel sinfín de emociones que había experimentado, tan intensas como opuestas entre sí, logró hacerla caer rendida a media faena, sumiéndola en un sueño profundo sobre la solapa del libro.

—¡AAAAAAAAAGH! ¡NOOOOOOOOOO!

Aquel poderoso grito la despertó de un salto, como si la hubieran golpeado en la cara, sintiéndose ligeramente desorientada, y aunque rápidamente comprendió que se había quedado dormida en el vestíbulo de la sala común, tuvo la sensación de que alguien se escabullía a través del retrato hacia el exterior, pero no fue capaz de ver nada en absoluto: lo único que quedaba del avivado fuego que solía iluminar la estancia eran las brasas.

Oyó ruidos en el piso de arriba, y levantándose de su asiento con los ojos aún adormecidos, ascendió como pudo la escalera de caracol y siguió el murmullo, conduciéndose hasta una de las habitaciones de los chicos.

—¿Estáis bien? —preguntó desde el otro lado de la puerta, habiendo dado un par de golpes sobre la madera.

—¡Hermione! —oyó la voz de Harry en el interior—. ¡Entra, deprisa!

La muchacha, bostezando, abrió la puerta con delicadeza y se encontró con el panorama: Dean había encendido su lámpara, Neville y Seamus acababan de levantarse y Harry estaba junto a la puerta. Al pasar, se percató de que Ron se hallaba incorporado en la cama, con las cortinas echadas a un lado y una expresión del pánico más absoluto en el rostro.

—¿Qué ha pasado? —insistió ella.

—Él... ¡él estaba aquí! ¡Con un cuchillo! —vociferó el pelirrojo, cubriéndose con las cobijas.

—¿Qué? —murmuró Dean.

—¡Aquí! ¡Ahora mismo! ¡Me ha despertado!

—¿No estarías soñando? —suspiró Seamus.

—¡Mirad las cortinas! ¡Las ha rasgado! ¡Os digo que estaba aquí!

—¿De quién hablas, Ron? —se añadió Harry.

—¡Era Black! —sollozó el muchacho, castañeando los dientes—. ¡Sirius Black!

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