Redención
A media noche Enrique despertó sin razón alguna. Se estiró con pereza y rodó sobre su cuerpo para quedar mirando en dirección al lado de la cama donde dormía Emilia.
Observó su perfil dibujado con la luz de la calle que entraba por la ventana, ella lucía muy despierta, con los brazos detrás de la cabeza y la mirada pegada en el techo.
Se acercó para acurrucarse en su pecho, a lo que la chica le abrazó de vuelta y comenzó a jugar con sus cabellos, pero sin despegar los ojos del cielo raso.
―¿Qué pasa?―preguntó él, respirando el aroma dulzón de su jabón de miel.
―Pienso en Tomás―respondió Emilia, con un pie en la realidad y otro en la fantasía.
―¿Por qué?
―Fui a verlo hoy, no estaba muy contento de verme. ¿Crees que me odiará si le cuento la verdad? Sé que sí, pero quiero tu opinión.
―Ni siquiera lo conozco.
―Pues te cuento que va a odiarme tanto, pero tanto. No volverá a hablarme, ama hacer la ley del hielo para lastimar a otros.
―Lo dices como si aquello fuera un talento―Enrique no sabía mucho de Tomás, pero la alegría con la cual Emilia lo describía le parecía extraña, sobre todo porque la mayoría de sus características eran defectos.
―No, no lo es, pero con los años he aprendido a encontrar adorable todo lo que él hace. ¿Crees que deba contarle? No quiero hacerlo, pero...
―¿Pero?
―Pero soy egoísta, tan egoísta.―Suspiró cansada y volteó hacía Enrique para enroscarse entre sus brazos y ocultarse en su pecho.―Renuncié a él por su propio bien, y aun así mandaría todo al traste solo por escucharlo llamarme mamá aunque fuera una vez.
―¿Mamá?
―Sí, si me llama mamá algún día, moriría feliz.
Enrique la alejó un poco y le dedicó una mirada incrédula. No entendía eso de tener hijos, pero suponía que las personas no morían por tan poco.
―¿Eso es todo lo que pides antes de morir? ¿No crees que es un poco pobre?
―No lo entiendes, para mí eso lo es todo―respondió sonriendo en la penumbra―. Echaría por la borda dieciséis años de sacrificios solo por esas cuatro letras.
Lo besó con ternura y le acarició la cara. Los años habían vuelto a Enrique mucho más franqueable, por lo menos para ella. Gran parte de su energía adolescente se había diluido en el tiempo, dejando solo un tipo tranquilo y calculador que mostraba tantas facetas distintas como personas en el planeta.
Le gustaba mucho el Enrique que era cuando estaban juntos. Cariñoso a su manera, preocupado y atento. Siempre dispuesto a escucharla, aun cuando no tuviera nada para decir el respecto.
Lo amaba, de verdad.
―Te amo―dijo él, ordenando sus cabellos detrás de su oreja.
―Lo sé―respondió ella.
Enrique se acurrucó en su cuello y la besó de forma delicada, disfrutando ese momento de intimidad.
―Deberías decirle, quizás se enoje, pero tú podrías morir feliz.
Emilia sonrió, abrazando a Quique con ahínco.
―También lo sé, pero voy a dejar que crezca un poco más. Quizás si ambos somos adultos lo entienda más fácil.
Dejaron de conversar y al poco rato cayeron dormidos.
Pasaron su última noche juntos soñando como sería la vida en un futuro, cuando ya no hubiera secretos.
I
Un poco más tarde la madre de Cristina les llevo más té y algunas galletas, suponiendo que todo el embrollo se trataba sobre algún trabajo en la escuela y no sobre como expondrían una red de narcotráfico.
Ellos agradecieron felices e intercambiaron algunos comentarios sin mucha profundidad. Lo que fuera necesario para que se fuera rápido y los dejara continuar sus maquinaciones.
Les recomendó que no se quedaran hasta muy tarde y que no se fueran solos a casa, la nieve era engañosa, igual que la noche.
En cuanto ella se fue, la discusión tomó tanto vuelo como antes.
―Esto es suicida. Ni siquiera sabemos por dónde empezar.―Cristina era la menos convencida. Empezar una investigación sobre cosas así de turbias solo los dejaría mal parados.
―Podemos empezar por las cosas de Emilia―sugirió Tomás, comiendo una galleta de a pequeños mordiscos―, tengo todo lo que había en su departamento.
―No todo―agregó Melchor―. Hay un puñado de cosas que Gaspar y Enrique sacaron antes que lo revisara la policía.
―Y aquí vamos, más secretos―comentó Antonio, colocándose un poco de hielo en el ojo que comenzaba a dolerle.
―¿A qué te refieres con un puñado de cosas?―Tomás se sentía enojado y emocionado por igual. Si bien se le había privado de una parte de Emilia, ahora existían más cosas de ella por revisar.
―Su computador, algunas carpetas, fotos, cualquier cosa que pudiera ligarla a Enrique, a mi hermano o a Felipe.
Tomás lo fulminó con la mirada, y luego se calmó, ya de nada servía recriminarle y había que rescatar el hecho de que estuviera siendo honesto.
―¿Y dónde están esas cosas?
―No lo sé, supongo que en el departamento de Enrique.
―No, no están ahí, hace algunos meses me metí en su departamento a revisar y no encontré nada sospechoso―explicó Tom, recordando su breve incursión a la casa de Torllini.
―Debe tenerlas Felipe.―Antonio pensaba en voz alta, y al ver las caras confundidas de sus compañeros cayó en cuenta de su desliz.―Lo digo porque ahí es donde vi la... ya saben, la carpeta.
―La casa de Felipe es un buen lugar para ocultar cosas―Melchor cavilaba rápido, aunque la idea continuar con aquella búsqueda se le antojaba demasiado peligrosa.―Por lo menos estoy seguro que en la mía no están, y las escondiera Felipe o Enrique da lo mismo...
―Porque ambos habitan la misma casa―interrumpió Tomás.
―No creo que sea una buena idea entrar a la fuerza―agregó Antonio―, con todo lo sucedido en el último tiempo debe de estar muy atento.
―No me parece una buena idea nada de esto―rezongó Cristina, que se había mantenido callada―. ¿No se dan cuenta del peligro que significa? La vez pasada terminamos descubriendo cosas terribles sin saber lo que buscábamos, ahora que sí sabemos podríamos hallar algo mucho peor. Es temerario.
―Necesito esto, Titi―susurró Tom―, necesito darle un cierre.
―Necesitas un psicólogo y terapia familiar, no investigar un red de narcotráfico. Y no me digas Titi.
―¿No lo entiendes?―preguntó él, frunciendo el ceño―. Tengo que hacer algo por ella. La perdí tan de improviso, que siento como si le debiera algo.
―Esto no va a traerla de vuelta, de la misma manera que no la trajo de vuelta la última vez.
La ira de Cristina comenzaba a aflorar, opacando a la Titi que intentaba ser razonable antes de perder los cabales. Notó el desazón de Tomás, pero no se dejó engatusar, llevaba más tiempo del recomendable tratándolo con paciencia y cariño.
―Mira Cristina, o estás conmigo o en mi contra―zanjó―. Así que o nos ayudas a idear una forma de robar todo lo que tiene Enrique, o no opinas.
Titi, alzó la mirada por sobre todos los chicos. Antonio observaba indeciso ambos bandos, mientras que Melchor solo negó en silencio. El choque de las dos fuerzas más temperamentales del equipo solo podía anunciar problemas, si iban a arriesgar su integridad lo más lógico era mantenerse unidos.
Tomó una decisión calculada, deseaba ayudar a Tomás en lo que fuera necesario para «cerrar» sus asuntos inconclusos, pero no estaba dispuesta a apoyar su propia condena.
―Creo que eres un estúpido―sentenció ella―, si quieres las cosas de Emilia solo tienes que poner tu cara de perro degollado, ir donde Enrique, y preguntar si él posee algo de ella. Te lo dará, porque es natural que tú quieras saber más cosas de ella, sobre todo si juegas bien tu papel de huérfano desvalido.
Melchor asintió.
―Es un muy buen plan. Considerando que recién se conocen, pero tampoco es hace dos minutos, una petición así no sale de lugar. Es un buen aporte, Titi.―Melchor sonrió. Cristina no le devolvió la sonrisa.
―Lo sé. Ahora largo los tres, si quieren jugar a los detectives de la vida real háganlo sin que yo sepa nada, porque los voy a delatar.
Tomás apretó los labios y le regaló una mirada venenosa. La traición de parte de Titi, aunque luchaba por comprenderla, le sentaba como una estocada por la espalda.
―¿Cómo...?
―Largo dije.
Tom gruño, tomó sus cosas y salió por la puerta sin despedirse.
La chica, repleta de rabia, miró a los otros dos con el mismo desprecio que a Tom, y los instó a retirarse también.
―¿Y nosotros por qué?―preguntó Anto, disfrutando de los últimos momentos de su bolsa de hielo.
―Porque hay solo dos bandos, el suyo o el mío.
Melchor fue el primero en levantarse y alistar sus pertenencias, a pesar de que los ojos furiosos de Titi se le clavaban en la espalda.
―Alguien tiene que preocuparse de protegerlo de él mismo, y no creo que pueda hacerle cambiar de opinión―comentó, justificando sus decisiones.
Titi bufó.
―Solo vete. ¿Y tú, de qué lado estás?―interrogó a Anto, esperando que por lo menos uno de ellos le encontrara la razón.
Se debatió entre Melchor, quien ya estaba listo para salir por la puerta tal como lo solicitaba la dueña de casa, y Cristina, la voz de la razón entre tanto crimen y droga.
―Ninguno de los dos es bueno peleando, Titi, necesitan alguien que...
―¡Agg! ¡Ya, largo, los dos!
Juntó sus pertenencias y escapó antes de que Cristina comenzara su eterna perorata de cómo siempre la ignoraban, aun cuando estaba en lo correcto, solo por satisfacer sus vacías aspiraciones juveniles.
Bajaron la escalera, se despidieron de la familia de Cristina y salieron, para encontrarse con Tomás esperándolos con la sonrisa extendida por toda la cara.
Saberse ganador lo satisfacía más de lo necesario.
―Sabía que elegirían de forma correcta―dijo, sin disimular su felicidad.
Melchor se le acercó quedando a solo centímetros uno del otro. No lucía como Tomás esperaba que luciera.
―Tengo un largo historial de muy malas decisiones, Tomás. Se reconocerlas, y esta es una de ellas―masculló con la mirada Valencia sacando chispas de sus ojos―. Espero que sepas lo que haces.
Se largó calle abajo, ocultándose del frío detrás de su bufanda.
Tomás lo observó alejarse, con el ceño fruncido y la mueca de desaprobación.
―¿Qué le pasa?
―Acabas de hacerlo pelear con su novia por ti, yo también estaría un poco molesto―explicó Anto― ¿Tienes claro que si se separan por tu culpa habrán muchas personas furiosas contigo?
―¿Crees que eso me importa en este minuto?
―Debería, son tus amigos.
Antonio siguió a Melchor, sin ningún ánimo de alcanzarlo, disfrutando del frío de la noche y la suave nieve bajo sus pies.
Tomás bufo y pateó la nieve. No quería ser el causante de estragos en medio del grupo, pero por fin se abría una posibilidad de enterrar a Emilia para siempre.
¿Cómo podía Cristina no entenderlo?
Miró a la ventana de la chica y suspiró. Le causaba algo de gracia como podían ser tan amigos y al mismo tiempo tan enemigos.
Se ajustó la mochila al hombro y siguió los pasos de los otros dos.
Era el último esfuerzo por Emilia, el último.
II
La idea de arriesgar su pellejo no le hacía gracia alguna, menos al pensar que la mente maestra detrás del plan era Gaspar, quien la última vez los metió a ambos en prisión por seis meses porque no se le ocurrió una mejor solución.
Aceptaba que hacer caer a Fernando le llamaba la atención, pero dudaba si el riesgo era equivalente a la ganancia. Ni hablar de las consecuencias en caso de que la «operación» saliera mal. Gonzales seguía sin ser de fiar y con uno de los tres en el hospital, las posibilidades de éxito se minimizaban sustancialmente.
A pesar de todo, ahí estaba, esperando a Farías en los límites del pueblo, sentado en el auto de Felipe con el cuidado puesto en cada leve movimiento de los árboles a su alrededor y la calefacción encendida al máximo.
Por cuenta propia se encontraba a minutos de firmar su sentencia de muerte, y si no moría, con toda seguridad perdería alguna parte importante de su cuerpo.
Escapar se le hacía tan fácil. Apretar el acelerador, llegar a la ciudad más cercana, abandonar el auto, volver a la capital en bus, tomar algo de dinero, desaparecer.
Su padre podía recibirlo por un par de semanas, y luego se largaría, como tantas veces antes. Pero esta vez era distinto, algo lo ataba al pueblo.
Un par de luces encandilaron su espejo izquierdo, por lo que guardó su teléfono bajo el asiento del piloto junto con su arma. Esperó.
Dos siluetas bajaron del carro de color indistinguible, y Quique espió su recorrido hasta él, teniendo en mente que la ruta de huida más efectiva siempre sería hacia el bosque.
La puerta del copiloto se abrió, entrando en el auto Carla enfundada en un abrigo blanco muy grueso. La misma puerta pero del asiento trasero, le dio paso a Fernando, vestido como si recién saliera de la alcaldía.
Enrique notó el arma en el bolsillo derecho de Carla. Ella tampoco intentaba disimularlo. Era una amenaza clara, no tenía permitido intentar nada estúpido.
Hizo contacto visual con Farías a través del espejo retrovisor, y le bastó para saber que se sentía confiado.
La atmosfera de tensión y espera solo aumento en cuanto Carla sacó el arma. Quitó el seguro y le miró de reojo. Era solo una actuación con tal de mostrarle quien mandaba, pero eso no lo hacía sentir menos tenso.
Enrique aguardó.
―¿Por qué estamos aquí?―preguntó Farías.
Agradeció no haber traído a Gaspar, conociéndolo, después de esa frase, hubiese venido alguna broma de mal gusto.
―Negocios.
―Negocios. Tú y yo no tenemos negocios.
―Podríamos tenerlos, podría volver a trabajar para ti.
Calló, aguardando alguna respuesta positiva por parte de Fernando, pero a través del espejo pudo ver que parecía perdido en las sombras del bosque.
Carla sonrió como un gato con un ratón acorralado entre sus patas.
―¿Por qué ahora? Creí que nunca volverías a trabajar para mí.
―Menos ahora que a tú amigo le han disparado ¿No?―la mujer se mordió el labio, encantada con la oportunidad de alterar a Enrique.
―Justo por eso lo hago, no quiero terminar como él.
Fernando cruzó miradas a través del retrovisor, manteniendo seriedad y lejanía.
―Me vas a decir que tú, señor arrogancia, tienes miedo de una «inocente» broma...―Carla no retuvo sus palabras. La relación con Enrique siempre fue complicada, sobre todo cuando el tipo no se intimidaba por sus amenazas.
―Silencio, Carla―interrumpió Fernando―. ¿Vas a traicionar a tus aliados? No es algo esperable de ti.
―No me conoces de nada, Fernando. Son buenos chicos, eso está claro, muy leales, pero al final de todo, estás solo y debes tener un plan B sin sentimentalismo y lealtad.
―En ese caso podrías traicionarme también.
Enrique se volteó y lo miró cara a cara, era muy fácil mentir cuando en el fondo sabías que era verdad.
―Podría, y no dudes que lo haré si tengo que salvar mi pellejo, así que no arriesgues mi pellejo y tendrás un súbdito para siempre.―hizo una pausa para revisar que Carla mantuviera su arma lejos de él―. Además, si hubiese querido traicionarte, lo hubiera hecho cuando nos procesaron.
―Es cierto.
―Entiende, solo me arrimo al árbol que da más sombra, en este caso tú.
La sensación que Fernando le producía era extraña, como si compartieran una conexión fraterna, aun cuando Enrique no le profesara nada especial. Cada vez que Fernando Farías le hablaba, se le antojaba que disfrutaba la conversación.
Había hecho uso de aquello por años, volviéndose el subalterno favorito, pero era momento de abusar por completo de aquella buena estrella.
―Sabía que volverías, Enrique, esa vida tranquila de cafetero no va contigo.
Bajó del auto sin despedirse, y Carla esperó un instante antes de hacerlo.
Miró a Enrique de soslayo, seria y recelosa.
―No sé qué tiene contigo, pero a mí no me engañas―masculló abriendo la puerta―. No intentes nada o terminarás como Emilia Riquelme.
La mención al nombre no era azarosa, Carla medía sus acciones con tanto cuidado que ni siquiera respiraba más de la cuenta. Emilia Riquelme no era un nombre tomado por fortuna dentro de un pozo anónimo, Emilia Riquelme era una declaración de guerra.
―¿Quién?―mantuvo la compostura, haciendo esfuerzos sobrehumanos para no demostrar el mínimo cambio en su rostro.
―Una chica, una que sufrió bastante antes de que le permitiera morir.―Sonrió, porque sabía perfectamente a que herida le estaba metiendo el dedo.―Cuídate, corazón.
Cerró y caminó hasta el auto, tomando el puesto del copiloto.
Enrique buscó la pistola bajo su asiento y sacó el seguro. Imaginó que era eso lo que Carla quería que hiciera, eso era lo que esperaba. Un arrebato, un descuido. La ira apoderándose de su mano y disparando todo el cartucho contra el automóvil de Fernando.
¿Qué lo detenía?
Podía hacerlo, podía disparar y arrancar, para luego seguir el plan original.
Pero Carla estaba atenta, agazapada entre la maleza prediciendo su error. Si apuntaba moriría, estaba seguro.
Vio como las luces daban la vuelta, para luego alejarse por la carretera de regreso a los Robles.
Salió del auto y observó la quietud de la nieve cubrirlo todo. Pasó el seguro del arma, descargó, subió nuevamente y encendió el motor.
III
―¡Ay, no! Qué asco. Estás pensado en ella y reproduciendo la canción del príncipe azul en tu cabeza.
Había una cosa muy buena y muy mala de vivir con Guillermo. Al ser el director de la escuela, podía traerlo en su auto por las mañanas para siempre llegar a la hora, asimismo, significaba que llegaría igual de temprano que otra persona también relacionada con un miembro del plantel escolar.
Miró a Gonzalo con desgano, a ver si así lograba que cerrara la boca.
Solo se había detenido a dejar una magdalena en el puesto de Cristina como sorpresa, y ahora Gonzalo se burlaba como si aquello fuese un pecado capital.
De pronto le parecía que Amanda debía venirse temprano con su padre igual que ellos, y así no tener que soportarlo en soledad.
―Buenos días ¿Qué te pasó en la cara?―masculló, intentando mantener la calma.
―No sé qué le ves de bueno al día, allá afuera nieva como si no hubiese un mañana, además los puestos de la ventana son sumamente fríos. Y solo me caí jugando futbol.―Gonzalo lanzó sus cosas sobre el pupitre y precipitó su cuerpo a la silla, acto seguido se deshizo de todas las capas de ropa que lo abrigaban―. Detesto el invierno.
―No se juega futbol en invierno... ¿Tiene tu cara algo que ver con la cara de Antonio?―Fue lo único que logró articular Melchor, luego de ver como uno de los labios de Gonzalo sobresalía más de lo normal y que su mejilla izquierda se duplicaba en tamaño.
―¿Lo dices de forma homo? Porque te digo de inmediato que no tengo ese tipo de preferencias.
―No, me refiero a que ambos están igual de morados―explicó señalando un cardenal justo bajo su ojo―. Creí que te llevabas bien con el equipo de futbol.
―Ya no, hacer migas con ustedes me dio mala fama, ahora todos creen que soy un drogadicto, o un homosexual, o ambas.― Se encogió de hombros―. ¿Ya qué? Creo que prefiero buenas notas que un lugar en el equipo.
―Primero te cambias de puesto, ahora te peleas con Antonio. Veo que quieres ser nuestro amigo.― Se burló Melchor.
―Ni loco. Sobre todo considerando a Marambio. ¿Sabías que intenté sentarme en tu puesto y casi me muerde?
Melchor se alegró por dentro al pensar en Cristina defendiendo su puesto, pero se guardó la emoción, solo para que Gonzalo no tuviera más material para burlarse.
―Tiene un carácter un poco fuerte...
―¿Un poco fuerte? ¡Ja! Te voy a dar un consejo, procura ser más efusivo la próxima vez que le hagas tiernamente el amor bajo la luz de la luna. O mejor, olvida toda la ternura, duro contra el muro.
Melchor rodó los ojos. Cosas como esa hacían que dudara si algún día podría mantener una relación de personas civilizadas con Gonzalo.
―A veces me cuestiono cómo es que mantienes una relación estable hace tres años.
―A veces yo también, al final el mérito es de ella, yo solo existo y asiento... y claro, nada de bajo la luz de la luna, duro contra...
―Ya entendí, gracias por tu consejo, no lo tomaré.
―Deberías, en esto soy mucho mejor que tú.
―Solo tienes un poco más de experiencia.
―Adriana y yo llevamos tres años juntos, tú y Cristina cuánto ¿Tres semanas?
La discusión se extendió por casi media hora, por lo menos hasta que Cristina y Amanda atravesaron la puerta. Venir juntas a la escuela se había vuelto costumbre y disfrutaban bastante de la compañía de la otra, aunque jamás encontraban una opinión en común.
Melchor cruzó miradas con Cristina y supo de inmediato que ella mantenía su actitud intransigente ante lo sucedido la noche anterior.
Ella tomó la magdalena de su banco y susurró un breve gracias, acomodándose en su puesto sin mayor saludo.
Gonzalo estuvo a punto de evidenciar la situación con una broma pesada, pero la aparición de su padre en la sala lo alertó. No tenían química a primera hora, o en lo que restaba del día.
Traía una de esas caras largas a las cuales estaba tan acostumbrado, de esas que auguraban regaños, castigos, y decepciones parentales.
―Gonzalo, a la oficina del director.
El salón completo se quedó en silencio y Gonzalo arrastró los pies hasta el umbral, a vista y paciencia de los presentes, que no hacían más que murmurar en cuanto él pasaba a su lado.
Su padre le miró con furia. Habían tenido una larga conversación una semana antes sobre comportarse de forma adulta, y de lo importante que era mantener un perfil bajo cuando tenías malas notas y estabas condicional.
Y no era que Gonzalo no lo hubiese escuchado, el problema se originaba en que, para el chico, había cosas más importantes.
―¿Qué hiciste ahora?―preguntó su padre en cuanto salieron de la sala. Antonio ya estaba ahí, con la cara tan morada como la de él―¿Qué hicieron?
Gonzalo desvió la mirada y se metió las manos en los bolsillos. Escaso sentido tenía explicar sus motivos, el mayor jamás lo entendería. Anto, por su lado, bajó la mirada y se encogió de hombros.
―Fue un arrebato―explicó, avergonzado por sus acciones.
―¿Arrebato? ¿Vieron la cara de su compañero? Podrían expulsarlos a ambos. Y tú, Gonzalo, ¿no habíamos tenido esta conversación ya? Son un par de irresponsables.
Gonzalo siguió sin mirarlo, asumiendo que quizás esta podía ser la última vez que tuviera un problema en la escuela, aunque no porque su actitud fuese a cambiar.
Tras el silencio tomaron camino hacia la inspectoría, y al llegar ahí solo el padre de Gonzalo entró a la oficina del director, dejando a ambos chicos esperando en las sillas de secretaría.
La voz alterada de la madre de Ricardo exigiendo la expulsión de las bestias que habían golpeado a su hijo golpeó la conciencia de Antonio. Sabía que no era su culpa, Gonzalo se lanzó a la pelea cuando lo único que él quería era escapar, pero al mismo tiempo la necesidad de disculparse lo atormentaba.
―Siento mucho esto―susurró―, estás acá por mi culpa.
―No tiene nada que ver contigo―explicó el chico, tan calmado como quien toma sol en el playa―, se lo debía a alguien.
―Pero tú...
―Una vez llamé maricón de mierda a alguien que no se lo merecía, y me hubiese gustado mucho golpearme en la cara en ese minuto. Ahora tuve la oportunidad. Repito, no tiene nada que ver contigo.
La puerta de la oficina se abrió y desde dentro escucharon como el director los invitaba a pasar.
La habitación se encontraba ocupada por el padre de Gonzalo en una de las sillas, Ricardo en la otra, la madre de Ricardo detrás de él, y el director en su asiento correspondiente.
Ricardo lucía apaleado, como si ambos chicos se hubiesen organizado para golpearlo, cuando la verdad era que solo Gonzalo le había pegado, mientras que Antonio trataba de sacarlo de encima y al mismo tiempo defenderlo de los otros miembros del equipo.
La batalla había sido dura, pero sin lugar a dudas tanto Anto como Gonzalo disfrutaban de un mejor semblante que Ricardo.
La madre de Ricardo los miró de pies a cabeza, mostrando la ira contenida en el arco de sus cejas. Ver llegar en esas condiciones a su pequeño le enfureció, pero ver que sus acosadores no compartían ni un décimo de las heridas de su retoño le hizo explotar.
―Par de animales ¡Miren cómo lo dejaron!―chilló histérica, a pesar de la solicitud de Guillermo para conservar la calma.
―Por favor, señora, tranquila, creo que los chicos también tienen el derecho de dar su versión. Por favor, cuéntenme, ¿qué fue lo que sucedió?
Antonio se preparó para relatar los hechos, pero Gonzalo se le adelantó con violencia.
―A Antonio nadie lo llama maricón de mierda―contestó desafiante―, no si yo estoy presente. Si va a expulsarme por eso, hágalo, no me arrepiento.
Su padre desencajó la mandíbula, Antonio puso los ojos en blanco, él sonrió por dentro. Después de todos esos años por fin podía redimirse.
IV
La envidia de Tomás hacia Melchor había dejado de ser sana tres órdenes atrás.
Antes de trabajar en la cafetería nunca se encontró en la necesidad de cargar una bandeja llena de platos y tazas, por lo que acostumbrarse a ese tipo de actividades le estaba tomando más tiempo del esperado.
Si no se le volteaba un vaso, se le olvidaba una parte del pedido, pero hasta el momento no había logrado llegar a destino invicto, mientras que Melchor se deslizaba entre las mesas con suprema soltura, sin olvidar ni un solo pendiente.
Ni hablar de la máquina de café, esa cosa estaba poseída, y ya le tenía las manos con por lo menos tres ampollas.
Teresa se encargaba de subirle el ánimo, recalcando que ninguno de los veteranos presentaba un talento destacado en atención al cliente cuando fueron contratados, pero que la perseverancia y la práctica entregaban herramientas valiosas.
Tomás no quería practicar ni perseverar, no tenía paciencia para eso. Su único deseo era salir con la bandeja llena desde la barra y no tener que disculparse con los comensales por algún inconveniente.
Al tercer viaje realizado a la mesa nueve, solo para llevar las servilletas, calculó la posibilidad de renunciar y buscar otra forma de molestar a Enrique, una que no significara maltratar su dignidad.
―Ya llevé el salero a la mesa seis―dijo Melchor dejando las tazas sucias sobre la barra―, no te preocupes por eso.
―¿Qué salero?―preguntó, pero, mientras hablaba, el recuerdo de la petición de la mujer sentada junto a la ventana le golpeó la cabeza―. Mierda. ¡Agg! Odio todo.
―Tranquilo, todos olvidamos cosas al principio, además hay mucha gente hoy.
―No me tranquilices, Melchor. Detesto ser malo para algo tan fácil, incluso tú puedes hacerlo―gruñó sin tomar en cuenta sus palabras.
―No me ofenderé, no tienes para qué ser sutil―masculló frunciendo el ceño.
Tomás suspiró, calmando su temperamento. Su ineficiencia no era culpa de Chie, sin mencionar que seguía peleado con Cristina por su culpa. No merecía que además lo tratara como basura.
Recordó la conversación de la noche anterior y el hecho de que no habían almorzado juntos ese día, sintiendo un poco el cargo de conciencia ante la ruptura de... cómo llamarlos ¿Meltina?
No quería cargar con aquello, aunque, tampoco estaba de acuerdo con la postura intransigente e inmadura de Titi. Debía hacer algo, sin ser muy evidente. Quizás solo era cosa de mostrarse preocupado.
―¿Todo bien con Cristina?―consultó.
―Deja de hablar por hoy, Tom―respondió Melchor, para luego ir tras la barra y desaparecer en la cocina.
Enrique salió desde ahí mismo, con dos trozos de tarta de manzana, y se quedó pegado mirando la cara amargada de Melchor antes de que este saliera de su campo de visión.
Puso atención en Tomás, y dejó los platos sobre su bandeja.
―Mesa once, lleva la canela.
Tomás observó ambos platos y luego a Quique. Lo peor de toda la situación era el poco tiempo que tenía para detenerse e interrogarlo sobre Emilia, el objetivo final de soportar toda esa tortura.
O por último, si no podía preguntar, se conformaba con atormentarlo y torturarlo, tanto como él se torturaba en ese momento, al coordinar sus manos y sus pies.
―Eran dos tartas y un té de naranja.
―No lo escribiste en la orden.
―Demonios.―Restregó su cara contra la palma de su diestra.― Bueno, necesito un té de naranja.
Enrique se acercó a la cafetera y comenzó a llenar una pequeña tetera con agua hirviendo. Tomás envidió su habilidad con el aparato, y la destreza al no quemarse con las gotas que salpicaban.
Cuando se detenía a observarlo, no lograba encontrar nada en él con lo cual identificarse. Quique era más alto, de contextura gruesa, cara cuadrada y abundante cabello rojo. Podía ser que concordaran en los ojos, pero incluso el tono de verde no coincidía, siendo el suyo mucho menos vivo y brillante.
Incluso comparando sus presencias, Enrique mostraba cierta crueldad latente y lejanía con el mundo exterior, mientras que Tomás se caracterizaba por lo fácil que era acercarse y hablarle.
Quizás no tenían nada que ver uno con el otro, quizás Emilia se equivocaba.
―¿Tienes algo de ella?
Su inquietud escapó sin atravesar filtro alguno, suponiendo que podría excusarse con cualquier estupidez y escudarse detrás de sentimentalismos, pero no hubo necesidad de explicar mucho más, Enrique era suspicaz y detallista.
―¿Algo cómo qué?
Sacó la tetera de la máquina y la colocó en la bandeja. Metió una bolsita de té en una taza y la acomodó entre ambas tartas.
―Algo de ella.―Hizo una pausa. Fingió tribulación. Dudó.―Algo que me haga verla menos como mi hermana, más como Emilia.
Esperó que la pantomima fuera suficiente. Cristina tenía razón, apostar por su faceta desvalida era la mejor opción.
―¿Más cómo tu mamá?
Enrique sintió cierto placer al ver como se le deformaba la cara a Tomás al escuchar esa palabra. Podía ser que otro día el vil intento de manipulación de Tomás le causara gracia, pero ese día en especial, no se encontraba de ánimos para ver como un niño de cuna intentaba jugar con su cabeza.
―Ella no...
―No, nada, no tengo nada de ella.―Depositó dos cucharas a un costado de la bandeja y se cruzó de brazos.―Ve a dejar eso antes de que se enfríe.
No hubo siquiera un pestañeo que hiciera evidente su mentira. Enrique podía recitar un engaño frente a su cara sin siquiera inmutarse, y eso lo cabreó. Una cosa era manipular, y otra muy distinta que lo manipularan.
Levantó la bandeja con dificultad y se retiró con el orgullo herido y la motricidad fina tambaleante.
Enrique lo vigiló mientras de alejaba con la postura de quien rumia su ira en espera del contrataque, le hizo chiste y le recordó a Emilia, tan orgullosa y necesitada de tener siempre la última palabra.
La campanilla le interrumpió en sus delirios, apareciendo Gaspar con los brazos abiertos y la sonrisa en el rostro.
―El hijo pródigo vuelve a casa. ¿Qué tan mal va el negocio sin mí?
―De maravilla. Es increíble lo mucho que ganamos cuando no hay nadie para comerse los pasteles en la trastienda.
―Que lamentable, todos esos pasteles a la basura.
―Todos esos pasteles se venden...―explicó mientras vigilaba como Tomás dejaba sin problemas toda la orden en la mesa once―. Como sea, ¿a qué vienes?
―Melchor me pidió que conversáramos de «hombre a hombre». Así que supongo que voy a ser tío.―Gaspar lucía mucho más alegre de lo que se debería para alguien que va a recibir la noticia de un embarazo adolescente.―No estoy enojado con él por eso, pero creo que tengo que parecer severo. ¿Es muy confundente si le coloca Gaspar? Seriamos dos.
―Todos en mí familia se llaman de la misma forma.
―Excepto por Tomás―comentó―, a menos que... ¿Todos se llaman Tomás? Tú te llamas Tomás ¿Te habían dicho antes que Tomás Torllini suena como masturbar?―Quique frunció el ceño y bufó.―Parece que sí.
Tom regresó a la barra, aliviado por haber logrado el pedido sin retraso y sin derramar nada. Dejó la bandeja en la barra y saludó a Gaspar. Le dedicó una mirada entrecerrada a Quique.
Él mayor solo le mostró un frasco de vidrio.
―Se te olvidó la canela.
Sonrió de medio lado, pudriendo el estado de ánimo de Tomás desde sus raíces.
Tomó la canela de un solo manotón y se devolvió hasta la mesa.
―Veo que torturarlo se te está haciendo muy divertido.―Gaspar observó a Tomás también.―Te entiendo, yo también torturo a uno muy parecido a ese, pero unos dieciocho años mayor.
Gaspar sonrió, Enrique dejó de hacerlo.
V
La tarde se mostraba especialmente despejada, cosa que a Gaspar le pareció curioso. El invierno en Los robles se caracterizaba por lo sombrío que resultaba, un cielo despejado era como una bocanada de aire fresco entre tanta nube gris.
Melchor caminaba a su lado por el parque, con las manos en los bolsillos y la mirada gacha. Mal presagio.
Observó a su hermano de soslayo. Las razones detrás de lo que estaba sucediendo le eran desconocidas. De la nada, Melchor había solicitado que salieran a dar una vuelta por el parque para ver el atardecer, petición que no hacía desde la niñez.
Eran personas diferentes en comparación a como Gaspar recordaba.
Antaño, Melchor hubiese ido por delante, a veces difícil de seguir, hallando novedosos escondrijos, poniendo atención en detalles nuevos, o solo guiando la expedición a su antojo.
Ahora no quedaba nada de eso, el chiquillo se había convertido en un adulto reposado, que caminaba a su paso con calma y cautela.
Evitó pensar que se trataba de las drogas agobiándolo de nuevo. Su madre le informó sobre el desliz con la cerveza y necesitaba creer que solo era un error aislado, se encontraba demasiado agotado como para afrontar otra crisis familiar.
Sabía que no podía huir de su hermano cuando este necesitaba ayuda, pero al mismo tiempo deseaba vacaciones.
Nunca lo diría en voz alta, y las veces que lo meditaba eran muy pocas, pero lo cierto era que en todos habita un trozo «egoísta», que no quiere preocuparse más de los otros y solo desea ponerse primero.
Gaspar rara vez deseaba desligarse, y por lo general, se le pasaba rápido.
Se adentraron en el parque, paseando entre los arboles desnudos, con sus ramas cubiertas de blanco. Siguieron el camino sur, que los llevaría directo hasta la fuente con el ángel, para luego dirigirse hacia el lago.
―¿Y? ¿Qué pasa? No es como que tenga cosas que hacer, pero me pone algo nervioso esto de quedarnos callados.
―No es sobre la droga, si eso te atormenta.
―Maravilloso―masculló Gaspar aliviado―. O sea, solo nos queda una opción, Cristina está embarazada. Sé que no debería decirlo, porque mamá se va a enojar mucho, pero me alegra la noticia. ¿Cuánto tiene?
―Llevo saliendo un mes con ella―explicó Melchor horrorizado―. ¿Cómo se te ocurre que va a estar embarazada?
―A tu edad, yo...
―No quiero saberlo.
―¡Uf! Menos mal, porque pasó justo detrás de ese arbusto―parloteó tranquilo―. Y ya que hablamos de eso, ¿sabes de donde vienen los bebés?
―Gaspar...―El hecho de que su hermano no se tomara nada en serio complicaba la situación, desmotivándolo a ser sincero.
―Solo quiero una respuesta. Mamá me pidió que tuviera «la charla» contigo, ya que estabas saliendo con Cristina, pero le aseguré que era imposible que a estas alturas no tuvieras clara la mecánica y como evitar sorpresas indeseadas. ¿Estoy en lo correcto?
―Sí, lo estás―masculló, rindiéndose ante la locura de su hermano.
―Perfecto, eso nos deja solo los temas de conversación entretenidos, por ejemplo, marcas de condones.
Melchor puso los ojos en blanco. De todas las conversaciones que no deseaba tener con Gaspar la primera era su secreto y la segunda era sexo. A través de los años Gasp había tomado más un papel de padre que de hermano, por lo que le veía con la misma vergüenza que a su madre en temas como ese.
―Cualquier cosa, lo buscaré en internet ¿Vale?
―No, claro que no, internet es el peor lugar para informarse.
―Ya, de acuerdo, te preguntaré a ti, pero solo si tengo dudas, ¿podemos dejarlo?―No le causaba gracia la actitud de Gaspar, más cuando sentía como se le cerraba la garganta y la voz se le apagaba.― Tengo que hacer esto hoy y me estás poniendo nervioso.
Gaspar se detuvo junto al lago y lo quedó mirando. Melchor temblaba, muy leve, pero lo hacía. Tenía muy pocos recuerdos del Melchor tembloroso que ocultaba su mirada, y casi todos los relacionaba con la droga.
―¿Qué pasa?―preguntó.
― Gaspar, necesito decirte esto. La psicóloga me ha dicho que debo decírselo a alguien de confianza, y tú eres ese alguien. Pero antes voy a pedirte que me jures jamás decírselo a alguien, jamás.
Gaspar sonrió, con la idea de relajar a su hermano. Tenían una relación fuerte, adoraba a Chie más que a nadie en el mundo, y si le pedían que recibiera una bala por él, recibía dos.
―Tranquilo, Pulga. Estás duro como piedra. ¿Crees que me voy a enojar?―Melchor asintió.―Las únicas dos cosas que podrían hacer que me enojara ya están fuera de la mesa, sea lo que sea, no pasa nada.
―Te vas a enojar―murmuró el menor―. Prométeme que no te vas a enojar, ni vas a gritar, ni te vas a poner furioso.
Algo raro comenzó a picarle a Gaspar, Chie, por lo general, no se comportaba de esa forma. Si quería decir algo te lo gritaba en la cara, y si te enojabas, le valía. Todo el teatro de «prométeme que no te enojaras», no iba con él.
―Hubo una vez que te drogaste tanto que me orinaste encima, y no me enojé. Sea lo que sea, prometo no enojarme.
Melchor dirigió la mirada al lago, y se apretó los dedos, suprimiendo la necesidad de morderse las uñas. Por un instante sintió como se gestaba un ataque de pánico, la falta de aire, el sudor frío, la sensación de que moriría pronto. Pero recordó los ejercicios de la psicóloga y respiró profundo, muy profundo.
Gaspar aguardó, vigilando que su hermano no perdiera el control. Comenzaba a preocuparse, más de la cuenta.
― Hace seis años sucedió algo... me sucedió algo.
― ¿Seis años? ¿De qué hablas? ¿No es algo reciente?―Melchor negó.―Entonces puedes estar tranquilo, no voy a enojarme por algo que pasó hace seis años. Cuéntame, estoy seguro que nos reiremos.
―Tiene que ver con Baltazar.
Gaspar perdió el ánimo al oír ese nombre. Detestaba hablar de él, detestaba que lo mencionaran, que pensaran en él. Baltazar era lo peor de su infancia y nunca dejaría de serlo.
Ahora entendía la insistencia de Melchor. Su padre era una de las pocas cosas que lo sacaban de quicio, y le hacían subir la voz, incluso enloquecer.
― Si piensas que vas a contar alguna cosa que no sepa, no voy a sorprenderme. Conozco todos los secretos de Baltazar.
No guardaba ningún buen recuerdo de su padre, ninguno. Podía tener recuerdos sin importancia, como su presencia en alguna presentación en la escuela, o la entrega de algún regalo de cumpleaños, pero ninguno completamente bueno como los que compartía con su madre.
Baltazar era un ser distante, trabajólico, alcohólico, duro, machista e intransigente, todo lo que Gaspar detestaba.
Lo había visto varias veces abofetear a Magdalena, a Melchor y hasta él había sufrido las consecuencias de su ira, siempre oculto tras la careta de la familia perfecta, del padre abnegado y trabajador que provee. Baltazar era un hombre de bien puertas hacia afuera, pero en la privacidad del hogar podía lograr que Melchor se meara en los pantalones de un solo grito.
Lo que más le dolía de toda la situación era lo poco que había hecho para evitarlo. Tenía la excusa de que solo era un niño, un adolescente ingenuo que pasaba la mayor parte de su tiempo estudiando fuera de casa, pero muy en el fondo sentía culpa, responsabilidad por no anteponerse a las órdenes de su padre.
―Sucedió cuando yo tenía doce.―La voz le tembló y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar hablando aunque no quisiera.― Llegué a casa una tarde y él estaba muy borracho, traté de no topármelo porque se ponía muy violento cuando bebía, pero me escuchó llegar y me llamó a la biblioteca.―Hizo un pausa que a Gaspar se le antojó eterna. Finalmente prosiguió.―Me pidió que hiciera algo, y dijo que si no lo hacía mataría a mamá.―Melchor bajó la mirada como buscando un lugar donde ocultarse para siempre.―Y ambos sabemos que eso era muy posible, él podía golpearla hasta matarla.
Gaspar no emitió palabra, porque ninguna historia que contenga una amenaza de ese estilo a un niño de doce años podía tener un final agradable.
Se acercó a Melchor, quien había quedado mudo.
―¿Qué te pidió que hicieras?―preguntó, esta vez sin el más mínimo rastro de simpatía.
―No puedo decirlo, de verdad que no puedo. Estoy tratando de hacerlo justo ahora, pero no me sale...
Gaspar le atajó por los hombros y le obligó a mirarle.
―Melchor, ¿Qué te pidió que hicieras?
Y de pronto lo supo, incluso cuando los mecanismos de defensa de su cabeza nublaron su lógica. Lo supo con certeza en cuanto vio los ojos cristalinos de Melchor suplicarle que no dijera la palabra que estaba pensando.
―Solo sucedió una vez―masculló el chiquillo, como si aquello liberara la culpa.
―Hijo de puta.
Soltó a Melchor para dar un breve paseo que calmara la náusea que lo embargaba. Se llevó la mano a la boca y dio tres pasos de ida y tres de vuelta. Melchor seguía en la misma posición, expectante a la respuesta de Gaspar.
―Dijiste que...
―Se lo que dije―interrumpió Gasp, buscando alguna forma de apaciguar la ira creciente que se arremolinaba en su pecho, pero se le hacía imposible.
―Fue solo una vez, solo una, él estaba muy borracho...
―Por favor, Melchor, no lo justifiques―pronunció cada palabra con medida energía, porque si se dejaba llevar le gritaría y Chie no se merecía que le gritaran, no en ese preciso segundo.
Dio otra pequeña caminata de izquierda a derecha, tres pasos y tres más. Repitió la acción una decena de veces, caminando más y más rápido por el mismo recorrido.
―Di algo, por favor―suplicó Melchor, acongojado.
Pero, ¿qué le podía decir? Se encontraba furioso, al borde de perder la cordura. Proyectaba sus manos alrededor del cuello del cabrón, las proyectaba apretando, y apretando, y apretando infinitamente, porque en su cabeza Baltazar no moría, solo sufría por el resto de su vida. Solo esa imagen lo calmaba lo suficiente como para lucir sereno en el exterior, aunque por dentro se desatara una lucha titánica.
―¿Qué fue lo que te hizo?―preguntó solo para estar seguro por completo―¿Abuso de ti?
La palabra abuso logró congelarlo más de lo que ya estaba, y no se sintió capaz de confirmar la historia. Ya no se sentía como el niño de doce años que había vivido tal situación, pero tantos años guardando el secreto lo hacían sentir desnudo y vulnerable.
―No quiero hablar más―susurró, y Gaspar tuvo la intención de exigirle que contestara, pero decidió mantener su ensayada calma y solo continuó un interrogatorio suave, a ver si lograba sacarle más de media sílaba.
―¿Por qué no nos dijiste?
―No importa ahora, ya pasó mucho tiempo.
―Melchor, ¿por qué no dijiste nada? ¿Te amenazó? ¿Dijo que le haría daño a mamá?―Melchor asintió, aun cuando Gaspar ya sabía la respuesta.―¡Cabrón hijo de su puta madre!
―¡Cálmate!―gritó Chie, suponiendo que se sentiría menos avergonzado y desecho si Gaspar se lo tomaba con normalidad, aun cuando aquello fuese una petición imposible―. Han pasado seis años de eso, Baltazar está muerto, no hay mucho que hacer al respecto, ¿vale? La psicóloga ya me tiene en tratamiento y...
Gaspar lo abrazó, apretado, al punto de dejarle sin respiración. Lo tomó desprevenido, y aunque intentó separarse por temor a que la poca entereza que le quedaba se esfumara, Gaspar no permitió que se alejara ni un milímetro.
―Lo siento, lo siento mucho, te fallamos―susurro en su oído, mientras acariciaba su cabello.
―¡No! Nada de eso. Yo dejé que pasara ¡Yo! Tenía doce, y no me defendí, y podría haber hecho tantas cosas, podía haber dicho que no, y decirle a mamá y decirle a la... a la... la policía...―se le quebró la voz, se le escaparon las lágrimas y sin siquiera notarlo, el nudo que llevaba atado en la garganta desde la tarde en que sucediera se fue deshaciendo.
Se aferró a Gaspar, porque sentía que se hundiría si no lo hacía, y se largó a llorar como debió haberlo hecho años antes. Gasp lo sostuvo con fuerza y lo acercó lo que más pudo antes de comenzar a fusionarse.
—No lo entiendo—continuó el muchacho—, no entiendo cómo dejé que sucediera. Revivo el momento en mi mente millones de veces y siento que había tantas formas de que lo evitara.
—Eras un niño—se atrevió a replicar Gaspar.
— ¡No!—gritó—Podría haber hecho algo, estoy seguro, pero no lo hice, dejé que él... yo lo dejé, Gaspar. Sé que lo lógico es pensar que no es mi culpa, pero, yo estuve ahí, fue culpa mía. Por no correr, por no esconderme.
—Tú no lo dejaste.
—¡Sí lo hice! Dejé que eso sucediera, y después me sentí tan culpable, tan asqueado. Era vergonzoso y no quería que nadie se enterara, nadie. Tú no podías saberlo, tampoco mamá, ni hablar de los chicos, pero no podía mentirles, no podía actuar normal, así que creí que dejar de hablarles sería la mejor solución, pero fue mil veces peor―murmuró entre sollozos―. Pasaba toda la tarde solo con él, encerrado en mi cuarto, con el cerrojo pasado temiendo que ocurriera nuevamente. A veces pensaba en decírselo a mamá, pensaba en pedirle que sacara a Baltazar de la casa porque me daba miedo de lo que pudiera hacer, pero entonces él me decía que si mamá se enteraba todo el pueblo terminaría sabiéndolo y que le haría daño a ella. No podía permitir eso Gaspar, no podía.
Gaspar logró calmarse, disociarse de sí mismo, dejar de sentir unos minutos, con tal de darle a Chie lo que le había faltado por años.
―Te prometo que todo va a estar bien―susurró en su oído mientras le acariciaba el cabello como cuando eran niños―. Te juro por lo que quieras, Chie, todo va a estar bien.
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