Capítulo 24 Obligaciones y Maldiciones
Capítulo 24 Obligaciones y Maldiciones
I
Ya el alba despuntaba sobre la cordillera del Harz. Los rayos del sol anunciaban la llegada del nuevo día en la región de Sajonia. Las aves cantaban posadas en la ventana de la habitación de Lord Aelderic. Pero adentro de esta se desataba el caos.
Leila se sentaba en la orilla de la cama envuelta en las sábanas llorando desconsoladamente. El duque no encontraba que hacer. Se vestía con su túnica para cubrir su desnudez, más no podía tapar con nada el pecado que había cometido arrastrado por la lujuria y los deseos carnales no reprimidos. Leila había entrado en su habitación para seducirle y el nada pudo hacer para frenar la provocación de la astuta mujer. Bien que la vámpir había hipnotizado y arrastrado en segundos a Lord Aelderic a envolverse en sus tentáculos de perdición.
—Mi vida, no llores más por favor—, Lord Aelderic se arrodillaba frente Leila, en su cara se dibujaba una expresión de duda e impotencia ante la reacción de Lelia luego de haber pasado una noche de pasión desenfrenada—. Mira, tú no tienes la culpa. Yo me debí haber controlado y no haber cedido ante la tentación que me ofrecía tu candorosa desnudez—. El duque trataba de consolar a la mujer con palabras tiernas.
—Yo no debí haber entrado a tu alcoba. Fue una imprudencia de mi parte y una falta de decencia... Yo no soy así, creéme... Es que te amo tanto y no quiero perderte, mi adorado Aelderic... Pensé que... Hay ya no sé ni qué pensar. Actué como la peor de las mujeres—, Leila colocaba sus manos en el rostro del duque y lo miraba fijamente con sus ojos negros.
Lord Aelderic se enternecía ante la fingida inocencia de Leila. —Yo también te amo. En tan corto tiempo he aprendido a amarte... Mira lo que pasó...
—¡Lo que pasó no debió haber pasado por que es pecado! Además, ¿qué va a pasar conmigo ahora? Fui violada por tres hombres... y me acabo de entregar al hombre que amo en un impulso que debí haber controlado. ¿Qué hombre va a tomar en serio a una mujer que fue deshonrada? Todo hombre me aborrecería... hasta tu—, la condesa interrumpió al duque y lloraba a mares. Cubría su cuerpo aún más con las sábanas en un acto hipócrita de colocarse como la víctima.
—No digas eso. ¡Jamás!— El duque se paraba del suelo y se sentaba en la cama junto a Leila. Abrazándola le continuaba hablando de manera tierna—. Tú no tienes la culpa de lo que te hicieron esos desalmados. ¡Qué los mataría si los tuviera en frente! Mi amor, tú eres un ángel, inocente. Y lo que pasó entre nosotros anoche... Pues, lo que pasó, pasó y tú no tienes la culpa. Yo soy un hombre maduro y con experiencia... y un hombre de palabra. Te dije que nos casaríamos y así será. He de reparar el daño que te he hecho al hacerte mi mujer antes de casarnos. Dispuesto está que en tres días nos casaremos.
—¿Me hablas en serio? ¿No me estás engañando?— Leila se aferraba al cuerpo del duque mientras lo miraba a la cara. Su expresión era de niña cuando se le hace la promesa de un juguete.
—Claro que no te engaño. En unas horas salimos al mercado para comprar lo que quieras. Le diré a la costurera que trabaje día y noche para que te tenga listo el vestido para la fecha. Hablaré con el obispo hoy en la tarde y aceleraremos la entrega de las invitaciones—, el duque de Harz sonreía mientras se perdía en la profundidad de la mirada cautivante de Leila. –¿Qué te parece?
—Me parece un sueño. No puedo creer que seré tu esposa en tres días. ¡Soy la mujer más feliz del mundo!— Leila abrazaba al duque y le besaba con pasión.
—Yo también soy el hombre más feliz del mundo... Y lo seré aún más el día que seas mi esposa y pueda compartir todo lo que tengo y lo que soy con la mujer más hermosa que haya existido jamás. Ahora me voy a dan un baño para prepararme, hay mucho que hacer mi adorada—, el caballero se levantaba y caminaba hacia el cuarto lavatorio.
Leila se vestía rápidamente y se contemplaba en el espejo mientras se arreglaba el cabello. En su rostro se dibujaba una sonrisa maléfica mientras murmuraba para su reflejo, —En tres días todo esto será mío. Seré la dueña y señora de estas tierras y no tendré que vagar más. Tan pronto lleve el apellido Cuthberht acabaré contigo Lord Aelderic y con todo aquel que me estorbe. Y con Ardith... ya veré lo que hago—, Leila salía con su frente en alto de la habitación del duque. Estaba a sólo tres días de recuperar todo lo que sentía la vida le había robado.
II
Todo era bullicio y movimiento en el mercado en las afueras del castillo de Harzburg. Leila y Lord Aelderic caminaban entre los coloridos techos de tela de los kioscos en el lugar. La hermosa pelinegra se paseaba altiva, llevando su canasta llena de cosas que el duque muy desprendidamente le había comprado. Llevaba telas, alhajas, colonias, incienso y especias. Un sirviente y el chofer que los acompañaban, cargaban el carruaje con todo lo que los futuros esposos habían adquirido para la celebración de la boda.
Todo era música, color y algarabía en la aldea. Hacía tiempo la gente no veía al duque tan feliz. Habían pasado ya muchos años que había enviudado y nunca se le había visto del brazo de otra mujer que no fuera su hija, Ardith. El duque y Leila pasaron junto a un establecimiento en que se vendían telas. La mujer tenía aspecto de extranjera. Su color de piel oliva y sus cabellos negros y ondulados revelaban su origen étnico. Lo símbolos del Zoroastro que decoraban las telas púrpuras e índigo con las que decoraba su tienda descubrían su verdadero oficio: La adivinación y el sortilegio.
La mujer miraba fijamente a la pareja compuesta por el duque y la joven pelinegra. Sus ojos grandes de color aceituna reflejaban una mezcla de asombro y terror al posarse sobre el rostro de Leila. Sus manos agarraban un crucifijo dorado que tenía sobre su mesa y poniéndose de pie decía a viva voz. –¡Tú! ¡Tú eres el engendro de Satanás hecho carne y mujer!– Todo se hizo silencio alrededor de los que cerca estaban. La mujer señalaba con un dedo a Leila y con la otra sostenía el crucifijo.
El duque se detuvo en seco y miraba asombrado a la extraña mujer. Leila, aún agarraba del brazo a Lord Aelderic pero daba un paso hacia atrás para colocarse a medio cuerpo detrás del duque. Su mirada fija a la mujer. Sus ojos parecían dos dagas apuntando al rostro de la adivina. Pero la mujer no parecía vacilante y seguía halando en voz alta y algo alterada. –Pobre de aquél que pose sus ojos sobre la hija del diablo. Su cuerpo y su alma serán arrastrados hacia la perdición. Las llamas del infierno consumirán su cuerpo en vida hasta que el último aliento sea drenado por las fauces de la devoradora. Es la mujerzuela de Babilonia que monta la bestia indomable de siete cabezas. Ay de aquél mortal que se meta en su lecho... porqué la muerte lo seducirá y lo envolverá en sus sábanas. Y de ese sueño, no despertará jamás.
–¿Está usted hablando de mi prometida?– El duque le hablaba a la mujer hecho un mar de furia e indignación. -¡Está ofendiendo a mi futura esposa, la próxima duquesa de Harzburg! ¿Acaso usted no sabe quién soy yo y el poder que represento? ¡Bruja! Hechicera!– Lord Aelderic encaraba a la mujer. Sólo la mesa de cachivaches y velas los separaba. Leila se aferraba al brazo del duque parada detrás de este más su mirada llena de odio y maldad se posaba fijamente en la cara de la mujer que amenazaba con descubrir quien era ella en realidad.
–Usted es Lord Aelderic Cuthberth, duque de Harzburg. Yo sé bien quien es usted, Milord. Y sé muy bien quien es el demonio que se aferra a su brazo. ¡Es una criatura del mal! Una devoradora de almas que será su muerte y perdición. Ella ha traído consigo la fatalidad a su castillo. Pobre de usted que ha sucumbido a sus encantos y que ha fornicado con la hija de Satanás. ¡Ella acabará con su vida y con la de los suyos en su sed insaciable de sangre y poder!
–¡Amor, no vas a permitir que esta bruja me ofenda así de esta manera! ¡Es una hechicera! Aquí la única hija de Satanás es ella que practica las artes ocultas.– Leila se defendía de los ataques de la adivina.
–¡Jamás nadie va a ofender ni poner en duda la reputación de mi futura esposa! ¡Guardias, arresten a esta mujer bajo el cargo de brujería! ¡Vean que todo lo que tiene en su tienda sea quemado!– El duque reaccionaba iracundo. Dos de los guardias se llevaban a la adivina arrastrándola casi por los suelos.
La mujer se contorsionaba intentando zafarse de los soldados y seguía gritando, –¡No despose a la hija de Lucifer! ¡Será su perdición! ¡Se lo advierto, será su maldición!– Otros dos soldados hacían pedazos la tienda de la adivina para luego quemarlo ante la mirada atónita de todos los allí presentes. El duque y Leila se retiraban de inmediato. Lord Aelderic abrazaba a una Leila que lucía contrariada y ambos montaban la carroza que los llevaría de nuevo a la mansión.
Leila lloraba recostada en el pecho de Lord Aelderic que acariciaba sus negros cabellos para calmarla. –Y ahora, ¿qué va a pasar con esa mujer?– Preguntaba Leila.
–Será mañana temprano llevada ante la presencia del obispo y se le celebrará juicio por los cargos de brujería y ofensas a la autoridad.– El duque le contestaba con voz severa. –El castigo... la horca.
Leila sonreía malévolamente entre los brazos del duque. La justicia se encargaría de acabar con la mujer. Esta vez era un enemigo menos al que ella tendría que desaparecer.
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