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Capítulo 19 El fin de la Batalla

CAPÍTULO 19

FIN DE LA BATALLA


      

El valle en la rivera del Rin era un caos; un infierno ardiente en donde las almas de los difuntos de guerra aullaban como el sonido de la brisa mortuoria. El olor a carne quemada y a sangre mezclada con humedad y tierra colmaban el aire haciendo que fuera difícil respirar. Miles de cuerpos decapitados y desmembrados ardían volviendo sus restos irreconocibles. Los rostros carbonizados, muchos de ellos sin cuerpo y otros con torso, pero sin extremidades tanto de los vampyrs como de soldados humanos, yacían en el suelo. La única manera de distinguir unos de otros eran los protuberantes colmillos en la boca abierta de los cadáveres de los demonios que pudieron ser destruidos... afortunadamente, fueron todos.

Edmund caminaba entre los restos meditabundo. Su rostro lleno de hollín y sangre denotaba gran cansancio, mucho más evidente que su alegría tras la victoria sobre las huestes del mal. Como capitán al mando era devastador el haber perdido casi a todos sus hombres en esta cruenta batalla. Si no llega a ser por la llegada de los refuerzos, ninguno, ni siquiera él, hubieran sobrevivido.

A su mente llegaban recuerdos de los momentos finales de la batalla cuando Ardo y Pelagio, los legendarios generales visigodos estaban acorralados en el bosque. El mismo Edmund junto a varios otros generales del ejército de los cristianos los rodeaban todos montados a caballo apuntando hacia ellos amenazadoramente con las espadas y lanzas todas cubiertas con los líquidos consagrados. Pero lejos de parecer asustados, como cualquier mortal lo estaría, Ardo y Pelagio lucían desafiantes y no bajaban la guardia empuñando en alto sus doradas espadas. Justo detrás del grupo, flanqueados por dos soldados con flechas ardientes, se encontraba el obispo Facinelli, quien rezaba en latín oraciones de protección ante el enemigo.

Dómine, quam multi sunt qui tribúlant me

multi insúrgunt adversum me.

Multi sunt qui de me dicúnt:

Non est salus ei in Deo...

El ambiente era tenso. La oscuridad del bosque y lo denso del follaje hacía que la escena pareciera aún más tenebrosa, como si en verdad no lo fuera lo suficiente. Aquellos dos generales de doscientos años de edad y con poderes sobrenaturales estaban de pie justo uno al lado del otro. Sus ojos rojos destellaban fuego. Parecía que reflejaban las llamas mismas del infierno a través de sus pupilas dilatadas en la penumbra del bosque. Ardo y Pelagio fueron grandes combatientes y máximos líderes de su pueblo en vida y eran mucho más peligrosos ahora que eran vampyrs sedientos de sangre y muerte.

—¡Con nuestro fin no termina esto! Como nosotros hay cientos más vagando por el mundo que conocen... y el que aún no conocen—, decía Ardo en su voz de ultratumba rabiando y desafiando con sus gestos y movimientos mientras caminaba hacia el grupo que los rodeaba.

Esos dos monstruos eran capaces de acabar con el grupo en un abrir y cerrar de ojos. Ya Edmund los había visto en batalla. Si los demás vampyrs eran ágiles, rápidos y poseían una fuerza indescriptible, estos dos legendarios guerreros lo eran aún más. Ardo y Pelagio se habían convertido en dos armas letales indestructibles, pero algo les faltaba... ya estaban muy agotados.

Edmund asumía que estaban débiles debido a la falta de sangre en sus cuerpos, ya que había pocos hombres vivos a los cuales drenarles el vital líquido rojo.

Pero a pesar de todo esto, eran seres imponentes. Ambos de complexiones fuertes: altos, robustos, con una musculatura muy bien definida. Sus rostros eran casi perfectos en sus proporciones. Sus largos cabellos los llevaban atados en cola de caballo y llevaban puesto los dos cascos de metal adornados con penachos de plumas negras. Lucían elegantemente ataviados con unas armaduras de cadenas livianas a la usanza antigua y unas capuchas de pelaje de oso. Los generales vampyrs más allá del miedo que pudiesen provocar, infundían respeto y admiración. Eran como deidades a las cual se les debiese rendir culto y pleitesía. Ciertamente parecían seres celestiales, pero eran demonios encarnados en hombres.

El cura seguía sus rezos,

Tu autem, Domine, clipeus meus es,

gloria mea, qui erigis caput meum.

Voce mea ad Dominum clamavi,

et exaudivit me de monte sancto suo.

Ego decubui et obdormívi:

exsurresi, quia Dominus susténtat me...

—Esto será una guerra de sobrevivencia que durará toda la eternidad. Somos la máxima creación. Tenemos el don de la inmortalidad... Es más, les proponemos un trato...—, aquí Pelagio miraba a Ardo y le sonreía con ademanes de complicidad. Se dirigieron una mirada estática, como si se estuvieran hablando entre ellos con el pensamiento.

Ardo entonces extendiendo su brazo hacia el grupo de hombres continuó hablando con un tono convincente suavizando su potente voz, lo que había empezado su compañero. —Si... un trato que serían tontos si no aceptaran. ¿Qué les parece ser igual a nosotros. No habría nada que los detuviera. Serían unos guerreros invencibles, tal cual lo somos nosotros.

—Claro... Podrían unirse a nosotros y así crear un ejército nuevo. ¡Dominaríamos al mundo! Todo lo que ven y más sería suyo. Y claro... el poder de ser inmortal —, culminó Pelagio el discurso en tono dramático.

Ambos vampyrs se acercaban aún más a los caballos de los generales cristianos, ahora con sus enormes espadas abajo intentando parecer inofensivos al bajar su guardia. Ardo y Pelagio sonreían y en sus gestos pretendían mostrar confianza. Sus miradas eran casi hipnóticas.

En esos instantes Edmund recordó el peligro que corría su adorada en la mansión de Cuthberht. La rabia y la angustia se mezclaron en su pecho y sus pensamientos se nublaron. Todo lo comenzó a ver rojo como la sangre de sus hombres derramada en el valle y gritó en un arranque de furia —¡Jamás!— y abalanzándose sobre Ardo que era quien tenía justo en frente y lo derribó con su caballo. Pelagio aprovechaba el momento para huir y se escabulló entre los soldados y los árboles con gran rapidez y audacia. Tres de los soldados le perseguían a caballo.

...Non timebu milia populi,

quae in circuitu contra me consístunt.

Exsúrge, Dómine!...

Rezaba el cura al fondo con más fervor, mientras Edmund se desmontaba de su caballo y antes de que Ardo pudiera levantarse del suelo, le enterró la espada en el pecho. Borbotones de sangre espesa y obscura salían de su boca. Se podía ver como sus colmillos despuntaban aún más amenazantes. Era una bestia acorralada en el suelo... una bestia endemoniada mal herida por la espada del joven capitán.

Edmund lo miró fijamente y le dijo mientras hundía más su espada en la dura coraza de Ardo,

—Escúcheme bien Ardo, quien en vida fue un valiente general visigodo, en este momento le juro, ante Dios y ante los demonios como tú que merodean por estos lares, que no descansaré hasta acabar con el último de ustedes que ose atormentar a los mortales es estas tierras del Sacro Imperio Germánico. ¡Lo juro!

Ardo abrió sus ojos enormes y se contorsionaba de dolor en el suelo cuando Edmund sacó su espada del pecho del vámpir y levantándola con fuerza con ambos brazos la sostuvo en el aire al nivel de su cabeza por unos segundos. Montones de líquido rojo oscuro brotaban ahora de la herida en el pecho de Ardo, quien se sacudía malamente herido. Por primera vez los enormes ojos del general visigodo opacaban con terror. Edmund bajó entonces su espada con fuerza rampante y de un solo golpe cortó la cabeza del vampiro. Esta rodó por el suelo aún con los ojos abiertos.

Del cuello cercenado de la infernal criatura brotaban ríos de sangre purpúrea y hedionda. Dos de los soldados corrieron tras la orden de terminar de desmembrar los restos de Ardo y a quemarlos. Los otros soldados que habían salido tras de Pelagio ya regresaban. Uno con la cabeza del general visigodo enterrada en la punta de una lanza y otro soldado arrastraba el restante del cuerpo por los suelos.

Los dos cuerpos ardían en pedazos... y el cura terminaba sus rezos.

...Salvum me fac, Deus meus!

Nam masillam percussíti

omnium adeversántium mihi

dentes peccatórum confregísti.

Penes Dominum est salus:

Super poplum tuum sit benedictio tua!



*** Nota aclaratoria. El rezo del cura es el Salmo 3 de David en latín, un salmo de protección del enemigo.


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