Capítulo LVII - Fulguro
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LVII —
❝ F u l g u r o ❞
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En muy poco tiempo, la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras se convirtió en la favorita de la mayoría. Hermione encontró que sus siguientes lecciones fueron tan interesantes como la primera: después de los boggarts estudiaron a los gorros rojos, unas criaturas pequeñas y desagradables parecidas a los duendes que se escondían en cualquier sitio en el que hubiera habido derramamiento de sangre; de los gorros rojos pasaron a las kappas, unos repugnantes moradores del agua que parecían monos con escamas y con dedos palmeados y que disfrutaban estrangulando a los que cruzaban sus estanques.
A pesar del esfuerzo que suponía asistir al doble de asignaturas que el resto, la Gryffindor estaba encantada con Estudios Muggles y Artimancia. Sin bien la profesora Burbage, que solía ser risueña y afable y apenas les hacía entregar ensayos, no tenía nada que ver con la profesora Vector, que era más bien estricta y exigía de los alumnos que dieran lo mejor de ellos mismos en su asignatura, Hermione las admiraba por igual, descubriendo en ellas a dos grandes mujeres con muchísima dedicación.
Si existía alguna asignatura que lograra encandilarla por completo, era Alquimia. El profesor Fernsby irradiaba una desbocada estima hacia su propia materia, y era algo que lograba transmitir a los pocos alumnos que aquel año habían elegido la optativa.
—¿Qué es la Alquimia? ¿Una ciencia? ¿Una filosofía? ¿Un arte? ¿Una estafa? —les había preguntado el primer día con los ojos brillantes—. Eso es lo que trataremos de averiguar durante este curso. Pero recordad que la conclusión no es irrebatible: cada uno de vosotros hallará la suya propia, que será tan cierta como las demás.
Al contrario que la clase impartida por el profesor Fernsby, Hermione aborrecía de sobremanera las horas que pasaba en la agobiante sala de la torre norte de la profesora Trelawney, descifrando símbolos y formas confusas, tanto como la profesora parecía aborrecerla a ella. Era incapaz de comprender cómo algunos de sus compañeros la trataban con un respeto que rayaba en la reverencia: Lavender y Parvati habían adoptado la costumbre de rondar el aula a la hora de la comida y siempre regresaban con un aire de superioridad que resultaba molesto, como si supieran cosas que los demás ignoraban.
Por otro lado, Cuidado de Criaturas Mágicas se había convertido en algo extremadamente aburrido después del incidente de la primera clase. Hagrid había perdido la confianza y ahora pasaban lección tras lección aprendiendo a cuidar a los gusarajos, que probablemente fueran una de las criaturas más soporíferas del universo.
Sin embargo, a pesar de la variedad de asignaturas que cursaba aquel año y al contrario que sus compañeros, Pociones seguía formando parte de sus favoritas, aunque sus comienzos habían sido difíciles. Snape había pasado algunas clases especialmente propenso a la venganza y todos sabían por qué: la historia del boggart que había adoptado su forma y el modo en que lo había dejado Neville, con el atuendo de su abuela, se había extendido por todo el colegio. A la primera mención del profesor Lupin, en los ojos de Snape aparecía una expresión amenazadora, y Hermione sintió que aquel incidente hubiera acrecentado la tensión entre ambos profesores.
A comienzos de octubre los equipos de Quidditch empezaron sus entrenamientos al encontrarse cerca la nueva temporada, y en las pocas ocasiones en las que Hermione tenía un hueco libre, acompañaba al equipo de Hufflepuff junto a Susan. Cedric se había convertido en el nuevo capitán, con lo que la presencia de Hermione, bajo la promesa de que no revelaría sus tácticas, era más que bien recibida. El tiempo se enfriaba y se hacía más húmedo, las noches más oscuras, pero no había barro, viento ni lluvia que pudiera empañar la ilusión de los tejones.
Una tarde, después del entrenamiento, Hermione regresó a la sala común de Gryffindor con los músculos entumecidos después de haber estado practicando con las bludgers junto a Herbert y Maxine, y se sorprendió al encontrar la sala muy animada.
—¿Qué ha pasado? —les preguntó a Harry y Ron, que estaban sentados al lado del fuego, acabando unos mapas del cielo para la clase de Astronomía que ella ya había terminado.
—Primer fin de semana en Hogsmeade —respondió el pelirrojo, señalando una nota que había aparecido en el viejo tablón de anuncios—. A finales de octubre, en Halloween.
—¡Estupendo! —exclamó Fred, que había seguido a Hermione por el agujero del retrato—. Tengo que ir a la tienda de Zonko: casi no me quedan bombas fétidas.
A pesar de que todos parecían absortos en su alegría, Hermione fue rápida al vislumbrar la pesadumbre en los ojos de Harry, que permanecía callado y atento a sus mapas. Después del incidente del boggart en la primera clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, el muchacho había estado algo decaído a pesar de los esfuerzos de Hermione por animarlo, y comprendió rápidamente que la salida a Hogsmeade no haría sino empeorarlo.
—Harry —llamó su atención, acomodándose sobre el reposabrazos de su sillón—. Estoy segura de que podrás ir a la próxima. Van a atrapar a Black enseguida... ya lo han visto una vez.
—Black no está tan loco como para intentar nada en Hogsmeade —se añadió Ron—. Podrías preguntarle a McGonagall si puedes ir en esta ocasión.
—No puedo ir a Hogsmeade sin la autorización firmada por un pariente o tutor —declaró con pesar—. Ya la oísteis. Dudo que pueda hacer nada para convencerla de lo contrario.
Su argumento resultó tan irrefutable que aparcaron el tema, concentrándose en el trabajo de Astronomía hasta que llegó la hora de la cena. Los tres bajaron al Gran Comedor junto al resto de compañeros, comieron hasta saciar su apetito y volvieron a subir hasta la sala común, donde Ron desistió de su trabajo y lo dejó para la mañana siguiente, retirándose a descansar después de aquel largo día. Hermione aprovechó la ocasión para quedarse con Harry en el vestíbulo, en el que apenas quedaban un par de alumnos más.
—He estado pensando que podría quedarme contigo el día de la salida —le sugirió, distrayéndole de su ensayo.
El muchacho le dedicó una media sonrisa plagada de complicidad.
—A veces pienso que me cuidas demasiado —alegó él, sintiéndose algo más animado—. ¿De verdad prefieres quedarte en el castillo? Hace mucho que no visitas Hogsmeade.
—El pueblo va a seguir estando ahí para la próxima salida —exclamó ella—. Además, me vendrá bien quedarme. Aprovecharé la tranquilidad para avanzar faena.
El muchacho la tomó de la mano y apretó levemente el agarre, dedicándole una ensanchada sonrisa.
—Te lo agradezco muchísimo, Hermione.
Satisfecha al comprobar que su gesto había resultado, repercutiendo favorablemente en el humor de su mejor amigo, Hermione vio las semanas pasar como un rayo desaforado ante sus ojos a medida que avanzaba con las clases, cada vez más agotada. El día de Halloween llegó en menos de lo esperado, dándole una tregua, y los alumnos se prepararon para la salida.
Harry y Hermione acompañaron a Ron, Susan y Cedric hasta el patio de la Torre del Reloj, donde Filch señalaba los nombres en una lista, examinando detenida y recelosamente cada rostro y asegurándose de que nadie salía sin permiso. Los muchachos aprovecharon para despedirse, y bajo la promesa de que les traerían un montón de golosinas de Honeydukes, Harry y Hermione permanecieron bajo el umbral de la gran puerta viéndoles marchar, hasta que la imagen de sus amigos quedó diluida a través del largo puente.
Juntos se adentraron de nuevo al castillo, y Hermione se deleitó con la calma que ahora reinaba entre las paredes del lugar: apenas los pasos de ambos estorbaban aquel silencio sagrado a medida que avanzaban hacia la biblioteca. Habían acordado que primero terminarían cualquier tarea pendiente y que, cuando quedaran libres, irían al campo de Quidditch para que Harry pudiera practicar.
Se encontraban cruzando uno de los pasillos del tercer piso cuando escucharon una voz a sus espaldas que salía del interior de una de las aulas.
—¿Harry? ¿Hermione? —exclamó, y ambos retrocedieron para ver quién les llamaba, encontrándose con el profesor Lupin, que los miraba desde la puerta de su despacho—. ¿Qué hacéis aquí? ¿No se supone que hoy había salida?
Ambos se contemplaron entre sí, sonriendo.
—Hemos decidido quedarnos, profesor —contestó Hermione—. No siempre se disfruta esta paz en el castillo.
—Tienes toda la razón, Hermione —alegó Lupin, sonriéndoles afablemente—. ¿Por qué no pasáis? Acabo de recibir un grindylow para nuestra próxima clase.
—¿Un qué? —preguntó Harry, muerto de curiosidad.
Ambos le siguieron hasta el interior del despacho, hallándose en una sala poco iluminada que encerraba un conjunto de muebles de caoba antiguos y que estaba repleta de esqueletos de animales fantásticos. Las paredes sujetaban un montón de armarios que a su vez sostenían infinidad de libros de todos los colores y tamaños, y en un rincón había un enorme depósito de agua. En su interior, una criatura de un color verde muy desagradable, con pequeños cuernos afilados, pegaba la cara contra el cristal, haciendo muecas y doblando sus dedos largos y delgados.
—Es un demonio de agua —contestó Lupin finalmente, observando el grindylow ensimismado—. No debería darnos muchas dificultades, sobretodo después de los kappas. ¿Os dais cuenta de la extraordinaria longitud de sus dedos? Fuertes, pero muy quebradizos.
El grindylow enseñó sus dientes verdes y se metió en una espesura de algas que había en un rincón del depósito.
—¿Una taza de té? —les ofreció el profesor, buscando la tetera—. Iba a prepararlo.
—Bueno —murmuró Harry, algo retraído, girándose hacia su compañera—. ¿Tú qué dices, Hermione?
La muchacha se encontró con los ojos esmeralda de su amigo y no pudo evitar volver a sonreír. Comprendía perfectamente que acompañar a Lupin era mil veces más interesante que cualquier ensayo por terminar.
—Le agradezco el ofrecimiento, profesor Lupin, pero debo terminar unos ensayos —se excusó—. No te preocupes, Harry. Podemos encontrarnos más tarde en la sala común.
—¿Estás segura?
Ella asintió afablemente con la cabeza.
Antes de que pudiera ni tan siquiera plantearse abandonar el despacho, dos golpes sobre la puerta sonaron a espaldas de los chicos, que viraron con la curiosidad a flor de piel: abriéndola con decisión, apareció el rostro cetrino de Snape, que llevaba entre sus manos una copa de la que salía un poco de humo y que se detuvo al percatarse de la presencia de ambos, entornando sus ojos negros. Hermione notó como su corazón latía irremediablemente con fuerza.
—¡Ah, Severus! —exclamó Lupin—. Muchas gracias. ¿Podrías dejarlo aquí, en el escritorio?
Snape, sin decir palabra, se acercó hasta la gran mesa y posó la copa humeante, volviéndose inmediatamente en dirección a los muchachos.
—Les estaba enseñando a Harry y a Hermione mi grindylow —insistió el profesor con cordialidad, señalando el depósito.
—Fascinante —comentó Snape secamente, sin mirar a la criatura—. Deberías tomártela ya, Lupin.
—Sí, sí, enseguida.
—He hecho un caldero entero. Si necesitas más...
—Seguramente mañana tomaré otro poco —le interrumpió él, evitando que se dieran más detalles—. Muchas gracias, Severus.
Sin obtener respuesta por su parte, los cuatro permanecieron en silencio durante unos instantes que parecieron eternos. Harry y Hermione se encontraban intrigados por el contenido de aquella copa; a Snape le surgía la curiosidad por saber qué hacían ellos allí, y Lupin se preguntaba cómo de expuesto lo habría dejado su compañero frente a dos de sus mejores alumnos.
Percatándose de que aquel silencio parecía no tener salida, Hermione se aclaró la garganta, dispuesta a quebrarlo en mil pedazos.
—Bueno, será mejor que me retire. Nos vemos luego, Harry —se despidió, ligeramente incómoda—. Profesor Lupin. Profesor Snape.
Para su sorpresa, obtuvo respuesta de quien menos la esperaba.
—La acompaño a la puerta, Srta. Granger —objetó Snape, dirigiendo sus pasos firmes hasta la entrada.
Con una sonrisa tímida entre sus mejillas volvió a despedirse de Harry y de Lupin, y siguiendo a su profesor de Pociones, cruzó el umbral de la puerta cuando éste le permitió pasar delante. Una vez fuera, Hermione se esperó a que Snape hubiera también cruzado, y cuando éste hubo cerrado la puerta tras de sí, ambos se observaron con absoluta curiosidad.
La muchacha estuvo a punto de darle las gracias por el gesto, pero Snape, entrecerrando ligeramente los ojos, se adelantó a sus intenciones.
—¿Qué hace aquí? —demandó, alzando levemente la barbilla con una soberbia que, lejos de ofenderla, le fascinaba—. ¿No debería estar en Hogsmeade, despilfarrando sus monedas en artículos de broma y golosinas como es típico en la gente de su edad?
Hermione dejó que su rostro se adornara con una sonrisa socarrona.
—Tengo mucho trabajo que hacer, profesor —alegó ella en su mismo tono—. Todas esas cosas superfluas que usted menciona no tienen cabida en mi valioso tiempo.
Los ojos de Snape delataron que se hallaba sorprendido. Muy pocos eran los que se atrevían a contestarle, y nadie lo hacía sin llegar a prender la mecha de su ira... nadie, excepto Hermione.
—En ocasiones me pregunto por qué el Sombrero Seleccionador no la puso en Slytherin —expuso con total sinceridad.
—Oh, pero eso sería contraproducente —insistió Hermione, que parecía divertida con la situación—. ¿Cómo iba a restarme puntos entonces?
Snape torció levemente las comisuras de sus labios, haciendo un esfuerzo sobrehumano por contener la sonrisa que deseaba formarse entre sus mejillas cetrinas. Sí, definitivamente no existía nadie más que despertara en él esa clase de ternura con tan pocas palabras.
—Por una vez, celebro que se haya quedado en el castillo, Srta. Granger.
Hermione notó como los latidos de su corazón se incrementaban en aquel preciso instante, y por instinto se miró los zapatos como si fueran lo más interesante del lugar, intentando disimular la satisfacción que había supuesto para ella oír aquello de sus labios. Con algo más de retraimiento, se pasó un mechón de pelo tras la oreja y volvió a alzar la mirada, encontrándose con esos ojos azabaches aún enfocados en ella.
—¿Puedo preguntarle por qué se ha quedado usted? —exclamó ella, a medida que intentaba recuperar la serenidad.
—El director me ha encomendado la grata tarea de ocuparme de las decoraciones para el banquete de Halloween de este año —le explicó sin tan siquiera molestarse a ocultar su fastidio.
Un brillo esperanzado cruzó fugazmente los ojos castaños de la muchacha, y sin pensárselo demasiado, dejó que sus instintos hablaran por ella.
—¿Quiere que le ayude?
Snape alzó la ceja con cierta incredulidad.
—Acaba de asegurarme que tiene mucho trabajo.
Y estaba en lo cierto, pero hasta Hermione Granger, la bruja más inteligente de su generación, sabía que había esfuerzos que merecían mucho la pena y ocasiones que no debían dejarse escapar.
—¿Sabe? Hay cosas que pueden esperar —le aseguró ella, a pesar de que aquello implicara tener que hacer uso del giratiempo, una vez más.
El profesor frunció el ceño, como si quisiera encontrar una razón oculta en esa proposición tan espontánea como misteriosa, pero no supo encontrar más que la satisfacción de que ella lo acompañara, dándose por vencido ante sus propios instintos.
—¡Nada de trucos, Granger! Ya tengo suficiente con Peeves —le exigió, intentando sonar estricto—. Y ni se le ocurra vestir el Gran Comedor de los colores de Gryffindor.
Hermione no pudo contener la carcajada que salió de entre sus labios, y Snape se dio cuenta de lo mucho que le encantaba ser el causante de algo tan bello.
—Intentaré contenerme, profesor.
Olvidando por completo todo el trabajo que la reclamaba, Hermione siguió decidida a su profesor de Pociones hasta el Gran Comedor, deleitándose con el perfume que desprendía su capa al revolotear incesante a cada paso y sintiéndose completamente cautivada por él.
Una vez se encontraron entre las voluptuosas paredes de la sala, Hermione dejó que sus ideas fluyeran dentro de su cabeza, recordando las noches de Halloween que había vivido con sus padres, y pensó que sería buena idea seguir las tradiciones muggles dándoles un toque de magia.
Siguiendo las indicaciones de su alumna sin mucho que objetar, Snape se dedicó a decorar las paredes con telarañas de las que colgaban pequeñas tarántulas de golosina que mordían; conjuró una ráfaga de murciélagos de chocolate que sobrevolaran el comedor a gran velocidad; hechizó un grupo de esqueletos para que bailaran, y se ocupó de que las habituales calabazas talladas, algo de lo que Hermione se había encargado, levitaran por toda la estancia.
Por su parte, la muchacha modificó el color de las velas flotantes convirtiéndolas en un negro azabache cautivador, decoró las mesas con manteles ensangrentados y floreros con brotes marchitos, hizo aparecer muchas serpentinas de un color naranja brillante que caían del techo como culebras de río, conjuró a las armaduras para que entonaran canciones terroríficas y convenció a los fantasmas para que llevaran a cabo una pequeña exhibición.
Contemplando orgullosa como el Gran Comedor parecía haber tomado el aspecto deseado, se percató de que faltaba un detalle: echando la vista hacia arriba, observó los cielos dormidos y se preguntó interiormente qué conjuro podría emplear para darles el toque idóneo.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Snape, colocándose junto a ella, alzó decidido su varita.
—Fulguro —exclamó con voz firme, y una centella azulada impactó contra el gran techo.
Entre los cielos empezó a abrirse paso una lluvia incesante que no llegaba a tocar el suelo, entre la que se formó una niebla pasajera que quedaba iluminada por los relámpagos que surgían fugaces, profiriendo su grito desgarrador.
Hermione se atrevió a girarse hacia Snape, que contemplaba su creación con agrado, y no pudo evitar sentirse completamente realizada: no solo había logrado decorar el Gran Comedor a tiempo, sino que además contaba con la aprobación de su profesor.
El hombre no tardó en corresponderle la mirada, percatándose de que Hermione le sonreía, tan satisfecha como él mismo se sentía.
No hizo falta adornar el silencio con palabras para saber que ambos se estaban dando las gracias.
***
La vuelta de los muchachos trajo consigo un chaparrón de caramelos de brillantes colores. Ya había anochecido cuando Ron hizo su aparición en la sala común, con la cara enrojecida por el frío viento y con pinta de habérselo pasado mejor que en toda su vida.
Cogiendo un paquete de pequeños y negros diablillos de pimienta, Hermione escuchó atenta como el pelirrojo les relataba su experiencia en cada tienda que había visitado junto a Susan y Cedric: habían estado en Dervish y Banges, la tienda de artículos de brujería, en la tienda de artículos de broma de Zonko, en Las Tres Escobas, tomándose unas cervezas de mantequilla caliente con espuma...
—Nos ha parecido ver un ogro. En Las Tres Escobas hay todo tipo de gente... —prosiguió él, entusiasmado—. Ojalá os hubiéramos podido traer cerveza de mantequilla. Realmente te reconforta.
El muchacho siguió relatándoles su experiencia mientras bajaban al Gran Comedor para asistir al banquete, y Hermione fue testigo de cómo ambos quedaban con la boca abierta al adentrarse en el lugar, al igual que el resto de sus compañeros.
La comida fue deliciosa. Incluso los alumnos que estaban que reventaban de los dulces que habían comido en Honeydukes repitieron. Hermione no paraba de mirar a la mesa de los profesores, que parecían complacidos con el resultado, y ocultó para sus adentros el orgullo que sentía. El banquete terminó con la actuación de los fantasmas de Hogwarts, que saltaron de los muros y de las mesas para llevar a cabo un pequeño vuelo en formación. Nick Casi Decapitado, el fantasma de Gryffindor, cosechó un gran éxito con una representación de su propia desastrosa decapitación.
A medida que los presentes les aplaudían una vez concluidas las representaciones, Hermione se encontró con los ojos oscuros de Snape. El hombre, discretamente, alzó su copa de alhelí en su dirección, gesto que ella imitó con su jugo de granada, y ambos tomaron un trago, dedicándose mútuamente el honor.
Resultó ser una noche tan estupenda que ni Malfoy fue capaz de enturbiar el buen humor del grupo cuando decidió gritarle a Harry entre la multitud, saliendo del Gran Comedor.
—¡Los dementores te envían recuerdos, Potter!
Harry, Ron y Hermione siguieron algo exhaustos al resto de los de su casa por el camino de la torre de Gryffindor, pero cuando llegaron al corredor al final del cual estaba el retrato de la Dama Gorda, lo encontraron atestado de alumnos.
—¿Por qué no entran? —preguntó Ron intrigado, a medida que bostezaba.
Hermione miró por encima de las cabezas, poniéndose de puntillas: el retrato estaba cerrado.
—Dejadme pasar, por favor —exclamó Percy, que se esforzaba en abrirse paso a través de la multitud, dándose importancia—. ¿Qué es lo que ocurre? No es posible que nadie se acuerde de la contraseña. Dejadme pasar, soy el Premio Anual.
La multitud guardó silencio entonces, empezando por los de delante. Fue como si un aire frío se extendiera por el corredor. Oyeron que Percy decía con una voz repentinamente aguda:
—Que alguien vaya a buscar al profesor Dumbledore, rápido.
El director hizo su aparición al cabo de un instante, dirigiéndose velozmente hacia el retrato. Los alumnos de Gryffindor se apretujaban para dejarle pasar, y Harry, Ron y Hermione se acercaron un poco más para ver qué sucedía.
La muchacha se aferró al brazo del pelirrojo en cuanto comprendió lo que sucedía: el retrato estaba rajado tan ferozmente que algunas tiras del lienzo habían caído al suelo, y faltaban varios trozos. La Dama Gorda había desaparecido.
Dumbledore dirigió una rápida mirada al retrato estropeado y giró sobre sí mismo. Con ojos entristecidos vio a McGonagall, Lupin y Snape aparecer, acercándose a toda prisa.
—Hay que encontrarla —sentenció él—. Por favor, Minerva, dile enseguida al señor Filch que busque a la Dama Gorda por todos los cuadros del castillo.
—¡Apañados vais! —exclamó una voz socarrona, adueñándose de la atención de todos los presentes.
Descubrieron a Peeves, que revoloteaba por encima de la multitud y parecía encantado, como cada vez que veía a los demás preocupados.
—¿Qué quieres decir, Peeves? —le preguntó Dumbledore de forma sosegada.
La sonrisa del poltergeist desapareció al instante, evidenciándose que no se atrevía a burlarse del director. Rápidamente adoptó una voz empalagosa que no era mejor que su risa.
—Le da vergüenza, señor. No quiere que la vean —alegó con alegría—. La he visto correr por el paisaje, hacia el cuarto piso, esquivando los árboles y gritando algo terrible.
—¿Ha dicho quién es el responsable? —quiso el anciano asegurarse.
Peeves, simulando estar meciendo una bomba en sus brazos, dio una vuelta de campana y dirigió a Dumbledore una sonrisa por entre sus propias piernas.
—Sí, señor director. Se enfadó con ella porque no le permitió entrar, ¿sabe? ¡Ese Sirius Black tiene un genio insoportable!
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