5
No era precisamente Satanás, pero la humanidad en general ignoraba la existencia de otras especies humanoides.
«Un unkari. No puedo hacer nada si son ellos tras bambalinas», pensó frustrada. Era bastante consciente de la delgada línea que separaba la valentía de la estupidez y no iba a cruzarla, al menos no más lejos de ese punto. Y buscar venganza contra toda una especie era, en definitiva, estúpido.
Aceptar que jamás iba a detenerlos era un trago amargo. Su único consuelo sería la esperanza de, algún día, encontrar a los imbéciles que vendían a su propia especie y hacerlos sufrir los mismos tormentos que infligían en los suyos.
O al menos eso dijo su lado racional.
En la práctica, apretó el arma hasta que sus nudillos palidecieron y salió de su escondite con la vista nublada, repartiendo balas entre los humanos a cargo del sacrificio. El unkari al que ellos servían como señor se relamió y luego mostró una sonrisa de dientes afilados. Avanzó en su dirección dando un paso por sobre la mesa del banquete con sus largas, puntiagudas y delgadas patas negras.
Oriel disparó todas sus balas como último acto de rebeldía, pues sabía que ninguna de ellas conseguiría atravesar la dura coraza de la criatura. Después de la última solo se mantuvo firme, con la frente en alto y una mirada desafiante. Si iba a morir sería de pie.
Tuvo un sobresalto cuando algo frío se enterró en su brazo y un cinturón metálico se amarró a su cintura. Esa especie de garra la arrastró hacia la entrada, en donde ahora estaban Okapi y un grupo de hombres de la agencia.
—No te vas a suicidar delante de mí —dijo la chica al tiempo en que le removía el dardo del brazo.
—¡Si crees que...!
No pudo terminar su amenaza. Un golpe seco en la sien la mandó a negro. Para cuando recuperó la consciencia se encontraba en una cámara de rehabilitación. La cápsula se abrió y ella se incorporó de golpe solo para caer de espaldas otra vez gracias al dolor de cabeza.
—Calma, mujer. —Observó sorprendida al dueño de esa voz tan familiar. Él le daba la espalda y fumaba un cigarrillo recostado sobre la baranda del balcón—. Acabó hace tres días. Información en la mesa.
Tomó de inmediato la carpeta con los detalles del caso que descansaba sobre la mesa junto a ella. Pero esta indicaba «Archivo 3398», es decir, el caso original. Su caso, el que la había llevado a la agencia siendo solo una niña.
—Este no es...
—Tu caso y el de esa mujer son lo mismo. Tú eras ganado para la venta masiva, ella era un sacrificio gourmet. Misma historia con distintos extremos y resultados.
—¿Qué pasó con el chico?
—Cooperador. No sé tú —comentó apagando el cigarrillo en la barandilla. Solo entonces se dignó a mirarla—, pero yo comienzo a creer en el destino. Ya cumpliste con el tuyo.
—Ja. ¿Destino? ¿El de fracasar en mi misión de vida?
—No, el de llevarnos a desbaratar una de las redes de contrabando más buscadas de la Unión. Nos contactamos con gente de Urkan. Ayudarán con la investigación.
—... Los unkari comen gente.
—Comían, Narval. Comían. Tiempo pasado. Ahora es ilegal y esos tipos son criminales buscados. —Cruzó la habitación, se detuvo en la puerta y desde allí indicó—: Cámbiate y sígueme.
Oriel puso los ojos en blanco apenas él salió, pero obedeció a pesar de las protestas de su cuerpo por el esfuerzo de moverse. ¿Qué diablos le había inyectado Okapi?
Bajaron hasta el subterráneo de las instalaciones, cruzaron una serie de puertas metálicas y se detuvieron en un cuarto con pinta de sala de torturas. Era lamentable: Oriel conocía el uso de todas y cada una de las herramientas sobre los mesones metálicos. Las había visto más veces de las que quería recordar en manos de esos tipos.
—Los de Urkan se encargarán de los idiotas que se hacían pasar por «dioses», ya tienen suficientes pistas para dar con ellos. Los gusanos humanos que cosechaban aquí quedan a nuestro criterio.
—Profe, perdona... Se me pasó la mano con la dosis... y el culatazo. —Se disculpó Okapi al entrar en la bodega. Oriel se limitó a mirarla con ojos entornados—. ¡Peeero te tengo una bonita una sorpresa!
—Me retiro —anunció su jefe y maestro apenas Okapi presionó un botón rojo en la pared, revelando así una sección oculta del cuarto—. Las cámaras de este nivel dejarán de funcionar por mantención. Quedas a cargo, Narval.
El hombre le entregó unos guantes quirúrgicos antes de darse la media vuelta y salir. Oriel lo observó sin comprender, hasta que escuchó los sonidos ahogados provenientes del sector que Okapi había dejado al descubierto.
Allí, contra la pared, se encontraban tres hombres encadenados, amordazados y con los ojos vendados. La chica se encargó de quitarles las mordazas a ellos y entregarle sus fotografías a ella.
—Ellos son... —murmuró Oriel incapaz de procesarlo. Habían envejecido, pero eran las mismas caras que la perseguían en sus pesadillas a diario.
—La limpieza es por la mañana a las diez. Son las nueve de la noche. —Okapi dejó un reloj sobre la mesa, sonrió y se marchó.
Oriel se quedó mirando el reloj con la mente en blanco, sin sentir nada en particular, hasta que los hombres comenzaron a exigir respeto y un trato digno a viva voz.
—Un trato digno —repitió con una sonrisa amarga dibujándose en su rostro.
Una risa sutil escapó de sus labios y, poco a poco, lentamente, creció hasta convertirse en una estruendosa carcajada que solo se detuvo cuando necesitó respirar; y luego resurgió con más potencia después de la pausa. A cada segundo, con cada nuevo ataque de risa, con cada sonido que salía de su garganta, se rompía uno de los barrotes que mantenían encerrada a esa bestia rabiosa que luchaba por liberarse desde que tenía memoria.
Sí, por supuesto que iba a darles un trato digno. Y tendría la cortesía de usar las herramientas favoritas de sus invitados.
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