Capítulo 1: La llegada y el sonido
Desde que era niño me ha gustado el otoño. Los cálidos colores que adornan los magníficos árboles, el exquisito aroma de la tierra fresca y la suave brisa son algunos de los rasgos que amo de esa estación.
Pero para mí desgracia nunca había tenido la oportunidad de vivir en un lugar así.
Antes vivía en Brasil. Guiado por mi novia tomamos todas nuestras cosas y nos mudamos a Río de Janeiro, donde el verano parece no tomarse vacaciones y el sol es un terrible tirano que azota constantemente la espalda de los transeúntes.
Pido por favor que no me malinterpreten, Brasil es un país hermoso lleno de magnificas personas siempre sonrientes y en el que en ningún momento faltan la música y la buena compañía. Pero su clima tropical impide que alguien como yo disfrute del anhelante placer otoñal.
Debido a esto es que decidí mudarme. Bueno, debido a mis anhelos y a mi separación con mi novia.
Las cosas ya no funcionaban muy bien entre nosotros y funcionaban demasiado bien entre ella y su entrenador de capoeira. Resulta ser que entre patadas, saltos y carreras el amor puede surgir, bueno, amor y mucho sexo. Los pillé en el suelo de un estudio en posturas imposibles. ¡Quedé más en shock por las posturas que por la infidelidad!
Quedarme en Río hubiera sido una tortura para mí, ¡veía su rostro por todas partes!
Supongo que las múltiples pinturas de ella que había pintado tiempo atrás y colgado en las paredes tampoco ayudaban.
Una bolsa con algunas ropas y mis materiales de pintura fueron todo lo que necesité antes de despedirme para siempre de Brasil y darle la bienvenida a mi nuevo hogar.
Sunapee, un pequeño pueblo en Nuevo Hampshire donde los vivos colores ocres adornan los árboles y la pequeña población me ayuda a centrarme en mi pintura.
La vivienda que había adquirido quedaba en el extremo sur del lago Sunapee. Por las fotos que había visto en la página web de la inmobiliaria la casa parecía un lugar mágico perdido en el bosque. La expectativa de verla me ponía nervioso.
La llegada al que se convertiría en mi nuevo hogar fue un poco movida. Al poner un pie en Nuevo Hampshire tomé un taxi pero a mitad de camino las carreteras se convirtieron en angostos caminos de piedra y el auto no paró de sacudirse.
La música del taxista tampoco ayudó mucho, después de escuchar tanta rumba y conga en Río lo último que deseaba era volver a escuchar música. Solo deseaba paz y tranquilidad, ¿era demasiado pedir?
—Hemos llegado —me informó el taxista de flemosa voz.
—Gracias —le respondí dándole algunos billetes. Moría por huir de aquel maloliente coche.
Mis pies habían acabado de tocar el suelo cuando a mis oídos llegaron el susurrante crujir de la hojas secas. Una sonrisa se dibujó en mis labios.
Al fin había llegado a mi paraíso otoñal.
— ¡Bienvenido, señor Astor! —me saludó una voz femenina que caminaba hacia mí. La luminosidad del lugar no me dejaba verla con claridad—. Mi nombre es Verónica Fler. Su agente de inmobiliaria.
—Un pacer, pero por favor, llamame Will, no es necesario tanta formalidad. —Ahora que Verónica se encontraba frente a mí podía verla mejor.
Era una mujer alta y de cabello rubio intensamente dorado, casi metálico. Sus ojos del color del hielo desprendían calidez y conocimiento, como si supiese todas las respuestas del universo. Vestía un conjunto formal de pantalón y chaqueta negra sobre una suave blusa blanca que se ceñía al cuerpo y dejaba entrever sus delicadas curvas. Su radiante sonrisa destellaba más que el sol.
—He de decir que estoy muy emocionada con este trabajo —me dijo con entusiasmo, su alegría era contagiosa—. No todos los días alguien hace una compra antes de ver la casa y menos alguien famoso.
—No soy famoso —dije riendo—, creo que me confundes.
—De ninguna manera, tú eres William Astor, el famoso pintor.
—Solo tuve una obra que se hizo famosa, no es la gran cosa.
—Sí que lo es. En mi comedor tengo colgada su pintura “Llantos de sirenas”. Tuve que luchar para conseguirla, la puja estuvo reñida.
—Muchas gracias —dije enrojeciéndome, no estaba acostumbrado a tales halagos.
—En fin —continuó ella—. Aquí estamos, esta es la casa.
Miré hacia donde señalaba y la respiración se me cortó de golpe.
La casa que se alzaba ante mí era mucho más bella que en las fotos. Era de estilo moderno aunque conservaba algo del clásico estilo Country. Al lado de la propiedad se alzaba otra vivienda igual de maravillosa separadas por el enorme jardín, eran las dos únicas casas a la vista. El imponente lago Sunapee se hallaba a pocos metros de la propiedad y el reflejo del sol se posaba en cada rincón. La fachada era de un suave color crema con marquetería de caoba clara. El enorme pórtico estaba decorado con múltiples sillones de esponjosos cojines y una enorme hamaca tejida se posaba perezosa entre enormes arboles dorados. Las puertas y ventanas de cristal brindaban una vista exquisita del interior y el suave aroma de la tierra y las hojas secas impregnaban el fresco aire.
—Es… maravillosa —jadeé sin palabras, no me podía creer que viviría en este lugar.
—El interior es mucho mejor —me aseguró riendo.
Verónica tenía razón. La casa contaba de tres amplios dormitorios, dos arriba y uno abajo, cada uno decorado finamente en colores neutros. Al entrar era recibido por un enorme salón de grandes ventanales de cristal y una cocina moderna con toda clase de implementos que estaba seguro que nunca utilizaría.
El fino suelo de roble relucía y el enorme baño con tina era un sueño. Ya me podía imaginar allí con una copa de vino y un buen libro mientras las vaporosas aguas envolvían mi cuerpo.
Pero lo mejor de todo y la razón por la que me había decidido por esa propiedad entre cientos era el pequeño estudio que convertiría en mi taller de pintura. Era algo sencillo, aproximadamente tres metros cuadrado, pero tres de las cuatro paredes mostraban enormes ventanales con una vista al lago y la naturaleza inigualable. De solo verlo mis manos pidieron a gritos un pincel y la imaginación se me disparó en montones de imágenes.
—No tengo palabras, es fantástico —dije anonadado.
—Me alegra mucho que así sea —me contestó sonriendo—. Ahora algunos datos importantes, el supermercado más cercano queda a tres kilómetros, en el centro del pueblo, por si quieres abastecerte. Aunque para eso necesitarás un coche.
—Es que… yo no conduzco —confesé apenado, mis amigos en Río se burlaban de mi por no conducir.
—Eso es un problema —meditó, luego de unos minutos su rostro se iluminó y agregó— ¡Yo te podría llevar!
—No quisiera molestarte, has hecho mucho por mí.
— ¡No es molestia! Necesitarás una amiga en este pueblo y para mí sería un honor ser tu amiga. No todos los días se muda para tu pueblo tú pintor favorito.
—Muchas gracias —dije enrojeciéndome —para mí también sería un honor.
Verónica aplaudió entusiasmada y luego se marchó prometiéndome que vendría al otro día para llevarme al pueblo.
Una vez solo, deambulé por toda la casa familiarizándome con todas las cosas, con cada detalle. El aroma a madera, los colores, el aire, los sonidos y la temperatura eran cosas tan nuevas y a la vez familiares… Después de unos minutos entré en el estudio y sacando mis utensilios de la maleta comencé a pintar en mi viejo cuaderno.
Siempre que pintaba era como si entrara en un trance y no me daba cuenta de lo que sucedía a mi alrededor, me olvidaba del mundo y solo mi mano y el lápiz existían. Experimentar tal nivel de desconexión y aislamiento de los sentidos y el tiempo era algo glorioso.
Ese día dibujé el rostro de Verónica, con sus suaves líneas y aquellos ojos azules que tanto me intrigaban. Dibujé el hermoso paisaje con el lago y los coloridos árboles al atardecer. Pinté a un ciervo que pastaba y a un apuesto hombre que corría por el lago. Cuando al fin despegué la mirada del lienzo me di cuenta de que ya era de noche. Tomando un rápido baño me acosté. Había sido un día muy largo y deseaba dormir.
Había acabado de poner la cabeza en la suave almohada cuando un leve gemido me sobresaltó. Alarmado miré en todas las direcciones pero no vi nada.
Ya comenzaba a pensar que era producto de mi imaginación cuando otro gemido rasgó el silencio. Poniéndome en pie miré por la enorme ventana que daba a la casa de al lado y quedé en shock ante lo visto.
La vivienda de al lado era exactamente igual a la mía. La misma pintura, las mismas ventanas, las mismas puertas. La única diferencia eran las dos personas desnudas que mantenían relaciones sexuales a través de la ventana de una de las habitaciones.
La cara me ardió en vergüenza. El chico parecía tener más o menos mi edad —25, para los curiosos —y era muy apuesto con su cabello negro y sus ojos del mismo color. La chica parecía más joven pero era igual de hermosa con pronunciadas curvas y cabello rojo fuego.
Los abultados músculos del chico se tensaban con cada embestida que le proporcionaba a la chica y ella en cambio le recompensaba con un sonoro gemido que llenaba el aplastante silencio. La imagen se me antojó tan morbosa y hermosa a la vez…
Luego apagaron la luz y ya no pude ver más.
Sonriendo, entré nuevamente en mi cama e intenté dormir a pesar de los persistentes sonidos.
(…)
—Te ves como la mierda —confesó Verónica al día siguiente en la cocina mientras esperábamos el café.
—Anoche no dormí muy bien —confesé sentándome a su lado.
— ¿Problemas para acostumbrarte?
—En lo más mínimo. Solo digamos que tenga un vecino un tanto ruidoso.
— ¡Mira que hay que tener mala suerte! —Exclamó riéndose—. El único vecino en tres kilómetros a la redonda y resulta ser ruidos.
—Pues sí, aunque pienso que no será igual todas las noches —al menos eso esperaba.
Llegar al pueblo nos tomó cerca de media hora. La conversación con Verónica fue sumamente fluida y comprendí con rapidez que seríamos buenos amigos. Al llegar al supermercado ya me había olvidado del cansancio y estaba listo para las compras.
—Vale, ya hemos comprado alimentos, utensilios de limpieza y algo de ropa —enumeró Vero una hora después— ¿Qué más necesitas?
—Solo algunos lienzos y acuarelas. Quizás algunos pinceles. ¿Hay alguna tienda donde los pueda comprar?
—Sí, al lado de mi oficina.
Vero y yo caminamos algunos metros hasta su oficina. Me indicó la tienda y luego se despidió unos segundos para entrar a recoger algunos papeles. Sonriendo, entré solo a la tienda.
El reconfortante aroma a pintura y lienzo penetró por mi nariz al traspasar la puerta y la enorme montaña de instrumentos me hizo sonreír. Mirando todo a mí alrededor caminé hasta el mostrador y soné la campanilla.
—Buenas —saludó una voz masculina— ¿En que lo puedo ayudar?
Levanté la mirada de los pinceles para hablarle al tendero cuando el aire salió expulsado de golpe de mis pulmones.
Frente a mí se hallaba mi vecino.
Las imágenes de la noche anterior se precipitaron en mi mente y desfilaron ante mis ojos. Su sudoroso cuerpo, la intensidad de su mirada en la de ella, sus fuertes y expertas manos aferrándose a la piel como si se fuesen a escapar, su salvajismo en cada embestida… Todas ellas inundaron mi mente y provocaron que se me formase un nudo en la garganta.
— ¿Puedo ayudarlo en algo? —volvió a preguntar. La duda se reflejaba en su voz.
—S…si —tartamudeé al fin tragando en seco el nudo de la garganta, sus ojos me habían atrapado por un segundo—. Necesito un paquete básico de pinceles, acuarelas, pintura y varios lienzos.
El chico me dedicó una amplia y deslumbrante sonrisa y desapareció detrás de una cortina.
Tuve que sacudir varias veces la cabeza para despejarme. Las imágenes seguían apareciendo en mi mente y un persistente y sofocante calor me recorría todo el cuerpo. ¿Qué diablos me estaba pasando? Ver a dos personas teniendo sexo no era la gran cosa, ¡ni que fuese la primera vez que me pasaba! En Río sucedía constantemente.
Pero, me di cuenta, que eran sus ojos, la forma tan pícara y despreocupada en que me miraba me hacía sentir culpable y removía algo en mi estómago.
—Aquí tienes —me dijo apareciendo nuevamente con las manos cargada de mi pedido— ¿Algo más?
—Eso es todo, gracias —contesté a toda prisa dándole algunos billetes. Me había comenzado a sonrojar, ¿por qué me enrojecía?
—Te ves como la mierda —resaltó Vero por segunda vez en el día cuando nos encontramos a fuera de la tienda—. Estás muy rojo, ¿tienes fiebre?
—Estoy bien —contesté sin poder quitarme de la cabeza aquellos ojos azabache.
Algo me decía que no lo iba a lograr.
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