Capítulo 19. Sospechas
—Cohen...
—Lo sé.
El aire se hizo más pesado y el sonido de nuestras respiraciones se mezcló con el silencio.
No cabía duda de que la voz que escuchamos al final no había sido la de Ares.
—¿Por qué el oráculo interrumpió en El Olimpo? Aún falta para la siguiente luna llena, pero...
—Ey... —la tomé de los brazos— No nos preocupemos por eso. Debemos seguir con la misión.
—Activar Cáncer —asintió Athena—. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—El viaje es de dos días.
—¿Y partimos...?
—Lo más pronto que podamos... aunque dudo mucho que mi padre me deje ir tan fácilmente —respondí y volteé hacia el ventanal—. Vamos —le hice una seña a la princesa—, nos están esperando.
Salimos del observatorio y nos encontramos con un Ulises desesperado. Y no lo culpo, si yo hubiera estado en su lugar, me habría muerto de aburrimiento.
—¿Por qué tardaron tanto? —preguntó el chico.
Athena y yo nos miramos, confundidos. Para nosotros habían pasado solo unos minutos.
Miré hacia arriba. La luna bajaba y las estrellas desaparecían. No faltaba mucho para que el crepúsculo iluminara el cielo.
Sonreí antes de devolverle la mirada a la chica.
—Parece que allá el tiempo pasa más lento, ¿no?
—¿Allá? —cuestionó Ulises.
No pretendía aclarar la duda del guardia. Sería más interesante mantener el secreto.
—En el Olimpo.
Las palabras de Athena callaron mis pensamientos. Al parecer no habría más misterio.
—¿Ustedes? ¿En el Olimpo? —bufó el chico, sin creerlo.
—¿Por qué crees que vinimos al observatorio?
El soldado tardó un poco en reaccionar.
—¿Qué? —preguntó finalmente, con un gesto que nos hizo reír a Athena y a mí—. ¿Es en serio?
—Luego te contamos, Ulises —mencionó la chica, intentando reprimir un bostezo que al final no pudo ocultar.
—Sí, será mejor irnos —asentí, mirando de reojo el carruaje—. Pronto amanecerá, y no creo que mi padre nos reciba gustoso.
El guardia también se notaba cansado, por lo que no reclamó nada y accedió.
El cielo ya estaba iluminado cuando llegamos al palacio.
—Athena, ya estamos aquí —la llamé para despertarla.
Se había quedado dormida en mi hombro.
—Creo que... estaba más cansada de lo que pensaba —murmuró mientras se desperezaba.
—Buenos días, princesa. —El guardia le ofreció su mano para que bajara del carruaje.
Ella frunció su rostro al recibir la luz del exterior, pero enseguida sonrió.
—Gracias, Ulises —aceptó la oferta y salió de la carroza.
Bajé al final, y antes de poder agradecerle a Elic por sus servicios, divisé a mi padre caminando por el pasillo. Muy gustoso, claro.
—Felicidades, Cohen —habló el soldado—, parece que tu padre nos va a desterrar a los tres.
—Ah, ¿ahora es mi culpa? —me quejé.
Detrás de mí la chica estuvo a punto de reírse. Me volteé y junté las cejas.
—Oh, ¿te da risa?
—Claro que no.
—¿Nos vamos a quedar aquí sin hacer nada? —dijo Ulises—. Tal vez no tenga mucho problema con eso, pero si destierran a Athena...
—Cálmate, novato —respondí—. No van a desterrar a nadie. Si tenemos suerte... terminaremos ahogados en el mar.
—¿Qué? —contestaron los dos al unísono.
Me reí, disfrutando de mi comentario, y ellos se relajaron también.
—No deberían de estar tan alegres.
La voz de mi padre a mis espaldas mató el momento. Di media vuelta para encararlo.
—Y qué...
—¿Por qué llegan a esta hora? —me interrumpió y noté la autoridad en su tono—. No sé cómo funciona eso de la fuente, pero no creo que...
—Tardamos lo que debíamos tardar —contesté igual que él, regresándole el juego—. Así es esto.
Mi padre me dio una mirada no muy cariñosa, y por la vena que le saltó de la frente supe que evitó hacer una escena por mi respuesta debido a los invitados; solo por los invitados.
—Bueno —continuó el rey—, preparamos algunas habitaciones para los invitados...
—Debemos partir hacia Cáncer lo más rápido que podamos —corté sus palabras—. No creo que...
—En cuanto llegaron partieron hacia el observatorio —dijo mi padre—. Si quieren continuar su viaje, necesitan descansar.
—Podremos descansar durante el trayecto.
—Gracias, Su Majestad —habló Athena—. Yo sí aceptaré la habitación.
—Yo también —siguió Ulises.
Mi padre asintió y comenzó a dirigirlos hacia las habitaciones, y no tuve más remedio que seguirlos. Por lo menos intenté que partiéramos lo antes posible.
Los ojos de Athena buscaron los míos, confundidos, y frenó para esperarme.
—Tu padre no está diciendo mentiras, Cohen —susurró—. No sé si recuerdas que me quedé dormida en el carruaje.
—Ah, sí —sonreí—. De hecho me babeaste el hombro. —Le guiñé un ojo.
—¿Eh?
Escondí una carcajada al ver su rostro. Vergüenza pura.
—Anda, vamos.
—¿Ahora sí me vas a aclarar todo?
Una voz familiar resonó de repente en mi habitación.
Arlin.
—Hola, hermana —dije y me volteé, extendiendo los brazos—. ¿No me vas a dar un cálido abrazo de bienvenida?
—Lo que te voy a dar es una gran... —se acercó a mí— paliza... de... bienvenida, Rata —dijo al mismo ritmo que golpeaba mi pecho. Sí, yo sé... me lo merecía.
—Cuánto amor —reí, recibiéndola en mis brazos, aunque ella se tensó—. ¿Me extrañaste, Hormiga?
Sentí cómo cedió y dejó que la abrazara.
—Sabes que sí —sollozó—. No vuelvas a hacer eso.
Mi pecho se apretó cuando la escuché, y al no tener respuesta volvió a hablar:
—No volverás a hacerlo, ¿cierto?
—Arlin...
—No. —Se alejó de mí—. ¡Cohen, no!
—Tengo que hacerlo —dije—. Y... esta vez no es decisión mía.
Sus ojos se humedecieron.
—¿Cómo no va a ser decisión tuya?
—Es complicado...
Terminé contándole todo.
—¿Papá lo sabe? —preguntó, preocupada.
—Sí, pero quiere que nos quedemos a descansar.
Ella asintió.
—¿Y qué hay de la princesa? —agregó—. Es linda, y puedo notar que se llevan muy bien... demasiado, diría yo.
Me reí.
—¿Qué?
—No te encariñes de ella. Tú sabes bien que...
—Estoy cansado de que me digan qué es lo que tengo que hacer —respondí—, tú lo sabes mejor que nadie.
Ella puso los ojos en blanco.
—Solo te estoy advirtiendo.
Le alboroté el cabello y sonreí.
—Gracias.
El comedor olía a decepción.
Era la primera vez que la familia real estaba completa desde mi regreso, pero sus rostros, más que aliviados, parecían deseosos de que nunca me hubiera ido.
—Partirán al amanecer —dijo mi padre mientras cenábamos.
—Piscis está agradecido con usted, Su Majestad —respondió la princesa.
—El capitán del Ankyra y el Coronel Varik ya saben esta información —añadió el rey y luego clavó la mirada en Athena—. Pero, cambiando de tema, ¿cómo se encuentra Piscis, Alteza?
La cena siguió con pláticas superficiales y datos comerciales de Piscis. De vez en cuando participé, pero mis respuestas únicamente fueron monosílabos.
Cuando terminó la cena, me despedí con el tono más seco posible y salí del comedor para encontrarme con mi hermana hablando con Athena en el pasillo.
—... lo sé, ¿cierto? —dijo Arlin.
—Oh, sí —respondió Athena—. Y no te imaginas lo que...
—¿Qué es lo que no se imagina?
Me metí en su conversación. Athena se giró hacia mí y sus ojos brillaron, desafiantes. No voy a negar que me gustaba ver cómo sus ojos resplandecían.
—Lo entrometido que eres —sonrió.
Arlin soltó una carcajada.
—Créeme que no es una conversación de la que quieras ser parte.
—¿Qué? —solté.
—Vamos, princesa. —Mi hermana tomó el brazo de Athena—. ¿En qué nos quedamos?
Y dicho eso se fueron caminando por el pasillo. Sabrán los dioses en qué momento se volvieron amigas.
—Cohen.
La voz de mi padre me erizó la piel. Le gustaba sorprender a las personas por la espalda. Sin embargo, pocas veces lo había escuchado decir mi nombre. El rey llegó a mi lado y no tuve más remedio que voltear hacia él.
—Acompáñame, hijo —dijo, y acto seguido me condujo hacia El Orbe, la escultura al final de uno de los corredores principales del castillo.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté.
—Todavía no es el momento para preguntas —contestó, con la mirada perdida.
—¿Qué buscas?
Mi padre presionó varias piedras del muro detrás de la escultura y El Orbe fue absorbido por el suelo.
—La entrada.
Después de la caída de la esfera se formaron escalones en espiral.
—¿En qué momento? —murmuré—. Juro que ya nada me sorprende.
—¿Vienes? —Mi padre ya me esperaba al inicio de los escalones.
No lo hice esperar y bajamos hacia lo desconocido.
Había un pasillo y una base de piedra al final de este.
—De verdad lo siento, hijo —comenzó diciendo él—, siento que no quieras heredar Escorpio. —Me tensé al escucharlo, pero él continuó—: Quiero que sepas que lo que he hecho es lo que todo rey debe hacer...
—Yo...
—No me interrumpas, aún no termino —interrumpió mi interrupción—. Fue irresponsable de tu parte escaparte, pero reconozco tu coraje al hacerlo, así como también de aceptar la misión que les encargaron los dioses. Ares debe de estar muy contento con tu rebeldía... de eso no hay duda.
—Estaba decepcionado —mascullé.
—¿Qué?
—Nada.
Él se dirigió a la base de piedra y lo seguí. Sobre la roca había una descripción en la lengua madre: Xífos tis ékla.
—¿Eso es...?
—Vas a necesitar toda la ayuda posible —dijo antes de pasar sus dedos por la descripción, haciendo que esta desprendiera luz azul—. Creo que ya estás listo... Ek dílo theite.
Su voz activó un mecanismo extraño y un arma surgió del interior de la piedra. El rey de Escorpio empuñó la espada y me miró.
—La espada de Hekla es la reliquia de Escorpio; el regalo de Ares. Es el arma protectora del reino. La hoja está hecha de lapislázuli puro, hijo. Una espada única en su clase.
Y vaya que era única. La empuñadura también era de lapislázuli. Era hermosa.
—Sostenla. —Mi padre me entregó el arma—. ¿Lo sientes?
La espada estaba perfectamente balanceada y aun así se sentía como una pluma.
—Es increíble.
—Lo es. —Mi padre observó el arma—. Y ahora tú serás su portador.
—¿Qué?
—Tal vez seas imprudente —dijo—, pero sé que cuando se trata de armas te lo tomas en serio, así que, aunque no es necesario que lo diga, cuídala. Es de Escorpio, no tuya.
Tragué, nervioso, y asentí, aceptando la vaina de cuero que me entregó después.
—Gracias, padre.
Él negó con la cabeza.
—No me agradezcas. Ahora descansa. No creo que hayas dormido mucho durante el viaje.
Era mediodía y, aunque la posición del sol no era una ventaja, el viento de esa hora era el mejor para partir hacia Cáncer.
—Cuídate, hijo —dijo mi madre en el puerto.
—Lo haré, no te preocupes.
Ella suspiró y me dio un abrazo antes de que Arlin se me acercara.
—Eres un tonto, Cohen, pero eso ya lo sabías —mencionó, molesta.
Sonreí.
—Conmigo no puedes ocultar lo que sientes —respondí—. Aunque no lo digas, sé que me echarás de menos.
—Me conoces bien. —Ella me abrazó—. No olvides el Arco de los pensamientos y...
—Gracias, Arlin —dije, cortando el abrazo—. Todo estará bien.
Ella asintió y le dio un vistazo a Athena, sus ojos llenos de ilusión.
—¿Te dije que siempre he querido ser la primogénita?
Solté un bufido divertido. Me lo recordaba todos los días.
—Me pregunto por qué no naciste antes que yo.
—Hijo, se está haciendo tarde.
Mi padre me devolvió al momento. Miré a mi alrededor; Ulises subía junto con su escuadrón al barco y Athena terminaba de hablar con mi madre.
—El reino cuenta con ustedes —informó mi padre cuando la princesa llegó a mi lado—. Y... Cohen —me miró—, usa la espada sabiamente.
—Sí, padre.
Después de aquello, toda mi tripulación estuvo en el barco.
Aunque mi orgullo lo niegue, volver a mi hogar fue bastante refrescante.
—¿Qué tal Escorpio, princesa? —dijo Kostas al verme.
—Muy agradable, capitán —respondí.
—Es un reino muy hermoso, sí... —Volteó ante el grito de un tripulante—. ¡No, Erik! —Se volvió conmigo—. Disculpe, Su Alteza, tengo un asunto que atender.
Dejé que Kostas se fuera y busqué con la mirada a Cohen, este estaba hablando con el escuadrón que el rey Ektor había pedido que viniera con nosotros. Otros seis hombres nos acompañaban.
Me apoyé en el barandal y suspiré mientras miraba al reino del príncipe alejarse cada vez más de nosotros. El aroma del mar llenó mis pulmones y me hizo recordar Piscis.
—Aquí vamos de nuevo —resonó la voz de Ulises detrás de mí.
Di media vuelta.
—Así es, soldado —sonreí, e inmediatamente recordé algo—. Ya que estás aquí, dime... ¿Qué pasó ayer durante el ataque, cuando Cohen y yo nos separamos de ustedes?
—Sí, ¿qué pasó?
La voz de Cohen me hizo dar un respingo.
—¿De dónde saliste?
—De eso no te preocupes —dijo—. A mí también me interesa saber lo que pasó.
—¿Por qué tanto interés? —bufó Ulises—. Realmente no pasó nada. El rey de Escorpio nos guio y así derribamos al controlador ese.
Los ojos del guardia volvieron a brillar. Una fugaz chispa azul en su mirada, muy similar a la de los sangre azul.
Volteé a ver a Cohen, ansiando que hubiera visto lo mismo que yo. Su reacción fue igual a la mía.
—¿Qué? ¿Por qué me miran así? —preguntó Ulises, no menos confundido que nosotros.
—Hablemos —susurró Cohen en mi oído.
Lo miré y asentí.
—Me voy a robar a Athena un momento —dijo Cohen, antes de tomarme de los hombros y dirigirme al otro lado de la cubierta.
—Lo notaste, ¿verdad? —murmuré.
—Ahora entiendo lo que me quisiste decir en la carroza —comentó—. Cuando sus ojos brillan parece un controlador.
—¿Será que...?
—¿Qué? —Frunció el entrecejo—. ¿Crees que sea uno de ellos?
—No lo sé, Cohen —suspiré—. Pero el brillo es muy sospechoso.
—Concuerdo con usted, princesa. —Puso una sonrisa traviesa—. ¿Le gustaría empezar una investigación?
Reprimí una carcajada.
—¿Investigación? —Lo miré, incrédula—. No vale la pena intentarlo. Ya nos hubiera atacado si fuera uno.
—¿Cómo sabes eso?
Él me retó con la mirada y mis ojos le lanzaron indiferencia como respuesta.
—Cohen... has visto esas cosas. No se parecen en nada a Ulises.
El entusiasmo en su rostro disminuyó.
—Entonces, ¿qué haremos durante los dos días de viaje? —preguntó.
Un recuerdo regresó a mi cabeza.
—Podríamos entrenar con nuestras respectivas armas —dije—. Ya sabes, tu padre te pidió que usaras sabiamente una espada y... llevas una vaina nueva.
El chico se sorprendió por mis palabras.
—¿Esta? —Señaló la vaina y yo asentí—. Bueno... —desenvainó una hermosa espada azul y se acercó a mí—, es el arma protectora de Escorpio.
—Oh... —Casi se me cae la mandíbula—. Así que finalmente te la dio.
—Así es.
—Debe cuidarla bien, Su Alteza.
Él se rio, aún mirando el arma.
—Es La espada de Hekla.
—Es preciosa. —La admiré al igual que él—. Me gusta.
Los ojos del chico se posaron en los míos.
—¿Le gusta el arma o... quien la porta, Alteza? —preguntó, muy confiado, con ese gesto suyo que tanto odiaba. Sinvergüenza.
Levanté las cejas e intenté no reírme. Su descaro definitivamente no tenía límite.
—¿Me estás coqueteando? —respondí.
Cohen esquivó mi rostro para llegar a mi oído.
—Tal vez.
Su voz me estremeció por completo. Él se volvió, regresando sus ojos a los míos, y sonrió.
«Dioses, esa sonrisa».
—Pero no te sonrojes.
Bufé, indignada, y volteé hacia el mar. Ni siquiera me había sonrojado.
Antes de poder responderle, Cohen tomó mi barbilla y la regresó en su dirección.
—No desvíes la mirada, Athena.
Me quedé helada y me sumergí en él. Sus ojos verdes me hipnotizaron por completo, pero mi respiración se detuvo cuando su dedo acarició mi mejilla.
—¿Qué hubiera pasado si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias? —murmuró.
—Probablemente, estuviéramos tomando té y hablando de cosas de la realeza —contesté lo primero que se me vino a la mente.
Él se rio.
—No, me refiero a... sin títulos ni nada... solo...
—¡Ustedes dos!
El príncipe reaccionó y nos separamos rápidamente ante la voz de Kostas. Volteamos hacia él y puso la sonrisa más grande que le vi.
—¡Oh! No era para ustedes —dijo y regresó a los tripulantes— ¡Alguien llame a Erik y Gal!
¿Qué les pareció?
¿Qué es lo que tiene Ulises?
¿Extraño? No lo creo.
Espero que les haya gustado, si fue así, hagánmelo saber con su voto y comentario.
¡Muchísimas gracias por leer!
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