•Es fácil hundirse en la oscuridad•
Disclaimer: Kimetsu No Yaiba pertenece a Koyoharu Gotōuge.
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https://youtu.be/BsLA5wB-ulE
Ella no es más pesada en sus brazos que cuando tenía ocho años, toda piel y huesos y miembros nervudos que se clavaban en su pecho cuando se quedaba dormida junto a él en las noches más frías. Ella es como un suspiro de primavera, una mariposa cuyas alas fueron arrancadas en pleno vuelo por una ráfaga de viento cruel. Su cuerpo, ahora inerte, se siente liviano, nada más que una pluma, aunque en su interior pesa tanto como la oscuridad de mil noches sin estrellas.
Cuando entra en la habitación ensangrentada, o tal vez se cae, o tal vez es arrastrado, o tal vez el mundo se apaga y el rojo es lo único que queda, él está llorando. Las lágrimas corren por sus mejillas, junto con la sangre y la bilis y lo que haya surgido mientras se aferraba a los cuerpos de Uta y el niño. Sus uñas están rotas en pedazos cuando las hundió en la madera, agarrándose al suelo a través de olas de agonía. Yoriichi está desesperado por escuchar su voz, incluso sabiendo lo que eso significaría. No quiere ser el único, no quiere permanecer con vida, no quiere estar solo. No puede estar solo aquí.
Está oscuro y vacío, y se siente como si se estuviera ahogando en la nada, y si esto es un castigo, Yoriichi sólo quiere que se detenga.
Por favor, por favor, por favor...
Él busca inútilmente un rastro de vida en su piel gélida, anhelando el roce de los días en los que sus cuerpos se entrelazaban, avivados por la pasión. Sin embargo, sólo encuentra una muerte impasible, un silencio abismal que le susurra al oído y se instala en sus huesos. Contempla su rostro, aquel relicario de inocencia y suavidad que aún prevalece, sin importar las cicatrices que pueblan su ser. Pero sus ojos, esos ojos que ahora reflejan el asedio de la maldad, desgastados y heridos, son testigos mudos de la crueldad que ha hallado. Es casi irreal imaginar que alguien tan vil ha dejado su huella en ella, como si fueran los trazos de un artista enloquecido sobre un lienzo sagrado.
La tela entre ellos está cubierta de sangre. Es caliente, espesa y metálica, y se muerde la lengua con tanta fuerza que también rezuma de su propia boca. Desearía que fuera toda suya, que pudiera ocupar su lugar, que ella estuviera a salvo y resguardada bajo una manta, mientras juntos discuten los nombres que darían a su querido hijo por nacer. Si fuera una niña, Uta deseaba llamarla Amaterasu, como una deidad brillante. Sin embargo, si fuera un niño, ella preferiría que la elección le perteneciera. En vez de eso, Uta está acunada en sus brazos, carne pálida y fría y demasiado mal, el carmesí secándose en su cuerpo como una dolorosa mortaja mientras sus tejidos musculares yacen al descubierto, íntima muestra de la vida que no pudo florecer.
Nunca antes se había asfixiado, pero las brumas del desaliento se erigen como espesas telarañas y comprimen sus pulmones. El dolor se enreda en su pecho, sometiendo su corazón hasta sofocar su latir. La realidad se desdibuja y su vista se nubla, y su espíritu se agrieta en pedazos, fragmentos que cortan su esencia sin piedad. El dolor lo aplasta, lo sofoca, estrangula sus pulmones como si una mano los estuviera comprimiendo entre dedos carnosos, amasándolos como si fueran arcilla, enrollándolos con hilos ensangrentados y constriñéndolos hasta que se rompen, se desmoronan, explotan y él no puede respirar. Se arrastra y se desliza dentro de sí, envolviéndose alrededor de los músculos y las venas y los huesos y los órganos, y él quiere gritar, un sonido catártico, pero su garganta permanece apretada.
El latido de vida que alguna vez resonó en su hijo, en Uta, se desvanece, igual que el pulso de un moribundo. El destino, cruel y voraz, se cierne sobre él, como una sombra siniestra.
—U-Uta, nuestro hijo se llamaría Tsukuyomi, y después pudimos haber tenido una niña y, y... y entonces le pondríamos Amaterasu... Por favor... responde, di algo —gime.
Yoriichi está solo ahora. En cierto modo, eso es incluso peor que morir.
No puede sentir nada por el peso del yunque enterrado profundamente en sus entrañas. Su corazón se retuerce contra su pecho, el eco de los latidos de un hogar que nunca albergará sus caricias ni sus palabras, un nido vacío de risas y conversaciones suspendidas en el aire como fragilidades de cristal. Es como una telaraña invisible que ata su corazón, atrapando las sonrisas que jamás brotarán en los labios de su amada y el tierno roce de la inocencia que nunca resonará en la voz de su hijo. En este momento, sus ilusiones se desmoronan como castillos de arena arrastrados por la implacable marea de la vida. Cada lágrima, un recuerdo quebrado de un futuro que no puede alcanzar, un lamento que se alza como un grito en una noche sin estrellas, donde las sombras se multiplican y los anhelos se desvanecen como respiraciones entrecortadas en el viento.
—P-Por favor, por favor, despierten... por favor. N-no pueden abandonarme así. Tsukuyomi, Uta... los necesito... No me abandonen...
Oh Dios. Tal vez esto es un infierno. Se lo merecería totalmente.
Recuerda esas noches desgarradoras en las que ella se despertaba sumida en un mar de lágrimas, angustiada por los demonios que la acechaban en su interior. Él, con su corazón abierto y su amor inefable, la rodeaba con sus brazos protectores, deseando fervientemente poder aliviar su dolor y ser la fortaleza que tanto necesitaba. También existieron momentos efímeros de felicidad y risas puras. Cada mirada cómplice entre ellos era un recordatorio de que, por un instante, podían escapar de las sombras. Los destellos de alegría se filtraban en su vida, trazando sonrisas en sus rostros cansados y llenando sus corazones con una cálida esperanza.
Y entonces llegó el día en que todo cambió. Esa mañana oscura y fría, ella sintió la vida floreciendo en su interior por primera vez. Las patadas del bebé resonaron en su vientre como pequeños destellos de esperanza que prometían un futuro radiante. El asombro se apoderó de ambos, inundándolos de felicidad y expectación ante la llegada de un nuevo ser que los uniría aún más, y él secó las lágrimas de ella con sus propias manos temblorosas y susurró que...
—Esta bien. Estaremos bien. Lo prometo.
La abrazó después de eso, refugiándose en su calor corporal y perdiéndose en conversaciones íntimas sobre los sueños y anhelos que tenían para su familia. Juntos, imaginaban la habitación del bebé, decorada con amor y repleta de juegos y juguetes, esperando ansiosos llenarla con risas melodiosas y abrazos interminables. Compartieron sonrisas sinceras, miradas cómplices y besos cargados de promesas infinitas. Con cada gesto y palabra de aliento, tejieron un lazo indestructible que alimentaba la esperanza y fortalecía su fe en un futuro compartido. Y sin embargo, cuando ella más lo necesitaba, cuando había un monstruo carnívoro cerrando las mandíbulas en torno a su frágil carne, destrozando la pequeña vida que habían logrado crear juntos, él no la protegió. Estaba demasiado lejos. No fue lo suficientemente rápido para salvarla. Corrió y gimió y se arrastró hasta sus cáscaras vacías, pero no fue suficiente. Él no fue suficiente.
—Lo siento, Uta. Lo siento tanto —susurra.
Sus ojos están pesados, hinchados por la culpabilidad y el odio hacia sí mismo y la revelación desgarradora de impotencia, de ahogamiento y de fracaso, y está temblando tan fuerte, su pecho tan destrozado y sofocado, y el mundo tan aislado y lejano, que ni siquiera puede decir si está sollozando.
—Ojalá fuera yo —dice—. Ojalá fuera yo. Debería ser yo —luego la mira a la cara, estudia sus ojos negros, su expresión ingenua pero torcida por el dolor, y susurra, tan ahogado, tan crudo y tan diferente a él que casi no cree que sea su lengua la que se suelta: debí ser yo, debí ser yo.
Quiere decir más. Quiere susurrar mil veces al viento su amor infinito, su necesidad inquebrantable de su presencia. Para él, ella y su hijo son destellos de luz en un universo oscuro, la razón misma de su existencia. Sin ellos, todo carece de sentido, todo es agonía y todo es rojo. Es él quien debería estar muerto, quien merece tener las entrañas desgarradas, con la sangre acumulándose debajo de su cadáver inerte. No Uta. No su hijo. Sólo él, nadie más.
Yoriichi está tan, tan, jodidamente seguro de eso, pero no importa si lo dice. No cambiará nada.
Desde el momento en que tuvo ese presentimiento inquietante, ellos ya estaban muertos.
Ellos ya estaban muertos cuando Yoriichi empezó a correr.
Ya estaban sin vida cuando percibió el olor a sangre y entró a la casa.
En el momento en que Yoriichi soltó un gemido, agarrándose la cabeza con tanta fuerza que pensó que su cráneo se rompería, ellos ya habían dejado de existir.
Desde que pronunció el nombre de Uta con los últimos suspiros provenientes de su garganta lastimada, cuando su sangre impregnó sus manos, su ropa y su rostro, y cuando él presionó su mejilla contra su pecho en un último intento de negar lo que ya sabía, ellos ya estaban irremediablemente muertos.
Sus lágrimas caen sobre la tela saturada de sangre, mientras el olor a fatalidad y desolación impregna su nariz. Se sumerge en la mezcla nauseabunda de metal, muerte y el perfume que solía ser dulce y cálido, ahora convertido en una nota de decadencia. Deja que el líquido carmesí de sus cuerpos se adhiera a su mejilla, una marca de sufrimiento y unión indeleble. Él, con cada inhalación, siente el flujo etéreo de su existencia escaparse entre vías respiratorias constreñidas, preso de una visión que poco a poco se ensombrece. En su alma, se esfuman los hilos de poder y desapego mientras la agonía lo consume sin piedad.
Aprieta sus cuerpos con fuerza, desvaneciéndose en las sombras, confundido en un laberinto sin tiempo, incapaz de distinguir entre los susurros de los segundos, los latidos de los minutos, las lágrimas de las horas y los suspiros fatigados de los días. En el vasto telar de la existencia, el tiempo se agota como una exhalación, perdido entre los pliegues de la eternidad.
Quizás ésta es la danza macabra de un soñador sin voz, condenado a errar en una noche eterna; un ruiseñor prisionero de las púas de una rosa, entonando incansablemente su melodía mientras se desangra en un lento tormento.
Hay presión contra su torso, un vendaval implacable que amenaza con arrancarlo de su lugar sagrado, destruyendo el frágil lazo que los une. Sus manos, temblorosas, se aferran desesperadamente a aquello que ama, como pétalos marchitos aferrándose al último rastro de vida que les queda en un terrible invierno. Esa fuerza inmisericorde intenta alejarlo de su amada, alejarlo de aquel niño inocente que depende de sus brazos protectores. Pero él, pese al vértigo que lo embarga y la angustia que amenaza con reducirlo a cenizas, se sujeta con tenacidad, empujando su cuerpo exhausto y maltrecho contra el insensible torrente que parece anhelar su ruina.
Cada músculo, cada fibra de su ser, se tensa como hilos de una trama frágil y vulnerable, resistiendo con una determinación hercúlea el avance incesante de una tragedia premeditada. Se aferra a la lucha, sintiendo cómo su cuerpo se desgarra con el esfuerzo, cómo las lágrimas caen en cascada junto a las promesas rotas.
—¡No no!
—¡Oye, oye, escúchame! ¡Escucha! —alguien grita.
Hay más presión, esas mismas manos clavándose en su costado, sus costillas, tirando de él, pero no puede soltarlos, no puede dejarlos, tiene que protegerlos.
—Te vas a lastimar si continúas-
—¡No! —el intruso no entiende. No entiende que no puede volver a dejarlos, que los necesita, que es su culpa y que es él quien debería estar muerto—. ¡Lárgate! ¡No puedo... ! ¡No! ¡Por favor, por favor, Uta! ¡Por favor!
Su garganta ahora es el epicentro de un dolor abrasador, como si mil cuchillos afilados estuvieran desgarrando sus cuerdas vocales. Los espasmos incontrolables asaltan su cuerpo, convulsionándolo con fuerza mientras los sollozos escapan de sus labios entre quejidos angustiados. Como una sombra indescifrable, los brazos del hombre desconocido se envuelven a su alrededor, apresándolo en un abrazo que intenta imitar una vaga ilusión de consuelo. Tirando inexorablemente hacia arriba, parece arrancarlo de su propia esencia, alejándolo de todo lo que ama, de todo aquello que le da significado y razón de existir.
—Está bien, está bien —dice el hombre, pero suena más como agua corriendo en los oídos de Yoriichi, como si estuviera atrapado justo debajo de la superficie de la realidad, como si estuviera cayendo y cayendo y cayendo por un túnel, un agujero de gusano, lejos de todo lo que conoce, de Uta y de Tsukuyomi y de sí mismo y... casi desea que sea verdad.
Pasa por el flujo y reflujo de los movimientos; el hombre sujetándolo, la habitación girando, el tiempo deslizándose como granos de arena.
—¡Suéltame! —grita, y siente que se derrumba en el suelo—. No-p-por favor... por favor. Lo siento mucho, lo siento mucho, lo siento mucho —Lo repite como un mantra, como si fuera el único agarre que le queda en su vida, y en cierto modo, lo es.
—Shhhhh —susurra el hombre de melena rubia. Todavía tiene sus brazos envueltos alrededor del torso de Yoriichi, sosteniéndolo, acunándolo mientras los sollozos sacuden el cuerpo de este último.
—Están muertos —se ahoga—. Están muertos, están muertos.
—Shhhh, shh. Respira.
Sus palabras se deslizan entre pausas y estertores. Los pensamientos se agolpan en su mente, los escombros de un naufragio olvidado. El abrazo del hombre no logra calmar su tempestad interior, es sólo un atisbo efímero de consuelo en medio del rojo que se desangra en espirales de agonía. Su mirada busca a Uta, similar a un pequeño colibrí que es incapaz de hallar la dulzura de una flor. Los ojos, velados por lágrimas inconmensurables, no pueden percibir la expresión que se oculta tras el rostro de ella. Cada parpadeo es una tormenta que lo debilita, y ya no le importa el peso de la neblina que oscurece su visión.
La angustia fluye, como un río de plomo en sus entrañas, mientras su garganta se enreda en un nudo inquebrantable. Su voz, prisionera de su propia desdicha, se deshace en susurros arrastrados por el viento frío de la indiferencia. Y en ese abrazo amargo se queda, perdido en un torbellino de desolación, atrapado en la despiadada certeza del presente.
—¡Los necesito, los necesito! Debería haber sido yo. Los necesito —grita, porque es su maldita culpa.
El hombre toma sus manos, las aprieta, entrelazando sus dedos con los suyos. El agarre es áspero, pero sorprendentemente cálido.
—Tienes que respirar. Respira conmigo —dice el hombre. Él guía sus manos, colocando una palma sobre su pecho—. Respira conmigo. Inspira y exhala.
Inspira y exhala.
Recuerda cuando Uta tenía la inocencia de nueve años y él, aún joven, se encontraba en la cúspide de los once. Juntos, construyeron una casa en el árbol, un refugio en las alturas que parecía desafiar todo lo que conocían. Durante una semana fueron dueños de aquel rincón suspendido en el tiempo. Dormían entre susurros de hojas y risas compartidas, como si el mundo exterior se desvaneciera ante esa pequeña morada que crearon con sus propias manos.
Inspira y exhala.
Ahora, aquellos días se desvanecen como un sueño efímero. La casa en el árbol se desmorona lentamente bajo el peso del tiempo y las distancias abismales que han surgido. El eco de risas infantiles se desvanece en el viento, como las hojas marchitas que caen de los árboles en otoño. Aunque el recuerdo perdure, también se transforma en una herida amarga, una prueba de que, a veces, los mejores momentos son como luciérnagas fugaces, difíciles de atrapar y aún más difíciles de retener.
Inspira y exhala.
Recuerda cuando alimentó a los pájaros, esparciendo semillas al viento como pequeños tesoros. Una coro de plumas y alas danzaron en el entorno, mientras la naturaleza se desplegaba en armonía. En aquel entonces, una cierva y su cría emergieron de entre los árboles, y él los acarició con manos llenas de ternura, maravillándose ante la calidez de sus cuerpos. En tanto, Uta, con su encanto ingenuo, creó una corona de flores para ponerla sobre su cabeza. Este gesto simple se convirtió en un fragmento de eternidad, donde la delicadeza de la naturaleza y la inocencia de los niños convergieron en un instante perfecto.
Inspira y exhala.
Recuerda su sonrisa en las mañanas.
Inspira y exhala.
La sonrisa que nacía con la esperanza renovada de un nuevo día.
Inspira y exhala.
En cada amanecer, sus labios curvados dibujaban un arco de felicidad que competía con los destellos del alba.
Inspira y exhala.
Inspira y exhala.
Inspira y exhala.
Inspira y exhala.
Recuerda tiempos más felices de casas en los árboles, charlas nocturnas, monstruos en la oscuridad, juegos y risas, cuentos a un lado de la fogata, secretos compartidos, historias intercambiadas y días de verano junto al río.
Él recuerda todo lo que ella era y todo lo que él no es.
Pero ahora ella está muerta y él no es nada.
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Gracias por el tiempo invertido en la lectura.
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