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Capítulo LX - Mobiliarbo

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LX —

M o b i l i a r b o ❞

Tal y como lo había acordado con el profesor Lupin, Hermione se organizó el horario a la mayor brevedad posible, y aunque aceptar aquella responsabilidad implicaba que faltaría a muchos entrenamientos de quidditch con los tejones y apenas le quedarían tiempo y fuerzas para dedicarlas a su ocio personal, como leer libros o tocar la guitarra, la muchacha acordó con Harry que se reunirían a las ocho de la tarde en el aula de Historia de la Magia.

—¿Cómo has conseguido que el profesor Binns accediera a dejarnos la clase? —le preguntó Harry repleto de curiosidad, una vez se encontraron en ella a la hora prevista.

—Oh, ya sabes cómo es —murmuró Hermione a medida que dejaba su bolsa en el escritorio del profesor—. Estaba demasiado cansado como para tan siquiera preguntarme para qué la necesitamos.

Con una sonrisa socarrona, ambos muchachos se acomodaron sobre una de las mesas de la primera fila, dispuestos a empezar. Hermione, que en un principio no estaba muy segura de cómo daría la clase, se había decidido por tomar la lección de defensa personal que ella misma había recibido de Snape el año anterior como referente para estructurarse.

—Bien, Harry. El hechizo que trataré de enseñarte es magia avanzada, ancestral, muy por encima del nivel corriente de embrujo, pero no quiero que te dejes intimidar por ello. Se llama encantamiento patronus. Antes de que lo pongamos en práctica, es vital que entiendas cómo funciona —empezó, segura de sí misma—. El patronus es una especie de fuerza positiva, una proyección de las mismas cosas de las que un dementor se alimenta: esperanza, alegría, deseo de vivir... y no puede sentir desesperación como los seres humanos, de forma que los dementores no lo pueden herir. Es como un escudo protector.

—¿Qué aspecto tiene?

—Eso depende el mago que lo conjure —respondió ella—. Pero quiero que sepas que no todos los magos y brujas son capaces de hacerlo: como sucede con el resto de encantamientos existentes y por existir, invocar un patronus depende en gran parte de la convicción que se tenga en el momento de usarlo.

—¿Y cómo se invoca?

—Con un encantamiento que sólo funcionará si te concentras con todas tus fuerzas en un recuerdo que te llene de alegría.

Harry se tomó unos instantes para reflexionar qué momento de su vida podría elegir. Desde luego, nada de lo que le hubiera ocurrido en casa de los Dursley le serviría...

—Creo que lo tengo, Hermione —aseguró él, mirándola con emoción.

—Bien —murmuró ella, satisfecha—. Cierra los ojos, Harry.

El muchacho obedeció al instante, dejándose guiar por la voz suave de su amiga.

—Concéntrate. Explora tu pasado... deja que tu recuerdo te envuelva.

Harry empezó a experimentar su remembranza de nuevo, tal y como si volviera a vivirla de primera mano, resultando en una maravillosa sensación de vértigo que notaba en el estómago.

—Súmete en él, aférralo... —prosiguió Hermione—. Y con el recuerdo formando parte de ti, pronuncia el encantamiento con claridad: Expecto patronum.

Expecto patronum —repitió él, concentrado—. Expecto patronum.

—Muy bien —sonrió ella, a medida que su amigo volvía a abrir los ojos—. Ahora, te enseñaré el movimiento.

Con un ferviente asentimiento, ambos se pusieron en pie y desenfundaron sus varitas.

Sujetando la suya con fuerza, Hermione, con la total atención del muchacho recayendo sobre sí, comenzó a dibujar ágilmente círculos en el aire como si pretendiera esbozar una espiral interminable.

—Fíjate bien, Harry. Remarcando la circunferencia, aumentas el poder del hechizo —insistió, asegurándose de que se había hecho entender—. ¿Estás preparado para conjurarlo?

El chico se concentró de nuevo, haciendo resugir la sensación tan cálida que había logrado extraer de su pasado en la boca de su estómago, y alzando la varita con firmeza, procedió:

—¡Expecto patronum! —repitió entre dientes, recordando las indicaciones de Hermione—. ¡Expecto patronum!

De repente, del extremo de su varita surgió un caño plateado, y a pesar de que Harry se esforzaba en seguir el movimiento circular con la muñeca, el hechizo no parecía acrecentarse.

—¿Lo has visto? —preguntó él, entusiasmado, en cuanto hubo bajado la varita—. ¡Algo ha ocurrido!

—Sí, es cierto. Aún así, me pregunto por qué no se ha intensificado un poco más —suspiró Hermione—. Esto es crucial, Harry: ¿qué estabas pensando? ¿Qué recuerdo has elegido?

—La primera vez que monté en escoba —murmuró él, convencido.

—No es lo bastante bueno, ni por asomo —dictaminó ella, intentando no sonar antipática—. Tienes que pensar en algo que te llene de esperanza, de ilusión... un recuerdo con el que te sientas colmado de pies a cabeza.

Harry hizo un gran esfuerzo para pensar en ello. Un recuerdo muy feliz... un recuerdo que pudiera transformarse en un patronus fuerte y protector, que lo completara.

—Creo que tengo un recuerdo mejor.

—¿Es poderoso? ¿Lo suficiente como para volver a intentarlo?

—Eso creo.

Alzando de nuevo su varita hacia la pizarra, dejó que esa nueva remembranza lo inundara, notando como la palpable emoción se hacía cada vez más creciente en su interior y abarcaba hasta la fibra más diminuta de su cuerpo, abrazándolo poderosamente.

—¡Expecto patronum!

De la punta de su varita, al igual que la vez anterior, surgió el mismo caño, algo débil y con poca intensidad: sin embargo, a medida que la deslizaba en círculos, con aquella poderosa sensación invadiéndole los sentidos, una enorme sombra plateada empezó a formarse frente a sí, ciertamente como un escudo que lo cubría, y fue capaz de mantenerlo a pesar de sentir sus piernas como de mantequilla, sin saber cuánto tiempo lo podría aguantar.

Cuando se vio en el ocaso de su fuerza, volvió a bajar la varita, inhalando y exhalando el aire con cierta necesidad.

—¡Muy bien, Harry! —lo celebró Hermione, acompañándole de vuelta hasta la mesa para que se sentara—. Ha sido un buen comienzo.

—Gracias, aunque... apenas se parece al que... bueno, al que tú conjuraste con el profesor Lupin... —murmuró él—. ¿Puedo... puedo preguntarte en qué pensaste tú?

Hermione, acomodándose junto a él, no pudo evitar que un tímido rubor acudiera a sus mejillas. Sin dudarlo, podía acordarse perfectamente del recuerdo que había utilizado en las dos ocasiones en las que había sido capaz de conjurar su patronus: la imagen de Snape junto a la suya, reflejada con impoluta claridad en el fino cristal del Espejo de Oesed, descubriendo por primera vez en sus entrañas que se encontraba absoluta e irremediablemente atestada del amor desenfrenado que sentía por él... era lo más cálido y poderoso que había sentido, y que de hecho sentía, en toda su corta vida. Algo que no podía explicar con palabras.

—Yo, solamente... —balbuceó sin remedio—. Solamente deseaba que el peligro pasara, y... bueno, imaginé...

El leve contacto de la mano de su amigo sobre la suya fue suficiente para detenerla.

—Todos tenemos secretos, Hermione... —murmuró él con una sonrisa tranquilizadora—. No es necesario que me lo cuentes si no lo deseas.

Aquello supuso un tremendo alivio para ella, y ni se molestó en disimularlo al suspirar, liberándose de la tensión que había sentido cernirse sobre sí.

Los dos se quedaron en silencio, inmersos en sus propios pensamientos. Harry, a pesar de su logro, reflejaba en su rostro un abatimiento que no pasó desapercibido para ella, que lo admiraba con curiosidad. Si, tal y le había dicho, todos tenían secretos, el suyo parecía estar a punto de explotarle entre las manos.

—¿Sabes por qué le pedí estas lecciones al profesor Lupin? No es porque me desmaye, ni tan siquiera para poder defenderme, al menos no de la forma en la que lo entienden los demás... —exclamó, quebrando aquel silencio sepulcral—. Es porque cada vez que caigo rendido ante los dementores oigo una voz que grita, la voz de una mujer... y sé que es la voz de mi madre. Oigo a mi madre que grita e implora a Voldemort que no me mate. Oigo el momento en que ella murió.

Harry notó que su rostro empezaba a estar empañado de lágrimas, y bajó la cabeza para limpiárselas con las mangas de su túnica, intentando, en vano, que Hermione no se diera cuenta de que estaba llorando.

Sintiéndose extrañamente vacía, la muchacha le rodeó la espalda con su brazo izquierdo, acurrucándose junto a él.

—Eres muy valiente —le aseguró, abrazándole con fuerza—. Tu coraje es tu mayor virtud. Que te enfrentes a tus peores pesadillas y logres vencerlas es algo que siempre admiraré profundamente de ti.

Los ojos verdes y enrojecidos del muchacho recayeron sobre los suyos, infundiéndole su valentía.

—Es gracias a ellos, a mis padres. Veía sus rostros... me estaban hablando, y charlaban entre sí —alegó con una sonrisa amarga—. Es el recuerdo que he elegido. No sé siquiera si es real, pero es el mejor que tengo.

Completamente enternecida, Hermione apoyó su cabeza sobre el hombro de él y le acarició los cabellos con lentitud, calmándole.

—Tus padres estarían orgullosos de ti, Harry.

***

Dos semanas antes de que terminara el trimestre, el cielo se aclaró de repente, volviéndose de un deslumbrante blanco opalino, y los terrenos embarrados aparecieron una mañana cubiertos de escarcha. Dentro del castillo empezaba a respirarse el ambiente navideño.

El profesor Flitwick ya había decorado su aula con luces brillantes que resultaron ser hadas de verdad que revoloteaban por la estancia, y los alumnos comentaban entusiasmados sus planes para las vacaciones.

Ron, Cedric, Susan y Hermione habían decidido quedarse en Hogwarts. El primero alegaba que era porque no podía aguantar a Percy durante dos semanas seguidas; el segundo, porque tenía ganas de pasar las fiestas en el castillo; la tercera, porque su tía estaba demasiado ocupada trabajando para el Ministerio, y la cuarta, porque necesitaba utilizar la biblioteca para terminar los deberes de todas sus asignaturas. A pesar de su buena voluntad, no consiguieron engañar a Harry: se quedaban para hacerle compañía y él se sintió muy agradecido.

Después de varias sesiones intentando conjurar debidamente su patronus, Harry era capaz de crear una sombra poco precisa, pero era un escudo demasiado débil como para ahuyentar a un dementor: lo único que hacía era mantenerse en el aire como una nube semitransparente, vaciando la energía del muchacho mientras se esforzaba por mantenerlo.

Harry estaba enfadado consigo mismo. Se sentía culpable por su secreto deseo de volver a oír las voces de sus padres.

—Esperas demasiado de ti mismo —le dijo severamente Hermione durante una de las prácticas—. Para un mago de trece años, incluso un patronus como éste es una hazaña enorme.

Para satisfacción de todos menos de Harry, estaba programada otra salida a Hogsmeade para el último fin de semana del trimestre. A pesar de la insistencia por parte de su amiga de quedarse una vez más en el castillo, el muchacho fue capaz de convencerla para que no se perdiera la salida, cosa que a regañadientes acabó aceptando.

La mañana del sábado de la excursión, los cuatro se despidieron de él, envueltos hasta arriba en sus gruesos abrigos y sus largas bufandas. Había empezado a nevar, por lo que, aunque el paseo hasta el pueblo se tornó gélido, resultó también muy hermoso a ojos de Hermione.

Los cuatro, así como la gran mayoría de los estudiantes, decidieron que su primera parada sería Honeydukes, así que se abrieron camino como pudieron entre la multitud que abarrotaba tanto la entrada como el interior del recinto y se pasearon por el lugar, fascinados. La tienda estaba llena de estantes repletos de los dulces más apetitosos que se podían imaginar: cremosos trozos de turrón, cubitos de helado de coco de color rosa trémulo, gruesos caramelos de café con leche, cientos de chocolates diferentes puestos en filas, un gran barril lleno de alubias de sabores y bolas de helado levitatorias. A medida que se movían, descubrieron los dulces de efectos especiales: el chicle droobles, que podía llenar una habitación de globos de color jacinto que tardaban días en explotar, la rara seda dental con sabor a menta, diablillos negros de pimienta, ratones de helado, crema de menta en forma de sapo, frágiles plumas de azúcar hilado y caramelos que estallaban. Fascinados, llegaron hasta un rincón apartado que obedecía al nombre de un letrero colgado: Sabores insólitos.

Hermione y Susan se encontraban observando una bandeja de pirulíes con sabor a sangre cuando una figura se les acercó a hurtadillas por detrás.

—No, a Harry no le gustarán —dijo la castaña, poniendo cara de asco—. Creo que son para vampiros.

—¿Y qué te parece esto? —le preguntó la pelirroja, acercándole un tarro de cucarachas a la nariz.

—¡Aún peor! —exclamó una voz a sus espaldas, y a Susan casi se le cayó el bote del susto.

—¡Harry! —suspiró Hermione, contemplándole con asombro—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo... cómo lo has hecho?

—¡Ahí va! —silbó Cedric, que volvía junto a Ron después de inspeccionar las babosas de gelatina—. ¡Has aprendido a materializarte!

—Por supuesto que no —sonrió el muchacho, mostrándoles un curioso pergamino que traía en uno de los bolsillos de su abrigo—. Fred y George me han dado esta maravilla. Es un mapa que muestra cada detalle del castillo de Hogwarts y de sus terrenos a tiempo real... ¡incluso a las personas que se encuentran en él!

—¿Por qué Fred y George no me lo han dejado nunca? —bufó Ron—. ¡Son mis hermanos!

Hermione se mordió el labio, pareciendo muy preocupada, y Harry no tardó en percatarse de ello.

—¿Me vas a delatar? —le preguntó él con una sonrisa afable.

—Claro que no, Harry, pero... —murmuró ella, intraquila—. Si este mapa cayera en las manos equivocadas...

—¿Has visto las Meigas Fritas, Harry? —vociferó Ron, interrumpiéndola, que cogió al muchacho del brazo y se lo llevó hasta el tonel en el que estaban—. ¿Y las píldoras ácidas? Fred me dio una cuando tenía siete años. Me hizo un agujero en la lengua. Recuerdo que mi madre le dio una buena tunda con la escoba.

Intentando restarle importancia al asunto, y después de pagar los dulces que habían cogido, los cinco salieron a la ventisca de la calle: Hogsmeade era como una postal de Navidad. Las tiendas y casitas con techumbre de paja estaban cubiertas por una capa de nieve crujiente, y en las puertas había adornos navideños y filas de velas embrujadas que colgaban de los árboles. Subieron por la calle, inclinando la cabeza contra el viento.

—Ahí está correos.

—Zonko está allí.

—Podríamos ir a la casa de los gritos.

—Os propongo otra cosa —sugirió Cedric, castañeteando los dientes—. ¿Qué tal si tomamos una cerveza de mantequilla en Las Tres Escobas?

Completamente en favor de su propuesta, cruzaron rápidamente la calle y a los pocos minutos entraron en el pub: el interior del local era cálido y estaba lleno de gente, de bullicio y de humo. Una mujer muy hermosa y de buena figura servía a un grupo de pendencieros en la barra, dedicándoles una sonrisa encantadora.

—Ésa es la Sra. Rosmerta —les señaló Ron—. Voy por las bebidas, ¿eh?

Harry, Susan, Cedric y Hermione se dirigieron a la parte trasera del bar, donde quedaba libre una mesa pequeña, entre la ventana y un bonito árbol navideño, al lado de la chimenea. El pelirrojo regresó cinco minutos más tarde con cinco jarras de caliente y espumosa cerveza de mantequilla.

—¡Felices Pascuas! —exclamó Susan levantando la suya, muy contenta, y los muchachos las hicieron chocar entre sí con alegría.

Hermione bebió hasta el fondo, relamiéndose los labios: era lo más delicioso que había probado en la vida, y reconfortaba cada célula del cuerpo.

Una repentina corriente de aire la despeinó. Supo que se habría vuelto a abrir la puerta de Las Tres Escobas, y al echar un vistazo por encima de la jarra, casi se atraganta: la profesora McGonagall acababa de entrar en la taberna con una ráfaga de copos de nieve, inmersa en una conversación con un hombre corpulento que llevaba un sombrero hongo de color verde lima y una capa de rayas finas. Era Cornelius Fudge, el Ministro de Magia.

—¡Escóndete, Harry! —le ordenó con rapidez.

Sin apenas tener tiempo de reaccionar, obligaron al muchacho a agacharse y esconderse debajo de la mesa, empujándolo con las manos. Desde su posición, observó los pies de los dos adultos, que avanzaban hacia donde ellos se encontraban.

—¡Mobiliarbo! —exclamó Hermione con decisión, agitando la varita que llevaba escondida bajo su abrigo.

El árbol de Navidad que estaba situado al lado de la mesa se elevó unos centímetros, se desplazó hacia un lado y, suavemente, se volvió a posar delante de ellos, ocultándolos. Mirando a través de las ramas más densas, Hermione contempló a la profesora y al ministro resoplar y suspirar mientras se sentaban. Pronto, la dueña de la taberna se presentó en la mesa para tomarles nota.

—¡Rosmerta, querida! —la saludó Fudge con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Qué tal el negocio? ¿Bien?

La mujer le dedicó una profunda mirada inquisidora, dispuesta a espetarle cualquier cosa.

—¡Me iría mucho mejor si el Ministerio de Magia no hubiera hecho que los dementores vengan a la taberna noche sí y noche también!

Fudge se revolvió incómodo en su asiento, recolocándose la corbata con nerviosismo.

—Pero, comprende que... —murmuró, en un tono más bajo— un asesino anda suelto.

—Oh, Sirius Black en Hogsmeade —expresó ella con ironía—. ¿Qué le puede traer aquí?

Alzándose levemente de su asiento y pidiéndole a Rosmerta que se acercara a él con un simple gesto con la mano, el ministro intentó que sus siguientes palabras quedaran resguardadas entre sus dos acompañantes... pero, detrás del árbol, ocultos y silenciosos como una tumba, los chicos escucharon con total claridad su respuesta.

—Harry Potter.

Susan le tomó la mano a Ron en un acto instintivo, y Cedric y Hermione se contemplaron entre sí con estupefacción. Al otro lado del árbol, Rosmerta compartía su misma mueca de desconcierto.

—Contadme —les pidió, acomodándose en una de las sillas que acompañaban la mesa—, ¿a qué viene todo esto?

Los tres integrantes se apoyaron sobre la superficie de madera, dispuestos a mantener aquella conversación en la más estricta confidencialidad.

—Verás —se añadió la profesora McGonagall en voz baja—. Hace años, cuando los Potter supieron que llevaban el sello de la muerte, decidieron esconderse. Pocos sabían su escondite, pero uno de ellos era uno de sus mejores amigos: Sirius Black, que le reveló su ubicación a Quien-tú-sabes.

—No sólo le guió a casa de los Potter —asintió Fudge—, sino que mató a uno de sus mejores amigos aquella misma noche: Peter Pettigrew.

«A Black le arrinconaron en una calle llena de muggles», recordó Hermione, tal y como Cedric les había contando a ella y a Susan unos meses atrás. «Él sacó su varita e hizo saltar por los aires a la mitad de la calle: mató a doce muggles que pasaban por allí, y entre ellos, un mago.»

—¿Peter Pettigrew?

—Exacto —insistió la profesora—. Era un muchacho apocado, siempre pegado a Sirius Black.

—Lo recuerdo. El chico gordito que siempre iba con ellos a todas partes... —suspiró Rosmerta, visiblemente afectada—. ¿Y qué ocurrió después?

—Peter intentó advertir a los Potter y casi lo consiguió —respondió McGonagall—, si no fuera porque se hubo encontrado con su viejo amigo.

—Black era malvado —aseguró el ministro—. No sólo mató a Pettigrew: lo destrozó. Lo único que dejó de él fue un dedo.

Una mueca de espanto recorrió las facciones atractivas de la propietaria del local.

«¿Sabéis lo que hizo entonces? Reírse», podía escuchar Hermione dentro de su cabeza, sintiéndose mareada. «Y cuando llegaron los refuerzos del Ministerio de Magia, dejó que se lo llevaran sin parar de reír a mandíbula batiente.»

—Sí. Sirius Black tal vez no mató con sus propias manos a los Potter —dictaminó McGonagall con amargura—, pero por él están muertos.

—Y ahora quiere terminar con lo que empezó —completó Fudge.

—No puedo creerlo... —sollozó Rosmerta, que parecía que en cualquier momento caería rendida al suelo.

En la mesa compartida, Ron había correspondido el agarre de Susan y se tomaban la mano con fuerza, expectantes: Cedric, apoyando ambos codos sobre la mesa, se enmarcaba la cara entre las manos y cerraba los ojos con fuerza, compartiendo el sentimiento de Rosmerta, y Hermione se mantenía en su sitio sin apenas moverse un ápice, sumida en su consternación.

—Pero eso no es lo peor —suspiró la profesora, para la desgracia de todos.

—¿Puede haber algo peor? —se escandalizó la propietaria.

—Me temo que sí, querida —remarcó, dando la estocada final—. Sirius Black era, y así es hasta la fecha, el padrino de Harry Potter.

Hermione se sintió los desbocados latidos del corazón en la garganta. Inundando sus pulmones de aire como un ritual en el que infundirse de coraje, observó los rostros de sus amigos, que parecían tan sobrecogidos como ella, y sin necesidad de que alguno adornara el silencio con palabras, los cuatro se asomaron bajo la mesa, mirando fijamente sin saber qué decir.

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