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XXIV

Llevo días pensando en mí mismo, pensando en Sandra, pensando en nosotros.

También he estado pensando en las cosas que preferimos callar, las que no nos atrevimos a aclarar y las que no nos dio la gana de decir por puro orgullo.

Cosas que nos mantienen así, como ahora, distanciados y casi desconocidos. Las mismas que nos hacen pensar en ellas porque, aunque nos callamos la boca, ellas no se callaron con nosotros.

Tanto deambular por el pasado más presente me hace también cuestionar, una vez más, las razones que tiene Luca para venir desde lo más recóndito de un pasado tan lejano. Y es que preguntarle sería perder el tiempo, porque ya lo hice.

Entonces me sonríe y me pregunta por Sandra. Si pretendo llamarla o no. Que, en su opinión, piensa que he tardado suficiente.

–Hazlo hoy –dice mientras desvalija las galletas que compré para ambos; –Prometo no escuchar.

–No tengo problema con eso –miento.

–¿Pero...?

–No sé qué puedo decirle o qué no debo decirle.

–Ustedes los adultos... –suspira para luego escabullirse a la habitación con la boca repleta de galletas.

Odio admitirlo, pero tiene razón. Siempre la ha tenido respecto al mundo de los adultos: siempre gris, tedioso, complicado por gusto propio y "anti-humano". La palabra secreta con la que solía calificar la vida después de cierta edad: es "anti-humana".

Recordarlo me da risa. Verlo asomarse fuera de la habitación, porque me río solo, me causa más risa todavía y no me contengo en hacerlo a carcajada suelta.

Él, con sus galletas –y las mías–, vuelve a la cocina y se sienta a la mesa, mirándome con el ceño fruncido, como buscando un término para calificar mi locura por encima de la locura misma.

–Estas de un anti-humano nada normal –dice al llevarse una galleta a la boca.

–¿Verdad que sí?

–¡Totalmente!

Secundo entonces su disertación. Tomo un par de galletas y me dejo caer, nuevamente, sobre la tierra húmeda. El sol calienta, pero no demasiado, mientras la brisa parece querer decirme algo.

Recuerdo no haber tocado las aguas del lago y, sin decir nada, me desvisto y me arrojo, libre de prendas, a los brazos de una marea apagada. Siento los ojos de Luca, todavía, fijos en mí mientras me alejo lentamente de la orilla.

El agua está como siempre: perfecta. La brisa amaina y el sol comienza a calentar enserio. Las aves corean a lo lejos, desde el profuso verde de los árboles, toda una sinfonía multiforme tan llena de colores, de vida.

Es la primera vez que pretendo no pretender nada y se me escabullen ciertos fantasmas heredados por mi madre, por la madre de mi madre y, a su vez, la madre de esta.

Luca me mira, lo sé, aunque no haya virado para comprobarlo.

Me detengo lo suficientemente lejos de la arena y de las hojas, donde solo somos el sol que quema, el agua que bambolea serena y yo, que pretendo no pretender nada, buscando un lugar propio en medio de todo aquello.

Entonces siento una mano sobre la mía. Una mano que me busca bajo las aguas y me trae de vuelta al mundo de los despiertos.

–También recuerdo ese día –dice Luca con la mirada un tanto esquiva.

–No me sorprende.

–Ese día también lloraste. Usaste el lago para disimular.

–Esperaba que no lo notaras.

Es la noción del tiempo perdido la que cae, de a poco, por mi rostro. Es la escueta y quebradiza voluntad del que duerme despierto intentando obtener una respuesta de sí mismo chapoteando en la memoria, como lo haría un niño sobre un charco.

Porque Sandra no se ha ido a ninguna parte como creí. Sigue en el mismo cuarto de hotel, piso siete, habitación 171, al final del pasillo. Así bromeó siempre con el lugar que dice habitar en mi torpe corazón insensible.

El mismo corazón que la hizo a un lado para exiliarse en otro apartamento, buscando escapar de ella sin abandonar la misma ciudad, sin abandonar la misma vida, como esperando que me encuentre, porque siempre lo he sabido: me encontrará.

Tarde o temprano, pero lo hará.

Y ya lo hizo.

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