Capítulo LII - Praemunio
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LII —
❝ P r a e m u n i o ❞
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Renacer había dolido... o así lo sentía Hermione a medida que su ser se encendía de nuevo tras el que parecía haber sido el sueño más largo y tortuoso de su corta existencia. No recordaba haberse sentido tan adolorida como en aquellos instantes de consciencia: podía sentir como la cabeza le daba vueltas y vueltas sin cesar.
Entretenida en identificar todas aquellas sensaciones que la colmaban por dentro, la muchacha fue capaz de experimentar en carnes propias como sus sentidos empezaban a despertarse de manera lenta y agónica.
Como una brisa embalsamada de vida el aire ingresó de vuelta a sus pulmones, acaparando el espacio en una profunda y curativa bocanada. Con ello, el primero de sus cinco sentidos resurgió, y con un par de entregadas inspiraciones y exhalaciones, un olor distintivo llegó a sus fosas nasales. Era fácil reconocer el aroma tímido y reservado de la piedra lisa que conformaba la estancia a pesar del insistente y característico olor a limpio que tanto le recordaba a los hospitales muggles, tan condenadamente inconfundible que supo enseguida donde, lógicamente, se encontraba.
Con una dilación que a ella le resultó interminable, sus oídos fueron destapándose, dejando pasar el amable sonido del crepitar del fuego a una distancia inconfundible de donde debía encontrarse ella. Sin embargo, su dulzura se veía eclipsada por dos voces que mantenían un animado coloquio entre sí y que, a medida que transcurrían los segundos, empezaban a tornarse familiares para ella.
—Es como si estuviera experimentando la peor resaca de mi vida —fue lo primero que Hermione comprendió de aquella característica y amable voz masculina, a escasos metros de su persona.
—¿Peor que la que tuviste después del día de San Andrés, hace dos años? —comentó otra voz hermosamente femenina entre suaves carcajadas.
—¡Eso no fue culpa mía! —alegó su interlocutor efusivamente, intentando mantener la compostura—. Herbert y Cedric me retaron y tuve que demostrarles que se equivocaban al creerse mejores que yo.
Sintiéndose completamente entusiasmada ante la presencia de aquel par de voces, Hermione hizo un esfuerzo sobrehumano por intentar moverse, por intentar ver algo más que oscuridad a través de aquellos ojos que, pese a sentir mantenerlos abiertos, no le mostraban más que oscuridad. Aunque no era aún capaz de mover ninguna extremidad ni de discernir un solo destello de luz en aquella profunda oscuridad, sí podía sentir como, lentamente, algo empezaba a agitarse en su interior.
—Y para lo único que sirvió finalmente fue para que Maxine se pasara la noche en vela cuidando de ti —añadió aquella muchacha, conteniéndose para no estallar en una sonora carcajada.
El chico con el que conversaba, por el contrario, pareció no conseguirlo.
—Pobre... —murmuró él, secándose las lágrimas de felicidad—. Tengo muchas ganas de verla de nuevo.
—Yo también tengo ganas de ver a Cedric —se unió ella, apoyando su mano izquierda sobre el borde de la camilla en el que ambos se encontraban sentados—. Han debido de pasarlo muy mal durante todo este tiempo.
Un poderoso y ciertamente molesto hormigueo empezó a aflorar en las extremidades de Hermione, quien aún manteniéndose atenta a la conversación persistía en su afán por volver a la vida a medida que sentía recuperar su movilidad y era capaz de apreciar cierto fulgor ante sus ojos yacentes. Deseaba volver en sí cuanto antes... y estaba a punto de conseguirlo.
—¿Crees que puedo aprovechar la ocasión para besarla? —proseguía la conversación a manos del muchacho, ajeno a la ansiada vuelta que se estaba produciendo prácticamente ante sus ojos distraídos.
—Por intentarlo no pierdes nada —expresó su compañera, ladeando ligeramente la cabeza—. Te ganarás un bofetón, quizá...
Esforzándose en poner en su gesto toda su voluntad, Hermione trató de mover los labios, agitar las piernas o arquear la espalda: sin embargo, pese a su fallido intento por lograr cualquiera de sus metas, hubo un pequeño detalle que no pasó inadvertido por aquellos poderosos ojos azules que la joven que permanecía junto a ella poseía.
—Está moviendo las manos, Malcolm —exclamó Helen con la boca abierta, sintiendo el movimiento de los dedos de Hermione bajo su propia mano, aquella con la que la estrechaba.
El Hufflepuff, levantándose bruscamente de los pies de la camilla, se inclinó sobre el cuerpo yacente de la castaña, tomando sus mejillas entre sus manos.
—¡Hermione! —expresó a medida que su encantadora sonrisa se ensanchaba, viéndola volver frente a sus ojos grises.
—¡Madam Pomfrey! —vociferó Helen en dirección a la entrada, intentando llamar la atención de la enfermera—. ¡Venga, deprisa! ¡Hermione está despertando!
Con una rapidez asombrosa, el rostro afable de Pomfrey no tardó en aparecerse en la estancia a través del gran arco de piedra que conformaba la entrada, cargando sobre sus extremidades una sencilla bandeja de plata en la que se mantenían derechos tres pequeños frascos de cristal que contenían diferentes pócimas en su interior y un largo vaso con agua.
Haciéndose a un lado, Helen permitió que la enfermera se colocara junto a la camilla donde yacía Hermione, y junto a Malcolm contempló cómo la mujer descorchaba con habilidad dos de las pociones.
—Hijos —pronunció Pomfrey con total convicción—. Ayudadme a inclinarla.
Con un leve asentimiento con la cabeza, ambos muchachos tomaron y alzaron a Hermione mientras la enfermera hacía una pila con los cojines de la camilla, y la depositaron suavemente sobre éstos, quedando su cuerpo ligeramente ladeado.
Satisfecha, Pomfrey acogió entre sus dedos el primero de los frascos, uno que contenía un líquido burbujeante y de un intenso color egeo, y tomando delicadamente la barbilla de la Gryffindor, vertió su contenido en la boca de ésta.
Mientras Hermione sentía como aquel líquido suave se abría camino por su tráquea, Pomfrey tomó el segundo frasco, una poción a la vista algo más desagradable debido a su color pardo, e imitó su gesto anterior.
—¿Qué le ha dado? —dejó Malcolm latente su curiosidad sin apartar su mirada de las facciones de Hermione, las cuales parecía que empezaban a recuperar su color.
—Lo mismo que a vosotros, querido —esclareció ella, limpiando mediante leves toquecitos los labios de Hermione con un sencillo paño—. Poción de despertares para acelerar su recuperación y poción de resistencia para que sus músculos posean la suficiente vitalidad como para aguantar después de tanto tiempo manteniéndose en reposo.
—¿Y cuánto tardará en hacerle efecto? —se añadió Helen, acariciando con dedicación una de las manos de Hermione.
—Dadle unos minutos para que ambos filtros actúen en ella —respondió Pomfrey llevándose consigo los frascos vacíos, a medida que se volvía en dirección a la entrada de la enfermería—. Pero sobretodo, ¡dejadla incorporarse a su ritmo!
Helen y Malcolm dejaron que una sonrisa sincera se esbozara en sus rostros, y con total entusiasmo se colocaron junto a la figura de Hermione, clavando en ella sus ojos atentos al más mínimo cambio que en ella sucediera. Así, ambos fueron testigos de cómo su tez blanca recuperaba su tono bronceado, su pecho empezaba a moverse al compás de su respiración y sus pestañas empezaban a cerrarse, recuperando la hidratación de sus ojos.
Sintiendo como su ser volvía a recuperar lentamente el dominio de su cuerpo, Hermione dejó que la primera señal de que se encontraba de vuelta fuera aquella amplia sonrisa que se formó entre sus mejillas, instantes antes de animarse a alzar los párpados, dispuesta a volver a verse en aquel mundo al que pertenecía.
La luz que provenía de los grandes ventanales hizo que la muchacha entrecerrara instintivamente los ojos: había pasado tanto tiempo sumida en aquella oscuridad demoledora que la claridad del día se había tornado agresiva para ella. Tomando una curativa bocanada de aire, Hermione volvió a intentar alzar ambos párpados, esta vez con una suavidad que le permitió acomodarse a la luz que se adentraba a través de ellos. Su visión era aún borrosa, pero fue fácil distinguir frente a ella aquel par de rostros que, a medida que la visibilidad se tornaba nítida, la contemplaban con una gran sonrisa.
Emocionado por aquel reencuentro, Malcolm deslizó suavemente sus dedos firmes por la cabellera de la muchacha y se inclinó sobre ella, plantándole un sentido beso en la mejilla derecha.
—Bienvenida a casa, Hermione —declaró en un susurro, despegándose lentamente de ella.
Aquellas palabras fueron para ella la motivación idónea para que sus labios, aún sintiéndolos resecos, pronunciaran sus primeras palabras tras la vuelta.
—Ma... Malcolm... Helen... —balbuceó, encontrando su voz escondida—. Os he... os he echado tanto de menos...
La mano con la que Helen estrechaba la suya acentuó su fuerza tras aquellas palabras, y la rubia mostró en sus ojos celestes un emotivo fulgor.
—Lo importante es que ya estás aquí, Hermione —manifestó ella—. ¿Quieres un poco de agua?
La castaña asintió tímidamente un par de veces, y mientras la Ravenclaw tomaba entre sus manos aquel vaso de agua que había quedado sobre la bandeja de plata situada en la mesilla, Malcolm la ayudó a acomodarse en el catre, sosteniendo su espalda contra la pila de cojines que se apoyaban en la cabecera. Pese al punzante dolor de cabeza que Hermione experimentaba, logró mantenerse enderezada, y bebió apaciguadamente todo el contenido del vaso en pocos tragos.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Helen, dejando el vaso vacío de nuevo sobre la mesilla.
—La cabeza me duele horrores —se sinceró ella con algo más de agilidad en su hablar, intentando peinar sus indomables cabellos con la simple ayuda de sus dedos—. Supongo que esto es lo que se siente cuando bebes demasiado, ¿verdad, Malcolm?
Una intensa carcajada surgió entre los tres, en la que todo rastro de angustia se vio por fin desvanecido.
—Fue hace mucho tiempo... —intentó excusarse el rubio—. De todas formas, no creo que vuelva a beber tanto en mi vida. Con esa vez ya tuve suficiente.
—Eso está por ver —añadió Helen, causando otra risa colectiva.
Instintivamente, Hermione se observó las palmas de las manos y suspiró, sintiéndose satisfecha por estar al fin de vuelta. Había muchas preguntas albergadas en su interior, y tenía muchas ganas de reencontrarse con sus amigos para ser conocedora de cómo habían evolucionado los hechos desde su partida... pero por encima de todos sus anhelos y deseos, primaba aquel reconfortante sentimiento que la invadía al pensar en aquellos ojos negros que, sin duda alguna, se moría de ganas por volver a ver.
Una poderosa reminiscencia acudió a sus pensamientos, recordando la noche en la que había caído petrificada: justamente se dirigía hacia el despacho de su profesor de Pociones cuando pudo vislumbrar aquella mirada terroríficamente ambarina a través del reflejo de su reloj de muñeca...
Un ligero escalofrío recorrió entonces su espalda, llamando la atención de su compañero.
—¿Te encuentras bien, Hermione? —no tardó en querer saciar su curiosidad.
Con cierta pesadumbre, la muchacha alzó sus ojos castaños y contempló a sus acompañantes, dejando entrever en su mirada la preocupación que la asolaba.
—Estaba pensando en la noche en la que caí petrificada... —comentó con voz tenue—. ¿Vosotros recordáis algo?
Malcolm se rascó entonces la barbilla, intentando poner sus pensamientos en orden, y Helen suspiró, como si aquellas imágenes finales resultaran para ella imborrables.
—Recuerdo que salí a buscar mi varita, la que había olvidado en el aula de Transformaciones, y aproveché para hacer unas fotografías al castillo dormido. Me detuve en uno de los pasillos para aprovechar la luz natural que se filtraba por los ventanales... y a través del objetivo de la cámara, pude ver de reojo como algo se movía frente a mí —expresó ella, sintiendo el propio peso de sus palabras recaer sobre su persona—. No tuve oportunidad de apartar la cámara de mi vista para comprobar de qué se trataba... rápidamente me sentí caer en brazos de la oscuridad, justo cuando un extraño brillo ambarino se cruzó con mi mirada.
—Y menos mal que no la apartaste... —manifestó Hermione—. ¿Qué hay de ti, Malcolm?
—Fui en busca de la profesora Sprout para que me devolviese el libro de Herbología que, igual que Helen, me había olvidado en uno de los invernaderos. Me topé con Nick Casi Decapitado en uno de los corredores y nos pusimos a hablar acerca de los últimos resultados del Quidditch: siempre le hago rabiar cuando le aseguro que nuestro equipo está mejor preparado que el de Gryffindor, así que él hizo ademán de marcharse por donde yo había venido, fingiendo estar ofendido —sonrió él, intentando restarle importancia a los hechos acontecidos—. Mi intención era volver a emprender mi rumbo hacia la sala de profesores, riéndome de la situación en la que había puesto al espectro... pero un suspiro ahogado a mis espaldas fue capaz de detenerme. Giré sobre mis talones y entonces, a través de Nick, vi esos horribles ojos amarillos antes de quedar petrificado.
Los tres restaron en silencio durante unos breves instantes en los que quedó latente su compartida pesadumbre. Después de todo, habían estado muy cerca de la muerte... pero seguían allí para contarlo.
El traqueteo de los zapatos de Madam Pomfrey inundó entonces la sala, quebrando aquella afonía colectiva. La mujer, que portaba consigo lo que parecían ser tres uniformes limpios con los colores distintivos de cada casa, se detuvo frente a ellos y les observó con interés.
—¿Qué son esas caras largas?
Helen permitió que una sonrisa complaciente inundara su atractivo rostro.
—Solo estábamos reflexionando acerca de nuestra suerte, Madam Pomfrey.
—¡Nada de absurdas aflicciones! —espetó ella, entregándoles al Hufflepuff y a la Ravenclaw sus respectivos uniformes—. Esta noche celebraremos vuestro regreso con un gran banquete y tenéis que estar presentables, así que quiero veros sonrientes y con una indumentaria decente.
—¡Eh! —se añadió Malcolm, estrechando las mudas limpias entre sus brazos—. ¿Qué tiene de malo mi uniforme actual?
—Hace demasiado tiempo que vistes estas ropas, hijo —suspiró Pomfrey—. Cámbiate. Me lo agradecerás.
—Creo que necesitaré un poco de intimidad —manifestó él con una sonrisa socarrona.
La enfermera no pudo evitar hacer rodar los ojos con absoluto fastidio ante la insistencia del muchacho.
—Ya sabes dónde se encuentran los lavabos, querido. No te hagas el gracioso.
—Ese es el problema —espetó Helen, divertida—, no tiene límite.
De un ágil salto, el Hufflepuff se alzó de la camilla en el que se encontraba aún adecuado.
—Que lo dudes me ofende, Helen —exclamó fingiendo estar disgustado antes de echar a correr en dirección a los lavabos de la enfermería—. ¡Tonto el último!
Una sonora carcajada salió de entre los labios sonrosados de Helen, quien le siguió el paso a un ritmo más aplacado.
—¡Puedes quedarte con el título! —vociferó ella a espaldas del muchacho, pisándole los talones.
Hermione, aún adecuada en su camilla, sonreía viendo la escena. Sin duda había echado en falta aquel júbilo desmedido que solo sus amigos eran capaces de hacer brotar... sobre todo después de haber vivido tantísimo tiempo sumida en aquella angustia perenne. Necesitaba volver a reír, tanto como nunca antes lo había necesitado.
Inmiscuida en su labor, Madam Pomfrey le entregó a la muchacha el tercer y último frasco que quedaba sobre la bandeja de plata, la que retiró de la mesilla.
—Es una poción calmante —esclareció ella ante la mueca indecisa de Hermione—. Os vendrá bien haberla tomado... sobretodo con las emociones del reencuentro con vuestros compañeros y profesores.
Con una sonrisa complaciente, la castaña se tomó de un solo trago el contenido de aquella última pócima, rosada y con su característico toque a adelfa, y entregó el frasco vacío a la enfermera, que esperaba paciente frente a ella.
—Tómate unos minutos para que la poción haga su efecto —le indicó la mujer—. Te he dejado tu uniforme limpio en la mesilla.
Instintivamente, Hermione comprobó la veracidad de las palabras de Pomfrey echando la vista a un lado, y rápidamente encontró aquella indumentaria perfectamente doblada sobre la mesilla que acompañaba el costado derecho de su catre: sus ojos, sin embargo, se entretuvieron analizando con absoluto asombro aquel recipiente cristalino que sujetaba unas curiosas rosas negras, refinadas y elegantes.
Sin disimular demasiado su estupefacción ante aquel extraño detalle, la muchacha detuvo a la enfermera antes de que esta se retirara con los frascos vacíos y la bandeja de plata.
—Disculpe, Madam Pomfrey —llamó así su atención, deteniendo su paso—. ¿Qué hacen aquí estas flores?
—Alguna visita ha debido de dejártelas esta noche, aunque no sabría decirte de quién se trata —admitió la mujer encogiéndose de hombros—. Eso sí, son casi tan negras como la capa del profesor Snape. He sufrido lo suficiente su presencia en la enfermería durante estos últimos días como para no darme cuenta de ello.
Sin más que objetar por su parte, Pomfrey retomó su paso apresurado en dirección a la salida haciendo resonar una vez más sus zapatos sobre el suelo de piedra, dejando tras de sí a una silenciosa Hermione que vivía en carnes propias una curiosa mezcla de sentimientos encontrados.
¿Era posible que su profesor la hubiera obsequiado con aquel poderoso detalle? ¿Era posible que su presencia en la enfermería se debiera a su caída? ¿Era posible que él hubiera permanecido con ella durante todo aquel tiempo?
Sintiendo como el corazón empezaba a retumbarle en el pecho con una intensidad abismal, Hermione tomó de la mesilla aquel curioso ramo de rosas negras y, con sumo cuidado, las depositó sobre las sábanas, admirándolas con total atención. Jamás, en el transcurso de toda su vida, alguien le había regalado un ramo de flores...
Con delicadeza, tomó una de las rosas negras entre sus dedos y, acercándola sutilmente hasta su olfato, se dejó embriagar por su dulce aroma aspirando lentamente de ella. Sin poder evitarlo, sus ojos de humedecieron ligeramente ante la belleza de aquel gesto, y un suspiro entregado salió de entre sus labios. Aquello era demasiado como para ser real.
De pronto, una idea atravesó sus pensamientos como un rayo de luz cruzando el fino cristal de los ventanales, y empezó a palpar el elástico de la falda que le rodeaba la cintura, encontrándose con aquello que necesitaba: aún portaba con ella su varita, la que desenfundó y con la que apuntó directamente sobre aquella bella rosa, dibujando una sencilla espiral sobre ella antes de pronunciarse.
—Praemunio —conjuró en un tímido susurro, y sobre la negra rosa cayó un sencillo destello blanco que pareció inundarla con su poder.
Satisfecha, Hermione dejó su varita a un lado y volvió a concentrarse en aquella preciosa flor que sostenía entre los dedos, dejando que una sonrisa entregada se esbozara entre sus mejillas rosadas: sabía perfectamente a quien iría destinada bajo su conjuro... y esperaría el momento idóneo para entregarla a aquel a quien su corazón dedicaba sus latidos más apasionados.
***
Había muchos gestos y expresiones que pasaban desapercibidos en un hombre como él, alguien que solía mantener la compostura incluso en los momentos más difíciles y en el que poco más podía leerse más que aquello que él mismo estaba dispuesto a proyectar frente a los demás.
Aquella noche, sin embargo, su lenguaje corporal no pasó inadvertido, cuando tras haberse ajustado el cuello de la levita por quinta vez consecutiva desde que se había sentado en su sitio correspondiente, su compañera clavó en él su mirada fisgona.
—Cualquiera diría que algo te perturba, Severus —exclamó Charity, que bebía apaciguadamente del aguamiel de su copa de cristal—. ¿Te encuentras bien?
El profesor Snape clavó entonces sus ojos oscuros en los de su compañera, transmitiéndole a través de estos su desprecio habitual. Si algo le incordiaba más que las personas entrometidas era que éstas vinieran a su encuentro, queriendo saber más de lo necesario.
Pese a que la profesora de Estudios Muggles no recibió respuesta por parte de su compañero, algo a lo que ya estaba acostumbrada, sus palabras habían calado más hondo en él de lo que se hubiera podido imaginar: por más que intentase negárselo, Snape comprendió que, después de mucho tiempo, se encontraba tan nervioso que ni el vino de saúco había sido capaz de aplacar su más profunda inquietud.
Pero lo que le hacía sentirse más disgustado consigo mismo no eran sus nervios en sí, aquellos que le carcomían ferozmente sin descanso alguno, sino el motivo por el que estos habían florecido en la boca de su estómago. Sabía perfectamente que su castaña entraría de un momento a otro en el Gran Comedor, y su poderoso anhelo por verla de nuevo provocaba en él aquella espiral de ansiedad interna que clavaba en él sus garras atroces.
Intentando una vez más deshacerse inútilmente de su desazón, Snape volvió a llenar su copa de vino, y con un par de sencillos tragos volvió a vaciarlo por completo, sintiendo como su amargura le recorría ferozmente la tráquea.
—¡Severus! —reconoció la voz profunda de Kettleburn, justo adecuado a su lado izquierdo—. Todavía no hemos empezado el banquete y prácticamente te has bebido media botella.
—Discúlpame si te estoy arrebatando el trabajo, Silvanus —exclamó él con total impertinencia en sus palabras, abocando más vino en su copa con la intención de espantar sus fantasmas interiores—. ¿O acaso la edad ya no te lo permite?
—Nunca se es demasiado viejo para beber —contestó el anciano con total convicción, acercándole su copa para que Snape la rellenara con su mismo licor—. Mientras sepa hacerse con moderación...
Sin poder evitarlo, el profesor de Pociones puso los ojos en blanco a medida que le servía el vino a su compañero de oficio.
—Resulta irónico que me hable de moderación un docente sometido a no menos de sesenta y dos procesos disciplinarios, todo un récord para el colegio —alegó él con burla, devolviéndole la copa llena—. Después de todos esos accidentes, apostaría que no conservas ninguna de tus extremidades originales.
—Un brazo y media pierna —contestó secamente el hombre, dando un generoso trago al vino de su cáliz mientras en las puntas de su espesa y nívea barba quedaba impregnado el licor del que bebía.
—Lo suficiente como para seguir bebiendo, me imagino.
—Así es, muchacho —asintió él—. No quieras convertirte en mí todavía.
Como si sus palabras hubieran servido como un convincente indicador para él, Snape asintió con la cabeza, y habiendo ingerido el líquido que restaba preso en su copa, plantó ésta sobre la mesa con la firme intención de no volver a alzarla en todo lo que restaba de banquete.
Mientras la peculiar conversación entre ambos docentes proseguía, tres características figuras que lucían sus impecables uniformes se adentraban a través del voluptuoso arco de piedra en el Gran Comedor con una sonrisa complaciente, avanzando en el lugar con los ojos repletos de esperanza. El silencio invadió entonces las mesas de los águilas, los tejones y los leones, quienes contemplaron a los recién llegados con total estupefacción.
Hermione, con los nervios a flor de piel, presenció cómo Malcolm se dejaba arropar en brazos de Maxine, quien lloraba de felicidad apoyándose en su hombro; fue testigo de cómo Helen y Cedric se fundían en un beso repleto de impetuosa necesidad, acompañados por los aplausos de los Hufflepuffs y los Ravenclaws, pero lo que sin duda logró dejarla sin aliento fue encontrarse frente a ella los rostros afables de Harry, Susan y Ron, quienes no dudaron ni un segundo en abalanzarse sobre ella en un entregado abrazo que fue aclamado por toda la mesa de Gryffindor. Cedric, Maxine, Herbert, Katie y Romilda no tardaron en unirse a aquella muestra de afecto colectivo, así como Luna y Ginny, incentivadas por el propio Harry.
Y a medida que aquella espontánea celebración tenía lugar en la gran estancia, los docentes, así como los Slytherin, empezaban a alzarse de sus asientos para intentar vislumbrar entre el tumulto de alumnos qué era lo que sucedía.
Snape fue de los primeros en entender lo que ocurría frente a sus ojos al reconocer entre la multitud las facciones de los recuperados Helen y Malcolm, y con absoluto desespero buscó entre los rostros de los leones aquel que ansiaba con toda su alma marchita ver de nuevo: tal era su anhelo que se sintió flaquear en cuanto aquellos ojos poderosamente castaños conectaron con los suyos de aquella forma tan intensa, después de lo que para él había resultado una compleja eternidad cargada sobre sus hombros fatigados.
Hermione, desde su posición, notó como la respiración se le entrecortaba irremediablemente al verse a merced de la profundidad de aquella mirada que la hacía estremecer de pies a cabeza. Por muchos ojos que la contemplaran en aquel preciso instante, sabía que no había nadie ante quien se experimentara tan sumamente intimidada, ante quien se viera tan condenadamente vulnerable. Solo él podía despertar en ella aquellas mariposas que parecían volar libres por su estómago, una vez más.
Una sonrisa de gozo acudió a los labios de la muchacha transcurridos unos instantes, como un agradecimiento mudo que Snape llegó a corresponder torciendo levemente las comisuras de los labios, en un gesto en el que reprimió sus ganas por devolverle la cortesía y que si bien para muchos no llegaría a significar más de lo que aparentaba, para Hermione resultó abrumadoramente revelador.
El basilisco había muerto. El heredero de Slytherin había caído. Los males se habían extinguido... y después de todos sus esfuerzos, de todos sus sacrificios, ellos seguían allí, con la suficiente fuerza como para seguir sintiendo el uno por el otro.
El poderoso repiqueteo sobre la copa de cristal acalló el murmullo latente en la sala, invitando a aprendices y docentes a volver a tomar asiento: fue en ese preciso momento cuando profesor y alumna se vieron obligados a cortar aquel intenso contacto visual con el que podían llegar a transmitirse mucho más que con meras palabras, recayendo sus atenciones sobre la figura del director a medida que se acomodaban en sus asientos, aserenando levemente sus respectivas emociones internas.
Dumbledore, apoyándose sobre la gran mesa de roble, dirigió sus palabras hacia el alumnado con la barbilla alzada con poderío.
—Un poco de atención, por favor —demandó fervientemente, captando las miradas de todos los presentes—. Antes de iniciar el banquete, les invito a darles un fuerte aplauso a la profesora Sprout y a Madam Pomfrey, cuyo jugo de mandrágoras fue administrado con éxito a los petrificados.
El Gran Comedor se inundó de aplausos y silbidos lo suficientemente emotivos como para que las mejillas de Sprout se ruborizaran y Pomfrey se cubriera la boca con ambas manos, completamente abochornada al ser el centro de atención.
—Sin embargo, no solo en ellas recaen los esfuerzos por devolver a los petrificados a la vida —prosiguió el director—. Tenemos mucho que agradecerle al profesor Snape, quien elaboró una solución para acelerar el crecimiento de las mandrágoras y bajo la supervisión del que se produjo el zumo de éstas. Así pues, pido también por él un gran aplauso.
Contra todo pronóstico, todas las casas volvieron a estallar en aquel júbilo desmedido, en especial la mesa de las serpientes, y Hermione, sintiéndose completamente eufórica, no pudo evitar alzarse de su asiento, aplaudiendo con total fervor en honor a aquel hombre al que tanto le debía y para el que su gesto no pasó desapercibido.
—Y también, dados los acontecimientos recientes, como un regalo de la escuela —prosiguió el anciano, alzando los brazos—, todos los exámenes quedan cancelados.
El aplauso colectivo se vio intensificado por la euforia de los alumnos, quienes celebraron la noticia con absoluto regocijo.
Aquel preciado instante de alegría, sin embargo, se vio interrumpido por la presencia de la voluptuosa figura que apareció bajo el gran arco de piedra que conformaba la entrada al salón, aquella que todos distinguieron y ante la que acallaron sus celebraciones, clavando en él su absoluta atención.
Viéndose a merced de todas las miradas de la estancia, el semigigante se vio en obligación de pronunciar palabra.
—Perdón por llegar tarde —exclamó Hagrid, adentrándose en el Gran Comedor a través del pasadizo que se creaba entre las mesas de Hufflepuff y Gryffindor—. La lechuza que entregó mis papeles se confundió y se perdió. Un extraño pájaro llamado Errol...
Sin poder evitarlo, Harry y Hermione estallaron en una carcajada afectuosa ante la mueca desconcertada de Ron.
El paso del semigigante se detuvo en cuanto se encontró con los rostros de los cinco valientes que tantos peligros habían afrontado y a los que en tanta estima tenía, y pese a ser consciente de que la escena sería observada por todo el colegio, no pudo evitar dejar patente su infinito agradecimiento.
—Solo quiero deciros que si no hubiera sido por vosotros... Harry, Ron, Cedric, Susan y Hermione, por supuesto... todavía me encontraría ya sabéis dónde... —admitió él, intentando contener su emoción interna—. Solo puedo daros las gracias. De todo corazón.
Sin dudarlo ni un solo segundo, Harry se levantó de la banqueta compartida, posicionándose frente al semigigante con los ojos repletos de esperanza.
—Hogwarts no es lo mismo sin ti, Hagrid.
Sintiéndose las lágrimas de felicidad al borde de ser derramadas, ambos se fundieron en un abrazo afectuoso que provocó otra oleada ferviente de aplausos, capaz de inundar de pureza hasta los corazones más resentidos.
Y Hermione, que podía sentir como el corazón le retumbaba de absoluta algazara en el pecho, supo que jamás olvidaría esa noche en la que había sentido recuperar mucho más que a sus conocidos y amigos, incluso más que a su vida misma.
Había recuperado a su familia.
***
—Date prisa, Hermione —insistió la pelirroja a sus espaldas, estrechando entre los dedos el mango de la gran maleta que portaba cargada—. Si no nos apresuramos, perderemos el tren.
—Ya casi está, Susan —respondió la castaña, que habiendo dejado su equipaje a un lado, daba la última vuelta con aquel lazo azabache con el que se encontraba rodeando el paquete envuelto en papel de regalo.
Con un par de nudos el arreglo quedó impoluto, luciendo un perfecto lazo del que la Gryffindor se sintió orgullosa. Esperaba que en aquel presente quedara reflejado su más firme agradecimiento, y estaba convencida de que así sería... aunque para ello debía mandarla a su destinatario, y sabía que aquel era el momento preciso para hacer salir a la luz su coraje.
Con sutileza, dejó que un suspiro aliviado saliera de entre sus labios perfilados y, habiendo admirado el envuelto que aún sostenía con ambas manos, se acercó de nuevo hasta uno de los ventanales descubiertos y acarició con dedicación la lechuza parda que estaba situada sobre la repisa de piedra, esperándola.
Intentando no flaquear en su intento, Hermione puso el paquete frente al animal y, habiendo obtenido su consentimiento, ató el envuelto en una de sus patas con la ayuda de una sencilla cuerda e intentó apretarla lo suficiente como para que éste resistiera el viaje.
—No temas, Hermione —resonaron junto a sí las palabras de Susan, quien se había acercado a ella lo suficiente como para reposar la mano en su hombro—. Estoy convencida de que a él le gustará.
La sonrisa nerviosa que la pelirroja obtuvo de su compañera fue el más fiel indicador de que había conseguido hacerla sentir más aliviada.
Con el gran apoyo que suponía tener a su mejor amiga junto a ella, Hermione dejó que la lechuza emprendiera el vuelo en dirección a los cielos, y ambas la admiraron batir las alas con maestría, siendo espectadoras de cómo el envuelto partía sin retorno hacia las manos a las que verdaderamente pertenecía.
Y en aquel preciso instante, a kilómetros de distancia, Snape se encontraba encerrado como habitualmente por aquellas fechas en su despacho, intentando mantener la solitud que lo caracterizaba año tras año.
—Pensábamos que quizá te gustaría airearte un poco tras haber terminado las clases, sobre todo después del curso que hemos vivido —alegó Hagrid, situado justo tras el umbral de la puerta—. Vamos, te sentará bien.
Sin poder evitar inculcar su total sinceridad en aquel gesto, Snape entrecerró los ojos con fastidio.
—¿Quién de vosotros ha tenido la magnífica creencia de que de mis labios saldría un solo sí por respuesta a vuestra proposición? —manifestó él con la firme intención de dar la conversación por zanjada.
—No seas así, Severus —se unió el medioduende, que encontrándose junto al semigigante parecía aún más diminuto—. Pienso que Rubeus tiene mucha razón. Deberías salir a divertirte un poco.
El docente arqueó entonces una ceja, remarcando su hastío.
—Me divertiré más etiquetando mis pociones que siendo testigo de cómo Hagrid se emborracha bebiendo como un bárbaro —espetó él, intentando infundir en sus palabras la arrogancia necesaria—. Y ahora, tengo mucho trabajo que hacer.
Pese a ser testigo de cómo Flitwick volvía a abrir la boca, dispuesto a replicar sus motivos, Snape empujó la puerta de roble que conformaba la entrada a su despacho y la cerró frente a sus dos compañeros, logrando obtener su preciada soledad en el interior del sombrío despacho en el que tenía planeado pasar lo que restaba de aquella melancólica tarde de primavera.
A través de la madera, pudo escuchar como la conversación proseguía entre ambos docentes.
—¿Bebo como un bárbaro, Filius? —objetó la inconfundible voz de Hagrid, ligeramente inquieta.
—Claro que no —contestó Flitwick con fingida seguridad en su hablar, perfectamente perceptible a oídos de Snape—. Pero ya sabes cómo es... le gusta ser punzante. No le hagas caso.
—En el fondo es un buen tipo.
—Muy en el fondo...
Al otro lado de la puerta, Snape torció la boca en un gesto con el que celebraba su pequeña victoria, y apartándose de la entrada, emprendió su paso firme en dirección al gran ventanal que decoraba una de las paredes del despacho, dejándose llevar por aquel poderoso pálpito que había brotado en su interior. Sobre la repisa de piedra restaba aún su copa de vino, que hacía ya un par de horas que estaba vacía.
Aunque no poseía la certeza de que fuera a suceder, el docente abrió los grandes cristales de lado a lado, dejando que el aire del exterior inundara la estancia, y permaneció de nuevo atento, presenciando cómo las nubes pasaban con lentitud por aquel gran tapiz azulado que eran los cielos mientras deseaba con todas sus fuerzas ver aparecer entre ellas el más mínimo movimiento.
Estaba cansado de luchar contra sí mismo y sus instintos, cansado de negarse el afecto que sentía fluir abiertamente por sus venas cuando éste resultaba más que evidente. Tenía claro que jamás lo admitiría ante nada ni nadie, pero estaba dispuesto a admitírselo a sí mismo, al único al que no era capaz de engañar pese a su insistencia por hacerlo. Después de todo, él seguía siendo humano, y como a tal, seguía sintiendo, aunque fuera algo que no le gustara en absoluto al verse a merced del mundo que le rodeaba.
La presencia en la lejanía de aquella lechuza que sobrevolaba el castillo logró que sus ojos azabaches se inundaran de esperanza, y los nervios empezaron a florecer en sus carnes a medida que el ave parecía acercarse hasta su ventanal, trayendo consigo un curioso y níveo envuelto decorado con un elegante lazo tan negro como pensaba que lo era su alma.
El ave aterrizó sobre la repisa de piedra con una majestuosidad que asombró al propio Snape, quien recibió el envuelto entre sus dedos firmes y lo contempló con detenimiento, sintiéndose en el pecho el latir de un corazón que había creído dejar de tener desde hacía muchos años. Sin preocuparse demasiado por la lechuza que esperaba ansiosa su golosina, se posicionó frente al gran escritorio de roble y colocó sobre él el curioso presente que empezó a desenvolver con suma delicadeza, intentando no romper el papel. Encontró cubierta por este una sencilla caja de madera, la que abrió con lentitud, sintiendo su tacto áspero sobre la yema de sus dedos.
Experimentó lo más semejante a un latido colmado de emoción en cuanto reconoció aquella rosa negra que había formado parte del arreglo que él mismo había escogido en la Neep Mágica, la tienda más parecida a una floristería que había sido capaz de encontrar en Hogsmeade: pese al tiempo que había pasado desde que las había dejado sobre la mesilla que precedía la camilla de su castaña, aquella sencilla flor se mantenía curiosamente intacta, conservando toda su belleza y su color.
El docente no tardó en comprender el valor de aquel gesto en cuanto sintió la magia fluir por el tallo de la rosa, haciendo más que evidente el hechizo que había sido usado en ella: Hermione, la bruja más inteligente de su generación, le había regalado una rosa que jamás se marchitaría.
Con delicadeza, apoyó la flor sobre su pecho, justo a la altura donde su corazón debía encontrarse, y sin poder evitarlo dejó que una sonrisa sincera, de aquellas que hacía años que no había sido capaz de esbozar, surcara sus mejillas pálidas.
Después de mucho tiempo, Severus Snape se sentía feliz de nuevo... y sabía que se lo debía todo a aquellos ojos marrones a los que tanto echaría de menos.
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