13. El partido
"Cuanto más difícil, mayor es la sensación de victoria."
-Pelé.
Ha pasado un mes desde que comenzaron las clases. Puedo comer tranquilamente con Leia, incluso con sus amigas, a las que, —¡Qué sorpresa!— no les caigo bien, demasiado culta y rara para su círculo popular. A veces me junto con Kamille y Fred, pero van muy a lo suyo y no quiero sentirme una sujeta velas, por lo que les he dado un poco de esquinazo. Continuo yendo a alguna fiesta, pero decidí apartarlo a unicamente los sábados, necesito sentir la paz que solo me dan los libros o la voz de Matthew (esto último nunca lo admitiré en voz alta).
Él siempre está pegado a mi culo, por alguna extraña razón cada día está más encima de mí. Recrimina a la gente que me ofrece bebida, como si yo no tuviera boca, parece mi padre en algunos momentos y eso me desquicia. También me acompaña de vez en cuando a casa cuando finalizan las clases y algunas de esas tardes tardes se queda; yo preparo macarrones mientras él canta.
Lo observo mientras entra en clase, recibiendo un toque de atención por parte de la profesora. Cuando pasa por mi lado para sentarse en su pupitre me doy cuenta de sus ojos rojos y el olor a alcohol que emana, edor que ni su perfume de siempre consigue disipar. Ninguno de los dos hemos hecho la tarea, por lo que la profesora de matemáticas tiene la brillante idea de castigarnos a la hora del recreo para terminar lo que no hemos ni empezado. Cuando suena el timbre no me muevo, haciendo los ejercicios atrasados e intentando adelantar lo máximo posible para no llevarme tarea a casa. Noto como mi silla se mueve y entrecierro los ojos, intentando hacer caso omiso, pero él sigue. Giro mi torso para mirarle y me sonríe sin dejar de mover mi silla con el pie. Suelto un suspiro de cansancio que puede escuchar perfectamente y cuando creo que ya ha decidido dejar de molestarme, se sienta a mi lado de golpe. Decido ignorarle pero se dedica a molestarme y a rallar mi libreta. Ya cansada le propino un buen golpe en el brazo.
—Eres mala. —Suelta en un puchero.
—Borracho —digo de mala gana, me está enfadado la actitud infantil que está teniendo.
—No vuelvas a decirme eso. —Me mira de la manera más fría que sus océanos azules se pueden permitir y apoya la cabeza en el pupitre, quedándose dormido.
El pelo rubio le cae sobre la cara, ocultándola, y cuando suena el timbre y él no despierta, yo tampoco me voy a la siguiente clase. Me quedo inmóvil contemplando cada rasgo de su angelical rostro cansado.
A la hora siguiente el aula se llena y el profesor nos manda a dirección por saltarnos las clases cuando entra, llamándonos rebeldes sin causa, cosa que nos hace reír, no solo a nosotros, si no a todos los allí presentes, lo que le enfurece aún más.
—Justo tenía que tocar el más borde —masculla el alto, colocándose el asa de la mochila en el hombro derecho.
Antes de llegar al despacho Matt toma mi mano y empieza a correr tirando de mí hacia la salida haciendo caso omiso a mis intentos de zafarme. No entiendo nada, ¿este es el chico que, en teoría, no suspende nada?
Me lleva a un parque, más específicamente al parque. Los recuerdos intentan salir de mí, pero la voz dulce del rubio les cierra las puertas. Se tumba en el suelo, tirándome a su lado. Antes de que me pueda quejar clava su mirada en los mía.
—Somos unos rebeldes sin causa —susurra repitiendo las palabras del amargado en una carcajada.
En este momento el mote nos viene que ni pintado.
—¿Por qué has venido borracho? —Observo las hojas secas del suelo, que se dedican a hacer pequeños remolinos.
—Así se matan las penas, ¿no? —Su tono es burlón, pero la forma en la que me mira me hace entrever que habla completamente en serio—. Hay cosas que no merecen la pena ser recordadas.
—¿Por qué has venido entonces? —Clavo mis ojos grises en los suyos y el sacude la cabeza.
—Quería verte. —Río, pero él se acerca, dejando un pequeño beso en mi mejilla—. Desde que te vi siempre he querido hacerlo.
Estoy cansada de sus juegos, por lo que me levanto, empujándolo y huyendo del lugar a toda prisa.
Ya no quiero la apuesta. Solo quiero que se aleje de mí. No puedo permitirme esto.
Matthew Hemmings, por favor te lo pido, para.
Después de llegar a casa y de recibir treinta llamadas perdidas de mi amiga, que no conforme con mi decisión de ignorarla lo que restaba de día, se ha presentado en mi casa y me ha sacado a la fuerza del sofá donde estaba leyendo, llevándome a regañadientes al primer partido de la temporada.
—¡Venga chicos! —Retrona la voz del entrenador Jones por todo el recinto—. ¡A darlo todo y ganar!
Se acerca a Matt, que intenta hacerme cosquillas y se lleva un leve golpe en el hombro de mi parte. ¿Por qué no me deja tranquila?
—Espero que hoy te esfuerces Hemmings —reprocha Jones sin mucha emoción—. Y déjate de chicas, que te entretienen.
El se ríe mientras pasa la lengua por su piercing para acto seguido quitárselo. Cuando el entrenador está lo suficientemente lejos se inclina sobre mí.
—Ignórale —susurra haciendo que se me erice la piel—. El primer gol que meta es para ti, te lo dedico.
—¡Eso será si lo metes! —grito cuando se aleja y me hace una peineta.
Me quedo embelesada contemplando como la camiseta celeste del equipo del Instituto, con su apellido y el número siete, se ciñe perfectamente a sus hombros anchos y espalda musculada, quedando justo a la altura de un trasero redondo y seguramente duro a causa del deporte que se oculta debajo de unos pantalones cortos del mismo color, propio de la equipación del Kickstar.
—Qué buen rollito os traéis los dos últimamente. —Apunta la líder de las animadoras—. Por los pasillos ya se rumorea un nuevo romance.
—Ya sabes, la apuesta.
Ella asiente con la cabeza de forma irónica, ignorándome mientras me señala un asiento vacío en las gradas. Suspiro y tomo el lugar cuando la música empieza a sonar. Es el primer partido que veo en toda mi vida y estoy bastante nerviosa. Las luces, el ánimo de la gente, los silbidos y pitidos me contagian. Todo el equipo grita el lema cuando unen las manos y las levantan: juega como un equipo, brilla como una estrella.
Primero salen las animadoras, tanto de nuestro equipo como del contrario y hacen unas coreografías que me parecen perfectas. No puedo evitar gritar y aplaudir a mi amiga, emocionada.
El partido se desarrolla sin muchas complicaciones. Algún insulto, algún empujón, alguna que otra tarjeta amarilla. En el minuto treinta y cinco Matt mete el primer gol. Me mira mientras alza los brazos hacia el cielo, gritando. Pongo los ojos en blanco, reprimiendo una sonrisa.
No hay más acercamiento a portería por ninguna de las dos partes, el partido ha sido duro de pelar, según palabras textuales de Jones, al que casi le da un paro cardíaco, caminando de un lado a otro y sudando del propio estrés. Ahora está más tranquilo, y remueve el pelo de Matt, llamándole el chico de oro.
—¿Quieres mi camiseta? —Se pone el piercing a escasos centímetros de mí, ignorando a todas las chicas que tenemos ahora a nuestro al rededor.
Esto es una broma. Tiene que serlo.
—Matt. —Carraspeo—. No, muchas gracias.
Él suspira, derrotado, y se aparta de mí con brusquedad, observándome como si fuera lo más irritante y odioso del mundo, como si acabara de herir alguna parte de su orgullo intocable.
—Una pena...
"Su camiseta" cuchichean mientras me señalan. ¿Tan importante es la camiseta sudada del capitán del equipo?
—Nunca se quita la camiseta y no deja que le toquen.
Las palabras de Leia hacen que me de cuenta del error que acabo de cometer. Me quedo estática, dejando que el miedo se apodere de mí mientras me da la espalda y camina hacia los vestuarios con la cabeza gacha y golpeando un balón invisible.
Huye Alyson.
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