AQUELLA DULCE Y TÍMIDA SOLDADO
Desde que Senefer visitase Érecca de niña, siempre había deseado regresar, ya fuera en compañía de sus padres una más vez o en solitario, como se daba el caso. ¿Y cómo no, si Érecca era todo lo que Simhjälla no era? Incluso en esos momentos, mientras deambulaba por la periferia del gran salón de baile del palacio real, iluminado por miles de esferas mágicas y aireado con una brisa fresca artificial, y se inclinaba con un plato en sus manos enguantadas lleno a rebosar de dulces de todo tipo para observar de cerca el intrincado patrón que seguían los diminutos azulejos que conformaban uno de los tantos murales del lugar, masticando con calma un pedazo de pastel hojaldrado llamado sáksma y tarareando la alegre melodía de la tonadilla que una mujer cantaba en la otra punta de la estancia, no podía evitar la enorme fascinación que la embargaba ante lo diferente que era aquella colorida y vivaz decoración de los tapices viejos, polvorientos y descoloridos o los cuadros con personas estiradas y aburridas que colgaban en cualquier vivienda simhjälliana.
Todo era distinto allí, todos eran distintos, y nadie se escandalizaba si alguien aparecía con plumas iridiscentes cosidas a sus ropajes o como tocado; si alguien llevaba menos ropa de lo socialmente aceptable; si los hombres llevaban túnicas sin pantalones debajo o las mujeres pantalones o si algunos invitados lucían escotes por debajo del ombligo, como si fuera lo más natural del mundo. ¿Y no era eso maravilloso, que cada persona pudiera ser ella misma y fuera igual de válido que el resto?
Impensable para los simhjällianos y, por ende, imposible para ella, pero maravilloso aun así.
Aunque debería estar en compañía de sus tíos, como todo buen simhjälliano en edad casadera que se precie, en vez de por su cuenta, era mucho más interesante seguir el apasionante desarrollo de la leyenda de Phusesig y Harpas en las Altas y Bajas Cavernas de Koratáradon y atiborrarse de exquisitas delicias hasta que la cintura del vestido de cuello alto que llevaba puesto le cortase la digestión que escuchar un solo instante más a sus primas chismosear sobre el atractivo de tal o cual persona, suspirar cada vez que alguien que les gustaba pasaba cerca de ellas o discutir sobre quiénes anhelaban que las sacasen a bailar mientras soltaban risitas acaloradas o coquetas detrás de sus abanicos erecquenses.
No era que no estuviera de acuerdo con la apreciación de sus primas: la belleza norteña no tenía parangón, con sus pieles del color de las almendras tostadas, sus ojos oscuros, misteriosos e insondables y sus abundantes y lustrosos cabellos negros.
Sin embargo, llegaba un punto en que agotaba que estuvieran siempre con el mismo tema.
Como si no hubiera nada más interesante de lo que hablar.
Sobre todo cuando a ella no podían importarle menos aquellos asuntos.
O cuando podía contar con solo dos dedos de una mano las veces que alguien le había llamado la atención o gustado lo suficiente como para sentir la imperiosa necesidad de besarlos. Sus primas aseguraban que todo era una fase, que aún no había conocido a esa persona correcta, que todo cambiaría cuando esta llegara y probara a tener sexo, pero no estaba tan segura de ello.
Por esa misma razón, prosiguió con su paseo, sin dejar de disfrutar de lo que muchos consideraban que era la mejor comida que toda Érecca tenía que ofrecer. Solo hizo una breve pausa junto a otra mesa que prometía, con sus ricos, apetecibles y especiados olores, otra media hora de libertad. La suerte de la palidez de su piel, su cabello y sus ojos, además, era que casi todo el mundo presuponía al instante que no conocería el idioma natal y la dejaban vagar a sus anchas sin importunarla.
Trató de ensanchar de manera infructuosa el cuello de su vestido de manga corta y luego recogió un largo mechón rubio platino detrás de la oreja al tiempo que examinaba su alrededor.
Una figura en el exterior de uno de los balcones a su derecha, sin embargo, captó su atención y se llevó a la boca la digoutsá que había estado a punto de colocar sobre el plato. Alumbrada por una solitaria esfera mágica sobre su cabeza descolgada y recortada contra el cielo estrellado, la persona estaba de espaldas a ella, encorvada sobre sí misma y con las manos atenazadas a la balaustrada de piedra, como si necesitase de esa sujeción extra para no venirse abajo.
Cualquier otra persona en su lugar daría media vuelta y fingiría seguir admirando los murales que cubrían las paredes hasta que se compusiese, pero no ella.
Había algo en la caída de los hombros y la postura tensa que la empujaba de forma irrefrenable, como la intrigante posibilidad de poder leer un volumen en una de esas extrañas lenguas prohibidas en aquel lado del meridiano, a salir, averiguar qué le pasaba y tranquilizarle. Si su madre hubiera estado a su lado en aquel momento, pondría los brazos en jarra, le mandaría una de esas miradas suyas que hacía que el vello de la nuca se le erizase y añadiría un severo:
―Jovencita, no sé a quién te piensas que vas a engañar con esa sarta de patrañas, pero, desde luego, a mí no. Tú lo que estás es deseando meter esa naricilla tuya donde no te llaman. Un día de estos, óyeme bien, te la azotarán al cerrarte la puerta en los morros y vaya a saber la gran Felajna si no acabarás metida en algo que te vendrá demasiado grande. Entonces, vendrás a llorarme y ya veremos qué tan placentero es ese mal vicio tuyo.
Lo cual no era del todo... erróneo, suponía.
Por fortuna para todos, su madre no estaba allí y no podía detenerla.
Cuadró los hombros y se dirigió al exterior. Nada más cruzar el umbral, seguida por una esfera de luz, una oleada de calor abofeteó su rostro al mismo tiempo que la persona, delgada y compacta, se enderezaba y revelaba el perfil de lo que debía ser una soldado, a juzgar por la mano que entonces se aferraba al pomo de una espada envainada, que descansaba contra una pistola, y unos muslos fuertes, enfundados en uno de esos pantalones ajustados azul cobalto que había visto en la guardia de palacio y la de la ciudad.
Cuanto más cerca estaba, más calaba en su piel la bochornosa humedad del ambiente, más nítido se volvía el frenesí de las cigarras, más se abanicaba con la mano libre y, en especial, más detalles fueron desvelándose del rostro en tensión de la joven. Perlas de sudor mojaban la frente morena y estrecha. Las cejas gruesas estaban fruncidas. Las aletas de su nariz, larga, fina y ligeramente respingona, se ensanchaban con cada aspiración controlada y trémula que daba. Los labios generosos, de un rosa palo, se movían despacio, como si estuviera recitando una y otra vez algún tipo de plegaria a los Dioses o se estuviera preparando mentalmente para algo, mientras su melena rizada fluía como cascadas de tinta sobre sus hombros.
Todo el lenguaje corporal de la joven contrastaba poderosamente con el aire de festividad que se palpaba en el interior de la sala o con las carcajadas que, en aquel preciso instante, se colaban hasta allá afuera.
Eso era lo más curioso de todo, si cabe.
Aquella era la primera persona en esa fiesta que no bebía sin parar ni hablaba de forma animada a voz en cuello mientras, de vez en cuando, lanzaban miradas ansiosas hacia el gran portón por el que, en algún momento, debía aparecer la futura Therasia VII de Érecca. Aquella, la actitud de esta soldado, sí era la que había imaginado tras la muerte de Elisaveta III. Es decir, sí, dentro de unas semanas coronarían por fin a su nueva reina y eso era, sin lugar a dudas, motivo de alegría; sin embargo, ¿cómo podían estar tan eufóricos cuando hacía un escaso mes desde la pérdida de la antigua soberana? Si aquella fuera Simjhälla, que estaba claro que no lo era, la nobleza entera se habría solidarizado con el futuro monarca al vestirse de luto con el tradicional púrpura durante los siguientes tres meses y los habría cumplido a rajatabla antes de siquiera haberse atrevido a organizar un evento así.
Pero, oye, quizá las costumbres entre sus países eran más acuciadas de lo que recordaba.
Quién sabía.
Aunque, vamos, ella no se iba a quejar. No era como si una tuviera la oportunidad de viajar a Érecca a visitar a la hermana de su madre todos los días, mucho menos que sus tíos recibieran una invitación para acudir a un baile real y que esta se extendía para incluir a cualquier familiar soltero que estuviera en la capital durante aquel 15 de virákta. Aquella era una magnífica coincidencia, se mirase por donde se mirase. O sea, era un poco raro ese énfasis en que solo acudiesen aquellos nobles que fueran solteros, pero a caballo regalado...
De forma automática, se llevó una bolita frita y garrapiñada de fáraktat a la boca y masticó despacio. Mientras el queso cremoso y la mermelada de higo se marinaban en su boca, levantó otra y se la ofreció a la desconocida con un simple:
―¿Quieres una? ―Su acento brusco y reconocible habría hecho que su tutor tuviera un vahído de estar presente. La mano de la joven cubrió la pistola veloz y su cuerpo se puso a la defensiva antes de que abriese los ojos y parpadease en su dirección, momento en que se relajó―. ¿Fáraktat? ¿Quieres una fáraktat? Creo que lo estoy diciendo bien. ¿Sí?
Ella asintió con los labios entreabiertos y la confusión pintada en el semblante.
―Sí, pero...
―Pues toma. ―Sujetó una de sus manos cálidas y depositó en ella una de aquellas delicias. Luego, la empujó hacia la joven―. Come. Come, relájate y alegra esa cara. Llevo rato observándote y pareces demasiado tensa y estresada. No es justo que todos se lo estén pasando en grande allá adentro y tú estés aquí afuera con cara larga, ¿sí?
Tras un momento de vacilación, la extraña le hizo caso, a lo que Senefer esbozó una enorme sonrisa. Los ojos perfilados de negro de la otra, que eran del color de la tierra húmeda durante el período de lluvias veraniegas, la examinaron en un silencio preñado de curiosidad mientras comía. El olor a sol y cuero de la soldado llenó sus pulmones. A su alrededor, el murmullo de conversaciones, las risas y el desenfrenado cantar de las chicharras por encima de la suave música de la orquesta continuaba.
»Rico, ¿sí? ―preguntó una vez la joven terminó. Esta volvió a asentir, a lo que Senefer apuntó a la larga mesa repleta de comida en el interior―. Ven, come y no estés tan tensa. No sé si estás aquí hoy de servicio para supervisar el baile o no, no entiendo muy bien cómo funciona vuestra guardia real ni vuestra política ―que se lo dijeran a su tutor, que para consternación de este ya la había pillado cabeceando tras aquellos libros más de una vez mientras trataba de enseñarle―, pero no tiene sentido estar agonizando aquí afuera, preocupándote por a saber qué, cuando estamos rodeadas de tan buena compañía y la comida es excelente. ¿Sí?
―No... ¿No me reconoces?
Frunció los labios e inclinó la cabeza hacia un lado.
―¿Debería reconocerte? ―Aquello le arrancó una inesperada y ahogada carcajada a la soldado―. Lo siento. Llevo un par de semanas en Actára y la última vez que vine a Érecca tenía ocho años. ―Bajó la vista a las espalderas y la coraza de acero pulido sobre una túnica corta azul pastel sin mangas y luego la desvió a uno de los brazales del mismo material en torno a sus antebrazos nervudos―. Eso indica tu rango, ¿sí? ―Tocó la superficie caliente y repasó los relieves con un dedo: la diosa Drenta montada en un féreton, el gran almendro tan famoso en sus leyendas y tres caballos de guerra galopando. Ah, ¡por eso tenía botas de montar cubiertas de polvo!―. Pareces importante. ¿Eres parte de la guardia montada o de la caballería? ¿General, tal vez? ¿Sí?
Con las mejillas arreboladas, ella negó con otra risa nerviosa y baja y, rodeando la muñeca de Senefer con delicadeza, le apartó la mano.
―Digamos que algo así, sí.
―¡Fantástico! Entonces debiste conocer a la difunta reina, ¿sí? Y también a su sobrina, la futura reina.
Una mueca complicada deformó las facciones afiladas de la joven.
―Sí, se podría decir que las conozco bien a ambas.
―Qué espléndido. ―Senefer atrapó la extremidad que aún la sostenía y la apretó―. Debes estar muy ocupada si eres tan importante, ¿sí? ¿Es este tu primer baile?
Sin duda, eso explicaría la inquietud de la soldado.
Una suave ráfaga de viento caliente meció uno de sus largos mechones por encima del hombro, que se adhirió a su mejilla humedecida por el sudor. Dejando el plato sobre la barandilla de piedra, se apresuró a retirar el cabello que le había metido en la boca.
»No tienes nada que temer. ¿Sí? ―Le dio unos toquecitos a su extremidad―. Pueden ser algo imponentes este tipo de eventos al principio, pero no te dejes intimidar. Siempre es más agradable y fácil de sobrellevar cuando hay una cara amiga entre la multitud, ¿sí? Y seguro que debes conocer a alguien entre toda esta maraña de gente. Si no tienes a nadie, yo puedo ser esa persona con gusto.
La joven se quedó observando sus manos unidas. Cuando alzó la vista, la intensidad de su mirada provocó un aleteo en el estómago de Senefer que se intensificó al regalarle la otra una sonrisa minúscula y tímida que suavizaba sus facciones. Así estaba muchísimo más hermosa. Tras inspirar hondo, la soldado abrió los labios, como si estuviera a punto de agradecerle la oferta o, mejor aún, aceptarla; sin embargo, en el último momento, sus ojos se desviaron hacia la derecha, un poco por encima de su cabeza, y sus mejillas palidecieron.
Antes de que Senefer pudiera preguntarle el motivo, la joven capturó sus manos y redondeó sus hombros hacia delante al tiempo que encogía su cuerpo y la usaba de escudo.
―Lo siento muchísimo, pero me tengo que ir. Hay... Me están buscando. ―Sus ojos volvieron a buscar de manera frenética a quien fuera que estaba detrás de ellas antes de volver a su persona. Por Felajna que a Senefer le costó horrores no girarse a cotillear―. Agradezco muchísimo lo que has hecho por mí. No lo voy a olvidar. En serio. Pero me tengo que ir.
Por alguna razón, cuando la soldado hizo amago de soltarla, fue Senefer la que la aferró para retenerla y un cosquilleo poco frecuente pero conocido inundó mi estómago.
―Espera. ¿Cómo te llamas?
La joven tragó saliva.
―Andra. Puedes llamarme Andra.
―Un gusto. Yo soy Senefer. ―Sonrió―. ¿Luego estarás libre? Me gustaría seguir hablando contigo. ¿Sí?
―No hay nada que me gustase hacer más, pero...
A pesar de sus palabras, su mueca, una sonrisa apesadumbrada que a Senefer le habría gustado borrar con sus propios dedos, y el titubeo en sus palabras le decía que las probabilidades de que tal reunión ocurriese eran prácticamente nulas. Por esa razón, la siguiente vez que la otra se desembarazó de sus manos, la dejó ir.
Aun así, la siguió con la mirada mientras se zambullía por una puerta adyacente cerrada al público. La luz de su esfera fue lo último en desvanecerse.
Aunque le dio la espalda y se propuso volver a sus dulces, la realidad era que tenía el estómago hecho un nudo y ya no tenía tanto apetito. Casi podía oír en su cabeza la voz de su madre rezongando sobre el tremendo descaro que había tenido al haberse presentado por su cuenta a una mujer que posiblemente fuera soltera y podría ser una futura pretendiente, pero lo cierto era que le habría encantado seguir hablando con Andra durante el resto de la noche y conocerla mejor, más allá de cualquier norma social estúpida.
Seguía sin saber el porqué de ese nerviosismo que la había llevado a autoconfinarse en una fiesta en la que el resto de las personas bullían de emoción. ¿De quién huía? Si se lo hubiera permitido, ella la habría ayudado sin titubear un instante.
Para que sus tíos no la sermonearan por el largo rato que llevaba desaparecida y sin supervisión, recuperó el plato, regresó adentro y añadió en él algunas exquisiteces más antes de volver junto a ellos, siempre buscando entre la muchedumbre el rostro de Andra. Su treta, no obstante, no surtió efecto y sus tíos no aceptaron su excusa de haberse perdido entre los invitados. Por suerte, sus primas salieron en su defensa y se aseguraron de desviar la atención con un chisme que acababan de escuchar y pronto la dejaron en paz.
En un momento dado, las conversaciones a su alrededor se fueron apagando hasta que lo único que persistían eran murmullos esporádicos aquí y allá.
Sus primas compartieron una mirada de entusiasmo y soltaron un gritito agudo y desafinado. Al unísono, cada una la sujetó de un antebrazo y la arrastraron por entre la multitud todo lo rápido que sus enormes faldas simhjällianas les permitieron, con sus tíos resoplando protestas tras ellas. Cuando por fin se detuvieron, algo faltas de aliento, el trono real estaba a escasos metros de ellas, elevado sobre una tarima, y el oro bruñido resplandecía gracias a la gran esfera de luz que pendía sobre este.
El portón cerca del trono se abrió y el silencio se apoderó de la sala.
Todo el mundo observaba en dirección a las enormes puertas abiertas, de donde la voz de un sirviente, hechizada para que retumbase por todo el salón, anunció la llegada de la heredera al trono. Como si alguien hubiera arrojado una cerilla sobre pólvora, las murmuraciones empezaron en un punto y se propagaron por toda la estancia a gran velocidad. De forma automática, Senefer se metió una koudé en la boca y se puso de puntillas para tratar de divisar aunque fuera un vistazo de ella, algo difícil de conseguir cuando delante de sí tenía a un par de hombres que bien podrían haber sido medio gigantes.
No fue hasta que la futura soberana estuvo delante de sus súbditos que pudo inspeccionarla por primera vez.
Y aspiró algunas migas.
Rompió a toser contra su puño enguantado. ¿Qué hacía Andra ahí arriba?
Oh. Oh.
No podía ser... ¿Acaso era Andra la futura reina?
Pero... pero...
Como si esta fuera consciente de la mecha que acababa de prender en su mente y supiera que necesitaba un segundo para digerirlo, Andra dejó que el silencio se prolongase de manera deliberada a la vez que su mirada oscura paseaba con parsimonia por el océano de rostros frente a ella. Cuando por fin se dirigió a ellos, lo hizo con voz alta y nítida, claramente también encantada para que reverberase por toda la estancia. Con el pelo recogido en una trenza baja que reposaba sobre uno de sus hombros desnudos y vestida con una elegante y vaporosa túnica larga verde esmeralda con un amplio escote en uve, ceñida por un cinturón de hojas doradas que resaltaba sus curvas sinuosas, les habló de la imperiosa necesidad que había, ahora más que nunca, de unidad en el reino ante la amenaza que representaban los kahvetos y la inminente guerra que acechaba en el horizonte contra estos si no lograban echarlos de la frontera; que, para ello, necesitaba un consorte a su lado que le demostrase a sus enemigos que la muerte de su querida tía no había dividido a los erecquenses, sino que, si cabía, los había unido y hecho aún más fuertes.
Nadie más pareció darse cuenta de cómo las manos entrelazadas de Andra temblaron un instante contra su abdomen antes de que los ojos de esta dieran con los suyos.
Una media sonrisa tocó los labios de la joven.
Y los latidos del corazón de Senefer se descontrolaron.
Andra continuó hablando, pero Senefer no habría sabido precisar sobre qué. Solo tenía ojos para ella. Con todo, y a pesar de que descubrir que estaba muy por encima suya debería haberla disuadido, esa vocecilla en su interior que imploraba conocer hasta el último detalle que distinguiera a la soldado de la futura soberana, que la urgía a clasificar todas y cada una de las miradas y sonrisas, no se calló.
Cuando el discurso llegó a su fin, Andra formó una equis contra la piel de su garganta para finalizar el hechizo y descendió las escaleras al tiempo que el mar de gente se abría para darle paso.
Sus primas, que cuchicheaban entre sí, no fueron menos: la sujetaron del codo y tiraron de ella hacia atrás, pese a que Andra y Senefer aún tenían que romper el contacto visual. Senefer estaba convencida de que pasaría por delante de ella, que seguiría de largo e iría en busca de esa persona, una que, por supuesto, no sería ella, con la que abriría el baile; sin embargo, Andra pausó al llegar a su altura y se humedeció los labios para, momentos después, curvarlos en una leve sonrisa y ofrecerle su mano. Las pulseras de oro que adornaban su muñeca centellearon bajo la luz de las miles de esferas, al igual que los brazaletes que se enroscaban por sus brazos y el colgante en forma de caracola que yacía sobre su busto.
Otro murmullo de voces se elevó.
Y Senefer se quedó observando esa extremidad antes de levantar la vista.
―¿Me concederías este baile? ―Cuando Senefer no hizo ademán alguno por tomar esa mano, el gesto sonriente de Andra perdió fuerza y se volvió titubeante. Esta carraspeó antes de añadir―: Me encantaría bailar contigo y saber más de ti. Me encantaría que fueras esa persona que me ayude a desenmarañar a toda esta gente, pero que también me sorprenda y me haga reír. Si quieres, claro. ―Los tendones de su cuello se tensaron al encajar la mandíbula―. Aunque entendería que ya no quisieras, teniendo en cuenta las circunstancias, ahora que sabes la verdad sobre quién soy.
Tras Senefer, sus primas la empujaron y la animaron a que aceptase la dichosa mano entre cuchicheos mal disimulados, aludiendo que aquello no pasaba todos los días y no podía desaprovechar una oportunidad así. Sus tíos se disculparon ante la futura reina por su falta de modales. Y ella...
... ella claro que quería aceptar.
Pero ¿y si no era lo que buscaba Andra?
Hacía tres noches, cómodas en sus camisones, sus primas y ella se desvelaron hasta las tantas de la madrugada al quedarse hablando sobre relaciones pasadas que habían tenido. O, bueno, que ellas habían tenido, porque Senefer no tuvo mucho que aportar. Nunca le había dado vergüenza hablar sobre sexo y tampoco la incomodaba; sin embargo, era algo remoto, nebuloso y poco deseable, una hipótesis incongruente que nunca terminaba de asentar del todo sus bases en sus pensamientos. Mientras sus primas hablaban de las virtudes de esta o aquella persona y lo que habían experimentado a escondidas de sus padres, Senefer no pudo hacer más que asentir con una sonrisa tirante y reír con ellas, aunque por dentro se sintiera como una impostora, engañada por un cuerpo que se negaba a funcionar como debía y una sociedad que le decía que aquello no era normal y le prometía que pronto se le pasaría, como si se tratara de un resfriado estacional y no algo intrínseco que siempre había formado parte de su persona.
Las pocas veces que le había interesado alguien, y la larga lista se reducía a dos personas a sus diecinueve años, nunca se imaginó haciendo nada más con ellas que no fuera tomarlas de la mano, abrazarlas o besarlas de forma superficial.
Sí, sí, sí. Por supuesto que quería aceptar.
De hecho, jamás había sentido una conexión tan instantánea y fuerte con una persona hasta ese día.
Sin embargo, ¿qué era lo que buscaba Andra en su consorte?
Una de sus primas le apretó el hombro y le dijo que no fuera tonta y aceptase. La otra le quitó el plato de comida de las manos y musitó en su oído que luego tenía que contarles todo con pelos y señales y ¿cómo es que conocía a la futura soberana?
Cuanto más tardaba en responder o actuar, más se tensaba la piel en torno a los ojos de Andra. Cuando esta negó con la cabeza y le regaló una sonrisa rígida y pesarosa, como si ya se hubiera dado por vencida porque esa era justo la reacción que se había esperado, Senefer se dio una buena patada mental y, con el corazón encajado en la garganta, se apresuró a capturar la mano de la otra antes de que esta se marchase.
Y es que no iba a permitir que sus miedos hicieran que se perdiese algo con un potencial tan bueno. ¿Y qué si era diferente? Tampoco era nada malo. Si no, que se lo preguntasen a aquellos erecquenses que la rodeaban.
―¿Sabes qué? Me gustaría mucho. No sé si soy lo que buscas, pero me gustaría descubrirlo y conocerte mejor y eso no lo voy a conseguir si me quedo aquí parada como una idiota, ¿sí? Sácame a bailar.
La sonrisa de Andra fue instantánea, preciosa y deslumbrante.
Y, a pesar de la manera tan extraña en que se conocieron, aquella noche fue perfecta a su manera, igual que el día en que, dos meses más tarde, se dijeron sus votos matrimoniales, sin dejar de mirarse a los ojos y con idénticas sonrisas que iban de oreja a oreja.
No, el futuro que les aguardaba sería incierto y aterrador durante todos aquellos años que duró la guerra que tuvieron que vivir.
Pero, si de una cosa estaba segura, incluso muchos años después de aquella velada, es que jamás se arrepentiría de la decisión que tomó de acercarse a hablar y de aceptar bailar con aquella dulce y tímida soldado.
* * *
¡Buenas, personitas!
Muchísimas gracias por darle una oportunidad a la historia 😚 De verdad. Os lo agradezco de todo corazón. Como decía, sé que no es a lo que os tengo acostumbrados y también sé que no es ninguna maravilla de historia, pero aun así estoy orgullosa de cómo me quedó. Antes de escribirla, antes de que @AntologiaLight me proporcionara un disparador que me inspirase, estaba en un bloqueo de escritor muy gordo que llevaba arrastrando desde que terminé de escribir Extraña necesidad, allá por septiembre del año pasado.
Creo que, como a todos nos ha pasado de una forma u otra, toda esta mierda que estamos viviendo afectó duramente a mi creatividad y productividad.
(Y sigue haciéndolo, para qué negarlo).
Puede que algún día la retome y le dé continuidad. Sé que a mi beta le encantaría 🤭
Por lo demás, quiero darle las gracias a las chicas de @AntologiaLight (aka @GoddessLight y @Asturialba) por organizar la antología y por todo su trabajo. Os recomiendo muchísimo que vayáis a leer Brillo Arcoíris pero ya. ¡Vamos! ¡Corred a hacerlo! Hay historias buenísimas allí que se han convertido en algunas de mis favoritas de este año y gracias a ella conocí también a nuevos escritores que, de otra manera, no habría llegado a conocer jamás. Sin mentir, leer esta antología y esos relatos excepcionales me animó e inspiró a continuar adelante con mis historias (y también a querer escribir más GL/sáfico 🤣).
Os prometo que no os arrepentiréis 😉
Besazos ❤
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