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Capítulo 21. El arco de los pensamientos


—Tiene un don —musité.

—No nos precipitemos —dijo Cohen—. Aún no lo sabemos.

Una ráfaga de aire pegó en mi rostro. La ventana del camarote estaba abierta. El mar se paseaba tranquilamente y la brisa movía con gentileza el vidrio del portillo.

—Pero tiene que serlo —murmuré—. La descripción encaja con él.

—En eso tienes razón. —El chico ojeó el libro hasta que me miró—. Pero faltaría ver cuál es su don.

Mis ojos se enfocaron en el libro. Era momento de decirlo.

—Si los sangre azul controlan el fuego —solté—. ¿No crees que...?

—¿Qué? —insistió Cohen al no terminar mi pregunta.

—Bueno, que... —Comencé a caminar, pensando en mis palabras—. Ya sabes, si el fuego estaba entre los dones, tal vez los dioses se lo hayan dado a los controladores.

—¿El fuego de los dioses? —Arrugó la frente—. Ares dijo que no tenían nada que ver con ellos.

—Lo sé, pero me pareció extraño. —Me detuve y volteé con él—. Poseidón también actuó extraño, ¿no lo crees?

—Todo se ha vuelto muy extraño, de eso no hay duda —respondió—. Pero, ¿estás sospechando de los dioses?

—Nadie nos da respuestas. —Volví al escritorio, junto a él—. Es una teoría.

—A la que le falta...

—Sí, capitán, ya casi estamos ahí —dijo una voz en el pasillo.

—¡Maldita sea! —susurró Cohen y se agachó—. ¡Ven! —Señaló el escritorio.

—Oh, no. —Sacudí la cabeza—. Claro que no.

—¿Y no tenemos cascos? —gritó otra voz.

Me tensé. Kostas.

—¿Se te ocurre algo mejor? —preguntó Cohen.

Gruñí por lo bajo y me uní a él debajo del escritorio, justo antes de que la puerta se abriera. Alguien entró.

—No, capitán, no hay cascos —dijo la primera voz.

—Va a ser muy peligroso sin ellos, Gal —advirtió Kostas, entrando—. ¿Si revisaste en la sala de máquinas?

—En todo el barco.

Se oyó una pausa.

—Entonces tendré que anunciarlo —mencionó Kostas—. Tú díselo a la tripulación.

—Sí, capitán —aceptó Gal y salió.

—¿Se fue? —susurré, pero Cohen me calló con su mano.

Unos pasos se acercaron a nosotros y recordé que habíamos dejado el libro encima del escritorio.

Tragué saliva, esperando que no fuéramos descubiertos, pero pronto las pisadas se alejaron y cerraron la puerta.

—¿Qué te dije? —bufó Cohen.

—¿Qué?

—No íbamos a salir tan tranquilamente.

Mostré una sonrisa falsa mientras el chico salía de nuestro escondite.

—Tus palabras hicieron que pasara.

—¿Te ayudo? —Me ofreció su mano.

Acepté y me levanté.

—Gracias.

—No hay problema. —Me guiñó—. Parece que nos están pasando muchos incidentes últimamente, ¿no?

Puse los ojos en blanco, recordando la caída de noches atrás.

Muy gracioso.

—Ese tal Gal dijo que ya casi estamos cerca —desvió la conversación—, ¿se habrá referido al Arco?

Apreté los dientes y sentí cómo mis manos comenzaban a sudar.

—Tal vez —mi voz tembló, pero aclaré mi garganta—, porque mencionó los...

Mierda —murmuró Cohen, llevándose la mano a la frente.

—¿Qué pasó? —le pregunté, dejando que el miedo me recorriera por su repentina preocupación.

—Los cascos de protección mental —dijo, como si por fin se hubiera acordado.

—Oh... —Me percaté de lo que había dicho Kostas.

—¡Dioses! Si no hay cascos, entonces...

—Creo que será mejor que desalojemos —lo interrumpí.

—Sí. Vámonos.

Cerramos el libro, que aún seguía en el escritorio, lo devolvimos a su lugar y aseguré en mis manos el que me llevaría. Sabía que algo encontraría en aquellas páginas.



Recibí una ráfaga de aire cuando salimos a la reunión convocada en cubierta, y ver aquella muralla de piedra a la distancia le dio vida a mi recuerdo.

Mi padre se había negado, pero mi testarudez le ganó a su impaciencia y por fin aceptó llevarme a uno de sus viajes.

El entusiasmo daba brincos en mi interior. Era la primera vez que salía de Piscis.

Nuestro destino era Cáncer y el Arco de los pensamientos se veía a lo lejos.

—Ponte esto, Athena —ordenó mi padre, con un casco que parecía de un guardia real.

—¿Qué es? —pregunté.

—Es un casco de protección mental. Te servirá para cuando crucemos el arco, ya verás...

«Parece una cubeta», pensé.

—Artemisa debería de estar orgullosa de lo que creó. Es magnífico, ¿no lo crees? —Mi padre me miró, en busca de una respuesta.

—Sí —murmuré—, es increíble.

Me quedé anonadada con la vista. Una muralla se alzaba ante nosotros, en el centro de esta predominaba una gran cueva en la que estaba incrustado el dichoso arco.

Gracias a la cueva el arco se mantenía en perfectas condiciones. Era de mármol, y tan detallado que nadie podría contar todos los grabados que tenía, aunque pasaran cientos de veces.

—¿Lista?

Mi padre me sacó del estado en el que me había puesto el monumento frente a mis ojos.

—Afirmativo —dije, con mi voz desbordando emoción.

—Ponte el casco —me recordó, mientras él se ponía el suyo—. Es lo único que te pido, hija. Por favor.

Asentí y me puse aquella cubeta. Casi no podía ver nada por el pedazo de metal que soltaba un hedor húmedo.

Mi padre me tomó de la mano.

La punta del barco entró en la cueva y se oscureció cuando estuvimos dentro. Observé mejor el arco: parecía que tenía un arcoíris dentro.

Sonreí y estiré mi mano, lista para tocar la capa de colores y atravesar el arco, pero nada de eso pasó.

Solo escuché cómo la cubeta que traía en la cabeza se retorció y un fuerte sonido metálico se esparció por todo el barco antes de salir disparada hacia atrás.

—¡Athena, no!

Recuerdo los gritos aterrados, los chillidos agudos y las lágrimas que se mezclaron con el mar cuando me sumergí en este. La sensación del agua penetrando mi cuerpo...

Mi mente sigue en blanco si intento hacer memoria sobre lo que pasó después. Solamente están los rostros preocupados de mi madre y de Lucas mientras despertaba en mi habitación, y esa semana en la que estuve sacando agua salada por los oídos.

—¿Han cruzado el arco?

Ulises me hizo dar un respingo, sacudiendo mi recuerdo.

—Un par de veces —dijo Cohen—. ¿Tú?

—Esta será mi primera vez —respondió el guardia, intentando mantener la calma—. ¿Athena?

—Eh... —Miré cómo nos acercábamos a la cueva—. Yo casi.

—¿Qué? —soltó el príncipe.

Ulises ladeó la cabeza, extrañado.

—¿Cómo que casi?

—Es una larga historia —dije—. El punto es que nunca crucé.

—Pero...

—¡Saludos a todos! —Kostas gritó e interrumpió a Cohen—. Como pueden ver... ¡A excepción de aquellos que estén ciegos! —soltó una carcajada—. No es cierto, no pongan esas caras —se aclaró la garganta—. Como pueden ver, estamos aproximándonos hacia el Arco de los pensamientos.

—¡Es una cueva! —gritó alguien.

—¡Ahí está el arco, mocoso! —contestó el capitán—. Cuando estemos ahí lo verán mejor.

—Y... ¿Qué tiene de especial? —preguntó otro tripulante: un guardia de Piscis.

—¡Buena pregunta, muchacho! —gritó entusiasmado Kostas—. El Arco de los Pensamientos es una barrera que creó Artemisa, la diosa protectora de Cáncer, para su reino. Solo los que están por entrar pueden recibir los efectos del arco, si salen no...

—¿Pero qué hace? —preguntó el mismo guardia—. ¿Por qué tanto alboroto?

—¡A eso iba! No me interrumpan. —El pecho del capitán subió y bajó—. El arco identifica los pensamientos, es decir: reconoce nuestra naturaleza de seres pensantes. Generalmente, se utilizan cascos de protección mental para cruzarlo, pero... no los tenemos con nosotros en esta ocasión.

—¿Qué nos puede pasar si no los tenemos puestos? —se atrevió a preguntar Ulises.

Personalmente, y después de haber sido empujada por el arco gracias a un casco, prefería no usar uno.

—Oh... —Kostas borró el entusiasmo de su expresión—. Bueno, nosotros no somos nada sin la mente, ya que es lo que principalmente nos hace humanos. El arco identifica si el ser que pasa es pensante, y... en pocas palabras, el arco le arrebatará su humanidad si la siente presente.

—Sin cascos nos exponemos completamente —continuó diciendo el hombre que ya reconocía como Gal—, así que recurriremos a la antigua costumbre y les pediremos que pongan su mente en blanco.

—Nada de pensamientos, ¿está claro? —volvió a gritar el capitán—. ¡No quiero tener que lanzar a uno de ustedes por la borda cuando crucemos!

Tomé una respiración profunda mientras observaba cómo la tripulación asentía y se tomaba con calma aquella información. Claro que lo harían, estaban entrenados para situaciones así.

Mis ojos se encontraron con los de Cohen y compartimos una mirada nerviosa.

—Todo va a salir bien —aseguró el chico rubio, tomándome de los hombros—, ya verás.

—Sí... gracias por el mensaje, chicos —Ulises dijo con una sonrisa falsa—. Yo también necesitaba apoyo moral.

Sus palabras aliviaron un poco el ambiente, aunque estábamos muy cerca de entrar a la cueva.

—Mente en blanco —repetí, nerviosa, sintiendo cómo se me aceleraba la respiración.

Cohen acarició mi brazo, distrayéndome de la vista frente a mí.

—Ey —soltó, buscando mi mirada—, ¿recuerdas lo que dije?

La muralla ya estaba demasiado cerca y volvió a llamar mi atención.

—¡Prepárense! —gritó Kostas.

La punta del barco recibió la sombra de la cueva. Inhalé y exhalé, tratando de calmar mis nervios. Si en el pasado fui aventada por el casco, tal vez sin casco no corría ningún peligro.

La iridiscencia del interior del arco se hizo visible —como una burbuja de jabón gigante lista para ser reventada— justo delante de nosotros.

Cohen tomó mi mano y la apretó. Los que estaban en la proa ya habían cruzado.

«Mente en blanco», me dije antes de cerrar los ojos.

Tranquilidad. Ausencia. Energía pura. Cansancio.

Abrí los ojos. Estábamos del otro lado. Me dirigí hacia el príncipe y no pude evitar sonreír cuando lo vi. Volteé con Ulises, él esperándome con una expresión expectante.

—¿Qué tal, princesa? —preguntó el guardia.

—Por fin...

—¡Capitán! —bramaron a lo lejos.

—¿Qué pasó? —respondió Kostas—. ¿Todos están vivos?

Noté al capitán preocupado. De repente su rostro empeoró e hizo que los tres volteáramos a donde viajaban sus ojos.

Solté un grito ahogado al ver la escena.

—¡Ben! —Ulises salió corriendo hacia el pobre chico. Cohen y yo lo seguimos, al igual que el resto de la tripulación.

Ben estaba tirado en la popa del barco, tenía el cuerpo rígido y los ojos en blanco.

—Se ha perdido —murmuró el capitán mientras sostenía al chico en brazos—. No responde.

—¿No hay nada que se pueda hacer? —lo cuestioné, acercándome a él.

—No, princesa —dijo—. Lamentablemente no.

—Pero...

Los dioses también son crueles, Athena.

Las palabras de Kostas me hicieron retroceder de ahí. Lágrimas de impotencia se acumularon en mis ojos y me nublaron la vista.

—¡Cuidado! —susurró Cohen cuando tropecé con él—. ¿Estás bien?

Di media vuelta y, al ver mis lágrimas, me acogió en sus brazos y escondió mi cabeza en su pecho.

—¿Cómo pudieron arrebatarle la vida? —sollocé—. Así de fácil...

—Su muerte no será en vano. —Cohen acarició mi espalda—. Espero.



La luna resplandecía en el cielo. Ya habíamos dejado la cueva atrás, por lo que nos quedaba la mitad del camino para llegar a Cáncer. El mar se movía de manera suave, como si supiera que envolvían a Ben en una sábana. Todos los tripulantes estaban presentes y observaban con atención la escena.

Ulises había dicho que era lo mejor. Ben era del escuadrón del coronel Varik, y al parecer no tenía familia, así que el cuerpo del chico no tenía a dónde ir. Kostas sugirió el mar y el escuadrón estuvo de acuerdo; al final de todo, ellos eran su familia.

—Nos graduamos juntos —murmuró Ulises con ojos cristalinos.

—Y era un soldado ejemplar —mencionó el coronel Varik.

Después de otras palabras de parte del escuadrón, lanzaron el cuerpo envuelto al mar.

La tripulación guardó unos minutos de silencio. Al finalizar, todos nos separamos.

—Me toca la guardia —dijo Ulises.

—Oh... Está bien —respondí—. Buenas noches.

—Nos vemos al amanecer, novato —comentó Cohen, dándole una palmada suave en la espalda al guardia.

Ulises asintió y se alejó para realizar su tarea. El príncipe y yo entramos a la nave y, al llegar a mi habitación, recargué mi espalda sobre la puerta.

—Gracias por lo de hoy —dije antes de entrar—. Me refiero a... todo.

—No tienes que agradecerme nada.

—No importa, te lo quería decir —sonreí y lo abracé—. Nos vemos mañana —susurré antes de entrar.

Lo primero que vi fue el libro que había tomado del camarote de Kostas: «Conexión entre sueños». Lo tomé, me senté en la cama y comencé a hojearlo, hasta que decidí parar.

... Las tinieblas: así le dicen al espacio en el que se comparten los sueños. No cualquiera puede compartir un sueño, se necesita uno o varios anfitriones para reunirse. Estos anfitriones deben poseer...

Mis párpados me pesaban, así que cerré el libro y me acosté.

«Tinieblas».

«Reunión».

«Anfitrión».

Las tres palabras resonaron en mi cabeza antes de entregarme al cansancio.



Una corriente helada estremeció mi piel e hizo que abriera los ojos.

No pasó mucho para darme cuenta de que estaba donde había recibido la profecía.

«¿Las tinieblas?».

Y de repente la luz quemó mis ojos. El halo resplandeciente se presentó cuando me acostumbré a la iluminación.

Me giré en busca de alguna señal y mi respiración se detuvo cuando reconocí a alguien en la distancia.

—Claro que no iba a ser una sola vez, ¿verdad? —suspiró Cohen al llegar a mi lado.

—No —respondí, viendo cómo otras dos figuras se aproximaban hacia nosotros.




¿Qué les pareció?

Que se nos reuneeeen

Como siempre, espero que hayan disfrutado el capítulo, si fue así, no olviden dejar su voto y comentario, y si no... pues también.

Graciaaaas







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