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XXVIII

Escapo de las leyes de la cotidianidad. Escapo de las garras del yo que vive recluido en un falso exilio y me instalo ante una cafetería, en el exterior, bajo el sol ardiente de este mes intranquilo, gozando de la espera.

Luca optó por no ser mi chaperón. Cumplió su palabra al pie de la letra y se mantuvo al margen de los asuntos adultos, aunque me encantaría poder hacer lo mismo. Como dije: gozo de la espera.

Aunque lo pensé mil veces, me vi forzado a hacerlo de todos modos cuando, a altas horas de la noche, el teléfono casi convulsiona de tanto repicar. Luca tomó el auricular y me lo pasó a modo de obligación, a modo de deber, de tarea pendiente.

Entonces surgió Sandra del otro lado de la línea y yo solo esperaba, con ansias suicidas, recibir una bala perdida y caer muerto sin más.

–Perdona la hora –dijo; –No podía dormir.

–Descuida. Tampoco he dormido mucho que digamos.

Luca desaparece. Quisiera poder hacerlo también.

Sandra, se nota, modula su habla, como buscando mantener una distancia que le cuesta cubrir a cabalidad. Me encuentro en las mismas.

Por muy neutrales que intentamos ser, la mentira prefabricada se descarna con el correr de los minutos hasta dar por sentadas las hostilidades. Igual, no deseo escucharle, no deseo saber de ella. No lo deseo, pero el corazón se despotrica insano al hacerlo de todos modos.

–Sé que no es buen momento –dice; –pero creo que deberíamos, tú sabes...

–Sí, lo sé –respondo muy fríamente.

–¿Entonces? –pregunta al cabo de un breve silencio.

–Mañana, a eso de las tres, tendré tiempo de sobra.

No entiendo el porqué de mi propia medida, de mi propia elección. Pero estoy buscando algo desde el escape, desde el exilio, desde el silencio que le impuse a mi existir cuando me alejé de ella con la promesa, ilusa promesa, de desparecer.

Y me fui. Me fui sin haberme ido a ninguna parte. Desaparecí sin haberlo hecho, buscando olvidarme de lo inolvidable, porque me acostumbré a eso, me acostumbré a ella. Es por eso que termino buscándola de nuevo, sin siquiera buscarla de veras.

Sandra Koen. La misma Sandra Koen de la que, en otros tiempos, me había encaprichado con absurda locura, resurgía de ninguna parte hasta el ahora que pretendo.

La misma muchacha morena que, en mi juventud, sabía cómo distraerme de la vida, del mundo, con solo pasar frente a mi casa y disparar sus cálidos "hola", hoy, tantos años después, todavía tiene el toque para hacer lo mismo con su voz. Esa voz que solo Sandra, mi Sandra, sabe usar como un arma de enamoración masiva.

Y permanezco, por ella, en la espera. Permanezco perenne en esta silla incómoda, bajo un sol abrasador, a las tres y tanto de la tarde.

Una cabellera roja no pasa desapercibida al otro lado de la avenida: Luca, sin duda alguna, no ha podido esperar el tiempo acordado.

O no ha querido hacerlo.

O intenta engatusarme por una tarta de chocolate.

O solo se trata de Sandra.

–¿Se trata de Sandra? –le pregunté más temprano.

–Sí, y no –respondió sonriendo; –Falta alguien. Piensa.

Falta alguien. Falta algo. Siempre habrá una ausencia de alguien, de algo, de ambas cosas. Porque aquello que fuimos alguna vez, de algún modo, prevalece en el presente, pero no tan latente, no tan vívido, no tan carnal.

Aquello que fuimos se vuelve, luego, aquello que nos libra de todo lo que nos ha herido, de todo lo que nos ha volcado el ser sobre las llamas. Nos hace renacer, cual fénix, de las cenizas y sana cuanta herida nos haya sido tatuada sobre la piel.

Quizá Luca sea una herramienta de 'aquello'. ¿Qué hay de Sandra? ¿Qué hay del asunto sin nombre que permanece sembrando distancias de su nombre −el de ella− y el mío?

Sé que pesa más mi culpa y mi motivo, pero no por ello soy el único culpable de una culpa que no es del todo culpa.

Por ello es que no lleva nombre, aunque nos irradie imposibles desde los adentros, desde las convicciones que nos embriagan, desde la noche que opté por dejar aquella casa atrás.

Escapé de lo que ahí había. Escapé de lo que ahí tenía. Escapé también de ciertas vaguedades, de algunas responsabilidades que, en su momento, carecían de peso o importancia.

Nunca habría librado yo un escape semejante. Nunca habría librado tal cosa. ¿Qué me hizo hacerlo? Todavía lo pregunto con la esperanza de entender un poco mis propios pecados, mi propio pensar, mi propio abandono.

Entonces aparece Sandra, a lo lejos. Aparece una vibrante agonía en mi pecho, una extraña mezcla de afectos, de amores, de vacíos y desprecios.

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