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Capítulo LVIII - Cistem aperio

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LVIII —

C i s t e m   a p e r i o

Antes de que el pánico se disipara entre los estudiantes y el profesorado del colegio, Dumbledore fue raudo en su toma de decisiones y mandó que los alumnos de Gryffindor acudieran de nuevo al Gran Comedor, donde se les unieron, diez minutos después, los de Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin, compartiendo su misma confusión.

Una vez se hubieron asegurado de que todos los accesos al castillo habían sido cerrados y se encontraron reunidos en el lugar, el director se preparó para lanzar su dictamen.

—Los profesores y yo tenemos que llevar a cabo un rastreo por todo el castillo. Me temo que, por vuestra propia seguridad, tendréis que pasar aquí la noche —les explicó con total seriedad—. Quiero que los prefectos monten guardia en las puertas y dejo de encargados a los dos Premios Anuales. Comunicadme cualquier novedad por medio de alguno de los fantasmas.

Antes de abandonar el salón, Dumbledore, con un sutil y elegante movimiento de varita recogió las largas mesas, enderezándolas y anclándolas a las paredes, y con otro, cubrió el suelo con cientos de mullidos sacos de dormir rojos.

—Felices sueños —les deseó, cerrando la voluptuosa puerta tras de sí.

El Gran Comedor empezó a bullir de excitación, a medida que los alumnos comentaban entre sí lo que acababa de suceder.

—¡Todos a los sacos! —gritó Percy, sintiéndose imponente—. ¡Ahora mismo, se acabó la charla! ¡Apagaré las luces dentro de diez minutos!

Harry, Ron, Susan y Hermione se colocaron en uno de los rincones de la gran sala, y pronto se les unió Cedric, que venía acompañado por Helen. Los seis se acomodaron en sus respectivos sacos y formaron una pequeña redonda en la que discutir lo sucedido, queriendo mantener la charla en privado.

—¿Creéis que Black sigue en el castillo? —susurró Susan con preocupación.

—Evidentemente, Dumbledore piensa que es posible —alegó Cedric, que se mantenía erguido y acariciaba los rubios y extensos cabellos de Helen, apoyada en sus rodillas.

—Es una suerte que haya elegido esta noche, ¿os dais cuenta? —exclamó Hermione, hincando el codo sobre la superficie y sujetándose la cabeza con aire reflexivo—. La única noche que no estábamos en la torre...

—Supongo que con la huida no sabrá en qué día vive —expuso Ron, convencido—. No se ha dado cuenta de que es Halloween. De lo contrario, habría entrado aquí sin pensárselo dos veces.

Hermione no pudo evitar estremecerse, visualizando una vez más los sombríos ojos de Black.

—Pero, ¿cómo ha podido entrar? —se añadió Helen, aún apoyada en Cedric.

—A lo mejor sabe cómo aparecerse, cómo salir de la nada —reflexionó Susan—. O quizá se ha disfrazado.

—Podría haber entrado volando—sugirió Ron con asombro.

—Hay que ver —suspiró Hermione, rodando los ojos con total fastidio—. ¿Es que soy la única persona que ha leído Historia de Hogwarts?

—Casi seguro —dijo Harry, que parecía divertido por su reacción—. ¿Por qué lo dices?

—Porque el castillo no está protegido sólo por muros, sino también por todo tipo de encantamientos para evitar que nadie entre furtivamente —aseguró ella—. No es tan fácil aparecerse aquí. ¡Quisiera ver el disfraz capaz de engañar a los dementores! Vigilan cada una de las entradas a los terrenos del colegio, por lo que si hubiera entrado volando, también lo habrían visto. Filch conoce todos los pasadizos secretos y estarán vigilados.

Cedric sonrió, complacido.

—Es imposible refutarte, Hermione. Yo me doy por convencido.

—¡Voy a apagar las luces ya! —gritó Percy, interrumpiéndoles—. Quiero que todo el mundo esté metido en el saco y en silencio.

Todas las velas se apagaron a la vez, como barridas por un soplo de aire. Las pocas luces que podían discernirse en la oscuridad provenían de los ventanales que precedían la Mesa Alta, infiltrándose entre ellos unos pocos destellos, así como del techo encantado, tan cuajado de estrellas como el mismo cielo exterior. Hermione, que podía distinguir a los fantasmas de color de plata moviéndose por todas partes y hablando con gravedad con los prefectos, se cubrió hasta el cuello con el saco y dejó que el cuchicheo ininterrumpido de sus compañeros le acariciara los oídos, sintiéndose como durmiendo a la intemperie, arrullada por la brisa.

A su alrededor, sus amigos no tardaron en caer dormidos y pronto se encontró sola en su desvelo, siendo incapaz de hacer desaparecer su preocupación. Cada hora presenciaba cómo aparecía un profesor en el salón para comprobar que todo se hallaba en orden, y no tardó en anhelar que fuera Snape el próximo que irrumpiera en el lugar, como si su presencia la colmara de una seguridad que fervientemente necesitaba.

Sin embargo, Snape estaba inmiscuido en sus propias indagaciones aquella noche. No sólo la presencia de Black en el castillo lo había impulsado a examinar minuciosamente cada rincón: la posibilidad de que Lupin se encontrara inmiscuido en el asunto resultaba demasiado tentadora como para desaprovechar la oportunidad.

Pronto se encontró cruzando uno de los pasadizos del cuarto piso a pasos agigantados, en la más absoluta oscuridad, teniendo la certeza de que nadie le seguía. Con rapidez, se acercó a la puerta de roble que aún lo separaba del despacho de Lupin y se adentró en él, prendiendo en la varita una luz tenue, lo suficientemente brillante como para desvelar alguna pista.

Cautelosamente fue desplazándose por la estancia, revisando cualquier detalle que hubiera pasado por alto en la ojeada anterior, pero no encontró nada interesante ni revelador más allá de las túnicas holgadas y maltrechas de su compañero, los libros con los que se preparaba las lecciones y los ensayos del alumnado, y ese maldito grindylow que le enseñaba los dientes, asqueándolo por completo.

Percatándose de que ya llevaba un buen rato husmeando indebidamente en el despacho, Snape se dio por vencido y se dispuso a abandonar el lugar completamente decepcionado. Parecía no haber ningún indicio de que Black hubiera estado allí, ni tampoco de que Lupin le hubiera escondido o ayudado de alguna forma.

Creyendo haber fracasado, se encontró a punto de cruzar el umbral de la puerta, pero frenó en seco al reconocer el elegante y voluptuoso armario que se encontraba junto a la salida: era el mismo que Lupin había sustraído de la sala de profesores, aprovechando que estaba en desuso, para dar una de sus lecciones, y que aún no había devuelto. Lo admiró de un lado al otro, de pies a cabeza, y sonrió maliciosamente al percatarse de que tenía el tamaño ideal para acoger a una persona en su interior.

Con lentitud, acercó sus dedos a la manecilla y la apretó en su mano, girándola levemente y comprobando que, efectivamente, la puerta se encontraba abierta. Llenando sus pulmones de aire y sujetando su varita con fuerza en su otra mano, inició mentalmente una cuenta atrás, preparándose para encontrarse cara a cara con su oponente, deseoso por poder tomar su venganza de la forma más despiadada.

A sus espaldas, en ese preciso instante, algo provinente de la sala contigua retumbó con fuerza, justo donde se encontraban los aposentos de Lupin, y Snape despertó de su ensoñación. Con la curiosidad a flor de piel, volvió a girar la manecilla del armario, cerrándolo con firmeza, y contuvo su atención en la procedencia de aquel estruendo, acercándose a paso ligero hasta la puerta que lo separaba del dormitorio.

 Apenas le había echado una ojeada a la habitación, no encontrando más que una sencilla cama debidamente hecha, una cómoda estrecha, un espejo anclado a la pared de piedra y un par de mesillas de noche que acompañaban cada lado del catre. Lo cierto era que había pasado por alto un singular detalle: a un costado de la cómoda se hallaba un pequeño baúl, que si bien no resultaba un escondite en el que cupiera una persona, quizá guardaba alguna prueba inculpatoria en su interior.

Decidido, Snape volvió a alzar su varita con firmeza y apuntó directamente sobre el objeto con los ojos brillantes.

—¡Cistem aperio!

El baúl se abrió de golpe, con una brusquedad que le asombró, pero ninguna clase de estupefacción podía igualarse a la que sintió cuando del pequeño espacio se asomaron un par de ojos brillantes y un hocico aplastado, rodeados de un intenso pelaje anaranjado.

El profesor frunció el ceño con total extrañeza, y en cuanto el felino salió del baúl y se acomodó sobre sus patas traseras, admirándolo con curiosidad, no supo qué decir o qué hacer. No le constaba en absoluto que Lupin tuviera ningún animal de compañía, por lo que era completamente desconcertante imaginar qué demonios hacía aquel animal allí. Quizá se había colado en el lugar en un descuido y había quedado torpemente encerrado en ese baúl, ¿pero cómo demonios lo había conseguido?

Unos pasos, esta vez provinentes del exterior del despacho, volvieron a hacerle caer de pies en la tierra: decidiendo al instante que sería mejor abandonar el lugar antes de que alguien le descubriera, Snape salió del dormitorio y esperó unos instantes, asegurándose de que podría salir sin ser visto. Para su sorpresa, aquel condenado felino le seguía, y sintiéndose completamente fastidiado se dijo a sí mismo que ya se inventaría alguna excusa para justificar su presencia junto a él, no queriendo darle más importancia de la necesaria.

Con sutileza abandonaron el despacho y Snape restó en silencio, pudiendo aún apreciar los pasos que le habían interrumpido a poca distancia de donde él se encontraba. Quien quiera que fuese el responsable no se encontraba muy lejos, así que cruzó el pasadizo con decisión y pronto vio dibujarse ante sus ojos una figura conocida.

Charity examinaba cautelosamente un gran espejo anclado a la pared, asegurándose de que estuviera cerrado. Snape recordó que el espejo ocultaba un pasadizo secreto que antiguamente había servido como salida de Hogwarts, pero hacía muchos años que aquel pasaje había sido bloqueado. 

La profesora suspiró aliviada al haber realizado sus comprobaciones, y debido a que todavía no se había percatado de la presencia de su compañero junto a ella, se sintió sofocada por la sorpresa en cuanto éste plantó su mano sobre su hombro derecho, sobresaltándola por completo.

—¡Por Dios bendito, Severus! —suspiró ella con fuerza, llevándose una mano al pecho—. ¿Algún día abandonarás esta maldita costumbre de intentar matarme de un susto?

Snape se abstuvo a contestarle. Ambos conocían la respuesta.

—¿Has encontrado algo? —ansió saber, hablando con voz pausada.

—Nada, ni rastro —alegó ella, intentando ordenar los rizos dorados que habían escapado de su alto moño con intranquilidad—. Imagino que tú tampoco.

—Tan solo esto.

Sutilmente, Snape se hizo a un lado, y Charity descubrió al intruso: aquel curioso gato, de nuevo acomodado sobre sus patas traseras, se acicalaba su frondoso pelaje a lametazos.

—¡Es precioso! —exclamó ella, poniéndose en cuclillas frente a él y acariciándolo con ternura, recibiendo un ronroneo de agradecimiento por su parte—. Sus ojos parecen dos perfectos y pulidos azabaches. ¡Y qué hocico tan adorable tiene!

—Oh, por favor —suspiró Snape, apretándose el puente de la nariz con exasperación—. Basta de estupideces.

Charity, aún de rodillas, le miró divertida.

—Se le llama afecto, Severus. No te vendría mal experimentarlo.

Entre las facciones de Snape se dibujó una evidente mueca de desagrado.

—Repugnante.

La profesora no pudo evitar echar una carcajada al aire ante su comentario, y tomando al gato entre sus brazos, meciéndolo, volvió a ponerse en pie.

—¿De dónde ha salido?

—Lo he encontrado en el aula de Defensa Contra las Artes Oscuras —mintió Snape—. Estaba encerrado en un baúl. Imagino que se habrá metido ahí él solo.

—Debe ser la mascota de algún alumno —sentenció la mujer—. Quizá sea mejor que lo llevemos al Gran Comedor para que esté seguro.

Por una vez el profesor estuvo de acuerdo con ella, aceptando la sugerencia sin rechistar, y ambos emprendieron su rumbo escaleras abajo en completo silencio, aún atentos a cuanto sucediera a su alrededor. Pronto se encontraron en la gran sala, y para su sorpresa, el director también había acudido al lugar. Dejando al felino en el suelo, los dos se acercaron hasta él, que mantenía una conversación en voz baja con Percy.

—¿Habéis encontrado algún rastro de él? —les preguntó Dumbledore en un susurro.

—No. Hemos registrado todo el tercer y cuarto piso, pero no estaba allí —contestó Charity con resignación—. ¿Por aquí todo bien?

—Todo bajo control, profesora —se añadió el Premio Anual.

—Bien. No vale la pena moverlos a todos ahora —sentenció el director—. He encontrado a un guarda provisional para el agujero del retrato de Gryffindor. Mañana podremos llevarlos a todos de vuelta a los dormitorios.

—¿Y la Dama Gorda, señor? —comentó Snape.

—Se había escondido en un mapa de Argyllshire del segundo piso. Parece que se negó a dejar entrar a Black sin la contraseña, y por eso la atacó —explicó él—. Sigue muy consternada, pero en cuanto se tranquilice haré que restauren el lienzo.

—Perfecto —dijo Charity—. Iré en busca del señor Filch, por si ha encontrado algo en las mazmorras.

Dumbledore dio un leve asentimiento, y con una sonrisa humilde la profesora se retiró del Gran Comedor. Percy, satisfecho, prosiguió con su ronda por entre los sacos, comprobando que los alumnos estuvieran dormidos.

—Asombrosa hazaña, ¿no crees? —murmuró Snape, aprovechando aquel momento de soledad con el director—. Entrar en el castillo sin ayuda y pasar totalmente desapercibido.

—Sorprendente, sin duda.

—¿Tienes alguna idea de cómo pudo entrar?

—Muchas, Severus, pero todas igual de improbables.

—Espero que recuerdes la conversación que tuvimos poco antes de comenzar el curso.

—La recuerdo, muchacho.

—Parece... casi imposible... que Black haya podido entrar en el colegio sin ayuda del interior. Ya te expresé mi preocupación cuando señalaste que...

—Ningún profesor en este castillo ayudaría a Sirius Black a entrar en él —lo interrumpió—. Estoy convencido de que el castillo es seguro.

—Pero, Albus... —murmuró el profesor.

—Eres demasiado obstinado, Severus —sonrió Dumbledore, contemplándole por encima de sus gafas de media luna—. Hasta tu acompañante se ha cansado de oírte.

Snape no comprendió a qué se refería hasta que, siguiendo la indicación que el director le hacía con la cabeza, se encontró de nuevo con la figura del pequeño felino, esta vez hecho un ovillo junto al saco de uno de los alumnos. Entrecerrando ligeramente los ojos, el profesor reconoció las angelicales facciones de Hermione, que mantenía los ojos cerrados y respiraba pausadamente, y comprendió que aquel gato no era otro que su mascota.

Miles de preguntas quisieron asaltar su mente en aquel preciso instante, pero el sencillo toque del director sobre su hombro pareció disiparlas, junto con su consejo.

—Ve a descansar. Por hoy ya has hecho suficiente.

En silencio, ambos caminaron despacio hacia la salida y abandonaron la gran sala. Una vez el leve toque de las puertas indicó que se encontraban al otro lado, Hermione abrió los ojos, y sutilmente arropó a Crookshanks entre sus brazos.

Con la visión del techo estrellado, la muchacha comprendió que aquella noche no conseguiría pegar ojo: si ya se encontraba inquieta por la presencia de Black, la conversación que acababa de presenciar no hacía sino avivar a sus demonios internos, y con una fuerza abismal.

***

Durante los días que siguieron, en el colegio no se hablaba de otra cosa que de Sirius Black: las especulaciones acerca de cómo había logrado penetrar en el castillo eran cada vez más fantásticas y rocambolescas, perdiendo cualquier tipo de credibilidad.

Dumbledore había hecho quitar de la pared el lienzo rasgado de la Dama Gorda y lo había reemplazado por el retrato de Sir Cadogan. El caballero se había tomado el asunto como una afrenta personal, dispuesto a batallar si fuera necesario por mantener la sala común inexpugnable: se pasaba la mitad del tiempo retando a duelo a los estudiantes y profesores, y la otra mitad inventando contraseñas ridículamente complicadas que cambiaba al menos un par de veces al día.

—Está loco de remate —se quejaba Seamus a Percy, notablemente enfadado—. ¿No hay otro disponible?

—Ninguno de los retratos quería el trabajo. Están demasiado asustados con lo que le ha ocurrido a la Dama Gorda —le explicaba él—. Sir Cadogan fue el único lo bastante valiente para ofrecerse voluntario.

A Hermione, que parecía ser la única a la que le fascinaba la idea de que fuera Sir Cadogan quien reemplazara a la Dama Gorda, el caballero la trataba con un respeto prácticamente paternal: siendo la única que escuchaba con interés sus historias, se había convertido en su protegida, por lo que en ocasiones el retrato insistía en acompañarla a alguna de sus clases mientras le explicaba batallitas.

—¿Le he contado alguna vez cómo perdí mi varita, Miss Granger? —le preguntó en una de aquellas mañanas en las que la escoltaba hacia la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras.

—No he tenido el placer —respondió ella con una sonrisa, aferrando los libros que sujetaba entre sus brazos contra su pecho.

—Hace siglos, cuando un servidor formaba parte de la Mesa Redonda del Rey Arturo, se nos informó que había un wyvern que aterrorizaba a la población —comenzó él, atravesando los marcos a paso ligero—. ¿Sabe de qué bestia se trata?

—Por supuesto. Son unas criaturas que poseen cuerpo de reptil, una cola con púas, un par de alas y dos patas, parecidos a los dragones. Sus dientes son poderosos y tienen la habilidad de exhalar fuego por sus fauces —sonrió Hermione—. Los hemos estudiado con el profesor Lupin.

—¡Exactamente! Al que yo me enfrenté, dispuesto a terminar con su reinado de terror, lo nombraban el Wyvern de Wye —prosiguió él—. En nuestro primer encuentro, la bestia se comió mi hermoso corcel, partió mi varita de madera de edrino por la mitad con sus fauces y por poco me derrite la espalda y la visera con su aliento de fuego. Aunque escapé vivo de milagro, regresé al ataque cabalgando sobre un poni gordezuelo que pastaba cerca, y volví a enfrentarme a él con la varita rota.

—¿Logró vencerle aún con esa dificultad?

—El wyvern intentó devorarme, pero con la varita astillada le atravesé la lengua: esto encendió sus vapores estomacales, matándolo al hacerlo explotar —aclaró él, orgulloso—. ¡El miedo es una ilusión, Miss Granger! Si ese Sirius Black se atreve a alzarse en armas contra este caballero, lo venceré sin pestañear.

No muy convencida de la veracidad de las palabras del retrato, Hermione se despidió cortésmente de él y se adentró en el aula de Defensa Contra las Artes Oscuras, en la que había apenas unos pocos alumnos. La muchacha se recogió en uno de los pupitres de la primera fila y presenció cómo el resto de sus compañeros iban llenando el aula mientras terminaba su ensayo de Runas Antiguas, aprovechando que el profesor Lupin todavía no había llegado.

Sin embargo, ninguno se esperaba que aquel día el que irrumpiera en la clase fuera el profesor Snape, que con su sencilla presencia acalló los murmullos, cruzando el aula hasta el pupitre a paso firme y posicionándose frente a los alumnos con mirada inquisidora.

—Disculpe, señor —se atrevió a decir Harry, acomodado junto a Hermione—. ¿Dónde está el profesor Lupin?

—Eso no es de tu incumbencia, Potter —alegó Snape con una mueca de agrado extrañamente maliciosa—. Basta con decir que Lupin se encuentra incapacitado para la docencia en estos instantes. Sin embargo, no ha dejado ninguna clase de información acerca de los temas que habéis estudiado ahora...

—Hemos estudiado los boggarts, los gorros rojos, los kappas, los grindylows, los occamys, los wyverns, los graphorns... —comentó Ernie desde la tercera fila—, y estábamos a punto de comenzar...

—Cállate, Macmillan. No te he preguntado —lo cortó Snape con el ceño fruncido—. Sólo comentaba la falta de organización del profesor Lupin.

—Es el mejor profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras que hemos tenido —se atrevió Dean a mencionar, y la clase expresó su conformidad mediante un murmullo incesante.

El gesto amenazador que Snape adquirió en ese momento fue capaz de silenciar por completo cualquier palabra.

—Sois fáciles de complacer. Lupin apenas os exige esfuerzo... yo daría por hecho que los de primer curso ya son capaces de manejarse con los gorros rojos y los grindylows. Por eso —exclamó él, tomando el libro de texto y hojeándolo hasta llegar al último capítulo—, hoy estudiaremos los hombres lobo.

—Pero profesor —intercedió Rose, incapaz de contenerse—, todavía no podemos llegar a los hombres lobo. Está previsto comenzar por los hinkypunks.

—Creía que era yo y no usted quien daba la clase, Srta. Zeller —la replicó él, desafiante—. Ahora, abrid todos el libro por la página 394. Ya.

Con miradas de soslayo y un murmullo de descontento, los alumnos obedecieron.

—¿Quién de vosotros puede decirme en qué se diferencia un animago de un licántropo?

Todos se quedaron en completo silencio, a excepción de Hermione, cuya mano, como de costumbre, se levantó con una rapidez impoluta.

—Parece mentira que una clase de tercero ni siquiera sea capaz de reconocer a un hombre lobo. Me encargaré de informar al director de lo atrasados que estáis todos —refunfuñó él, rodando los ojos—. Ilumínenos, Granger.

—Un animago es un mago que elige hacerse animal. Un licántropo no tiene esa opción —expuso ella con total convicción—. Cada luna llena, al transformarse, pierde noción de su identidad... podría llegar a matar a su mejor amigo, puesto que sólo responde a la llamada de los de su propia especie.

De improvisto, Malfoy imitó el aullido de un lobo, provocando algunas carcajadas.

—Gracias, Sr. Malfoy —masculló Snape, y empezó a pasearse por el aula a paso calmado—. Como antídoto a vuestra ignorancia, quiero ver sobre mi mesa, para el lunes por la mañana, dos pergaminos acerca del licántropo con particular énfasis en cómo reconocerlo.

La clase se sumió en un suspiro colectivo.

—Pero señor —exclamó Harry—, mañana tenemos partido de quidditch.

Snape se inclinó ligeramente sobre él, perforando sus ojos verdes con la furia de un volcán que está a punto de entrar en erupción.

—Entonces te recomiendo que extremes la precaución, Potter. Perder una extremidad no te servirá de excusa —murmuró, logrando que cada palabra se clavara como una daga afilada en su cerebro—. Página 394...

Satisfecho al haber infundido su cólera desmedida, el profesor volvió hasta su pupitre, dispuesto a empezar a dictarles la lección.

—El término licántropo es un compuesto del vocablo griego λύκος, que significa lobo, y άνθρωπος, hombre. Λυκάνθρωπος: hombre lobo.

A pesar de que sus compañeros habían empezado a tomar nota, apuntando cada palabra, Hermione se quedó absorta viendo su pergamino en blanco, sintiendo como la voz de Snape se le empezaba a hacer lejana a medida que sus recuerdos acudían a su cabeza. Podía visualizar con total exactitud aquella tarde en la que Snape le había traído a Lupin al despacho aquella copa humeante, insistiéndole en que debía tomársela en cuanto antes; también recordaba la transformación del boggart frente a Lupin en su primera clase, en la que se interpuso entre él y Harry.

Cuando el timbre sonó por fin, Hermione abandonó el aula en silencio junto a Harry, Ron y Susan, y en cuanto hubieron salido se excusó con ellos, alegando que debía ir a buscar sus libros para la siguiente clase.

Solitaria, y sintiendo el peso del giratiempo colgándole del cuello, ascendió la Gran Escalinata hasta la sala común y se encerró en su habitación, buscando su mapa lunar. Probablemente tendría que hacer uso del giratiempo para llegar puntual a la clase de Alquimia, pero se dio cuenta de cómo aquel pequeño lapso de tiempo que le hubo dedicado a sus deducciones había valido la pena en cuanto tuvo la verdad frente a sus ojos, gritándola para sus adentros:

¡El profesor Lupin es un hombre lobo!

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