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Capítulo LIV - Reducio

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LIV — 

R e d u c i o

1 de septiembre de 1993

—¡Date prisa, Ron! —insistía Ginny desde uno de los asientos traseros de aquel furgón antiguo de color verde oscuro, levemente apretujada por la presencia de los gemelos en el mismo espacio, situados uno en cada lado—. ¡No querrás volver a llegar tarde el primer día!

Ordenar todas las pertenencias en un único baúl había resultado una tortura... pero apenas podía compararse con aquel rompecabezas ante el que Ron se encontraba, causante de que se echara desesperado las manos a la cabeza: frente a sí se apilaban desastrosamente todas las maletas de sus hermanos, una sobre la otra, ocupando tanto el espacio que hasta se veía impedido a cerrar el maletero.

—¡Esto es imposible! —vociferó el muchacho, con las mejillas más anaranjadas de lo normal—. Ni con el hechizo agrandador podría solucionarlo.

Hermione, quien se encontraba viendo la escena tras haber adecuado sus pertenencias en el maletero del Seat Clásico, decidió acercarse a él mientras hacía rodar los ojos con fingido fastidio.

—¿Y si lo haces a la inversa? —le sugirió plantándose junto a él, con las manos adecuadas sobre cada lado de su cada vez más definida cadera.

La desesperación acumulada fue la causante de que Ron le devolviera una mirada repleta de inquina.

—Tus lecciones son lo único que no he echado en falta durante las vacaciones —suspiró él, queriendo sonar serio—. Vamos, impresióname con tus conocimientos y acabemos con esto de una vez.

Haciendo caso omiso a sus palabras, la castaña desenfundó con maestría su varita y apuntó en dirección al abarrotado maletero.

Reducio —pronunció con total claridad, dibujando una V en el aire, y la luz púrpura que cayó sobre los baúles los redujo al sorprendente tamaño de una caja de zapatos.

La mueca sorprendida que se dibujó entre las facciones anaranjadas de Ron fueron motivo suficiente para que Hermione echara una carcajada al aire, guardándose la varita.

—Algún día reconocerás la suerte que tienes de tenerme aquí, tacaño —expuso ella con picardía, arrancándole una sonrisa a su compañero a medida que éste apilaba debidamente los pequeños baúles con facilidad.

—Espero no tener que hacerlo nunca —alegó él acentuando su alegría, y consiguió cerrar finalmente el maletero de un golpe seco.

El sonido estridente del claxon a sus espaldas logró que ambos jóvenes se giraran con rapidez en su dirección, encontrándose a un animado Cedric que, acompañado por las sonrisas de complicidad de Amelia, Harry y Susan, golpeaba reiteradamente el volante del Seat Clásico.

—¡Basta de demostraciones! —vociferó el muchacho, sacando la cabeza por la ventanilla lateral—. ¡Como no nos demos prisa, perderemos el tren!

Dejándose llevar por aquel gesto instintivo, Hermione contempló con curiosidad el movimiento de las manecillas del reloj que se aferraba a su muñeca, comprobando la veracidad en las palabras de su amigo: faltaba menos de media hora para que el Expreso de Hogwarts emprendiera la marcha.

Comprendiendo entonces que no había tiempo a perder, Ron y Hermione se despidieron mutuamente con un simple asentimiento con la cabeza y se incorporaron en sus respectivos automóviles, iniciando el recorrido por las calles de Londres hasta King's Cross, donde todos volvieron a reencontrarse. Tomando uno por uno sus pertenencias con el carrito a la mayor brevedad posible, se apresuraron en alcanzar el andén Nueve y Tres Cuartos y atravesaron el muro de piedra con cierta reticencia por los hechos acontecidos el año pasado.

Mientras Hermione esperaba paciente su turno a medida que la Sra. Weasley repartía besos y abrazos a cada uno de los muchachos, fue testigo de cómo el Sr. Weasley apartaba sutilmente a Harry a un lado, siendo capaz de oír su conversación.

—Tengo que decirte una cosa antes de que te vayas —susurraba el hombre, inclinándose ligeramente hacia el muchacho a modo de convertir aquella conversación en un secreto.

—No es necesario, señor —le respondió Harry, confiado—. Ya lo sé.

—¿Que lo sabes? —exclamó con cierta estupefacción—. ¿Cómo has podido saberlo?

—Yo... les oí anoche a usted, a su mujer y a la tía de Susan. No pude evitarlo... lo siento...

Con un suspiro resignado, el Sr. Weasley colocó sus manos sobre los hombros del muchacho, en un intento por infundirle el coraje necesario como para afrontar toda aquella situación.

—Debes estar muy asustado...

—No lo estoy —alegó él con firmeza—. No trato de parecer un héroe, pero Sirius Black no puede ser peor que Voldemort, ¿verdad?

—Harry, sabía que estabas hecho... bueno, de una pasta más dura de lo que Fudge cree. Me alegra que no tengas miedo, pero... —se detuvo el mayor, meditando con frialdad sus palabras antes de proseguir—. Escucha, quiero que me des tu palabra...

—¿De que seré un buen chico y me quedaré en el castillo?

—No exactamente —respondió el Sr. Weasley, más serio que nunca—. Harry, prométeme que no irás en busca de Black.

A pesar de aparentar ser ajena a la conversación, Hermione no pudo evitar que su respiración se entrecortara en aquel preciso instante. ¿Cómo era capaz el Sr. Weasley de pensar en aquella absurda posibilidad?

—¿Por qué iba a ir yo detrás de alguien que sé que quiere matarme? —se cuestionó Harry, encontrándose tan desconcertado como ella.

—Prométeme que, oigas lo que oigas...

Un potente silbido cortó los aires en aquel preciso momento, y los guardias empezaron a pasar, cerrando las puertas del tren que ya había comenzado a moverse, saliendo de él su característico vapor.

Habiendo recibido todos su correspondiente abrazo, los muchachos corrieron hacia una de las puertas del vagón que todavía se mantenía abierta y se asomaron por la ventanilla, despidiéndose con la mano del matrimonio Weasley y de Amelia hasta que el tren dobló una curva y se perdieron de vista.

Hallándose por fin en el interior del tren, los chicos se dividieron: Percy y los gemelos se perdieron pasillo arriba; Ginny, que había acordado encontrarse con sus amigas, tomó su rumbo pasillo abajo, y Harry, Ron, Cedric, Susan y Hermione recorrieron el vagón en el que se encontraban en busca de un compartimento vacío, pero todos estaban llenos salvo uno que se encontraba justo al final. En éste sólo había un ocupante: un hombre que llevaba una túnica de mago muy raída y remendada y que estaba sentado al lado de la ventana, profundamente dormido. Al percatarse de su presencia, los cinco se detuvieron frente a la puerta. El Expreso de Hogwarts estaba reservado para estudiantes y nunca habían visto a un adulto en él, salvo la bruja que llevaba el carrito de la comida.

—¿Quién será? —susurró el pelirrojo en el momento en que se sentaban y cerraban la puerta, repartiéndose entre los asientos.

—Es el profesor R. J. Lupin —esclareció Hermione de inmediato, adecuándose entre Harry y Susan y quedando de frente con Cedric, Ron y el extraño profesor.

—¿Cómo lo sabes? —ansió saber la Hufflepuff, observándola con el ceño fruncido.

—Lo pone en su maleta —contestó la castaña señalando el portaequipajes que había encima del hombre dormido, donde se distinguía una maleta pequeña y vieja atada con una gran cantidad de nudos; el nombre, «Profesor R. J. Lupin», aparecía en una de las esquinas en letras medio desprendidas.

—Me pregunto qué enseñará —comentó Cedric, encontrándose adecuado junto al pálido perfil del profesor Lupin.

—Está claro —susurró Harry—. Sólo hay una vacante, ¿no es así? Defensa Contra las Artes Oscuras.

—Bueno, espero que no sea como los anteriores —espetó Susan no muy convencida, conectando sus ojos castaños con los de su mejor amiga—. No quiero volver a pasar por un desengaño parecido...

—¿Todavía conserváis los libros de Lockhart? —rió el Hufflepuff con socarronería.

—Yo los quemé —admitió la pelirroja con resignación.

—Yo he preferido guardarlos —se añadió Hermione—. Al fin y al cabo no eran historias ficticias... me parece una buena forma de homenajear a sus verdaderos autores, aquellos a quienes el encantamiento desmemorizante no les permite recordar sus hazañas.

La sonrisa de complicidad que Cedric, Ron y Susan le dedicaron la hizo sentir satisfecha de su decisión: sin embargo, el posado distante y solitario que Harry lucía, admirando absorto la lluvia que emborronaba las colinas a través del fino cristal de la ventana, no le permitió disfrutar demasiado de aquella sensación de complacencia. Probablemente era la única que sabía qué era lo que preocupaba a su compañero, así que recaía en ella la responsabilidad de hacerle resurgir.

—¿Estás bien, Harry?

Sintiéndose caer de nuevo en la realidad a la que pertenecía, el muchacho se atrevió a apartar su mirada del cielo cada vez más oscurecido, encontrándose con la atención de sus cuatro compañeros recayendo sobre sí. Tragando saliva, se dispuso a contarles la conversación de la noche anterior y las advertencias que el Sr. Weasley acababa de hacerle. Cuando terminó, Ron y Cedric parecían atónitos y Susan se tapaba la boca con las manos hasta que decidió ser la primera en pronunciar palabra, apartándolas.

—¿Sirius Black escapó para ir detrás de ti? —repitió ella, sintiendo como sus propias palabras sonaban surrealistas—. ¡Harry, tendrás que tener muchísimo cuidado! No vayas en busca de problemas...

—Yo no busco problemas —suspiró él, ligeramente apenado—. Los problemas normalmente me encuentran a mí.

—¡Qué tonto tendría que ser Harry para ir detrás de un chalado que quiere matarlo! —exclamó Ron, temblando de miedo.

—Nadie sabe cómo se ha escapado de Azkaban —añadió Cedric—. Es el primero. Y estaba en régimen de alta seguridad.

—Pero lo atraparán, ¿a que sí? —dijo Susan, convencida—. Bueno, están buscándolo también todos los muggles...

—Confiemos en que así sea —exclamó Hermione, intentando sonar tranquilizadora—. De todas formas, no se me ocurre un lugar en el que puedas estar más seguro que en Hogwarts, Harry.

—Eso es cierto —asintió el pelirrojo, haciéndose el valiente—. Y si nosotros estamos contigo... Black no se atreverá a...

—Black ha matado a un montón de gente en mitad de una calle concurrida —lo interrumpió el castaño—. ¿Crees realmente que va a dejar de atacar a Harry porque estemos con él?

En el rostro apenado de Harry podía distinguirse con una claridad apabullante que aquella conversación estaba empezando a afectarle más de lo debido. Hermione, consciente de ello, abrió la boca para detener el coloquio que mantenían sus compañeros: sin embargo, sus palabras se vieron acalladas cuando el traqueteo del tren les indicó que estaban reduciendo la velocidad.

La lluvia arreciaba ferozmente, las ventanillas eran ahora de un gris brillante que se oscurecía poco a poco y se encendieron las luces que había a lo largo del pasillo y en el techo de los compartimentos.

—No podemos haber llegado aún —objetó Harry, tomando la muñeca de Hermione y comprobando la hora en las manecillas de su reloj.

El tren iba cada vez más despacio, y a medida que el ruido de los pistones se amortiguaba, el viento y la lluvia sonaban con más fuerza contra los cristales.

—Entonces, ¿por qué nos detenemos? —ansió saber Ron con escepticismo.

Susan, que era la que estaba más cerca de la puerta, se levantó para mirar por el pasillo, comprobando que por todo el vagón se asomaban cabezas curiosas. El tren se paró con una sacudida, y distintos golpes testimoniaron que algunos baúles se habían caído de los portaequipajes: a continuación, sin previo aviso, se apagaron todas las luces y quedaron sumidos en una oscuridad apenas rota por la luz débil que emanaba la luna.

—¿Qué sucede? —masculló Susan, aterrorizada.

—¿Habremos tenido una avería? —conjeturó Cedric.

—No lo sé... —alegó Ron.

El sonido de una mano frotando sobre el cristal húmedo llamó la atención de Hermione, quien fue capaz de distinguir la silueta negra y borrosa de Harry limpiando la ventana e intentando vislumbrar lo que sucedía en el exterior.

—Algo se mueve ahí fuera... —susurró él, infundiendo el terror más absoluto en sus compañeros.

Otra sacudida removió los vagones, y el frío empezó a apoderarse de la estancia, empañando los cristales. El aire que respiraban se convirtió en vaho, mostrando claramente sus ajetreadas inhalaciones, y el silencio adornó el compartimento a medida que todos se mantenían expectantes a lo que ocurría en el exterior, a través del cristal de la puerta que los mantenía separados del pasillo.

De pie, en el umbral, iluminado por la luz tenue que lograba adentrarse en el tren, apareció una figura cubierta con capa que llegaba hasta el techo y que tenía la cara completamente oculta por una capucha. Hermione echó la vista hacia abajo y lo que vio le hizo contraer el estómago: de la capa surgía una mano gris, viscosa y con pústulas, como algo que estuviera muerto y se hubiera corrompido bajo el agua. El ser la alzó a la altura de su pecho y, moviendo sutilmente los dedos sin llegar a tocar más que el aire, logró que la puerta del compartimento se abriera ante su voluntad. Entonces aspiró larga, lenta, ruidosamente, como si quisiera succionar algo más que aire, y un frío más intenso se extendió por encima de todos.

Hermione no comprendió de qué ser se trataba hasta que el mismo se adentró más en el compartimento e, inclinándose directamente hacia Harry, empezó a aspirar con mayor intensidad, mostrando un orificio abierto que debía ser su boca. Su amigo parecía encontrarse completamente petrificado, y sus ojos se pusieron en blanco de un segundo a otro. No había ninguna duda: aquello era un dementor... y debía actuar con rapidez.

Haciendo de tripas corazón, la muchacha tomó con destreza la varita que ocultaba en la cintura de los pantalones tejanos que vestía y se levantó de un salto firme, encontrándose tan cerca de aquel horrible ser que fue capaz de sentir cómo su frío empezaba a helarle la sangre. Su mente, aún encontrándose colapsada por la situación, puso en sus pensamientos el conjuro justo que debía realizar, y alzando firmemente la varita, se encontró a punto de pronunciar las palabras exactas: sin embargo, justo al lado contrario del compartimento, pudo distinguir como otra figura imitaba su gesto.

—Nadie esconde a Sirius Black bajo la capa —exclamó aquella voz firme, a la que la muchacha asoció con el Profesor Lupin.

El dementor, sin embargo, pareció hacer caso omiso a las palabras del hombre, y Hermione, siendo testigo de cómo Harry de volvía cada vez más y más pálido, tomó una determinación: sin pensárselo dos veces, permitió que su corazón inundara su mente, abrió la boca y dejó que las palabras fluyeran, coincidiendo con las de Lupin.

—¡Expecto patronum! —pronunciaron los dos al unísono, y de la punta de sus varitas surgió una luz plateada que, sin tomar ninguna forma definida, se unió e impactó contra el dementor, ahuyentándolo del compartimento y expulsándolo del vagón.

Una vez el resplandor de ambas varitas cesó, ambos se observaron entre sí con las respiraciones agitadas, pudiendo distinguir sus rostros una vez la luz hubo vuelto al vagón: Lupin parecía contemplarla con recelo y asombro en su misma medida, mostrándoselo a través de sus ojos glaucos.

—¡Harry! —fue la voz de Cedric la que rompió aquel silencio inexpugnable, abalanzándose sobre él.

Lupin cortó inmediatamente el contacto visual, concentrándose en el muchacho desmayado.

—Rápido —conminó él—. Ayudadme a tenderle sobre el canapé.

Sin ninguna intención de contrariar sus indicaciones, los muchachos procedieron a estirar al Gryffindor sobre los asientos: Cedric trataba de despertarle mientras Susan le aventaba un poco de viento con sus propias manos; Hermione le mojó la frente y las mejillas con agua, Lupin se ocupó de comprobar que su pulso se encontraba estable, y Ron se encontraba demasiado impactado por lo presenciado como para colaborar más que admirando la escena con pavor.

—¡Harry! ¡Harry! —intentó Cedric hacerle volver en sí, dándole palmadas en la cara—. ¿Estás bien?

El Gryffindor no tardó en abrir los ojos, encontrándose rodeado de sus amigos y el profesor Lupin, quienes le observaban con preocupación. A juzgar por la mueca de extrañeza del muchacho, se sobreentendía que se encontraba completamente desconcertado ante lo que acababa de pasar.

—¿Qué...? —balbuceó él, a medida que intentaba enderezarse de nuevo en el asiento.

Lupin registró los bolsillos de su abrigo con una rapidez impoluta, extrayendo de ellos un envoltorio de plata que empezó a partir en trozos.

—Toma. Es chocolate —exclamó él, ofreciéndole un pedazo—. Cómetelo. Te ayudará.

Notablemente desconcertado, Harry registró el compartimento con la mirada, temiendo la presencia del dementor: en cuanto se percató que se encontraba fuera de peligro, fue capaz de reunir el suficiente valor como para preguntar.

—¿Qué era esa cosa, profesor?

—Era un dementor, un guardián de Azkaban... —respondió él con naturalidad, repartiendo el chocolate entre los demás—. Registraba el tren en busca de Sirius Black.

Los cinco quedaron en silencio, y el profesor arrugó el envoltorio vacío de la tableta de chocolate y se lo guardó en el bolsillo.

—Coméoslo. Os vendrá bien —insistió antes de desaparecer por el pasillo—. Disculpadme, tengo que hablar con el maquinista...

Una vez se encontraron solos en el compartimento, los cinco se observaron entre sí, intentando digerir los hechos acontecidos.

—¿Seguro que estás bien, Harry? —no tardó en preguntar Hermione con preocupación, observándole al detalle.

—No lo comprendo... —suspiró Harry, secándose el sudor de la cara—. ¿Qué ha pasado?

—Bueno, ese ser... el dementor... —balbuceó Susan sin remedio—, se ha quedado ahí, mirándonos..., y tú, tú...

—Creí que te estaba dando un ataque o algo así —alegó Cedric, que todavía estaba asustado—. Te has quedado rígido, y parecía que no respirabas.

—Y entonces, Hermione y el profesor Lupin se han levantado y le han lanzado un hechizo que ha logrado ahuyentarle... aunque... —murmuró Ron, intentando poner en orden sus ideas y girándose en dirección a la muchacha—. ¿Qué es exactamente lo que le habéis hecho?

—Es un encantamiento defensivo, Ron —esclareció ella con convicción.

—¿Y cómo es posible que tu...? —quiso el pelirrojo plantearse, instantes antes de hacer rodar los ojos con fastidio—. Oh, pero qué digo... ¡no hay nada que no sepas!

Harry no parecía interesado en esa clase de detalles, por lo que no tardó en preguntar aquello que verdaderamente le carcomía por dentro.

—Pero, ¿no os habéis caído del asiento? —preguntó, extrañado.

—No —respondió Cedric, volviendo a mirarle con preocupación—. Ron temblaba como un loco, aunque...

Harry no conseguía entender nada. Estaba débil y tembloroso, como si se estuviera recuperando de una mala gripe, y se sentía ligeramente avergonzado. ¿Por qué había perdido el control de aquella manera cuando los otros no lo habían hecho?

El profesor Lupin regresó, deteniéndose en el umbral de la puerta; examinó cautelosamente los rostros de los cinco alumnos y esbozó una sonrisa débil entre sus mejillas pálidas.

—No he envenenado el chocolate, ¿sabéis? —bromeó, acomodándose de nuevo en uno de los asientos—. Llegaremos a Hogwarts en diez minutos. ¿Te encuentras bien, Harry?

—Sí —contestó él, un poco confuso.

Sintiéndose ligeramente aliviada por aquella respuesta, Hermione intentó aserenarse y le dio un mordisco al chocolate, y ante su sorpresa sintió que algo le calentaba el cuerpo y que el calor se extendía hasta los dedos de las manos y de los pies, reconfortándola. Con aquella agradable sensación en su interior, se acomodó en el canapé y, aprovechando que se había sentado junto a la ventana, observó el exterior con detenimiento, dejando que sus pensamientos volaran libres como mariposas en su cabeza: el peligro había pasado y estaban a punto de llegar al castillo.

Sin poder evitarlo, su corazón latió con una fuerza que solo ella sabía quién era capaz de despertar. Faltaba muy poco para reencontrarse con su profesor de Pociones, aquel que la colmaba de toda seguridad, aquel por quien había sido capaz de conjurar su patronus, una vez más. Ardía en deseos de conectar sus ojos castaños con los azabaches de él... y aquella noche, por fin, lo haría.

***

El resto del viaje se hizo ameno una vez se hubo recuperado la serenidad colectiva: Cedric, Harry y Susan se entretuvieron conversando acerca de los nuevos modelos de escoba que acababan de salir al mercado; Ron ponía orden en el interior de su maleta, adecuando cada artículo de broma que se había salido de su sitio; el profesor Lupin ojeaba curioso las desgastadas páginas del periódico del día y Hermione se apresuraba en ponerse el uniforme y comprobar que no se había dejado nada.

Finalmente, el tren se detuvo en la estación de Hogsmeade y se formó mucho barullo para salir: las lechuzas ululaban, los gatos maullaban y el sapo de Neville croaba debajo de su sombrero. En el pequeño andén hacía un frío que pelaba, y la lluvia era una ducha de hielo.

—¡Por aquí los de primer curso! —gritaba una voz familiar que llamó la atención de Harry, Ron, Cedric, Susan y Hermione, quienes se volvieron y vieron la silueta gigante de Hagrid en el otro extremo del andén, indicando por señas a los nuevos estudiantes que se adelantaran para iniciar el tradicional recorrido por el lago.

Lo saludaron con la mano desde la lejanía, pero no pudieron hablarle porque la multitud los empujaba a lo largo del andén: así, cargados con sus respectivos equipajes, los cinco, sorprendentemente acompañados por el profesor Lupin, siguieron al resto de los alumnos.

A medida que avanzaban, sumidos en la empezada noche, Hermione comenzaba a quedar irremediablemente atrás: la salida del tren había resultado tan precipitada que apenas había tenido tiempo de tomar uno de los carritos, o tan siquiera de hechizar alguna de sus maletas, por lo que se vio obligada a cargarlas a la fuerza: la guitarra iba sujeta a su espalda; su pesada maleta era sostenida por los dedos de su mano derecha; su bolsa de mano colgaba elegantemente de su hombro izquierdo y con su extremidad restante acurrucaba a Crookshanks contra su pecho, mostrándose notablemente agotada.

—Va demasiado cargada —objetaron las amenas palabras de Lupin, el único que había sido capaz de acompasar su paso al de ella—. Permítame ayudarla, Srta...

—Hermione Granger, señor —concluyó ella con una sonrisa complaciente, sintiéndose halagada por el ofrecimiento del hombre—. Se lo agradezco mucho, pero no querría importunarle con mi equipaje.

—No es ninguna molestia —insistió él, a pesar de parecer encontrarse agotado—. Mi maleta apenas pesa.

Con cierta timidez, Hermione se apartó a un lado del camino junto al profesor e, ignorando las miradas curiosas de los alumnos que pasaban, se descolgó la guitarra de la espalda y se la ofreció a Lupin, pensando que al ser el objeto más ligero sería el que menos le molestaría.

—Puedo llevar algo más, si lo necesita —alegó el hombre esbozando una sonrisa que iluminó su rostro cicatrizado, habiéndose colgado la guitarra en la espalda del mismo modo que la muchacha.

Sin saber muy bien qué responder ante su noble cortesía, Hermione notó como algo parecía querer escabullirse de entre sus brazos, y cuando echó la vista hacia abajo, fue testigo de cómo Crookshanks olisqueaba modestamente la túnica del profesor, dispuesto a saltar sobre sí.

—Me parece que mi equipaje ha decidido por sí solo —exclamó ella divertida, inclinándose ligeramente hacia el hombre y entregándole al felino, que se acurrucó afablemente sobre aquellas nuevas extremidades—. Muchas gracias, profesor Lupin.

—No hay de qué —asintió él, entusiasmado por lo acontecido—. Será mejor que continuemos.

Ambos retomaron su andar y salieron a un camino embarrado y desigual, donde aguardaban al resto de los alumnos al menos cien diligencias: con la mirada, avistaron en la lejanía a los cuatro restantes del grupo, que parecían estar esperándoles junto a uno de los carruajes. La diligencia olía un poco a moho y a paja, o eso pensó Hermione al adecuarse en ella con la ayuda de sus amigos y el profesor, y una vez hubieron cerrado la portezuela, ésta se puso en marcha sola, dando botes, sin nada visible que pareciera tirar de ella.

Mientras el coche avanzaba lentamente hacia unas suntuosas verjas de hierro flanqueadas por columnas de piedra coronadas por estatuillas de cerdos alados, el castillo de Hogwarts podía empezar a distinguirse entre las ramas de los largos árboles que adornaban los alrededores, y cuando el carruaje se detuvo, Hermione bajó sintiendo la emoción latiéndole incansablemente en el pecho.

Los seis se unieron a la multitud apiñada en la parte superior, a través de las gigantescas puertas de roble, y en el interior del vestíbulo, que estaba iluminado con antorchas y acogía una magnífica escalera de mármol que conducía a los pisos superiores. A la derecha, abierta, estaba la puerta que daba al Gran Comedor. Hermione siguió a la multitud, pero apenas vislumbró el techo encantado, que aquella noche estaba negro y nublado, cuando una voz la detuvo.

—Srta. Granger —la llamó Lupin entre el barullo, que se encontraba junto a un todavía muy pálido Harry—. Me temo que voy algo tardío con respecto a los preparativos, así que debo pedirle un favor.

—Por supuesto, profesor Lupin —asintió ella, creyendo que era el trato justo tras el favor que él le había concedido.

—¿Podría acompañar al Sr. Potter a la enfermería?

Hermione ni tan siquiera se planteó poner pegas a la petición del profesor Lupin: era obvio que su mejor amigo todavía estaba débil después de lo sucedido. Así pues, y a pesar de que aquel gesto implicara prolongar su ansiado regreso, la muchacha acompañó al de cabellos azabaches al Ala del Hospital.

Y mientras la castaña esperaba paciente poder abandonar la enfermería, a unos pocos salones de distancia se hallaba un hombre al que, al igual que ella, le empezaba a resultar imposible ocultar la desazón que le roía las venas. Ya no resultaba un veto para él admitir que se sentía histérico ante la expectativa, pero si algo pretendía era que lo siguiera siendo para los demás... cosa que, en aquella ocasión, parecía habérsele escapado de las manos.

—Severus, hijo —lo reclamó la voz del anciano, quien a su vez lo tomaba por el brazo con el que inconscientemente se encontraba dando ligeros golpes sobre la madera que conformaba la larga mesa de los profesores—. Tómate un respiro.

Apartando su mirada azabache del gran arco de piedra que conectaba con el vestíbulo, justo al otro lado de la enorme sala, Snape clavó sus orbes negras como el carbón en las del director como si de dagas afiladas se trataran.

—Estoy bien, Albus —se limitó a responder, no queriendo tratar más el asunto.

Dumbledore sonrió con cierta sorna ante aquella descabellada afirmación que ambos sabían que no era cierta.

—A mi no trates de convencerme, muchacho.

Absolutamente fastidiado ante la razón que el anciano poseía, Snape chasqueó la lengua con cierto hastío y dejó recaer su mirada sobre su copa, en la que restaba poco más de un dedo de vino de saúco. Había intentado a toda costa evitar aquella salida, pero al tomar el recipiente entre sus dedos firmes supo que ya no había marcha atrás. Mientras abocaba todo su contenido entre sus labios y tragaba aquel brebaje amargo que sintió recorrerle la tráquea con su diligencia habitual, se dijo a sí mismo que tampoco era una mala ocasión para darse a la bebida. No sólo la ausencia de Hermione lo importunaba de sobremanera: el hecho de hallarse sentado por el resto de aquel año entre el entrometido director y el recién llegado Lupin, justo quién le había arrebatado su puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, también era un motivo suficiente como para creerse un desgraciado. ¿Qué le faltaba ahora? ¿Que apareciera Sirius Black a animar la fiesta?

La ceremonia de selección empezó una vez los alumnos se hubieron acomodado en sus respectivas mesas, y Snape, no importándole demasiado en qué casa eran seleccionados los recién llegados, volvió a inspeccionar desde la lejanía la mesa de los Gryffindors: solo podía distinguir en ella aquella cabellera pelirroja que detestaba, dejando florecer una vez más la duda en su interior. ¿Dónde demonios estaba Hermione, y por qué Harry debía encontrarse siempre implicado en sus asuntos?

—Me han comentado el incidente ocurrido en el tren, Remus —susurró Fernsby, el profesor de Alquimia, sacándole de sus inquietudes internas—. ¿Cómo te encuentras?

—Estoy bien, Gautier —respondió su compañero, haciéndole hervir lentamente la sangre—. Me preocupa más cómo se encuentre el muchacho, Harry. He procurado acompañarle durante todo el trayecto desde el suceso.

Sin poder evitarlo, Snape formó una maliciosa e imperceptible sonrisa entre sus labios turgentes.

—Así que ya has coincidido con nuestro famoso Potter —dejó caer cada palabra con una lentitud exquisita para que se pudiera captar en su tono todo su hastío hacia el muchacho.

—Así es, Severus —asintió Lupin, mostrándose sosegado—. Le he mandado a la enfermería para que Madame Pomfrey pudiera examinarlo debidamente. Confío en que la Srta. Granger habrá sido una buena escolta.

La sonrisa altanera que se había dibujado entre sus mejillas pálidas se esfumó tan rápido como había llegado al oír aquello, y no pudo evitar maldecir interiormente a su compañero un par o tres de veces más por ser responsable de la ausencia que lo atormentaba.

—Confías bien, Remus. ¿No es así, Severus? —lo incordió un divertido Dumbledore que había sido testigo del reflejo de su furia, y lo único que recibió por respuesta fue la imagen de Snape apretándose el puente de la nariz con total fastidio—. Espero que lleguen a tiempo para presenciar el Coro del Sapo. Filius ha estado trabajando mucho en él.

Por primera vez en mucho tiempo el profesor de Pociones estuvo de acuerdo con el director en aquel simple y a la vez significativo deseo, por lo que cuando la ceremonia de selección finalizó y el coro tomó el protagonismo con su presentación, viendo que el asiento de Hermione aún seguía vacío, se aproximó la botella de vino de saúco sin apenas pestañear.

La melodía que entonaban los muchachos y los sapos, acompañados por el clavicordio, el tambor, el arpa y las flautas, podía apreciarse vagamente desde la enfermería, donde Madame Pomfrey hacía sus últimas comprobaciones antes de liberar a los muchachos de su insistencia.

—¿Estás seguro de que te sientes bien, Potter? —preguntó por tercera vez consecutiva, sosteniendo la palma de su mano en la frente del muchacho.

—Sí —alegó Harry secamente, más atosigado a aquellas alturas por la tozudez de la enfermera que por el incidente ocurrido en el tren.

—Muy bien —exclamó ella, retirando la mano—. No te vendrá nada mal alimentarte un poco, así que ya podéis bajar al banquete.

Entusiasmados, ambos abandonaron la enfermería oyendo a Madame Pomfrey murmurando para sí a sus espaldas, bajaron rápidamente las escaleras de mármol hacia el Gran Comedor y se adentraron al fin en la gran estancia, fascinados al encontrarse las cuatro mesas largas llenas de estudiantes con las caras brillantes a la luz de miles de velas flotantes.

—¡Nos hemos perdido la selección! —objetó Hermione en voz baja a medida que se encaminaban hacia la mesa de Gryffindor tan silenciosamente como fuera posible, intentando no perturbar al coro.

Pese a su intento de resultar discretos, los alumnos se volvían para mirarlos cuando pasaban por la parte trasera del Comedor y algunos señalaban a Harry: parecía que había corrido muy rápido la noticia de su desmayo delante del dementor. Intentando restarle importancia a la situación, Hermione tomó a su amigo de la mano y lo recondujo hacia la mesa, donde se sentaron a ambos lados de Ron, que les había guardado los asientos.

Antes de que Parvati y Lavender pudieran atosigarla con sus cotilleos carentes de interés o de que Neville la distrajera con sus peticiones de ayuda, Hermione condujo con rapidez sus ojos castaños en dirección a la mesa de profesores, de la que sólo podían distinguirse sus dos extremos debido a la presencia del coro frente a la misma, y le resultó inevitable no sentirse aún más ansiosa de lo que ya lo estaba: aquella espera estaba resultando demasiado tortuosa.

—¿De qué iba la cosa? —oyó como Ron curioseaba junto a Harry, y decidió dejarse llevar por aquella distracción a medida que la presentación terminaba.

Harry y ella comenzaron a explicar las medidas de Madame Pomfrey en un susurro, pero entonces el coro se dispersó, el director se puso en pie para hablar y Percy les alertó para que guardaran silencio.

Sin pensar demasiado en no hacer tan evidente su euforia desmedida, Hermione volvió de nuevo la cabeza en dirección a la mesa de profesores, y su corazón latió con fuerza al reconocer aquellos labios turgentes, aquella prominente nariz y aquel ceño fruncido tan característicos que se le habían aparecido sin remedio en sus sueños durante todo el verano.

Snape, habiendo apartado sus orbes azabaches de la copa que sostenían sus dedos, se topó con la mirada intrusiva de ella y se sintió flaquear, observándola completamente idiotizado. ¿Cuándo Hermione había adoptado tales adultas y hermosas facciones?

Los dos se sumieron en un sosiego indescriptible tras toda aquella inquietud interna, y ella no dudó en demostrar su alivio con una sonrisa discreta, contorneando sus labios rosados, sintiéndose abrasada por aquellos ojos oscuros que le daban la más solemne bienvenida a otro año escolar por vivir juntos, sin importar qué les deparase.

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos a un nuevo curso en Hogwarts! Me gustaría dedicaros unas palabras antes de disfrutar de nuestro excelente festín y sus manjares —exclamó Dumbledore con la luz de la vela reflejándose en su barba larga y plateada—. Primero, daré la bienvenida al profesor R. J. Lupin, que ha accedido amablemente a hacerse cargo de Defensa Contra las Artes Oscuras. ¡Buena suerte, profesor!

Lupin se levantó tímidamente de su asiento, distrayendo la atención de profesor y alumna, quienes se unieron al aplauso colectivo con diferentes entusiasmos. Para Hermione resultó más que obvio percatarse de que había algo en Lupin capaz de llegar a molestar a Snape, viéndole crispar su rostro delgado y cetrino, aunque no fuera capaz de explicar el qué.

—En segundo lugar, siento deciros que el profesor Kettleburn, nuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas, se ha retirado para poder aprovechar en la intimidad los miembros que le quedan —prosiguió el director—. Sin embargo, estoy encantado de anunciar que su lugar lo ocupará nada menos que Rubeus Hagrid, que ha accedido a compaginar estas clases con sus obligaciones de guardabosques.

El aplauso hacia el semi gigante fue mucho más sonado, arrancando silbidos de congratulación entre los alumnos.

—Finalmente y en un tono menos jovial —expresó Dumbledore, acallando la celebración—, a requerimiento del Ministerio de Magia, Hogwarts estará hasta nuevo aviso bajo el amparo de los dementores de Azkaban, hasta que Sirius Black sea capturado.

Un leve murmullo se extendió entre las mesas de los alumnos, dejando al descubierto el espanto de estos por la noticia.

—Los dementores vigilarán todos los accesos del lugar. Aún habiéndose comprometido a que su presencia no perturbará nuestras actividades, recomiendo precaución —continuó—. Los dementores se alimentan de vuestros más terribles miedos, no se dejan engañar por trucos o apariencias... por tanto he de pediros a todos y cada uno de vosotros que no les deis motivos para que os hagan daño. No está en la naturaleza de un dementor ser compasivo.

Como un gesto con el que verdaderamente pretendía volver a sentirse segura, Hermione se encontró de nuevo con la mirada oscura de Snape, y ambos se observaron intensamente, casi sin parpadear. Había algo verdaderamente mágico e indescriptible en aquel contacto tan sencillo, algo que parecía gritarles que había mucho más allá de la inseguridad y la desgracia... algo por lo que merecía la pena luchar.

—Pero como sabréis —les enmarcó Dumbledore la respuesta—, la felicidad puede hallarse hasta en los más oscuros momentos... si somos capaces de usar bien la luz.

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