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Capítulo 23

Invadido, de repente, por una extraña y desagradable sensación, sacó su teléfono del bolsillo para enviarle un mensaje a Lucila. Desde que se había ido esa mañana del hotel, no había vuelto a hablar con ella y necesitaba, aunque fuese por medio de un simple saludo, comprobar que se encontraba bien. Estaba todavía escribiendo cuando oyó que Julieta se quejaba de dolor mientras intentaba cambiar de posición en la cama. Se apresuró a enviar el mensaje y volvió a guardar el teléfono.

—¿Querés que llame al médico? —preguntó y la ayudó a sentarse.

—No, estoy bien —balbuceó de forma entrecortada.

Era evidente que no lo estaba.

La observó con atención. Se veía demasiado pálida, incluso para el estado en el que se encontraba, y podía notar que había adelgazado bastante desde la última vez que se habían visto. Las oscuras marcas debajo de sus ojos no tenían nada que ver con los moretones que lucía su rostro, y su cansancio era más que notorio. Su falta de descanso y escasa alimentación siempre habían sido motivo de discusión entre ellos. Por lo visto, el problema se había acrecentado tras la separación.

No pudo evitar sentir pena por ella. En tanto Julieta parecía hundirse cada vez más en un pozo, él se sentía mejor que nunca; y todo se lo debía a Lucila. Con su sencillez y frescura, había cambiado su vida por completo colmando su corazón de una calidez sin igual. Por un instante, se preguntó qué habría sido de su relación si su ex no lo hubiese traicionado. No iba a negar que, en ese entonces, se había sentido herido, pero había sido más por su orgullo que por lo que sentía hacia ella. Sin duda, tarde o temprano, habría puesto fin al noviazgo.

—Enseguida vuelvo —le dijo, luego de asegurarse de que estuviese cómoda.

La inquietud que lo había invadido, minutos antes, seguía molestándolo. Necesitaba hablar con Lucila. No se quedaría tranquilo hasta escuchar su voz. Pero cuando estaba por atravesar la puerta, se topó con el médico con el que había hablado antes. A su lado, un oficial de policía lo observaba con atención.

—Inspector Ferreyra —saludó el uniformado y le extendió su mano—. Soy el oficial Godoy. Me gustaría hacerle unas preguntas, si no es molestia.

—¿Tiene que ser ahora? —preguntó a la vez que correspondió el saludo.

—Me temo que sí.

Exhaló, cansado.

—Muy bien —aceptó con fastidio mientras fulminaba al médico con la mirada.

Era obvio que no le había creído antes. Su paciencia comenzaba a agotarse; no obstante, intentaría preservar la paz. Estaba lejos de su jurisdicción y lo que menos quería en ese momento era tener problemas con sus colegas.

—¿Lucas?

—Enseguida vuelvo, Julieta. Aprovechá para descansar —indicó esbozando una sonrisa forzada.

Sin esperar respuesta, se alejó por el pasillo con el policía. Si bien este no parecía inclinado a encontrarlo culpable, debía hacer su trabajo y él no iba a dificultarle la tarea. Lo que no imaginaba era que tendría que soportar varias horas de tediosas y repetitivas preguntas que, sin duda, habían sido ideadas para confundir al interrogado y dejar en evidencia las contradicciones que pudiese haber en su discurso. Por supuesto, ese no era su caso. Lo que sí logró sorprenderlo, fue que hubiese contactado a su jefe para corroborar que, en efecto, se encontraba de vacaciones.

Cuando el agente finalmente se dio por vencido y se marchó, ya había atardecido. ¡Mierda! ¿Cuánto tiempo había estado allí dentro? Su cabeza estaba a punto de estallar. Necesitaba un café, a pesar de que no era lo que deseaba en ese momento. Malhumorado, sacó su celular para ver sus mensajes —le resultaba extraño que no hubiese vibrado ni una sola vez en toda la tarde— mientras se dirigía por uno a la máquina que había visto en la sala de espera. Sin embargo, antes de que alcanzase a desbloquearlo, vio entrar a los padres de Julieta.

La mujer, nerviosa y con lágrimas en los ojos, se abalanzó sobre él en cuanto lo vio y se arrojó a sus brazos. El hombre, que la seguía de cerca, apoyó una mano en su hombro una vez estuvo frente a él. Ambos eran muy amigos de sus padres, por lo que, sin importar que Julieta y él ya no fuesen pareja, seguían tratándolo como a un hijo.

—Ella está bien, Beatriz —la contuvo—. Golpeada, pero se va a recuperar.

—¿Ya se sabe quién le hizo esto? —indagó Alberto con expresión severa, en un claro intento por mantenerse en una pieza.

—No lo sé, pero voy a averiguarlo —prometió—. Vengan, los voy a llevar a su habitación porque yo ya tengo que irme.

—¿Cómo? ¿No vas a quedarte con ella?

—Cariño —advirtió su esposo.

—Lo sé, lo sé, no tengo que meterme —reconoció; y dirigiéndose ahora a Lucas, prosiguió—: Ella está perdida desde que te fuiste. Desmejoró mucho y se la ve muy triste. ¿No hay chance de que puedan resolver sus diferencias?

Negó con su cabeza, apenado. Ninguno sabía lo que había pasado entre ellos y no sería él quien los iluminase. No obstante, tampoco iba a darles falsas esperanzas.

—No, Bea, ninguna.

Se despidió luego de llevarlos con su hija y, tras prometer llamar más tarde para ver la evolución de la joven, se marchó.

De camino al estacionamiento donde había dejado su auto, por fin pudo revisar su teléfono. Se sorprendió ante las múltiples notificaciones que comenzaron a llegar, una tras otra. En su mayoría, eran llamadas perdidas de Bruno, aunque, para su asombro, también había una de Pablo.

Comprendió, entonces, que durante todo el tiempo que había estado en el hospital, no había tenido señal. Por consiguiente, el mensaje que le había escrito a Lucila, horas atrás, no se había siquiera enviado. Todo su cuerpo se puso en tensión cuando, al intentar llamarla, descubrió que su teléfono estaba apagado o fuera del área de cobertura. Algo no andaba bien. Lo sabía.

—¡Mierda! —gritó, furioso, y corrió el último trecho hasta su vehículo.

Una vez en marcha, activó el altavoz y llamó al mayor de los primos.

—¡Lucas, por fin!

La voz de Bruno denotaba absoluto miedo.

—¿Qué pasa? ¿Lucila está bien?

—No lo sé... —respondió, nervioso.

Su corazón se detuvo por una fracción de segundo.

—¡¿Cómo que no sabés?! —reclamó.

Nunca, en toda su vida, ni siquiera cuando estuvo al borde de la muerte en el operativo en el que su jefe le había disparado, se había sentido tan aterrado como en ese momento.

—Estaba con José y, de pronto, se fue a su departamento. Cuando unos minutos después vinimos a verla, encontramos que su puerta estaba abierta; sin embargo, no había señales de ella. La llamé varias veces, pero su teléfono está apagado. Pensé que tal vez estaba con vos y...

—¡Les pedí que no la dejasen sola! —lo interrumpió con un rugido.

—¡Lo sé! Es que ella... Fueron apenas unos minutos...

Cortó. No necesitaba escuchar más excusas. Sabía perfectamente quién se había llevado a Lucila y no podía perder más tiempo. Golpeó el volante con fuerza a la vez que gritó, cual animal salvaje. Jamás debió haberla dejado. Dejó salir el aire de sus pulmones despacio. Necesitaba calmarse para saber cómo proceder a continuación. La encontraría, de eso no tenía duda, y cuando lo hiciera, mataría al imbécil con sus propias manos.

Se apresuró a buscar el contacto de su compañero. Tenía que saber si había podido averiguar el paradero de Mauro Padilla. No le importaba a quién carajo tuviese que puentear en el medio para conseguir esa información de forma urgente. La vida de Lucila dependía de eso. No obstante, una grabación le indicó que el número no se encontraba disponible. ¡¿Dónde carajo se había metido?!

Frustrado, estuvo a punto de arrojar su teléfono cuando vio la notificación de un nuevo mensaje de voz. Ignorando el temblor en sus manos, marcó el código que le permitía reproducirlo.

—Lucas, soy yo. Estoy yendo para allá con Daniela; vamos a tomar un avión. El jefe se puso en contacto con el juez de la costa para que dé la orden a la policía local de rastrillar los alrededores en búsqueda de Mauro Padilla. Parece que el comisario ya estaba al tanto de los asuntos entre él y el subcomisario, pero no tenía cómo probarlo y las grabaciones que vos me pasaste fueron cruciales. Lo tenemos. Solo falta dar con él. Calculo que estaremos en el hotel alrededor de las ocho. No hagas nada hasta que yo llegue.

Miró su reloj. Eran las ocho y media pasadas. Llegarían juntos, si no lo habían hecho aún.

Completamente enajenado, hundió el pie en el acelerador rebasando, por mucho, el límite de velocidad permitido.

Sin molestarse en estacionar de forma correcta, saltó del auto y corrió al interior del hotel. El tiempo se le escurría entre los dedos y necesitaba, cuanto antes, encontrar alguna pista que le permitiese encontrar a Lucila. Nada más entrar, vio a los tres primos esperándolo en el hall del edificio. Contuvo las ganas de golpearlos. Por sus expresiones, sabía que estaban asustados y, sin duda, se sentían culpables, pero él no pensaba hacer nada para aliviarles ese sentimiento. Tenían una parte de culpa; habían prometido quedarse a su lado en todo momento hasta su regreso y no habían cumplido. Sin embargo, más culpable era él por haberla dejado.

—Lucas —dijeron a la vez en cuanto lo vieron.

No les respondió. Ni siquiera los miró. Simplemente siguió caminando hacia la sala de servidores. Necesitaba revisar las putas cámaras de seguridad para ver, con exactitud, lo que había pasado. Solo esperaba que no la hubiesen golpeado. ¡Dios, de solo pensarlo, sus tripas se retorcían! El corazón martillaba sus sienes y apenas podía respirar debido a la angustia y desesperación que lo embargaba desde hacía horas.

—Esto es mi culpa. No debí dejar que se fuera sola. —Oyó que José se lamentaba de lejos.

Lo ignoró. Ya no importaba eso ahora. Continuó avanzando hasta entrar en la sala y, sentándose frente a la computadora, comenzó a revisar las grabaciones correspondientes. Sintió una puntada en el pecho cuando visualizó al hombre que había salido de la habitación de Lucila con ella en brazos. Había tenido cuidado de no mirar hacia la cámara, no obstante, no hacía falta que lo hiciera. Podría reconocerlo aun si hubiese estado disfrazado. Por la postura de ella, supuso que había sido drogada.

Oyó el jadeo de Bruno a su espalda. Este lo había seguido minutos antes y lo observaba trabajar en silencio.

—¡Hijo de puta!

Golpeó el escritorio con el puño, furioso. Lo mataría. Le quebraría cada hueso antes de meterle un balazo entre ceja y ceja.

Miró la hora en la pantalla. Habían pasado dos horas ya, por lo que podría estar en cualquier lado. Desesperado, observó el camino que aquel infeliz había tomado para salir del hotel siguiéndolo a través de las cámaras. Evadiendo a la gente con eficiencia, se había ido por la parte posterior del hotel. Era evidente que no se trataba de la primera vez que hacía algo similar y eso no hizo más que aumentar el pánico que ya sentía.

Saltó de la silla y se dirigió a la salida. Imitaría sus pasos en un intento por encontrar algún rastro que lo condujera a ella y, si eso no funcionaba, recorrería cada maldito rincón de la ciudad hasta encontrarla. Cada segundo que Lucila pasaba con ese degenerado, era tiempo en su contra. Ignorando las preguntas del mayor de los primos, avanzó por el pasillo en dirección a la puerta.

Se detuvo al ver que su compañero entraba junto a su mujer. Vio cómo la cara de Daniela se iluminaba con una enorme sonrisa cuando sus ojos se encontraron y, contenta, daba un paso hacia él. Adoraba a esa chica, lo había hecho desde que la había conocido, pero, en ese momento, no podía corresponder su alegría. Pablo debió advertirlo en su expresión, ya que, inmediatamente, puso una mano en su hombro para impedirle que siguiese avanzando.

—¿Qué pasó, Lucas? —le preguntó con sus ojos fijos en los de él.

Solo entonces, frente a su compañero, su hermano, habló.

—Se la llevó. Mauro tiene a Lucila.

—¿Pablo? —La voz acongojada de Daniela al comprender sus palabras, se clavó en su pecho apretujando, aún más, su ya comprimido corazón.

—Tranquila, princesa. La encontraremos —aseguró con determinación—. Lo hicimos antes con vos y lo haremos ahora con Luci. No vamos a fallarle.

Lucas inspiró profundo. No se relajaría hasta volver a tenerla a salvo en sus brazos, y la seguridad que alcanzó a oír en su compañero lo ayudó a serenarse lo suficiente como para poder llevar a cabo lo que vendría a continuación. Tenía su arma en la espalda, la había agarrado antes de salir hacia el hospital y estaba seguro de que Pablo llevaría encima también la de él. Estaba dispuesto a hacer lo que fuese necesario para tenerla de nuevo con él. Se enfrentaría al mismísimo diablo si tenía que hacerlo. Estaba completamente preparado.

Para lo que no estaba listo, era para escuchar allí mismo, en ese preciso instante, la voz del imbécil a quien, meses atrás, había deseado romperle la cara a golpes.

—Puede que yo sepa dónde la llevó.

Todos giraron hacia el hombre que, de pie, junto a la puerta, los miraba con expresión culpable en el rostro.

—¡¿Gabriel?! ¡¿Qué estás haciendo acá?! —inquirió Daniela.

Si bien ella fue la primera en reaccionar, Lucas no tardó en hacerlo. Hecho una furia, se abalanzó sobre el ex de Lucila y, sujetándolo del cuello de su chaqueta, lo estampó contra la pared más cercana. La altura de ambos era similar, aun así, logró elevarlo unos centímetros por encima del piso.

—¿Dónde la llevó quién? ¡Decime dónde está o te mato ahora mismo, pedazo de mierda!

No le importaba quien los estuviese viendo o escuchando. En ese momento, lo único en lo que podía pensar era en sacarle información al idiota que, evidentemente, estaba involucrado en su desaparición.

—Vas a tener que soltarme si querés que hable.

La desfachatez del tipo no tenía nombre.

En el acto, Pablo sacó su arma y, apuntando a quien había sido su amigo en un pasado y por quien casi los habían matado cuando los secuestradores de su mujer lo siguieron hasta ella, apoyó el cañón en su sien.

—Empezá a hablar ya o te vuelo los sesos —amenazó con voz firme.

Todos quedaron petrificados ante la escena. Y no era para menos. Ver a dos hombres como ellos, imponentes, seguros de sí mismos y totalmente furiosos, no era algo que lo dejase a uno indiferente.

Gabriel, por su parte, tragó con dificultad.

—Lo llaman gorila —se apresuró a decir con sus ojos celestes fijos en los azules de él—, pero su nombre real es Mauro Padilla.

Lucas lo soltó con un gruñido. ¡Lo sabía! Rara vez su intuición se equivocaba. Y su memoria tampoco; lo había reconocido en la filmación.

—El guardaespaldas del intendente —murmuraron José y Agustín a la vez tomando consciencia de lo que eso significaba.

—Tenemos que llamar a la policía. Si ese tipo tiene a mi prima... —comenzó a decir Bruno, pero Pablo lo detuvo con un gesto de la mano.

—El comisario Gutiérrez está al tanto de los delitos de Padilla y están intentando localizarlo. Hace unas horas hablé con él y quedamos en que nos encontraríamos acá. Supongo que no tardará en llegar.

Lucas lo miró. Sabía lo que intentaba hacer su compañero. Nadie lo conocía como él y estaba seguro de que había notado lo mucho que se estaba conteniendo. Quería apaciguarlo para que esperase a la policía, pero eso no iba a suceder. Lucila lo necesitaba y no iba a perder más tiempo.

—Me iré en cuanto tenga una dirección —advirtió.

—Lucas...

—¡¿Esperarías vos si se tratase de Daniela?! —lo interrumpió.

Pablo negó con su cabeza. Por supuesto que no y sería un hipócrita si decía lo contrario.

—Aclarado entonces —dictaminó Lucas y, dirigiéndose ahora a Gabriel, le ordenó que empezara a hablar—. ¿Dónde está?

—No estoy seguro.

—¡Dijiste que sabías donde la había llevado! —gruñó.

—Dije que podía saberlo, no que lo supiese.

—¿Sos suicida o qué? —intervino Pablo, anonadado—. Mirá, Gabriel, más te vale que nos digas algo concreto o te juro que voy a dejar que mi compañero te mate. ¿De dónde conocés a Mauro?

Este inspiró profundo y exhaló.

—Lo contraté para asustar a Lucila.

—¡¿Qué?! —dijeron al mismo tiempo.

—Después de que ella cortara conmigo y se viniera a la costa, me di cuenta de que la amaba. No supe valorarla antes porque, bueno, en ese momento, yo estaba...

—¿Obsesionado con mi esposa? —lo interrumpió, el sarcasmo resonando en cada palabra.

La mirada que le dedicó en respuesta fue una mezcla de odio y desprecio.

—Enamorado —corrigió—. O eso creía, al menos. Sin embargo, pronto descubrí que había sido solo un capricho y que nunca antes me había sentido tan bien como cuando estuve con Lucila.

—El sentimiento no fue mutuo, te lo puedo asegurar —agregó Lucas con las manos cerradas en puños. Estaba a nada de abalanzarse sobre él.

—Sé que la hice sufrir y es algo con lo que voy a tener que cargar el resto de mi vida —continuó—, pero pensé que podía arreglarlo. Había visto cómo Daniela se había enamorado de Pablo cuando la salvó y me dije que, si yo hacía lo mismo por ella, entonces, me perdonaría y podría recuperarla.

—Sos patético.

La voz de Daniela los sorprendió a ambos. Estaban tan concentrados en lo que contaba Gabriel, que se habían olvidado de que no se encontraban solos.

—Sos un ser despreciable, inseguro, envidioso y cobarde. Jamás la mereciste —prosiguió a la vez que avanzó hacia él.

—Lo sé —reconoció, avergonzado.

—Ella es demasiada mujer para vos y nunca, nunca, va a quererte porque sos una mierda de persona.

—Daniela —advirtió Pablo al ver que se estaba acercando demasiado. Pero ella recién comenzaba y no iba a guardarse lo que pensaba.

—Sos tan egoísta que no te importó ponernos en peligro a las dos cuando, vaya a saber por qué carajo, decidiste llevarla a Misiones. Por tu culpa me atacaron, y ahora se llevaron a mi mejor amiga. Te juro que, si algo llega a pasarle, voy a matarte yo misma.

Pablo no pudo evitar sentirse orgulloso de su mujer. Daniela era una fiera y amaba cuando dejaba salir ese lado de ella.

—¡Nunca quise que esto pasara! —exclamó Gabriel, incapaz de seguir soportando sus duras palabras—. La idea era que Mauro la asustara para que yo pudiese convertirme en el héroe que necesitaba. Pero entonces, él apareció y todo se fue a la mierda —finalizó con sus ojos clavados en los de Lucas.

—Oh, perdón por arruinar tu morboso plan —espetó este con ironía.

—No podía soportar que lo mirase a él del modo que se suponía que tenía que mirarme a mí —continuó ignorando el mordaz comentario—. Tenía la misma puta devoción en sus ojos que había visto antes en los tuyos.

Daniela negó con su cabeza. Le resultaba muy difícil procesar lo que le estaba diciendo.

Lucas, por su parte, no apartaba la mirada de él. Su relato, las justificaciones que daba no hacían más que asquearlo y, conociendo a su compañero, este debía estar sintiéndose igual.

—Necesitaba alejarte de acá —dijo, ahora sí dirigiéndose a él—. Jamás iba a recuperarla si vos estabas cerca. Así que te investigué, indagué en tu pasado y así fue como di con Julieta.

Lucas se tensó nada más oír el nombre de su ex. Pablo dio un paso más cerca de él. Se imaginaba hacia dónde seguiría la conversación y temía por la reacción que tendría su amigo.

—Ella se negaba a aceptar que lo de ustedes había terminado, así que estuvo más que dispuesta a ayudarme. Retocamos unas fotos viejas en las que salen besándose y les pusimos la playa de fondo. Ella se encargaría de hacer que fueras a verla con alguna excusa y yo aprovecharía el momento para mostrarle a Lucila las pruebas de tu engaño. Siempre fue bastante insegura, así que supuse que no sería muy difícil convencerla.

—¿Qué clase de hombre trata así a la mujer que dice amar? —cuestionó, con desaprobación.

—Tal vez uno que se cansó de que siempre sea otro el que se quede con la chica —contratacó, desafiante.

—¡Estás mintiendo! Julieta jamás haría algo así.

Gabriel sonrió, burlón.

—Tampoco pensaste que se acostaría con otro hombre, ¿verdad?

Daniela se llevó una mano a la boca para acallar el jadeo que había escapado de sus labios.

Un silencio sepulcral se instaló en el ambiente. Los hermanos Pedrosa intercambiaron miradas, pasmados por el cinismo de su comentario. ¿Acaso no se daba cuenta de que Lucas estaba al límite? ¿Tan poco valoraba su vida?

Pablo se acercó un poco más a su compañero, dispuesto a sujetarlo en caso de que fuese necesario. El mundo no se perdería de nada si Gabriel moría esa noche, pero todo el papeleo que tendrían que hacer después, sería una reverenda mierda.

—No caigas en su juego, hermano —susurró solo para él—. Te está provocando, no le des el gusto. Te juro que me voy a encargar personalmente de que pague por lo que hizo, pero ahora centrate en Lucila. Ella te necesita.

Había elegido las palabras con precisión y no se había equivocado. La oscuridad que había visto formarse en sus ojos comenzaba a remitir, lo cual le permitiría pensar con mayor claridad.

De pronto, sin previo aviso, dio media vuelta y sorprendiéndolos a todos, golpeó con fuerza a Gabriel en el rostro. Gotas de sangre salpicaron el piso antes de que, con un quejido, el joven se llevara una mano a la nariz para contener la hemorragia.

—¡¿Dónde mierda entra Padilla en todo esto?! —preguntó redirigiendo la conversación a lo importante—. Y más te vale responder rápido, imbécil, que no tenemos todo el día.

—Está bien, está bien —se apresuró a decir—. Cuando descubrió que eras policía —continuó dirigiéndose a Lucas—, nos pidió más dinero. Dijo que era demasiado peligroso y que no se iba a arriesgar por monedas. Ahí me dio miedo. Me di cuenta de que las cosas se estaban saliendo de control y le dije que no. Cancelé todo y me fui. Había llegado el momento de aceptar que la había perdido para siempre. —Hizo una pausa para limpiar con la manga de su chaqueta los restos de sangre de su nariz—. Luego de recoger mis cosas, vine a verla una última vez. Desde afuera, claro. Vos ya te habías encargado de que no pudiese volver a acceder a las cámaras.

Lucas apretó con fuerza los dientes al oír eso último. Había sido él quien la había estado acechando todo ese tiempo.

—Andá al punto de una vez —bramó, furioso.

Gabriel alzó la mirada y fijó sus ojos en los de él.

—Cuando te vi bajar del auto y correr como loco hacia el hotel supe que algo había pasado. Ni siquiera sabía que te habías ido. Minutos después, los vi a ellos —señaló a Daniela y Pablo con la mano— y eso me lo terminó de confirmar. Decidí acercarme. Solo me aseguraría de que ella estuviese bien y me iría. Pero entonces, te escuché decir que él se la había llevado y me quise morir. No quería que esto pasara. No entiendo en qué momento Mauro decidió ir por su cuenta. Aunque debí imaginar que lo haría. La forma en que la miraba...

—¿En verdad creíste que podrías controlar a un tipo como ese? —cuestionó Pablo con incredulidad—. Es un delincuente peligroso acusado de violencia de género y muchas otras cosas más. Trafica droga y está apañado por la policía local.

—Y lo llevaste directo a ella —agregó Lucas, completamente al filo—. ¡Debería matarte ahora mismo! —Sacó su arma en una fracción de segundo y apuntó justo a su cabeza. Sus ojos estaban enrojecidos por la ira—. ¡¿Dónde está?! —exigió. El tiempo se agotaba.

—Su familia tiene una cabaña al sur de Villa Gesell, casi en el límite con Mar de las Pampas. Está alejada de todo. No se me ocurre otro lugar al que pudiese haberla llevado.

En cuanto tuvo la ubicación exacta, lo golpeó con la culata de su pistola dejándolo fuera de combate en el acto. Luego, corrió hacia la puerta.

—No voy a dejar que vayas solo —advirtió su compañero mientras le daba alcance.

—Entonces tendrás que acompañarme porque no pienso esperar un puto segundo más.

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