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Capítulo LI - Evaporo

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LI — 

E v a p o r o

Habría sido una completa falacia por parte de los chicos negar que, contra todo pronóstico, la vuelta había resultado más sencilla que la partida.

Harry, Susan y Luna dejaron atrás el cuerpo retorcido e inanimado del basilisco y a través de la penumbra resonante regresaron al túnel, oyendo cerrarse las puertas tras ellos con un suave silbido. Tras unos minutos de andar por el oscuro corredor, fueron testigos de como Cedric y Ron habían sido capaces de abrir un agujero considerable en el montón de piedras, y tras pasar a través de él con su ayuda y dedicarse abrazos y muestras de cariño bajo la mirada atenta de un desmemorizado Lockhart que sonreía sin comprender exactamente el motivo, renaudaron su paso acompasado siguiendo el camino hasta la tubería, custodiados por Fawkes, que sobrevolaba el lugar con singularidad en su batir de alas.

Una vez los seis se encontraron frente a la boca de la oscura tubería, inclinándose en un intento fallido por ver la salida, el fénix se posó sobre el hombro de Lockhart, mostrando el brillo latente en sus ojos redondos mientras agitaba sus alas doradas.

—Parece como si quisiera alzarlo del suelo... —objetó Ron, contemplándole con admiración—. Pero pesa demasiado para que un pájaro lo suba.

Luna sonrió, acariciando tiernamente la cabeza del animal con la yema de los dedos, manteniéndose de puntillas para alcanzarlo.

—Fawkes no es un pájaro corriente —esclareció ella mientras el fénix parecía gorgojear, complacido por aquellas muestras de afecto.

Comprendiendo a la perfección las palabras de su compañera, Harry se guardó la espada y el sombrero en la cinta del pantalón que le rodeaba la cintura, mientras Cedric contemplaba fascinado como Fawkes, tomando a Lockhart por el cuello de la túnica, lograba alzarle del suelo.

Sin pensárselo dos veces, el Hufflepuff se prendió de los tobillos del profesor y se dejó elevar por la desmesurada fuerza del animal, viendo como sus propios pies dejaban de mantener contacto con la superficie.

—¡Vamos, chicos! —vociferó, dedicándoles una sonrisa satisfecha a sus compañeros—. ¡Agarraos!

Sin nada que objetar por su parte, los cuatro rápidamente se repartieron: de su pierna derecha se prendió Harry, quien envolvió a Luna con su brazo restante, asegurándola a él, y la izquierda fue tomada por Ron, quien cargaba con Susan sobre la espalda, dejándose rodear por sus brazos en un agarre cálido.

Una extraordinaria luminosidad pareció extenderse por todo el cuerpo del ave, y en un segundo se encontraron subiendo por la tubería a toda velocidad, sintiendo como el aire helado les azotaba el pelo.

—¡Asombroso, asombroso! —gritaba la euforia incontenida de Lockhart—. ¡Esto parece cosa de magia!

El viaje no tardó más que unos minutos en concluir, justo cuando se encontraron de nuevo al otro extremo de la tubería y saltaron al suelo mojado del lavabo del segundo piso, siendo testigos de cómo éste ocultaba la tubería y volvía a su lugar cerrando la abertura.

Fawkes les iluminó el camino por los corredores con su destello de oro y lo siguieron a grandes zancadas, hallándose en un instante ante la voluptuosa estatua que los separaba de la oficina del director.

Sorbete de limón —murmuró Harry en voz baja, siendo el único conocedor del santo y seña.

Instantes después, la estatua empezó a girar sobre sí misma con lentitud, descubriendo bajo sí una escalera de caracol a medida que se elevaba ante la mirada curiosa de los presentes, y decididos ascendieron los escalones.

Antes que alguno pudiera dar dos toques cordiales sobre la doble puerta de roble que les separaba del despacho, ésta se abrió sola ante ellos, permitiéndoles entrar.

Hubo un momento de silencio sepulcral cuando los seis hubieron pasado el umbral de la puerta, llenos de barro y suciedad.

Los cinco muchachos reconocieron al profesor Dumbledore ante la repisa de la chimenea, sonriendo, junto a la profesora McGonagall, que respiraba con dificultad y se llevaba una mano al pecho, y el profesor Flitwick, que se cubría la boca con ambas extremidades. Fawkes pasó zumbando para posarse en el hombro del anciano, que le recibió con una sonrisa complacida.

—¡Mis queridos muchachos...! —suspiró la profesora con la voz entrecortada, acercándose a su posición y estrechándolos uno a uno entre sus brazos frágiles—. ¡Estáis a salvo!

—¿Cómo lo hicisteis? —preguntó el medio duende, tendiéndoles la mano con afecto.

Habiéndose librado del recibimiento por parte de los docentes, Harry se acercó al gran escritorio de roble y depositó encima el sombrero, la espada con rubíes incrustados y lo que quedaba del diario de Ryddle.

—Creo que será mejor que tomemos asiento, profesores —alegó él con una sonrisa burlona que sus compañeros no tardaron en imitar.

Así, entre Harry, Ron, Susan y Cedric la historia fue contada mientras los demás lo escuchaban absortos y en silencio. Contaron lo de la voz que no salía de ningún sitio; que Hermione había comprendido que lo que Harry oía era un basilisco que se movía por las tuberías; que los cuatro siguieron a las arañas por el bosque; que Aragog les había dicho dónde había matado a su víctima el basilisco; que habían adivinado que Myrtle la Llorona había sido la víctima y que la entrada a la Cámara de los Secretos podía encontrarse en los aseos.

Instintivamente, al finalizar la explicación, Harry miró a Dumbledore, y éste esbozó una leve sonrisa. La hoguera de la chimenea hacía brillar sus lentes de media luna.

—Lo que más me intriga es cómo se las arregló Lord Voldemort para embrujar a la Srta. Lovegood —añadió el director en un tono sosegado—, cuando mis fuentes me indican que actualmente se halla oculto en los bosques de Albania.

Mientras que las muecas de los muchachos expresaron que se encontraban maravillosamente aliviados ante aquella aclaración, las expresiones de McGonagall y Flitwick parecieron tomar el rumbo contrario.

—¿Qué... qué? —balbuceó el medio duende con voz atónita—. ¿Luna embrujada? Pero Luna no ha... Luna no ha sido... ¿verdad?

—Fue el diario —exclamó inmediatamente Harry, cogiéndolo y enseñándoselo a Dumbledore—. Ryddle lo escribió cuando tenía dieciséis años.

El anciano acogió el cuaderno entre sus dedos firmes y examinó minuciosamente sus páginas quemadas y mojadas, contemplándolo por encima de sus gafas de media luna.

—Por supuesto, él ha sido probablemente el alumno más inteligente que ha tenido nunca Hogwarts —admitió, volviéndose hacia los docentes—. Muy pocos saben que Lord Voldemort se llamó antes Tom Ryddle. Prácticamente nadie relacionó a Voldemort con el muchacho inteligente y encantador que recibió aquí el Premio Anual.

—Pero Luna... —insistió McGonagall—. ¿Qué tiene que ver Luna con él?

—¡Su... su diario! He estado escribiendo en él, y me ha estado contestando durante todo el curso... —murmuró la Ravenclaw en un hilo de voz—. Se lo arrebaté a Ginny cuando me di cuenta que se había obsesionado con él, creyendo que se trataba de una manía absurda... hasta que empezó a consumirme también a mí.

—¿A Ginny? —cuestionó Ron, perplejo—. ¿Cómo pudo llegar el diario de Ryddle a manos de mi hermana?

—Ella decía que lo había encontrado dentro de uno de los libros que le habían comprado. Lo llevaba en su caldero. Pensó que alguien lo había dejado allí y se le había olvidado... —esclareció ella, sintiéndose confundida ante sus propias palabras—. Durante estos últimos meses he estado escribiendo en él, sintiendo como poco a poco empezaba a apoderarse de mi cordura... llegó un punto en el que intenté deshacerme de él, pero no quería que nadie descubriera todo lo que había escrito en sus páginas. Hasta obligué a Ginny a robarlo del baúl de Harry en cuanto supe dónde se encontraba...

Percatándose del ligero temblor al que se veían sometidas las extremidades de la muchacha, Harry posó su mano sobre las de ella, brindándole de su apoyo.

—Todo está bien ahora, Luna —dictaminó, arqueando la comisura de los labios—. No hay por qué temer.

Tímidamente, la muchacha esbozó una sonrisa satisfecha, dedicada única y exclusivamente al Gryffindor que se encontraba a su lado.

—¿Sabes, Minerva? —dijo pensativamente el director—, creo que esto se merece un buen banquete. ¿Os puedo pedir a Filius y a ti que vayáis a avisar a los elfos de la cocina?

—Bien —respondió resueltamente la profesora McGonagall, encaminándose hacia la puerta junto al medio duende—, os dejaremos para que ajustes cuentas.

—Eso es —asintió el anciano.

Una vez los docentes hubieron abandonado la estancia, los muchachos contemplaron dubitativos al director. ¿Acaso los iban a castigar?

—¿Sois conscientes de que en las pasadas horas habéis quebrantado unas doce normas de la escuela? —declaró Dumbledore, inculcando una firmeza en su hablar que asustó a los muchachos—. ¿Y de que son motivo suficiente para ser expulsados?

Tragando saliva, ambos leones y ambos tejones se contemplaron entre sí.

—Sí, señor —respondieron al unísono, cabizbajos ante la reprimenda.

Como si aquella reacción le divirtiera, Dumbledore dejó entrever entre sus barbas albinas su poderosa dentadura de marfil.

—Por tanto, y bien merecido, se os recompensará con el Premio por Servicios Especiales al Colegio —exclamó, dibujando el asombro que se plasmó en los rostros de sus alumnos—. Y... veamos..., sí, creo que doscientos puntos para Gryffindor y Hufflepuff por cada uno.

Una radiante sonrisa iluminó las facciones de los cuatro muchachos.

—¡Gracias, señor! —le agradeció Ron, sabiendo que hablaba en nombre de todos.

—Pero hay alguien que parece que no dice nada sobre su participación en la peligrosa aventura —añadió Dumbledore, desviando la mirada—. ¿Por qué esa modestia, Gilderoy?

Los cinco muchachos dieron un respingo: se habían olvidado por completo de Lockhart. Volviéndose en su dirección, vieron que estaba en un rincón del despacho, con una vaga sonrisa esbozada en el rostro.

—Profesor Dumbledore —susurró Cedric, inclinándose hacia el anciano—, hubo un accidente en la Cámara de los Secretos. El profesor Lockhart...

—¿Soy profesor? —preguntó sorprendido—. ¡Dios mío! Supongo que seré un inútil, ¿no?

—... intentó hacer un embrujo desmemorizante y el tiro le salió por la culata.

—Hay que ver —suspiró Dumbledore, ladeando la cabeza—, ¡herido con su propia espada, Gilderoy!

—¿Espada? No, no tengo espada —esclareció él, y se apresuró en señalar rápidamente a Harry— . Pero este chico sí tiene una. Él se la podrá prestar.

Haciendo rodar los ojos con cierto fastidio, el director se volvió hacia los muchachos, que contemplaban a Lockhart con cierta estupefacción.

—¿Os importaría trasladarle a la enfermería? —requirió sosegadamente a tres de ellos—. Quisiera tener unas palabras con el Sr. Potter y la Srta. Lovegood.

Totalmente disciplinados, Susan, Ron y Cedric asintieron con la cabeza y se retiraron de la oficina, llevándose a Lockhart consigo: una vez la doble puerta de roble se hubo cerrado de nuevo, Dumbledore admiró con absoluta complicidad a los muchachos que restaban aún sentados frente a sí, correspondiéndole atentamente con la mirada.

—Antes que nada, quiero daros las gracias —exclamó él, dejando que un poderoso brillo de esperanza pudiera discernirse en sus orbes azuladas—. Debéis de haber demostrado verdadera lealtad hacia mí en la cámara... sólo eso puede hacer que Fawkes acuda.

El anciano acarició al fénix, que agitaba gentilmente las alas posado sobre una de sus rodillas, haciendo sonreír a Harry y Luna.

—Así que habéis conocido a Tom Ryddle —mencionó Dumbledore, pensativo—. Imagino que tendría mucho interés en verte, Harry.

El muchacho ladeó entonces la cabeza, sintiéndose invadido por una debilidad parecida a la indecisión.

—Profesor Dumbledore... —murmuró él con la palabra atorada en la garganta—. Ryddle dijo que yo soy como él. Una extraña afinidad, dijo...

—¿De verdad? —espetó el anciano—. ¿Y a ti qué te parece, Harry?

—¡Me parece que no soy como él! Quiero decir que yo... yo soy de Gryffindor, yo soy... —balbuceó, intentando encontrar las palabras adecuadas, y en vista de que éstas no lograban salir de entre sus labios, hizo una breve pausa con la que poner en orden sus pensamientos—. Profesor... el Sombrero Seleccionador me dijo que yo... haría un buen papel en Slytherin. Todos creyeron un tiempo que yo era el heredero de Slytherin, porque sé hablar pársel...

—Tú sabes hablar pársel porque Voldemort, que es el último descendiente de Salazar Slytherin, habla pársel —esclareció el mayor—. Si no estoy muy equivocado, él te transfirió algunos de sus poderes la noche en que te hizo esa cicatriz. No era su intención, seguro...

—¿Voldemort puso algo de él en mí?

—Eso parece.

—Así que yo debería estar en Slytherin —afirmó el muchacho, atónito ante aquello que él mismo pronunciaba—. El Sombrero Seleccionador distinguió en mí poderes de Slytherin y...

—Te puso en Gryffindor —lo interrumpió el anciano—. Escúchame, Harry. Resulta que tú tienes muchas de las cualidades que Slytherin apreciaba en sus alumnos, que eran cuidadosamente escogidos: su propio y rarísimo don, la lengua pársel, inventiva, determinación, un cierto desdén por las normas... pero aun así, el sombrero te colocó en Gryffindor. Y tú sabes por qué. Piensa.

—Me colocó en Gryffindor... solamente porque yo le pedí no ir a Slytherin...

—Exacto. Eso es lo que te diferencia de Tom Ryddle. Son nuestras elecciones, Harry, las que muestran lo que somos, mucho más que nuestras habilidades. Si quieres una prueba de que perteneces a Gryffindor, te sugiero que mires esto con más detenimiento.

Dumbledore se acercó al gran escritorio, cogió la espada ensangrentada y se la pasó a Harry. Sin mucho ánimo, el Gryffindor le dio la vuelta y vio brillar los rubíes a la luz del fuego, descubriendo un nombre grabado debajo de la empuñadura.

Godric Gryffindor —susurró Luna, levemente inclinada hacia sí—. Sólo un verdadero miembro de Gryffindor podría haber sacado esto del sombrero, Harry.

Alzando sus ojos de la acanaladura de la espada que aún sujetaba entre sus dedos firmes, la mirada del muchacho tropezó con la del director: éste, con un leve asentimiento, le dio a entender que la Ravenclaw se encontraba en lo cierto.

Pero antes de que Harry pudiera tan siquiera esbozar una sonrisa de complacencia entre sus mejillas sonrosadas, la puerta del despacho se abrió violentamente, creando un gran estruendo que abarrotó la estancia.

Volviéndose en dirección a la entrada, los tres reconocieron la impoluta figura de Lucius Malfoy cruzando el umbral de la puerta con la barbilla alzada, y tras de sí, cubierto de vendas y encogido de miedo, destacaba el pálido y arrugado rostro de su elfo doméstico.

—¡Dobby! —lo reconoció el muchacho, alzándose de su asiento—. Con que él es tu amo... sirves a la familia Malfoy.

Lucius le dedicó una mirada repleta de inquina a aquel pequeño ser, provocando que éste se cubriera la cabeza con ambas manos, temiendo las habituales acometidas que su dueño le solía propinar.

—Luego ajustaremos cuentas —exclamó el rubio chasqueando la lengua con cierto hastío, e ignorando a ambos muchachos, se posicionó frente al director—. Así que es cierto... el consejo escolar lo ha suspendido de sus funciones, pero aun así, usted ha considerado conveniente volver.

—Bueno, Lucius... he recibido una petición de los otros once representantes. Aquello parecía un criadero de lechuzas, para serle sincero —alegó Dumbledore, sonriendo serenamente—. Cuando recibieron la noticia de que la hija de Xenophilius Lovegood había sido asesinada, me pidieron que volviera inmediatamente. Pensaron que, a pesar de todo, yo era el hombre más adecuado para el cargo. Además, me contaron cosas muy curiosas... algunos incluso decían que usted les había amenazado con echar una maldición sobre sus familias si no accedían a destituirme.

Lucius torció la boca en una mueca de fastidio.

—¿Cómo se atreve? —espetó con fingido asombro, clavando su bastón ornamental sobre la piedra que conformaba la superficie—. Mi única preocupación siempre ha sido y siempre será el bienestar de este colegio... y, claro, de sus estudiantes.

Con una ojeada fugaz, el hombre contempló los rostros de Harry y Luna, quienes le devolvían la mirada con cierta inquina.

—¿Así que... ha puesto fin a los ataques? —preguntó con aire despectivo, volviéndose hacia el director—. ¿Ha encontrado al culpable?

—Así es —aseguró Dumbledore con una sonrisa—. Lo hemos encontrado

—¿Y bien? —insistió Lucius—. ¿Quién es?

—El mismo que la última vez —declaró el anciano, levantando el cuaderno negro agujereado en el centro y observando fijamente a su interlocutor—. Pero esta vez Voldemort actuaba a través de la Srta. Lovegood, por medio de este diario.

Luna frunció el ceño con nerviosismo, fijando sus ojos grises sobre Lucius; Harry, por el contrario, no apartaba los ojos de Dobby, quien señalaba el diario y luego al patriarca de los Malfoy.

—Un plan inteligente. Afortunadamente, nuestro joven amigo, el Sr. Potter, lo descubrió —alegó Dumbledore con voz desapasionada, sin dejar de mirar al hombre directamente a los ojos—. Esperemos que ninguno de los viejos útiles escolares de Voldemort vuelva a caer en manos inocentes. Las consecuencias para el responsable serían muy graves.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantener la compostura, Lucius tomó una gran bocanada de aire con la que inundar sus pulmones.

—Bueno, esperemos que el Sr. Potter siempre esté aquí para salvarnos —exclamó con total desprecio en cada una de sus palabras.

—Descuide —respondió Harry, confiado—. Aquí estaré.

Lucius se quedó un momento quieto, y Harry vio claramente que su mano derecha se agitaba como si quisiera empuñar la varita. En vez de hacerlo, se volvió hacia su elfo doméstico.

—¡Nos vamos, Dobby!

Lucius abrió tirando fuertemente del pomo de la puerta de roble, y cuando el elfo se acercó corriendo, le dio una patada que lo envió fuera. Los gritos de dolor de Dobby podían oírse por la escalera de caracol que se mantenía abierta.

Harry permaneció pensativo unos instantes, intentando comprender los gestos que el elfo le había dedicado minutos atrás. Cuando sus ojos verdes se posaron de nuevo sobre aquel diario que restaba sobre el gran escritorio de roble, las palabras de Luna resonaron en su cabeza y una poderosa idea atravesó su mente como un rayo de luz.

—Profesor Dumbledore —exclamó, dejando que las palabras salieran precipitadamente de entre sus labios—, ¿nos permite que le devolvamos el diario al Sr. Malfoy?

—Claro, muchacho —asintió el director, acercándole suavemente el cuaderno—. Pero no os olvidéis del banquete.

Asintiendo con fervor, ambos alumnos abandonaron el despacho con el diario en su poder y descendieron con rapidez los escalones, pudiendo escuchar cómo se alejaban aún los gritos de dolor de Dobby, que ya había doblado la esquina del corredor contiguo.

—Una vez me contaste que tu padre es el director de la revista El Quisquilloso, ¿verdad? —murmuró Harry en dirección a su compañera a medida que atravesaban el largo pasillo, y Luna asintió tímidamente con la cabeza—. Dado que también me comentaste que en ella se publican artículos sobre criaturas mágicas, me preguntaba si sabes algo acerca de los elfos domésticos.

—¡Ya lo creo! Son criaturas fieles y fascinantes, capaces de aparecerse y desaparecerse en cualquier lugar —alegó la muchacha con fervor—. Desgraciadamente están obligados a servir a sus amos incluso contra su propia voluntad.

—¿No existe forma de liberarlos?

—Sí, aunque ellos consideran una gran vergüenza ser liberados —prosiguió ella—. Basta con que su amo les entregue una prenda de vestir cualquiera.

El muchacho detuvo sus pasos una vez se encontraron doblando la esquina, y ante la mirada atenta de la Ravenclaw y preguntándose si sería posible que su plan tuviera éxito, se despojó de uno de sus zapatos, se quitó el calcetín sucio y embarrado y lo escondió entre las páginas del diario.

—¿Qué haces? —preguntó la rubia, curvando ligeramente la comisura de sus labios en una sonrisa socarrona.

—Matar dos pájaros de un tiro, Luna —manifestó él, devolviéndole el gesto mientras se volvía a poner el zapato—. Será mejor que les alcancemos.

Ambos aceleraron el paso y corrieron entre la oscuridad de aquel nuevo corredor, siguiendo el cada vez más cercano gimoteo del elfo doméstico. En menos de lo esperado les alcanzaron al pie de las escaleras, patinando ambos al detenerse.

—¡Sr. Malfoy! —jadeó Harry, llamando la atención del hombre—. Tengo algo que le pertenece.

Ante el desconcierto evidente de Lucius, el muchacho le puso el diario en la mano, provocando que en el rostro del mayor se acentuara aquella mueca de disconformidad que solía lucir.

—¿A mí? —musitó con total inquina—. No sé de qué hablas.

—Creo que sí lo sabe, señor —insistió el muchacho alzando la barbilla—. Usted puso el diario en el caldero de Ginny ese día, en Flourish y Blotts.

—¿Así que eso crees?

Arqueando una ceja con incredulidad, Lucius extendió bruscamente el brazo ofreciéndole a Dobby el diario, y el pequeño elfo lo acogió entre sus dedos perfilados, contemplándolo con curiosidad. Chasqueando la lengua con cierto hastío, el patriarca de los Malfoy se inclinó ligeramente sobre Harry, clavando sobre él sus ojos asombrosamente grises.

—¿Por qué no lo pruebas, mocoso engreído? —expuso con una lentitud aterradora—. Vas a acabar como tus padres. También ellos eran unos idiotas entrometidos.

Harry se las arregló para no flaquear ante el dolor que le causaron esas palabras, adornadas por la sonrisa altanera de aquel hombre al que tenía de frente, y ofreciéndole su inexpugnable silencio le dio a entender que él había ganado esta vez la batalla.

Creyéndose una vez más superior a ambos muchachos, Lucius giró de nuevo sobre sus talones y dirigió su andar firme hacia la salida.

—Vámonos, Dobby.

El elfo, obediente a las palabras de su amo, hizo ademán de marcharse: sin embargo, cuando se encontraba a punto de dar su primer paso, los delicados dedos de Luna se aferraron a su minúsculo brazo, deteniéndolo. La muchacha le mostró entonces su agraciada sonrisa y, con la otra mano, le señaló el diario que él portaba aún en mano.

—Ábrelo —le susurró.

Con cierta extrañeza, Dobby dejó que el cuaderno se abriera entre sus manos y, en un instante, sintió como la respiración se le entrecortaba: entre las páginas del diario de Tom Ryddle había un calcetín, el que contempló como si fuera un tesoro de valor incalculable.

—El amo le ha dado a Dobby un calcetín —fue capaz de articular palabra, deteniendo el paso apresurado del rubio.

—¿Qué? Yo no te he dado... —masculló Lucius, volviéndose en dirección a los muchachos y quedando estupefacto ante aquello que veía.

—¡El amo ha obsequiado a Dobby con ropa! —expresó el elfo, alzando aquel calcetín con los ojos colmados de esperanza—. ¡Dobby es libre!

La mirada grisácea de Lucius fulminó entonces a Harry, quien alzando ligeramente el bajo de su pantalón, le mostró con total pillería cómo mancaba de un calcetín.

—¡Por vuestra culpa he perdido a mi criado! —vociferó el mayor, y tomando con fuerza el cabezal de su bastón, dejó al descubierto la varita que llevaba oculta en él, alzándola en dirección a los muchachos—. ¡Cómo os atrevéis!

Antes de que Harry o Luna pudieran desenfundar sus respectivas varitas, Dobby se colocó frente a ellos, alzando firmemente uno de sus cortos brazos.

—¡Usted no les hará daño! —declaró sin vacilar.

Con un simple gesto, de la mano de Dobby surgió una poderosa llama azulada que se precipitó contra Lucius y logró hacerle caer de espaldas, bajando las escaleras de tres en tres y aterrizando hecho una masa de arrugas. Se levantó, lívido, y volvió a empuñar su varita, pero Dobby le levantó un dedo amenazador.

—Usted se va a ir ahora —dijo con fiereza, señalándole—. Usted no les tocará. ¡Váyase ahora mismo!

Lucius no tuvo elección. Dirigiéndoles una última mirada de odio, se cubrió por completo con la capa y salió apresuradamente.

—¡Harry Potter ha liberado a Dobby! —chilló el elfo, eufórico—. ¡Harry Potter ha liberado a Dobby!

—Es lo menos que podía hacer, Dobby —alegó el muchacho, sonriéndole—. Pero no hubiera podido hacerlo sin la ayuda de Luna... a ella también tienes mucho que agradecerle.

Una sonrisa amplia, con todos los dientes a la vista, cruzó la fea cara cetrina del elfo en cuanto se volvió hacia la Ravenclaw.

—¿Cómo podrá Dobby pagárselo, Luna Lovegood? —expresó, tomando tiernamente con sus manos las de ella al serles éstas ofrecidas.

—Prométeme algo, Dobby —expuso ella, arrodillándose a su altura—. Prométeme que nunca jamás te dejarás humillar por nada ni por nadie.

Emocionado, el elfo asintió con fervor.

—Yo también quiero que me hagas una promesa, Dobby —se añadió Harry, arrodillándose a la misma altura que sus acompañantes—. Prométeme que no volverás a intentar salvarme la vida.

Dobby le echó los brazos a Harry en la cintura y lo abrazó con fuerza.

—¡Harry Potter es mucho más grande de lo que Dobby suponía! —sollozó—. ¡Adiós, Harry Potter!

Y dando un sonoro chasquido, el elfo desapareció.

Con una sonrisa afable dibujada entre sus facciones joviales, ambos muchachos se alzaron del suelo de piedra, quedando de nuevo en pie, y se observaron mutuamente durante unos breves instantes con el silencio por único testigo.

Luna entrelazó delicadamente sus dedos con los de Harry y, ensanchando su sonrisa, se inclinó hacia el muchacho, posando sus labios perfilados sobre su mejilla.

—Dobby tiene razón, Harry —alegó ella en un susurro, una vez se separó de él—. Tu corazón es mucho más grande de lo que jamás hubiera podido llegar a imaginar.

Y ambos supieron que el sonrojo que se apoderó de las mejillas del muchacho expresó mucho más de lo que las palabras hubieran sido capaces.

***

Solo el leve sonido de la cocción acompañado por el crepitar del fuego rompía el perfecto silencio de la enfermería, apenas comparable a la respiración de la que Pomfrey, Sprout y Snape carecían en aquellos valiosos instantes finales. Las tres figuras rodeaban expectantes el sencillo caldero, a la espera de que la mezcla tomara el pigmento adecuado para confirmar que el filtro había sido bien cocinado... y cuando el contenido del caldero abandonó su tonalidad escarlata para transformarse en aquel curioso ocre, los tres adultos volvieron a inundar sus pulmones de aire, un aire recargado de satisfacción.

—¡Por fin! —exclamó la enfermera, conteniéndose para no dar saltos de alegría ante aquel logro—. Después de tantos esfuerzos, por fin podremos traer de nuevo a la vida a las personas petrificadas.

Viéndose arrastradas por su propia euforia, Pomfrey y Sprout se abrazaron con entrega, momento que Snape aprovechó para empezar a llenar los recipientes con el zumo de mandrágora y disimular la emoción interna que sentía al encontrarse tan próximo a la recuperación de los petrificados. En especial, de aquella en la que no había podido dejar de pensar ni un solo segundo y por la que tanto se había esforzado.

—Pero esto no habría sido posible sin tu ayuda, Severus —declaró Sprout, una vez la muestra de afecto entre ambas señoras hubo finalizado—. Todavía no sé cómo fuiste capaz de elaborar un filtro de crecimiento tan eficaz para las mandrágoras...

Snape se limitó a torcer la boca en una sonrisa imperceptible, manteniendo su fachada inexpugnable.

—La fe mueve montañas, Pomona —alegó él, intentando restarle importancia al asunto mientras terminaba de rellenar el último de los vasos—. Pero basta de cháchara: será mejor que procedamos.

Con su semblante severo habitual, el hombre tomó el primero de los recipientes que había llenado y, con un leve alzar de barbilla, dirigió su mirada interrogativa hacia sus compañeras, formulando la que, para él, era la más dificultosa determinación.

—¿Por cuál empezamos?

—Sugeriría que por el caso más complicado —objetó Pomfrey, señalando una de las camillas más cercanas—. No hay forma humana en la que se me ocurra cómo demonios seremos capaces de despetrificar a un espectro.

—En realidad es bien sencillo, Poppy —declaró Snape, dirigiéndose a paso firme con uno de los recipientes hasta la camilla en la que habían conseguido colocar al fantasma e invitando a sus compañeras a imitar su gesto.

Una vez los tres se encontraron rodeando el cuerpo flotante del petrificado Nick Casi Decapitado, el hombre, con su característica diligencia, desenfundó su varita y apuntó fijamente sobre el zumo de mandrágora que restaba prisionero en aquel vaso de cristal.

Evaporo —murmuró con total claridad, y un imperceptible destello azabache cayó sobre la mezcla.

Ante los ojos sorprendidos de sus acompañantes, el zumo de mandrágora empezó a evaporarse, transformándose en un peculiar vapor níveo que, siguiendo los movimientos de Snape con su varita, empezó a cernirse sobre la camilla, atravesando el cuerpo del espectro.

Así, una vez hasta la última gota del filtro restaurativo se hubo evaporado, los tres observaron una perfecta masa de sofocante niebla que, como una nube que se mantenía cautiva en un rectángulo invisible, envolvía el cuerpo inmaterial de Nick Casi Decapitado.

Antes de que Pomfrey o Sprout fueran capaces de volver a articular palabra, decididas a descubrir qué acababa de suceder frente a sus propios ojos, Snape se aclaró la garganta y se dispuso a hacerlas partícipes de sus conocimientos, con el mismo tono con el que solía impartir sus clases.

—Doy por supuesto que ambas tenéis unos mínimos conocimientos de física... lo suficiente al menos como para comprender que el filtro restaurativo de zumo de mandrágora es materia, y que un fantasma, al estar conformado por ectoplasma, es materia viva —esclarecieron sus palabras—. Así pues, también somos conocedores que un fantasma no es capaz de absorber toda aquella materia que no sea plasmática, por lo que la única solución viable ha sido transformar el zumo de mandrágora en plasma mediante la evaporación.

—Pero, Severus... —murmuró Sprout, recuperando poco a poco el habla—. ¿Cómo puedes estar seguro de que funcionará?

Sin la más mínima intención de ocultar su fastidio, Snape hizo rodar los ojos.

—El plasma es un estado que posee átomos, los cuales se mueven libremente. Cuanto más alta es la temperatura, más rápido se mueven los átomos en el gas, y en el momento de colisionar la velocidad es tan alta que se produce un desprendimiento de electrones —prosiguió con su esmerada explicación—. Los átomos y los electrones se repelen, pero siguen encontrándose en la misma órbita: esto ocasiona que los átomos, al poseer protones, necesiten también los electrones para no deshacerse, y envían un electromagnetismo con el que atraerlos de nuevo. Este electromagnetismo, también entendido como electricidad, es precisamente la energía necesaria para que el cuerpo incorpóreo de Nick sea capaz de absorber las propiedades del zumo de mandrágora, previamente convertido en plasma.

Pomfrey dejó entonces que un suspiro de asombro saliera de entre sus labios rugosos, mientras Sprout sonreía con total satisfacción.

—Es absolutamente prodigioso, Severus... —murmuró la enfermera, aún sintiéndose abrumada por sus contundentes palabras—. Es fascinante... es...

—Es física, querida —la interrumpió él, volviéndose hacia la mesa en la que había depositado los recipientes y haciéndose con uno de ellos—. Ahora, será mejor que nos encarguemos del resto.

Con un leve asentimiento por parte de ambas mujeres como simple respuesta, los tres se repartieron por la enfermería.

Sprout, por un lado, acomodó delicadamente el cuerpo petrificado de Malcolm sobre algunas almohadas con las que inclinarlo, pudiendo así verter más fácilmente el filtro restaurativo en la boca del muchacho; Pomfrey, por otro, usó uno de los embudos de cristal que mantenía guardados bajo llave y colocó su extremo en la cavidad bucal de Helen, facilitando así su vaciar; Snape, por el contrario, se tomó unos minutos de más que sus compañeras, aprovechando su momento de soledad para contemplar las facciones rígidas de Hermione, las mismas que habían sido capaces de mantenerle en vela durante todo aquel tiempo.

Agotado de soportar el propio peso de su alma, el docente se dejó caer rendido sobre uno de los costados de la camilla y, con delicadeza, resiguió las mejillas de la muchacha con sus dedos en una tímida caricia, sintiéndola como la muestra más afectuosa que había sido capaz de ofrecer en sus largos años de vida.

Por más que no quisiera admitirlo, sabía que la echaba en falta. Extrañaba la forma en la que alzaba la mano en sus clases, dispuesta a brindarle la respuesta adecuada; la forma en la que sus ojos se movían sobre las oraciones con una velocidad asombrosa cuando leía las recetas, y cómo de vez en cuando hacía muecas con sus labios como si no estuviera de acuerdo con lo que leía o se mordía suavemente el labio inferior; la forma en la que su mirada castaña tropezaba con la propia entre el humo que emanaba de los calderos, cuando ambos sabían que solo ellos podían darse cuenta...

Con un suspiro resignado, Snape posó sus pulgares en los pómulos de la chica, y dejó que su más recóndito deseo saliera a flote entre sus pensamientos.

La quería de vuelta. La necesitaba de vuelta. Y sabía que ya no era capaz de esperar más.

Lentamente, el hombre cortó aquel leve contacto físico que aún era capaz de hacerle estremecer, y tomó entre sus manos el vaso que había dejado en una de las mesillas de noche colocadas junto a la camilla, así como su varita. Apuntando de nuevo hacia el recipiente con decisión y sin necesidad de pronunciar palabra alguna, logró con suaves movimientos que aquel líquido empezara a levitar hacia la camilla en la que ella se encontraba postrada, y lentamente fue deslizándolo hacia el interior de su boca, logrando que la muchacha digiriera el zumo de mandrágora en su totalidad.

Y una vez hubo cumplido con su cometido, el hombre restó unos minutos más contemplando aquellas facciones rígidas, conteniendo las ganas que sentía por ver aparecer tras ellas la radiante sonrisa que Hermione solía lucir, la única capaz de hacerle sentir reconfortado en aquel infierno que era su vida.

Pese a su anhelo por ser partícipe de su regreso, el oscuro rostro de la realidad logró que el profesor se alzara de la camilla, creyéndose desmerecedor de tan preciada ocasión, y sin pronunciar palabra alguna, dejó que sus pies le condujeran en dirección a la salida, dispuesto a encerrarse en el silencio inexpugnable y torturador que le ofrecían las mazmorras.

—¿Severus? ¿No vas a quedarte? —la voz estridente de Pomfrey detuvo sus intenciones, haciendo frenar su paso firme en cuanto se encontraba a punto de cruzar el arco que conformaba la entrada a la enfermería—. Aunque los efectos del filtro se den a las veinticuatro horas precedentes a su ingesta, creo que sería positivo ver cómo evolucionan sus efectos.

—Claro —se añadió Sprout—. Además, seguro que te alegrará ver a nuestros muchachos de vuelta.

Sintiendo como aquellas palabras recaían sobre su persona con una fuerza abrumadora, Snape se mantuvo inmóvil en su misma posición, meditando una vez más aquella remota posibilidad que ahora volvían a ofrecerle.

Deseaba como jamás lo había llegado a sentir el estar presente en cuanto Hermione abriera de nuevo los ojos, retornando a la vida. Deseaba verse reflejado en sus orbes castañas en cuanto éstas volvieran a irradiar su luz, incluso tanto como volver a oír su voz apaciguada, sintiéndola acariciar sus oídos con aquella dulzura que tanto la caracterizaba...

Pero la cara amarga de la verdad era capaz de eclipsar las bellas facciones de la mentira.

No estaba dispuesto a que el primer rostro que la muchacha viera al volver de las tinieblas fuera el suyo. La apreciaba demasiado como para condenarla a su demacrada imagen, desmerecedora de los primeros parpadeos que anunciaran su ansiado regreso, aquel que él mismo tanto había anhelado.

Sin mediar palabra alguna, la sombría figura de Snape se retiró de la enfermería, arrastrando consigo el peso de las ganas que sentía por contemplar el marrón de sus ojos de nuevo... creyendo que era lo más sensato.

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