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Capítulo IV - Wingardium leviosa

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO IV —

W i n g a r d i u m   l e v i o s a ❞

En el castillo había cientos de escaleras, algunas amplias y despejadas, otras estrechas y destartaladas; algunas llevaban a un lugar diferente los viernes, otras tenían un escalón que desaparecía a mitad de camino y había que recordarlo para saltar. También había puertas que no se abrían a menos que uno lo pidiera con amabilidad o les hiciera cosquillas en el lugar exacto, y puertas que, en realidad, no eran sino sólidas paredes que fingían serlo. Era muy complicado recordar dónde estaba todo, ya que parecía que las cosas cambiaban de lugar continuamente.

Una vez habían encontrado por fin las aulas, estaban las clases. Tenían que estudiar los cielos nocturnos con sus telescopios, cada miércoles a medianoche, y aprender los nombres de las diferentes estrellas y los movimientos de los planetas. Tres veces por semana iban a los invernaderos de detrás del castillo a estudiar Herbología con la profesora Sprout, una bruja pequeña y regordeta, y aprendían a cuidar de todas las plantas extrañas y hongos y a descubrir para qué debían utilizarlas.

La asignatura más aburrida, a ojos de la mayoría de alumnos, era Historia de la Magia, la única clase dictada por un fantasma. El profesor Binns ya era muy viejo cuando se quedó dormido frente a la chimenea del cuarto de profesores y se levantó a la mañana siguiente para dar clase, dejando atrás su cuerpo.

El profesor Flitwick, el de la clase de Encantamientos, era un brujo diminuto que tenía que subirse a unos cuantos libros para ver por encima de su escritorio.

La profesora McGonagall era siempre diferente. Hermione había tenido razón al pensar que no era una profesora con quien se pudiera tener problemas: era estricta e inteligente, y desde el primer momento en que se sentaron, el día de su primera clase, les advirtió de que su asignatura sería una de las más peligrosas y complejas que aprenderían.

La clase que todos esperaban era Defensa Contra las Artes Oscuras, pero las lecciones de Quirrell resultaron ser casi una broma. Su aula se sumía en un fuerte olor a ajo, y todos decían que era para protegerse de un vampiro que había conocido en Rumania y del que tenía miedo de que volviera a buscarlo. Su turbante, tal y como les contó, era un regalo de un príncipe africano como agradecimiento por haberlo liberado de un molesto zombie, pero ninguno se creyó demasiado su historia.

Las clases de Pociones se daban abajo, en un calabozo de las mazmorras. Hermione pensó que hacía mucho más frío allí que arriba, en la parte principal del castillo, y habría resultado igual de tétrico sin todos aquellos animales conservados que flotaban en frascos de vidrio que adornaban las baldas de las estanterías ancladas a las paredes de piedra. Para sorpresa de la muchacha, el profesor Snape, a diferencia del resto de docentes, no se encontraba esperándoles en el aula, y por alguna razón aquello la alivió ligeramente.

Sin embargo, lejos de encontrarse en un desahogo semejante al suyo, Snape se desplazaba hacia el aula de Pociones con los puños cerrados con fuerza, el ceño agresivamente fruncido y los labios sellados en una perfecta línea recta. No estaba dispuesto a ocultar el enfado que sentía consigo mismo después de la noche que había pasado en vela, preguntándose una y otra vez si estaría preparado para enfrentarse a esos mocosos de primer como lo llevaba haciendo desde hacía más años de los que podía recordar.

¿Qué importancia tenía la presencia de Potter en su clase? Sólo sería un inútil más al que restaría puntos en favor de su casa, al que buscarle las cosquillas... pero, a pesar de que se lo repitiera incansablemente, era incapaz de quitarse aquel resquemor interno al que empezaba a odiar con todas sus fuerzas.

Al cabo de unos minutos ya se encontró frente a la puerta de roble que aún lo separaba del aula de Pociones, y se tomó unos instantes de más para llenarse los pulmones de aire, buscando en su gesto el más mínimo ápice de valentía. Cuando se sintió preparado, o así lo creyó, colocó su mano sobre la fría madera y soltó el aire en su totalidad a la vez que empujaba la puerta con violencia.

El estruendo captó, como usualmente lo hacía, la atención de todos los alumnos que restaban adecuados en sus respectivos asientos. Hermione, que se había colocado junto a Harry en la segunda fila, fue de los primeros en girarse en su dirección, y a medida que lo veía cruzar el aula a paso firme, sintió como su corazón se desbocaba sin saber muy bien si había sido a causa del susto o de la simple y repentina presencia de Snape.

El profesor, abriéndose paso entre los pupitres, alcanzó la tarima que se hallaba al fondo de la sala y se colocó frente a los alumnos con los brazos cruzados sobre su pecho y el cuerpo rígido.

—No permitiré ni aireos de varitas mágicas ni bobos encantamientos en esta clase. Vosotros estáis aquí para aprender la sutil ciencia y el arte exacto de hacer pociones —comenzó, hablando casi en un susurro en el que se comprendía cada palabra—. No espero que lleguéis a entender la belleza de un caldero hirviendo suavemente, con sus vapores relucientes, el delicado poder de los líquidos que se deslizan a través de las venas humanas, hechizando la mente, engañando los sentidos...

Hermione tuvo que hacer un evidente esfuerzo por contener un suspiro. La forma de describir tan meticulosamente aquellos curiosos detalles la hacía sentir completamente embelesada.

—No obstante, si sois algo más que los alcornoques a los que habitualmente tengo que enseñar —prosiguió, dejando caer cada palabra con una lentitud exquisita—, os enseñaré a embotellar la fama, a elaborar la gloria y hasta detener a la propia muerte.

El sonido de la pluma sobre el pergamino distrajo la atención de Hermione, que rápidamente se percató de que, a su lado derecho, Harry se encontraba inmerso en su escritura, plasmando en el papel algunos de los objetivos que Snape había mencionado. Cuando volvió a alzar la mirada para concentrarse de nuevo en su profesor, fue consciente de que, al igual que ella, él también se había percatado de la actividad su compañero.

—Quizá algunos han venido a Hogwarts en posesión de habilidades tan formidables —comentó con un tono aterrador— que se sienten lo bastante confiados como para no prestar atención.

Las señales del docente eran evidentes para todo ser vivo que ocupara el aula... a excepción de Harry. Hermione, con los nervios a flor de piel y sin apartar sus ojos castaños de la figura de Snape, le pegó un leve codazo al muchacho que logró que captara rápidamente la situación, devolviendo la pluma al tintero e instalándose adecuadamente en la silla.

—Sr. Potter. Nuestra nueva celebridad —exclamó Snape con una sorna fulminante, dando un corto paso para quedar justo de frente al muchacho y apoyándose ligeramente en una de las columnas que sostenían el arco conformado sobre la tarima—. Dime, ¿qué se obtiene al mezclar polvo de raíces de asfódelo con una infusión de ajenjo?

Hermione, que estaba sentada al borde de la silla y parecía desesperada por empezar a demostrar que ella no era un alcornoque, agitó la mano en el aire.

—No lo sé, señor —contestó Harry.

—¿No lo sabes? Está bien, probemos otra cosa —insistió el hombre, con los ojos ardientes de despiadada crueldad—. ¿Dónde buscarías, Potter, si te pido que me traigas un bezoar?

Hermione volvió a agitar la mano, esta vez con más notoriedad, pero el resultado fue el mismo que la vez anterior: Snape ni tan siquiera se dignó a dirigirle su mirada, demasiado concentrado en querer hundir a un indefenso Harry que volvía a negar con la cabeza.

—¿Y cuál es la diferencia entre el acónito y la luparia?

—No... no lo sé, señor —repitió el muchacho con cierta pesadumbre.

Los labios de Snape se curvaron en un gesto burlón.

—Lástima. Está claro que la fama no lo es todo —manifestó con una compasión inevitablemente fingida, haciendo caso omiso a la mano temblorosa de Hermione—. Parece que no has abierto ni un libro antes de venir, ¿no es así, Potter?

Harry se obligó a seguir mirando directamente aquellos ojos fríos.

—Oiga, Hermione lo sabe —exclamó él con toda la calma posible—. Sería una pena no preguntarle.

Unos pocos aventurados rieron ante el comentario del muchacho, y él captó la mirada de Seamus, que le guiñó un ojo. Snape, sin embargo, era la cara opuesta de la moneda, y dispuesto a demostrarlo, bajó de la tarima y se acercó a paso violento a la segunda fila por un costado, aproximándose rápidamente hasta el pupitre que Hermione y Harry compartían.

—Baje esa mano, sabelotodo —le ordenó a la muchacha con evidente crispación en su tono, y pasó de largo hasta tomar una silla desocupada y acomodarse frente al chico, a quien dedicó su plena cólera.

Sabelotodo. Aquella palabra empezó a retumbar en su interior sin cesar, y un dolor agudo y afilado se apoderó de sus carnes, haciéndola sentir diminuta y absolutamente derrotada. Sin apenas ser consciente de sus movimientos, bajó el brazo y clavó la mirada sobre el pupitre compartido, sintiendo como en sus ojos amenazaba caer una tormenta surgida de la decepción y la impotencia más absolutas.

—Para tu información, Potter; el asfódelo y el ajenjo producen una poción para dormir tan poderosa que es conocida como Filtro de Muertos en Vida —escupió Snape sus palabras, siendo completamente ajeno al dolor que había inflingido en la muchacha—. Un bezoar es una piedra sacada del estómago de una cabra y sirve para salvarte de la mayor parte de los venenos. En lo que se refiere al acónito y la luparia, son la misma planta.

Toda la clase se mantenía expectante a la situación, y aquel hecho no tardó en irritar, más si cabe, el mal genio del hombre.

—Y bien, alumnos —sentenció finalmente en un sosiego aterrador, a medida que se enderezaba y volvía a la tarima—. ¿Por qué nadie está tomando apuntes?

Se produjo un súbito movimiento de plumas y pergaminos. Por encima del ruido, Snape, ya adecuado en su escritorio, volvió a invadir el silencio.

—Gryffindors... sabed que le serán sustraídos cinco puntos a vuestra casa por el descaro de vuestro compañero de clase.

Los integrantes de la casa de los leones ahogaron un suspiro repleto de fastidio, pero ninguno se atrevió a soltar queja alguna, y siguieron escribiendo con sus plumas. Harry, a pesar de la rabia que sentía, se decidió finalmente por imitar a sus compañeros, pero Hermione se sintió incapaz. Por primera vez en su vida, sentía una inquina tan desmedida corroerle las venas que se vio impulsada a alzar finalmente la mirada, fijando sus ojos castaños ligeramente acristalados en la figura de su profesor de Pociones, queriendo transmitirle a través de ellos toda su ira.

Snape, que garabateaba sus propias notas en el pergamino tendido sobre su escritorio, era plenamente consciente del gesto que le dedicaba su alumna, pero no se dignó a corresponderle la mirada en ningún momento. Si bien sabía que su comportamiento respecto a ella había resultado francamente insolente, se decía que era lo mejor que podría haber hecho. No le estaba permitido sentirse vulnerable, ni menos ante un alumno, por lo que estaba dispuesto a lograr que la muchacha lo odiase con todas sus fuerzas... al menos así se aseguraría de no volver a sentirse agradecido con ella nunca más.

***

Una hora más tarde, cuando subían por la escalera para salir de las mazmorras, la mente de Hermione era un torbellino y su ánimo estaba por los suelos, sintiéndose completamente deshecha. Aquella primera toma de contacto había resultado un desastre sin precedentes.

Cabizbaja, acudió a la sala común de Gryffindor junto a Harry y Ron, que despotricaron acerca de Snape durante todo el trayecto hasta el séptimo piso, y se dirigió a su habitación para seleccionar unos pocos libros con los que estudiaría, aprovechando que ya habían terminado las clases, aunque apenas tuviera ganas de hacer gran cosa.

—¿Estás bien, Hermione? —se preocupó Harry por ella, una vez la muchacha se encontró de nuevo en el vestíbulo de la sala común—. Hagrid me ha invitado a visitar su cabaña, y le he dicho a Ron que puede unirse. ¿Te gustaría venir?

A pesar de lo que aquel gesto podía llegar a significar para ella, Hermione no fue capaz de dedicarle ni tan siquiera una mísera media sonrisa, sintiéndose demasiado abatida.

—Debo estudiar... pero gracias —le respondió secamente—. Nos vemos luego.

Rápidamente cruzó el agujero del retrato y se perdió escaleras abajo, dejando tras de sí la confusión en ambos muchachos que la habían visto partir, sin saber muy bien qué hacer o qué decir. Lo último que Hermione deseaba era menospreciar sus intenciones, y menos cuando se habían mostrado atentos con ella, pero en ese momento necesitaba juntarse con su propia soledad para recuperarse.

A medida que bajaba las escaleras, atenta a que éstas no cambiaran de dirección, dejó que sus pensamientos volaran libres dentro de su cabeza, y se detuvo en analizar específicamente lo profundamente dolida que se sentía, intentando comprender la causa. Tenía claro que el único culpable había sido el profesor Snape. ¿Por qué se había comportado así con ella? ¿Por qué había creído que había algo diferente en él, más allá de lo que Cedric le había asegurado?

Por alguna razón que no acababa de comprender, la castaña se percató de que había esperado demasiado de él, de que había depositado en él más expectativas de las que realmente podían llegar a cumplirse. Que su mirada lóbrega hubiera sido lo que la había ayudado a disuadir sus demonios internos durante la selección no significaba ni aseguraba nada... y aún así sabía que, a pesar de que solo la hubiera llamado sabelotodo, habiendo apodos mucho más crueles y despiadados, aquello la afectaba de sobremanera.

Apretando con firmeza los libros que sujetaba contra su torso, la muchacha negó con la cabeza para sí misma, intentando hacer desaparecer su desazón. ¿Cómo podía llegar a afectarla tanto el comentario de alguien a quien apenas conocía? ¿Qué sentido tenía? Snape no era más que un hombre terco, frío y despreciable que se divertía a costa del mal de los demás, tal y como lo había demostrado con su comportamiento hacia Harry. Habiéndolo sabido desde el principio, ¿por qué entonces le dolía de esa manera?

Hermione decidió justificar sus sentimientos para sí misma alegando que todavía estaba pasando por un proceso de adaptación. El cambio que para ella había supuesto descubrir que era una bruja, los nervios que había sentido antes de descubrir el castillo... todo aquello se resumía en que aún se encontraba sensible, y no había que darle mayor importancia. Lo que sentía era un desconcierto total que provenía de no sentirse todavía habituada a su nueva y prometedora vida.

A pesar de sus esfuerzos por intentar hacer resurgir su ánimo, la muchacha sabía que el dolor seguía allí, escondido en su interior, y no fue hasta que llegó a la biblioteca, quedándose boquiabierta debido a la cantidad de voluptuosos estantes que albergaban miles de libros de todos los tamaños y colores, que decidió dejar sus sentimientos en un segundo plano para poder concentrarse en el estudio.

Dado que muy pocos alumnos se encontraban presentes en la sala, pudo escoger una de las mesas más arrinconadas que habían quedado libres y se acomodó en ella, dejando en su superficie los libros que portaba. Al sentarse en una de las sillas que la rodeaban, y habiendo echado otro vistazo al lugar con el que sentirse satisfecha, acogió el libro de la asignatura de Transformaciones entre sus manos y se dejó llevar por las enormes ganas que sentía de repasar sus lecciones.

Así, sumergida en la lectura por completo, se volvió ajena a lo que ocurriera a su alrededor, y ni tan siquiera se percató de la figura que se presentó un largo rato más tarde, acomodándose en una de las sillas que le quedaban de frente.

—Susan me ha comentado que alguien ha estado cabizbaja después de su clase de Pociones.

Hermione, que había vuelto a caer en la realidad a la que verdaderamente correspondía, decidió ignorar por completo a su acompañante, sintiéndose indispuesta a lidiar con su buen humor en aquel momento. Sin embargo, y para su fortuna o su desgracia, el muchacho no se rendía con facilidad.

Wingardium leviosa —oyó murmurar, y sin apenas tener tiempo de reaccionar, fue testigo de cómo el libro se le escapaba de entre las manos.

Su rostro quedó al fin descubierto ante su acompañante, y él aprovechó la oportunidad para dedicarle una sonrisa repleta de orgullo mientras dejaba su libro sobre la pila que había formado sobre la mesa.

—No estoy de humor, Cedric —alegó ella, algo decepcionada.

—¿Tan mal ha ido el primer día con el murciélago? —le preguntó él, haciendo caso omiso a sus palabras—. ¿Te ha dicho algo que haya herido tu sensibilidad?

La muchacha se cruzó de brazos y dejó que un ligero suspiro escapara de entre sus labios rosados. Realmente no perdía nada contando lo sucedido.

—Bueno... —murmuró ella—. Me llamó sabelotodo.

—Es casi un cumplido por su parte —alegó el muchacho, dedicándole una carcajada al hecho—. Snape es así. No te lo tomes como algo personal.

Era la segunda vez que Cedric le hablaba del profesor, y en vista de que en la primera no le había faltado ni pizca de razón, Hermione pensó que su comentario era lo suficientemente sincero como para tomarlo en cuenta, sintiéndose un poco más aliviada.

—Sí... —admitió ella—. Supongo que tienes razón.

Para su sorpresa, el muchacho envolvió sus manos con las propias y le dedicó una sonrisa más cálida que la anterior.

—Cuando he sabido que estabas desanimada, me he propuesto venir a buscarte —le explicó en un tono tan afable que logró que la muchacha sintiera ganas de sonreír—. Se me ha ocurrido una idea para que te distraigas. ¿Quieres que te la cuente?

Repleta de curiosidad, Hermione asintió tímidamente con la cabeza un par de veces.

—Susan me comentó que eres hija de muggles —explicó él—. Resulta que he pensado que podrías servirme de ayuda.

Una sonrisa asomó en el rostro apenado de la muchacha, que cada vez se sentía más colmada de intriga.

—¿En qué, Cedric? —le preguntó, sin tan siquiera disimular las ganas que sentía por conocer la propuesta del muchacho—. Vamos, ¡cuéntamelo!

—Este año, he escogido la asignatura de Estudios Muggles, y lo cierto es que estoy algo perdido —acabó admitiendo él—. ¿Quieres ayudarme?

Hermione dejó finalmente al descubierto su entusiasmada sonrisa, y sin darse cuenta, apretó con algo más de fuerza el agarre que mantenía con sus manos, como si no quisiera soltarle. Sí, estaba dispuesta a ayudarle, y más sabiendo que aquello la distanciaría de todos los pensamientos oscuros que la perturbaban.

—¡Tienes el Extraordinario asegurado!

Ambos se sumieron en una carcajada sincera que, a pesar de destorbar la paciencia de Madame Pince, acabó por devolverle a Hermione la alegría.

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