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Capítulo LV - Scarabaeus

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LV —

S c a r a b a e u s

Hermione aspiró con lentitud el aroma que desprendía su zumo de calabaza, manteniendo el vaso entre sus manos, e instintivamente sonrió. Había echado mucho de menos sus madrugadas en el castillo, y cuando contempló los rostros de los que se encontraban sentados a su alrededor, supo que se hallaba justo donde debía.

—Por fin vuelvo a sentirme como en casa —suspiró Susan, admirando con asombro la inmensidad de aquellas cuatro paredes entre las que se encontraban protegidos—. He soñado tantas veces con volver a estar aquí...

Manteniendo aquella sonrisa entre sus labios perfilados, Hermione observó de reojo la mesa de los profesores, encontrándose rápidamente con la figura sombría que se mantenía inmersa en su desayuno, ignorando por completo a los que le acompañaban en la gran superfície. Sí, podía entender perfectamente a Susan: ella también había soñado infinidad de veces el volverse a encontrar allí... tan lejos pero a la vez tan cerca de él. Su terco por excelencia.

—Yo también, Susan —intercedió el tono burlón de Malcolm, que hacía malabares con su propia varita—. Lo cierto es que llevo todo el verano deseando hacer algo...

La Gryffindor, divertida, alzó una ceja con incredulidad, sabiendo de antemano que su compañero era incapaz de estar tramando algo bueno.

—¿Ah, sí? —ansió saber ella, no pudiendo reprimir el sarcasmo en cada sílaba—. ¿Y de qué se trata?

—No sé si debo decirlo... —prosiguió Malcolm, haciéndose de rogar.

—Déjate de tonterías ya —exigió un alegre Cedric que devoraba con ansia los tritones de jengibre de su bol de plata—. Haz tu estúpido truco para que pueda seguir comiendo con tranquilidad.

—Eres muy grosero, capitán. Acabas de proclamarte sujeto de experimento —aludió el rubio con la misma socarronería, y sin dar tiempo de reacción a ninguno de los pocos que desayunaban en la mesa de Hufflepuff a aquellas horas de la madrugada, apuntó fijamente la túnica del castaño con la varita—. ¡Scarabaeus!

Dejando caer sobre el plato el tritón de jengibre a medio mordisquear, Cedric admiró los botones de su uniforme para comprobar, al igual que sus compañeros, cómo éstos se transformaban en escarabajos que trepaban por su torso. Levantándose abruptamente de su asiento, se sacudió la ropa, haciéndolos caer al suelo, y fulminó a Malcolm con la mirada, percatándose de cómo éste reía sin parar frente a él.

—Con que esas tenemos, ¿eh? —exclamó él sin perder el humor, desenfundando su varita y apuntando al plato de su compañero—. ¡Duro!

El pastel de calabaza de Malcolm se transformó entonces en piedra, y él, con un suspiro con el que pretendió fingir que estaba absolutamente indignado, se levantó también de su asiento.

—¡Ese ha sido un golpe bajo! Por el honor de mi estómago, ¡te las haré pagar! —aseguró él antes de contraatacar—. ¡Congelo!

La chispa aterrizó sobre Cedric, alrededor del que empezó a surgir un hielo que se extendió por sus piernas, hasta los muslos, manteniéndolo pegado al suelo de piedra.

—No está mal para un novato. Veamos si posees más aptitudes— expresó el muchacho, apuntándole de nuevo—. ¡Cantis!

Aquel conjuro provocó que Malcolm empezara a entonar villancicos a pesar de oponer resistencia, hecho que hizo estallar la carcajada contenida de todos los que habían estado presentes durante el inocente duelo entre ambos.

—Creo que ya es suficiente, Sr. Preece —dictaminó una voz femenina particularmente severa, que sin necesidad de pronunciar palabra alguna liberó al muchacho de la maldición con un refinado blandir de varita—. Desde luego, no estoy muy convencida de que el profesor Flitwick vea en usted capacidades para entrar en el Coro del Sapo...

Hermione, así como aquellos quienes quedaban de espaldas a la recién llegada, voltearon en su dirección, reconociendo al instante aquella expresión remilgada y a su vez afable que la profesora McGonagall era capaz de hacer relucir en sus facciones.

—En cuanto a usted, Sr. Diggory —prosiguió ella moviendo de nuevo la varita, logrando que el hielo empezara a desaparecer y que tan solo quedara su rastro en los pantalones mojados de Cedric—, le recomendaría que se cambiara el uniforme antes de asistir a su primera clase.

—Claro —asintió él, achispado—. Estoy seguro de que Malcolm me prestará amablemente uno de sus preciados y modosos pantalones.

McGonagall torció levemente la comisura de los labios, reprimiendo una sonrisa.

—Bien —fue su última respuesta ante lo sucedido y, a sorpresa de Hermione, su atención recayó entonces sobre ella—. La estaba buscando, Srta. Granger. ¿Sería tan amable de acompañarme?

—Sí, profesora —contestó ella con firmeza, y dejando el desayuno a medio terminar y la curiosidad de sus compañeros tras de sí, siguió ordenadamente los pasos de McGonagall, que la condujo por diversas plantas y pasillos hasta alcanzar la voluptuosa estatua que los separaba de la oficina del director.

Con cierto retraimiento, la muchacha se adentró entonces en el curioso lugar, encontrándose en una sala circular, grande y hermosa, en la que se oía multitud de leves y curiosos sonidos. Sobre las mesas de patas largas y finísimas había chismes muy extraños que hacían ruiditos y echaban pequeñas bocanadas de humo; las paredes aparecían cubiertas de retratos de antiguos directores, hombres y mujeres, que dormitaban encerrados en los marcos; en mitad de la gran sala reinaba un largo e imponente escritorio precedido por un elegante trono que ocupaba un apacible profesor Dumbledore que invitó a la joven a tomar asiento frente a sí.

Ligeramente retraída, aceptó el ofrecimiento y, acomodándose, le dedicó una sonrisa nerviosa que fue correspondida por el director.

—Bienvenida, Srta. Granger —dijo apaciguadamente—. Minerva, gracias por traerla.

—Un placer —respondió la mujer con su diligencia habitual—. Volveré a mis ocupaciones, así podréis hablar tranquilos.

Con un leve asentimiento como respuesta por parte del anciano, McGonagall abandonó la estancia.

—Bien, Hermione... supongo que ya te imaginas por qué he mandado llamarte, ¿no es así? —sentenció Dumbledore, observándola con interés por encima de sus gafas de media luna, a lo que la muchacha asintió convencida con la cabeza—. Siendo así, debo anunciarte que he encontrado la solución adecuada para que puedas asistir a todas las clases a las que te has matriculado este curso. Pero antes de entregártela, quiero pedirte que seas discreta: nadie debe saber que posees este artilugio. ¿Podrás hacerlo?

—Por supuesto, profesor.

—No esperaba menos —volvió a sonreír el director, y empujando un pequeño cofre que se mantenía sobre el escritorio, invitó a Hermione a tomarlo—. Así pues, espero que lo uses con cabeza.

Tomando aquel curioso objeto, la muchacha acarició sus bordes con los pulgares, palpando la madera pulida, y abrió la cajita para quedar boquiabierta instantes después.

—¿Un giratiempo?

Repleta de curiosidad, sacó el artilugio del pequeño cofre y, sosteniéndolo con delicadeza a pocos centímetros de su vista, lo admiró completamente fascinada: se trataba de un largo collar dorado del que colgaba un pequeño medallón en el que había incrustado un reloj de arena, elegantemente envuelto por dos piezas circulares paralelas que podían girar de manera independiente.

—Me costó convencer a Fudge, pero finalmente me concedió un permiso especial del Ministerio de Magia —le explicó Dumbledore pausadamente—. Créeme, confío plenamente en que le darás buen uso... aún así, es mi deber advertirte de sus peligros.

Con la absoluta atención de Hermione recayendo sobre sí, el anciano se levantó de su asiento y empezó a pasearse por el despacho, toqueteando los objetos que adornaban las mesas como si fueran lo más interesante de la habitación.

—El tiempo es un arma muy poderosa, Hermione, y todo gran poder conlleva una gran responsabilidad. Es muy importante que comprendas que mediante su uso podrías llegar a cambiar el curso de nuestras vidas tal y como las conocemos, o que incluso alteres el destino del mundo en una dirección completamente distinta a la que se conoce, siendo absolutamente imposible predecir no sólo cuál sería esta nueva dirección sino también hasta qué punto se produciría la desviación de la línea del tiempo original en dicha nueva dirección.

Hermione volvió su mirada sobre el objeto, aunque esta vez la fascinación se convirtió en temor al pensar que poseía una arma mortífera entre sus manos.

—¿Qué hay de mí, señor? —preguntó, tragando saliva—. ¿Qué podría ocurrir si me cruzara con mi yo del pasado?

—En ese escenario, debes evitar a tu yo del pasado a toda costa. Podríais atacaros, llegando incluso a quitaros la vida por confusión —le aclaró él—. Obvia decir que, en la medida de lo posible, evites también el contacto con otras personas durante tus retrocesos... sería algo difícil para los alumnos y el profesorado presenciar a la Srta. Granger por partida doble y evitar hacerse preguntas.

—¿Alguien más, aparte de nosotros, conoce de su existencia?

—Por supuesto, la profesora McGonagall está al corriente de esta pequeña ayuda —sonrió el director, deteniendo su andar en su mismo lado del escritorio, apenas a unos metros de la muchacha—. Sin embargo, déjame que insista en que nadie más debe ser conocedor de que posees este artilugio. Muchos podrían tener otras intenciones para él... ocurrencias, pensamientos que podrían llegar a escapar de nuestro entendimiento.

Ante la mueca de seriedad que adoptaron las facciones de Hermione, Dumbledore le mostró sus ojos celestes por encima del cristal de sus gafas.

—Debes prometerme que no revelarás el secreto, ni tan siquiera a tus amigos más cercanos. Debes prometerme que serás precavida y que no jugarás con el tiempo en tu favor, por más que eso suponga una horrible tentación.

Tomándolo como un pacto sagrado, Hermione asintió con total convicción.

—Lo usaré con responsabilidad, profesor Dumbledore. Se lo prometo.

La sonrisa sincera que el anciano adoptó entre sus mejillas pobladas por su barba nívea y espesa fue la única respuesta concedida, con la que Hermione comprendió que habían sellado su acuerdo.

***

—Tiene... que... haber... un... atajo —jadeó Ron mientras ascendían la séptima larga escalera y salían a un rellano donde lo único que había era un cuadro grande que representaba un campo de hierba.

El trayecto hasta la torre norte había sido muy largo. Los dos años que llevaban en Hogwarts no habían bastado para conocer todo el castillo, y ni siquiera habían estado nunca en el interior de la torre norte.

—Me parece que es por aquí —sugirió Susan, echando un vistazo al corredor desierto que había a la derecha.

—Imposible —alegó Harry—. Eso es el sur. Mira: por la ventana puedes ver una parte del lago...

Hermione, a medida que recuperaba el aliento, postró sus ojos en el cuadro. Un grueso caballo tordo acababa de entrar en el campo y pacía despreocupadamente, y un momento después, haciendo un ruido metálico, entró en la pintura un caballero flaco y bajito, vestido con armadura, persiguiéndolo. A juzgar por las manchas de hierba que había en sus rodilleras de hierro, todo apuntaba a que acababa de caerse.

—¡Sir Cadogan! —exclamó ella con entusiasmo, acercándose al retrato.

—¡Miss Granger! —le devolvió cordialmente el saludo, a medida que intentaba adecentarse la armadura frente a ella para causar buena impresión—. Disculpe mis modales... mi caballo es algo indómito todavía.

—No se preocupe —lo excusó ella—. ¿Se encuentra usted bien?

—Un servidor ha vivido golpes mucho peores, se lo aseguro —sonrió él, y acariciándose las puntas de su bigote, contempló a los acompañantes de la muchacha con curiosidad—. ¡Les doy la bienvenida a Hogwarts un año más, damas y caballeros!

—Gracias, Sir Cadogan —se añadió Harry—. Estamos buscando la torre norte. Por casualidad, ¿no conoce usted el camino?

—¡Claro, Mr. Potter! —sonrió el caballero, haciéndoles señas para que le siguieran—. ¡Vamos, síganme, queridos amigos!

Desapareciendo por el lado derecho del marco, el retrato les guió a través de los cuadros, cruzando los lienzos y disculpándose de vez en cuando por irrumpir de aquella forma abrupta. Avanzaron por los pasillos, siguiendo el sonido de su armadura, y ascendieron los escalones de una estrecha escalera de caracol hasta acabar mareados, oyendo un murmullo de voces que les indicó que habían llegado al aula.

—¡Que los vientos les sean favorables! —les deseó Sir Cadogan, asomando la cabeza por el cuadro de unos monjes de aspecto siniestro—. Espero que nos reencontremos pronto, Miss Granger.

—Yo también, Sir Cadogan... —balbuceó ella, sintiéndose de nuevo fatigada—. Que le vaya bien en sus cruzadas...

—¡Gracias, gentil dama!

Con pocas ganas, los cuatro subieron los escalones que quedaban y salieron a un rellano diminuto en el que aguardaban la mayoría de los alumnos. A pesar de que no había ninguna puerta, Hermione se percató de que una trampilla circular con una placa de bronce adornaba el techo, cosa que notificó de inmediato a sus compañeros.

Sybill Trelawney, profesora de Adivinación —leyó Harry—. ¿Cómo vamos a subir ahí? 

Como en respuesta a su pregunta, la trampilla se abrió de repente y una escalera plateada descendió hasta el suelo, quedando todos los presentes en silencio. Con cierto retraimiento, los alumnos fueron subiendo la escalera, llegando hasta un ático decorado como un viejo salón de té que contenía veinte mesas circulares apretujadas en su interior, todas rodeadas de sillones tapizados con tela de colores y cojines pequeños y redondos; las estanterías de las paredes circulares estaban llenas de plumas polvorientas, cabos de vela, muchas barajas viejas, infinitas bolas de cristal y una gran cantidad de tazas de té. Todo estaba iluminado con una luz tenue y roja, y hacía un calor asfixiante.

A medida que la clase se iba congregando alrededor, los cuatro tomaron asiento en una de las mesas redondas más adelantadas al centro de la habitación.

—¿Dónde está la profesora? —preguntó Ron en voz baja a sus acompañantes.

De repente, salió de entre las sombras una figura de voz suave.

—Bienvenidos —exclamó Trelawney, una mujer que lucía unas grandes gafas que aumentaban varias veces el tamaño de sus ojos, un chal de gasa con lentejuelas y un sinfín de collares que colgaban de su cuello largo y delgado—. Sentaos, niños míos. Es un placer veros por fin en el mundo físico. Bienvenidos a clase de Adivinación.

Una vez la clase estuvo repartida, la profesora se acomodó en un sillón de orejas delante del fuego.

—Soy la profesora Trelawney. Seguramente es la primera vez que me veis. Noto que descender muy a menudo al bullicio del colegio principal nubla mi ojo interior —se presentó ante el alumnado con movimientos delicados—. Habéis decidido estudiar Adivinación, la más difícil de todas las artes mágicas. Debo advertiros desde el principio de que si no poseéis la Vista, no podré enseñaros prácticamente nada. Los libros tampoco os ayudarán mucho en este terreno... hay numerosos magos y brujas que, aun teniendo una gran habilidad en lo que se refiere a transformaciones, olores y desapariciones súbitas, son incapaces de penetrar en los velados misterios del futuro. Es un don reservado a unos pocos.

Hermione frunció ligeramente el ceño ante sus afirmaciones, no muy convencida de la veracidad de lo que oía.

—Durante este curso estudiaremos los métodos básicos de adivinación. Dedicaremos el primer trimestre a la lectura de las hojas de té. El segundo nos ocuparemos en quiromancia —prosiguió ella—. Durante el último trimestre pasaremos a la bola de cristal, si la interpretación de las llamas nos deja tiempo. Por desgracia, un desagradable brote de gripe interrumpirá las clases en febrero. Yo misma perderé la voz. Y en torno a Semana Santa, uno de vosotros nos abandonará para siempre.

Un silencio muy tenso siguió a este comentario, pero la profesora Trelawney no pareció notarlo.

—Ahora quiero que os pongáis por parejas. Coged una taza de la estantería, venid a mí y os la llenaré. Luego volved a sentaros y bebed hasta que sólo queden los posos. Removedlos entonces agitando la taza tres veces con la mano izquierda y poned luego la taza boca abajo en el plato. Esperad a que haya caído la última gota de té y pasad la taza a vuestro compañero, para que la lea. Interpretaréis los dibujos dejados por los posos utilizando las páginas 5 y 6 de Disipar las nieblas del futuro. Yo pasaré a ayudaros y a daros instrucciones.

Con total convicción, Susan y Hermione tomaron sus respectivas tazas, acudieron a la mesa de la profesora, llenaron las tazas de té y, volviendo a su mesa compartida, se tomaron la infusión a sorbos, intentando no quemarse. Removieron los posos tal y como la profesora Trelawney les había indicado y, habiendo secado las tazas, se las intercambiaron entre sí.

—Bien —exclamó Susan, habiendo abierto el libro por las páginas correspondientes—. ¿Qué ves en la mía?

—Una masa marrón y empapada —respondió secamente Hermione.

—¡Ensanchad la mente, queridos, y que vuestros ojos vean más allá de lo terrenal! —exclamó la profesora Trelawney sumida en la penumbra, y la castaña no pudo evitar poner los ojos en blanco, dándose por aludida.

—Bueno, hay una especie de cruz torcida... —se corrigió con fastidio y pocas ganas, consultando Disipar las nieblas del futuro—. Eso significa que vas a pasar penalidades y sufrimientos... lo siento... pero hay algo que podría ser el sol. Espera, eso significa mucha felicidad... así que vas a sufrir, pero vas a ser muy feliz...

—Si te interesa mi opinión, tendrían que revisarte el ojo interior —le susurró la pelirroja, arrancándole una risa disimulada que ambas compartieron—. Ahora me toca a mí... hay una mancha en forma de sombrero hongo... a lo mejor vas a trabajar para el Ministerio de Magia...

—Pues seguro que será más interesante que estar en esta clase —exclamó ella, y las dos volvieron a reír al unísono, esta vez con algo más de fuerza.

La profesora Trelawney dio media vuelta en aquel preciso momento, acercándose hasta la mesa: ambas muchachas temieron entonces haber sido escuchadas por ella, pero su temor se vio aplacado cuando la mujer centró su atención en Harry y Ron, al otro lado de la mesa redonda.

—Déjame ver eso, querido —le pidió al pelirrojo en tono recriminatorio, y mirando fijamente la taza de té, empezó a girarla en sentido contrario a las agujas del reloj—. El halcón... querido, tienes un enemigo mortal.

—Eso lo sabe todo el mundo —exclamó Hermione, incapaz de mantenerse callada frente a la situación—. Todo el mundo sabe lo de Harry y Quien-usted-sabe.

Sin embargo, la profesora ni tan siquiera la miró, absorta en los posos.

—La calavera... peligro en tu camino... —prosiguió ella con toda la atención de la clase sobre sí, y al dar la última vuelta a la taza, se quedó boquiabierta y gritó, dejándose caer en un sillón vacío con la mano en el corazón y los ojos cerrados—. Mi querido chico... mi pobre niño... tienes el Grim.

—¿El qué? —preguntó Harry, arrugando la nariz.

—¡El Grim, querido, el Grim! —exclamó Trelawney, que parecía extrañada de que el muchacho no la hubiera comprendido—. ¡El perro gigante y espectral que ronda por los cementerios! Mi querido chico, se trata de un augurio, el peor de los augurios... el augurio de la muerte.

Toda la clase quedó sumida en un silencio sagrado, observando a Harry con asombro y pavor a partes iguales; todos excepto Hermione, que se levantó y se acercó al respaldo del sillón de la profesora Trelawney.

—No creo que se parezca a un Grim —alegó rotundamente.

—Perdona que te lo diga, querida, pero percibo muy poca aura a tu alrededor. Muy poca receptividad a las resonancias de futuro —contestó la mujer, examinándola de pies a cabeza con creciente desagrado, hasta que se volvió hacia el resto de la clase—. Creo que hemos concluido por hoy... sí... por favor, recoged vuestras cosas...

Silenciosamente, los alumnos entregaron las tazas de té, recogieron los libros, cerraron las mochilas y fueron abandonando ordenadamente el aula. Harry, Ron, Susan y Hermione bajaron en silencio la escalera de mano del aula y luego la escalera de caracol, dirigiéndose hacia el aula de Transformaciones. Tardaron tanto en encontrar la clase que, aunque habían salido de la clase de Adivinación antes de la hora, llegaron con el tiempo justo.

Harry eligió un asiento que estaba al final del aula, sintiéndose el centro de atención: el resto de la clase no dejaba de dirigirle miradas furtivas, como si estuviera a punto de caerse muerto. Apenas oía lo que la profesora McGonagall les decía sobre los animagos, y no prestaba la menor atención cuando ella se transformó ante los ojos de todos en una gata atigrada con marcas de gafas alrededor de los ojos.

Hermione, que pese a haberle dejado su espacio no podía evitar preocuparse, intentó centrar su atención en la clase y esperó a que fuera la hora del almuerzo para abrazarse a él, queriendo reconfortarlo, a pesar de levantar varias miradas a su alrededor.

—¿Recuerdas lo que me dijiste en el Caldero Chorreante, antes de venir a Hogwarts? —le susurró, queriendo mantener aquella conversación en total confidencia entre el murmullo.

—¿Que no me van a matar? —respondió él en su mismo tono.

—Exactamente. Y no hay ningún estúpido augurio que vaya a cambiar eso, ¿me oyes? —sentenció ella, plantándole un casto beso en la mejilla—. Además, a pesar de que Trelawney asegura que no tengo el aura adecuada, estoy convencida de que te animarás.

—¿Cómo lo sabes? —sonrió el muchacho.

—Hoy tenemos la primera clase de Criaturas Mágicas —dictaminó finalmente, devolviéndole la mueca—. ¡Con Hagrid como profesor!

Aquella fugaz conversación animó a Harry de sobremanera, y cuando hubo finalizado el almuerzo, los cuatro salieron del castillo con gran expectativa. La lluvia del día anterior había terminado, dejando el cielo de un gris pálido y la hierba mullida y húmeda bajo sus pies a medida que avanzaban por el camino hasta la cabaña de Hagrid, en el límite del Bosque Prohibido. A pesar de que iban a compartir clase con los de Slytherin, ninguno le dio al hecho demasiada importancia, centrándose en Hagrid, que esperaba impaciente a los alumnos en la puerta de su cabaña.

—¡Vamos, daos prisa! —gritó a medida que se aproximaban—. ¡Hoy tengo algo especial para vosotros! ¡Una gran lección! ¿Ya está todo el mundo? ¡Bien, seguidme!

Durante un desagradable instante, Hermione temió que Hagrid los condujera al bosque, pues aún recordaba su vivencia durante el primer año en aquel siniestro lugar. Sin embargo, el semigigante anduvo por el límite de los árboles y cinco minutos después se hallaron ante un prado florido.

—¡Acercaos todos a la cerca! —vociferó él—. Aseguraos de que tenéis buena visión. Lo primero que tenéis que hacer es abrir los libros...

—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Dean con curiosidad.

—¿Qué?

—Digo que cómo abrimos los libros.

—¿Nadie ha sido capaz de abrirlo? —preguntó el semigigante algo decepcionado, y la clase entera negó con la cabeza—. Tenéis que acariciarle el lomo. Con suavidad...

Cogiendo el ejemplar de Hermione, Hagrid desprendió el celo mágico que lo sujetaba: el libro intentó morderle, pero él le pasó por el lomo su enorme dedo índice y el libro se estremeció, se abrió y quedó tranquilo en su mano.

A pesar de sus indicaciones, hubo un par de desafortunados incidentes entre el alumnado: Neville, por más que hubo intentado seguir el consejo al pie de la letra, quedó con el uniforme hecho añicos.

—Bien, pues —exclamó Hagrid, que parecía haber perdido el hilo contemplando el panorama—. Ahora que ya tenéis los libros abiertos, buscad la página 59. Enseguida vuelvo.

Rápidamente se alejó de ellos, penetró en el bosque y se perdió de vista.

—Dios mío, este lugar está en decadencia. Esto va de mal en peor —exclamó Malfoy en voz alta—. Veréis cuando mi padre se entere de que este inútil nos da clase...

—Cállate, Malfoy —le exigió Harry, observándole con desdén desde su posición.

—Cuidado, Potter: hay un Dementor detrás de ti.

—¡Uuuuuh! —gritó Lavender Brown, señalando hacia la otra parte del prado, desviando completamente la atención.

Girando en la dirección indicada, los muchachos volvieron a encontrarse con el rostro afable de Hagrid, aunque no fue difícil percatarse de que venía acompañado. Trotando en dirección a ellos se acercaba una criatura con el cuerpo, las patas traseras y la cola de caballo, pero las patas delanteras, las alas y la cabeza de águila. El pico era del color del acero y los ojos de un naranja brillante. Llevaba un collar de cuero grueso alrededor del cuello, atado a una larga cadena que Hagrid sostenía en sus grandes manos.

—¡Ta-ta-tachán! —canturreó el semigigante, complacido, soltando la cadena—. ¿A que es una preciosidad? ¡Os presento a Buckbeak!

—Pero, Hagrid... —balbuceó Ron frente al silencio al que se sumía la clase—. ¿Qué diablos es eso?

—Esto, Ron, es un hipogrifo —respondió él con algo más de severidad, acercándose a ellos—. Lo primero que tenéis que saber es que son criaturas muy orgullosas, se ofenden con facilidad: nunca se os ocurra insultar a un hipogrifo. Podría ser lo último que hagáis en vuestra vida. ¿Alguno quiere venir a saludarlo?

Nadie parecía querer acercarse, y lentamente fueron retrocediendo todos para que Hagrid no los eligiera: todos, menos Harry, que al encontrarse absorto por aquella curiosa bestia, apenas se había percatado del movimiento de sus compañeros.

—¡Muy bien, Harry! —lo felicitó Hagrid, y a pesar de que el muchacho se mostraba desconcertado, procedió a darle las indicaciones a medida que se acercaba, habiendo saltado la cerca—. Atento: tienes que dejar que él dé el primer paso. Es su protocolo... debes dar un paso, una reverencia y esperar a que él te la devuelva. Si lo hace, puedes tocarle.

Pronto, Harry se encontró frente a la bestia y, con sumo cuidado, se inclinó brevemente y levantó la mirada, haciendo su reverencia. El hipogrifo seguía mirándolo fijamente y con altivez, sin moverse.

—Ah —suspiró Hagrid, preocupado—. Bien, vete hacia atrás, tranquilo, despacio...

Pero entonces, ante la sorpresa de Harry y de los presentes, el hipogrifo dobló las arrugadas rodillas delanteras y se inclinó profundamente, devolviéndole la cortesía.

—¡Bien hecho, Harry! ¡Bien, puedes tocarlo! Dale unas palmadas en el pico, vamos.

El muchacho se acercó lentamente, alargó el brazo y lo acarició, y el hipogrifo cerró los ojos para dar a entender que le gustaba. Toda clase rompió en aplausos, excepto Malfoy, Crabbe y Goyle, que parecían muy decepcionados.

—Bien, Harry —exclamó Hagrid—. ¡Creo que Buckbeak te dejará montar!

A pesar de las quejas del muchacho por querer zafarse del agarre, el semigigante lo subió al lomo y le dio una palmada al hipogrifo. A cada lado de Harry, sin previo aviso, se abrieron unas alas de más de tres metros de longitud, y apenas le dio tiempo a agarrarse del cuello del hipogrifo antes de remontar el vuelo, ascendiendo por los aires y sobrevolando el prado.

Al otro lado de la cerca, los alumnos admiraban completamente fascinados la escena: Hermione, sintiéndose complacida al ver a su amigo en aquella tesitura después de lo acontecido, no pudo evitar reír con regocijo, y su carcajada no fue ignorada por aquel engreído de cabellos rubios que se plantó junto a sí instantes después.

—¿Qué pasa, Granger? ¿Ya te has olvidado de Diggory? —se dirigió a ella con su desprecio habitual—. Supongo que debe ser mucho más interesante ser la novia del Niño Que Sobrevivió.

Admirándole con cierta incredulidad, Hermione ensanchó su sonrisa. Seguramente el muchacho les habría visto abrazándose en el Gran Comedor a la hora del almuerzo.

—¿Estás celoso, Malfoy?

—¿Yo, celoso de San Potter? —escupió él—. No seas ridícula. Yo no me desmayo ante esos patéticos Dementores.

Algunas risas pudieron escucharse a sus espaldas, pero Hermione decidió no darse por vencida.

—Probablemente no, dado que no debes resultar interesante ni para esas criaturas.

Su respuesta, para su sorpresa, recibió más carcajadas que el anterior comentario del Slytherin, lo que pareció molestarle, evidenciándose en su rostro al apretar los labios y fruncir el ceño.

—¿Piensas que tu inestimable amistad está por encima de mí?

—No solo lo pienso, sino que tengo la certeza de ello.

El muchacho dio un paso por delante, invadiendo ligeramente su espacio personal y quedando amenazante frente a sí.

—Haré que te tragues tus palabras, maldita sangre sucia.

A pesar de que las últimas palabras habían arrancado un par de suspiros entre sus compañeros, la castaña supo mantenerse derecha, sin vacilar. Ya había oído con anterioridad aquel apodo de los labios de Malfoy, y al contrario que la primera vez, poco llegaba a importarle a esas alturas.

—¿Ah, sí? ¿Me las servirás en mi zumo de calabaza? —volvió ella a sonreír, acortando un poco más la distancia y dejando estupefacto al muchacho—. Deja de ser tan impertinente. No eres el maldito ombligo del mundo.

La discusión entre ambos se vio interrumpida cuando Buckbeak volvió a aterrizar, y envalentonados por el éxito de Harry, los demás saltaron al prado con cautela y aplaudieron fervientemente. Complacida con su éxito rotundo al replicar al Slytherin y feliz por ver a su amigo de vuelta, Hermione se colocó ambos dedos índices sobre los labios y silbó con fuerza, celebrando su regreso, cosa que pareció irritar, más si cabe, al rubio que se mantenía a escasos metros de su persona.

Con cautela, Hagrid ayudó al muchacho a desmontar del hipogrifo y lo dejó de nuevo en el suelo.

—¿Qué tal he estado en mi primer día? —le preguntó en un susurro tímido.

—Brillante, profesor —respondió él con seguridad.

Dada la distracción del semigigante al sentirse adulado por las palabras del muchacho, no se percató de que Malfoy, habiendo contemplado la escena con desprecio y apartando a los compañeros de su camino con bruscos golpes, avanzó hasta Buckbeak sin aviso, con el mentón levantado con soberbia.

—Ya... —exclamó, decidido—. Tú no tienes nada de peligroso, sucio engendro de pollo...

Sucedió en un destello de garras de acero. El muchacho emitió un grito agudísimo y un instante después Hagrid se esforzaba por volver a ponerle el collar a Buckbeak, que quería alcanzar a un Malfoy que yacía encogido en la hierba y con sangre en la ropa.

—¡Me muero! —gritó el chico mientras cundía el pánico—. ¡Me muero, mirad! ¡Me ha matado!

—No te estás muriendo —aseguró Hagrid, que se había puesto muy pálido—. Que alguien me ayude, tengo que sacarlo de aquí...

Hermione se apresuró en abrir la puerta de la cerca mientras Hagrid levantaba con facilidad a Malfoy. Mientras desfilaban, la muchacha vio que en el brazo del Slytherin había una herida larga y profunda, y contempló cómo la sangre salpicaba la hierba y Hagrid corría con él por la pendiente, hacia el castillo.

—¡Deberían despedirlo inmediatamente! —gritaba Pansy Parkinson con lágrimas en los ojos, arrancando a correr tras él—. ¡Voy a ver si Draco se encuentra bien!

—¿Creéis que se recuperará pronto? —preguntó Susan asustada, una vez los cuatro se reencontraron frente a Buckbeak, a quien Harry dedicaba caricias para calmarlo.

Sin poder evitarlo, Hermione suspiró con total fastidio.

—Con suerte, Madam Pomfrey nos hará un favor a todos y lo mantendrá ahí encerrado en lo que nos queda de curso.

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