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Capítulo 1 Prólogo de Tristeza




                   

CAPÍTULO 1

UN PRÓLOGO DE TRISTEZA

PARTE I

  
Aquella noche fría de invierno, los perros aullaban al cielo como presagio de que la Parca estiraba sus dedos huesudos sobre la mansión Cuthberht. A lo lejos se veían pintados de negro los picos escarpados de la sierra de Harz. Los relámpagos alumbraban el cielo y los truenos retumbaban en las laderas de los montes, haciendo un eco estruendoso en las paredes de la mansión. Una tormenta ya amenazaba con azotar la región de Harzburg, como para hacer que la noche pareciera aún más lúgubre.

La fuerte brisa con su gemido mortuorio abría de par en par las ventanas de la alcoba donde agonizaba Doña Edwina. La fiel sirvienta, Orla, batallaba con las furiosas persianas, que amenazaban con abrirse una vez más dejando así entrar el gélido viento. No pasaría de esta tormentosa noche que el alma de Doña Edwina pasaría a morar con el Señor. El luto se asomaba entrometido, pero pondría fin a una larga agonía. El obispo, Monseñor Rudrich, aguardaba fuera de la alcoba, esperando para dar la última unción tan pronto ocurriera lo inevitable.

          Ya los médicos se habían retirado por petición del duque. Total, ya nada se podía hacer por la pobre mujer. Lord Aelderic pidió pasar los últimos momentos con su adorada esposa y su hija de la manera más tranquila posible, mandando a retirar a todos los presentes. En la habitación ya sólo quedaban el padre, la hija y la fiel sirvienta.

Orla, más que una criada, se convirtió en una amiga y confidente para Doña Edwina. La acompañaba desde su niñez, cuando su padre el duque de Goslar la contrató para ser su niñera e institutriz. Fueron treinta y cinco años de lealtad, servicio, complicidad, secretos, mutuo cariño y respeto. Orla nunca se casó ni se fue de su lado, ni siquiera cuando se fue de Goslar para convertirse en la duquesa de Harzburg. Orla vio a su niña Edwina crecer, casarse y hasta la asistió en el parto de Ardith. La pobre y acongojada sirvienta, rezaba junto a la ventana, mirando al cielo. Pedía con fervor por un milagro a todos los santos. Pero la Muerte reclamaba sin piedad desde su fúnebre carruaje el alma de Doña Edwina.

El duque de Harzburg recostaba su ya cansada espalda de la pared del fondo del dormitorio, su mirada se perdía en algún punto de la habitación, esperando el no deseado desenlace. Su joven y hermosa hija Ardith lloraba desconsolada sentada en la cama junto a su moribunda madre. La duquesa apenas comenzaba los cuarenta, más su hermosura languidecía por el espectro de una terrible enfermedad. Sus abundantes y rojos cabellos se habían reducido a escasas hilachas grisáceas y sus verdes y brillantes ojos ya había perdido el lustre que les daba la vida. Su frágil y pálido cuerpo se sacudía al toser repetidas veces. Doña Edwina exhalaba sus últimos suspiros mientras Ardith sostenía las manos frías y temblorosas de su madre.

La duquesa dirigía una última mirada al rostro lloroso de su hija sin poder pronunciar palabra. Doña Edwina hacía un esfuerzo sobre humano, considerando sus circunstancias, para mantener los ojos abiertos. Ya su respiración se había convertido en un sonoro y trabajoso jadeo, dando muestras de que su fatigado cuerpo perdía la batalla por la vida. La enferma mujer extendió su mano hacia el rostro humedecido de su adorada y única hija. Acariciando la mejilla de la joven Ardith, le ofreció una tenue sonrisa. Seguido, sus ojos se cerraron y su luz se extinguió... para siempre.


PARTE II

Tres años ya habían pasado desde aquella funesta noche en que Ardith perdió a su adorada madre y aún  en su rostro se reflejaba la tristeza de una niña huérfana. Su padre, Lord Aelderic no sabía cómo hacer que su hija volviera a sonreír. El hombre vivía desesperado en hacer feliz a su hija y le obsequiaba con todo lo que se le ocurría: vestidos, perfumes, especias, alhajas, caballos... Nada parecía alterar el estado de perpetua congoja en el cual se encontraba sometida la joven.

La duquesa solía vagar a diario, como alma en pena, por el bosque aledaño a la mansión. Caminaba hasta la tumba de su madre en el camposanto familiar a las afueras del boscaje, donde yacían los restos de su madre y se sentaba a conversar con ella. En ocasiones creía escuchar la voz de Doña Edwina en el viento contestar a sus preguntas e inquietudes... y lloraba sobre la lápida marmoleada de su madre al descubrir que todo era una ilusión.

          Y es que Ardith la adoraba. Ella era su todo. Mientras el duque de Harzburg salía a reunirse con los principados y ducados de Sajonia para ya fuere perpetuar o terminar acuerdos políticos en la región del Sacro Imperio Romano Germánico en tiempos difíciles, su madre y Orla buscaban entretenerla en la gigantesca mansión. Y la muerte decidió arrebatarle a su progenitora luego de meses de una prolongada agonía. Ardith sufrió mucho. Era muy niña, apenas tenía quince años cuando Doña Edwina dejó el mundo terrenal. Tres años después, entre las visitas al cementerio de la familia en las afueras del catillo, o las clases de pintura y de arpa, sus días volaban sin gracia. No asistía a fiestas ni a reuniones de sociedad. Sólo visitaba la capilla del ducado a rezar por el alma de su difunta madre e intentaba complacer a su padre, quien también estaba sumido en la soledad y la tristeza luego de haber enviudado tan joven.

En las tardes, Ardith tocaba el arpa, prácticamente obligada por su padre. Para la hermosa joven esto era casi una tortura puesto que el tocar el gigantesco y dorado instrumento traído desde Israel, le recordaba a su madre. Fue Doña Edwina quien la inició en el arpa cuando era una niña. Los acordes se convertían en tristes melodías que la llevaban a la noche en la que su madre exhaló su último hilo de vida. Eran melodías que la misma Doña Edwina le había enseñado.

Ya Ardith tenía dieciocho años. La hija del duque de Harzburg se había convertido en una hermosa mujer. Su piel era cual blanca y tersa porcelana; sus dorados y ondulados cabellos caían libremente hasta sus caderas. En su bello rostro, un par de ojos como verdes esmeraldas, igual que los de su madre cuando aún vivía, ahora habían perdido parte de su brillo. Sir Aelderic la contemplaba mientras ésta tocaba el arpa en el salón de la mansión y le parecía estar viendo a su difunta esposa a quien amó con toda su alma.

A la joven Ardith también le gustaba leer esos cuentos de hadas o poesías épicas en los cuales un valeroso caballero rescataba a la triste doncella y juntos cabalgaban plenos en un amor eterno hacia el horizonte. Acostumbraba sentarse a leer en el patio frente a la mansión, junto a un pozo de agua rodeada por rosas de diversas clases y colores, lirios, tulipanes y margaritas que ella misma cultivaba para alejar su mente de ingratos recuerdos. Aquella mañana Ardith hacía sus lecturas sentada en su lugar favorito. Era un día hermoso pues ese verano había sido benévolo obsequiando días sin lluvias y un clima algo más tibio de lo usual en las laderas de la sierra de Harz. La brisa se llenaba de los olores de las flores y las aves cantaban sus melodías matutinas haciendo la lectura una más amena para la joven Ardith.

Su sesión de lectura fue interrumpida con la llegada de Orla.  —Niña Ardith, su padre desea que pase al salón, hay visita y quiere presentarle a unas personas muy importantes.

—Yo no quiero ir, Orla. Dile a mi padre que estoy ocupada en el jardín—, Ardith respondía sin siquiera despegar los ojos del libro.

             —Lo sé, pero no puedes hacer quedar mal a tu padre con un berrinche de desprecio. Él sólo busca que seas feliz y tú no se lo haces muy fácil que digamos, mi niña. Y al parecer son invitados especiales, no le hagas ese desaire.

—Está bien, vamos Orla—. Ardith no tenía ánimos de discutir y de manera no muy alegre, cerró el libro y se puso de pie.

—Espera. No puedes entrar así. Te he dicho que es una visita muy importante. Déjame arreglarte un poco. Te he traído unos aretes y unos brazaletes para que te los pongas y luzcas mejor... Y déjame soltarte y cepillarte el cabello y colocarte un tocado de flores. Así te verás más alegre y agradarás aún más a los visitantes.

—Está bien, como tú digas nana.

La jovencita, se dejó arreglar y peinar. Orla le colocó un poco de rubor en las mejillas y le untó perfume. Ardith sólo hacía mueca, tras mueca, mas no oponía resistencia a los embellecimientos de Orla.

—Ya estás, mi niña. Ahora sí puedes ir al salón. Y por favor, sonríe.

—Gracias Orla. Sí lo haré—, contestó. Y mirando a la sirvienta, le brindó una estrecha sonrisa, que más bien parecía una mueca desagrado. Orla se reía, pero nada podía hacer, más de lo que hacía por su niña Ardith.

En el salón principal de la mansión estaba su padre de pie, con un grupo de caballeros conversando amenamente y bebiendo vino. Ardith se acercaba caminando hacia el grupo tratando de mostrar su mejor sonrisa. Orla había hecho un buen trabajo en arreglarla. Lord Aelderic se volteó emocionado al verla tan hermoseada y sonriendo.

—Mi hermosa hija Ardith, ven para que conozcas a unas personas importantes que nos visitan en este día—, el duque le presentaba uno a uno los cinco hombres, todos personajes prominentes de la nobleza germana. Pero uno de ellos captó su atención con especial interés. Los ojos de Ardith permanecían fijos en el rostro de un galante y apuesto joven, Sir Edmund Wigheard.

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