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Oídos sordos

Guillermo abrió la puerta luego de tocar, solo con permiso de Magdalena.

Ella se encontraba dentro, recostada en la cama de hospital con el bebé en brazos, admirándolo como si fuera la primera vez que veía uno, a pesar de ser ese su segundo hijo.

Gaspar, de ocho años, dormía en el sillón junto a la cama, babeando el cojín que una enfermera la improvisara con unos cuantos apósitos.

Magdalena le hizo señas para que se aproximara, y él caminó de puntillas a la cama para no despertar al mayor.

El bebé, de profundo cabello oscuro, abrió un poco sus ojos, para admirar al extraño visitante. Guillermo observó sus ojos grises con curiosidad. Siempre había deseado uno de esos, pero ahora más que nunca estaba lejos de tenerlo.

Bostezó, para luego chupetear y rendirse al sueño. No estaba tan interesado en las visitas como para interrumpir su apretado itinerario de comer y dormir.

Guillermo sonrió.

―Es hermoso―susurró Magdalena.

―Perfecto.

―En general los bebés son horribles recién nacidos, incluso Gaspar era muy feo, pero él es...

―Sí―masculló Guillermo―. Es un niño entonces. ¿Cómo se llama?

―¿Cómo crees?―preguntó juguetona, acariciando le frente de su hijo.

―¿Baltazar?

―Claro que no, ya hay un Baltazar.

Y no necesitamos otro, pensó Guillermo, a quien nunca le había terminado de caer bien el esposo de Magdalena. Lo soportaba solo porque Magda se veía feliz, pero, si le preguntaban, era un imbécil.

―¿Melchor?

―Sí. Míralo, tiene cara de Melchor.

Se quedó pegada en los rasgos pequeños de su hijo, como lo había estado toda la mañana, para disfrutar su inocencia de niño lo que más se pudiera.

―Será un buen Melchor, aunque no conozco a otro, pero estoy seguro que será uno de los buenos.

―Sí. Hasta Gaspar está encantado con él. Yo creí que sería difícil. Él ha sido hijo único por ocho años, pero lo vieras, arregla mis almohadas para que descanse mejor, vigila a Melchor mientras voy al baño, incluso quiere aprender a cambiar pañales. Estoy segura de que desistirá en cuanto se entere como es un pañal sucio, pero me produce mucha ternura.

Guillermo sonrió.

Gaspar no era su alumno aún, pero por lo que decían los demás profesores, se trataba de un niño inquieto e ingenioso, que pasaba más tiempo castigado que en clases y aun así sacaba buenas notas.

―Supe que irá a estudiar en el internado que está camino a la ciudad.

―Esa es idea de Baltazar. Yo no estoy segura si sea lo mejor para él. ¿Qué dices tú? ¿Has escuchado algo de esa escuela?―inquirió, expectante a la guía del experto.

―Sí, claro, es una de las mejores del país. Casi todos sus alumnos terminan con un buen trabajo, le aseguraría a Gaspar un futuro exitoso, un lugar en la universidad, y cosas como esa.

Magdalena suspiró. Encontraba que con ocho años se era demasiado niño como para estar lejos de casa, fuese o no su futuro lo que estaba en juego.

Guillermo vio la angustia en su cara y deseo poder abrazarla, pero los años habían distanciado su relación y no estaba seguro de tener ese privilegio actualmente.

―Y hablando de Baltazar, ¿qué dijo respecto a Melchor?

―Él no ha podido venir.―Lo disculpó su mujer, con una sonrisa en el rostro.―Está en un viaje de trabajo y no hay aviones por un problemas en el aeropuerto.

―Lástima.―La alegría apagándose de Magdalena lo obligó a distraerla.―Pero es obvio que va a adorarlo en cuanto lo vea. ¿Sabías que mi hermana tuvo su bebé también? Una niña, Cristina.

―¿Otra niña?

―Sí, creo que van a dejar de buscar un niño. Cinco son suficientes.

―¿Cinco son suficientes? Pero si tú quieres diez o más―comentó ella―. ¿Cómo va eso? ¿Estás en campaña?

Guillermo sonrió melancólico, recordando lo que había hablado con el médico hacía algunas semanas, una conversación que lo señalaba a él como el culpable de la nula fertilidad en su matrimonio.

―Sí―susurró―. ¿Puedo?

Estiró sus brazos hacia el niño, conformándose con la idea de que solo podría alzar hijos ajenos.

Magdalena asintió y, tratando de no despertarlo, acercó a Melchor.

Ya en los brazos de Guillermo, Melchor volvió a abrir los ojos, y se quedó hipnotizado en la mirada marrón de quien, en ese minuto, lo sostenía. El pequeño estiró una de sus manos y Letelier la sujetó completa entre dos dedos.

―Vas a ser un buen chico, se nota. Así que si haces caso a tu madre y a tu padre, cuando crezcas te presentaré a mi sobrina.

Magdalena carcajeó, y se deleitó con la imagen de Guillermo meciendo a su hijo. Hubiese preferido que fuese Baltazar, el padre del niño, pero le alegraba que su amigo la visitara. Así, aunque fuera por solo un instante, no se sentía tan sola.

I

Tom, luego de dar tres o cuatro vueltas alrededor de Cristina, decidió recostarse sobre su regazo. Ronroneó con fuerza, rogando por mimos ilimitados, esos que le habían faltado en la ausencia de su amo.

Titi no se vio complicada por las exigencias del felino, acariciando detrás de sus orejas con calma y ternura. A Mozart también le gustaba acurrucarse sobre sus piernas, sobre todo en invierno. Claro que el San Bernardo era mucho más pesado que el obeso gato de Tomás.

―Entonces no tienes a nadie con quien hacer el trabajo de fin de año.―dijo Tomás, para aclarar la petición que Cristina le había hecho hace algunos minutos, pero de forma tácita.― ¿Quieres hacerlo conmigo acaso?

―Si no tienes a nadie más, claro. Melchor está con Amanda. Harán algo sobre libros, y ya sabes lo muy comprometida que estoy con la lectura.―Rodó los ojos.― Antonio no sabe qué hacer, pero parece que está solo, no creo que sea un buen momento para agobiarlo con esto. Y esa es mi lista de amigos.

―Para ser tan popular, no tienes mucha red de apoyo―bromeó Tomás. ―No te preocupes, somos dos.

Él yacía acostado en el suelo, mirando el cielo raso con suprema concentración.

Hacía una semana de que volviera a su casa, pero continuaba sintiéndose fuera de lugar y con una furia arraigada en el alma.

No hablaba con nadie, salía en las mañanas en dirección a la escuela y no regresaba hasta muy entrada la noche. Por lo general se quedaba con algún compañero de escuela, u ocupaba sus tardes en organizar lo pendiente en el centro de alumnos. Si seguía así de aplicado, todas las actividades extracurriculares de ese día a diez años en el futuro estarían planificadas.

Tocaron a la puerta, y la cabeza de Dolores se asomó con cautela.

Cristina y Tom reaccionaron de inmediato, mirando a la mujer con atención. Tomás no tuvo siquiera la intención de moverse.

―Hola chicos, me preguntaba si quieren algo. Lorena preparó bollos de canela.

―Yo no quiero, muchas gracias señora Dolores.―Se disculpó la chica.

―¿Tomás?

―No―respondió él sin mirarla, absorto en la pintura del techo.

Dolores se quedó esperando aunque fuera un gracias, pero Tomás no planeaba ser cortés con ella por lo que quedaba del año.

La mujer suspiró cansada y abandonó la habitación con semblante lúgubre. Entendía que Tomás la odiara en un principio, pero tanto tiempo de furia comenzaba a deprimirla.

―Has sido muy brusco con ella―reclamó Cristina―, solo ha venido a ofrecer comida. Deberías hablar con tus padres.

―¿Con cuales exactamente?

Cristina hizo un puchero, ya bastante tenía con los juegos de palabras de su novio como para tener que venir a jugar al sarcasmo con Tomás también.

―Con todos los que tengas.

―No tengo ninguno, solo abuelos y el tipo que trabaja en la cafetería.

―Bueno, pues habla con ellos, no puedes estar enojado toda la vida.

―Obsérvame, podrías llegar a sorprenderte.

―Tomás, no te comportes como un bebé.

―No tienes idea de cómo se siente, Cristina, no opines.

La chica miró el cielo raso también y bufó.

Luego de que Amanda se negara a cooperar en la rehabilitación de Tomas, a Cristina no le había quedado más opción que dejar a Melchor y Antonio cuidándose entre sí, para poder ir al rescate de Tom.

No quería parecer alarmista, pero la situación era peor de lo que imaginaba. El aislamiento de Tom con todo su entorno significaba que se estaba guardando cosas, cosas que terminarían explotando en cualquier momento, y, a pesar de que ella podía ser fácilmente una salida, suponía que los únicos capaces de ayudarlo, eran quienes tenían respuestas.

Dejó al gato de lado, se levantó de la silla y tendió su cuerpo en el piso junto a Tomás.

―Lo sé, lo siento―susurró―, solo estoy preocupada por ti. Tengo el presentimiento de que todo sería más fácil si conversaras con tus padres, o abuelos, o con tu padre, o padre biológico.

―¿Qué podría ser más fácil Cristina? No hay nada que Luis y Dolores puedan decirme que me suene a verdad.

―¿Y Enrique?

―No es la persona más cooperadora del planeta. Te aseguro que no quiere verme.

―Pero tú quieres...

―Quiero saber más cosas sobre Emilia, supongo que él tiene conocimientos que yo no. ―Tomás se restregó la cara con las manos, recordar a Enrique le producía acidez.―Pero cada vez que lo veo me enfurezco. Ni siquiera sé por qué. No me ha hecho nada, y quizás ese es el problema. Es mi «padre» y no ha hecho nada al respecto.

―¿Y qué quieres que haga?

―No lo sé, Cristina, y por favor deja de preguntar. No quiero pensar en ello, no quiero pensar en Emilia, ni en Dolores, ni el Luis. La última vez que me empeciné en descubrir la verdad... Solo quiero terminar el año y desaparecer.

La idea de largarse era visitante recurrente. Su plan de vida se simplificaba bastante cuando todos los demás se desvanecían del mapa. Aunque lamentaba a idea de perder a los chicos, de nuevo, verse obligado a enfrentar sus problemas se le antojaba imposible.

―¿Te irás?

―Supongo, no veo otra solución a esta sensación de mierda de no saber quién eres.

―Yo sé quién eres, y no quiero que te vayas a ningún lado.

―Gracias.―Tomás sonrió. A veces necesitaba que le recordaran que no todos eran unos embusteros, y que personas como Cristina, Amanda y Antonio nunca le mentirían.―Es una decisión cobarde, pero siento que he metido demasiado la pata en este pueblo como para quedarme.

―¿La pata? ¿Con quién?

―Con ustedes por ejemplo.

―¿Nosotros?

―Claro. Si recuerdas los reuní con el fin de acercarme a Melchor y obligarlo a que me confesara todo lo que sabía de Emilia. Sin mencionar que tenía pensado utilizar la conexión de Antonio con la policía si era necesario.

―Eso pasó hace mucho.―Reclamó Cristina, ignorando lo furiosa que se había sentido en ese momento.

―Pero pasó. Igual que con Amanda.

Torció la boca, todo se resumía a Amanda y el día en que se le confeso. Si solo hubiese optado por corresponderle, por asumir la muerte de Emilia, por continuar con la vida y no hurgar en el pasado.

―¿Qué le hiciste a Amanda? Oye, cierto, ella no quiere saber nada de ti.

―¿A qué te refieres? ¿Te dijo algo? ¿Desde cuándo son amigas?

―No es mi amiga, es amiga de Melchor, así como BFF. No me queda más que aceptarla, además tiene buen brazo. Es como Gonzalo, guardando las proporciones.―Meditó unos instantes, pensando un poco en Tomás y Amanda, y como por mucho tiempo pensó que eran algo.―Bueno, lo importante es que ella no quiere tener que ver contigo. Yo creí que eran amigos, incluso pensé que ella sentía algo por ti. ¿No recuerdas que me gritó que era una cualquiera solo porque salí a comer un granizado contigo?

―Lo sentía, hasta que se me ocurrió rechazarla.―Suspiró, imaginando lo diferente que sería su en ese momento si hubiese tomado las decisiones correctas.―Sabía que, si ella estaba conmigo mientras intentaba investigar sobre mi hermana, intentaría disuadirme. Y mira, como resultaron las cosas. Esto de las estrategias se me da de maravilla.

―Sí, bueno, no eres el chico más brillante en ese sentido.―Tomás la miró de soslayo, y con el ceño fruncido.―Pero tú sientes algo por ella, deberías decírselo.

―Lo hice, pero supongo que después de rechazarla los sentimientos cambian, de cualquier forma yo tampoco estoy en el mejor momento para relacionarme con nadie. ¿No te dije que me iba a ir?

―No hagas eso, no quiero que nos separemos de nuevo.

―Tú también te vas a ir. Estudiarás en la universidad, trabajaras en la capital.

―No lo sé, no pienso postular a la universidad este año. Quizás el próximo. No lo sé.―Cristina suspiró, hacía un tiempo que no pensaba en ello.―Pero en cuanto a ti, no creo que debas escapar, es más, lo mejor sería que afrontaras todos tus problemas. Primero Amanda.

―¿No escuchaste todo lo que te dije?

―Solo superficialmente, me irrita que te quejes por todo―explicó mientras se incorporaba―. Lo que harás será confesarle que te gusta, pero que no estás en el mejor momento para una relación, y que te encantaría que volvieran a ser amigos.

―Y por arte de magia las cosas volverán a ser como antes.

―No subestimes a la magia ¿De acuerdo?―Se cruzó de brazos y se dio aires de saberlo todo.―Segunda cosa, tus pa... abuelos. Debes hablar con ellos, aunque sea gritándoles. Por experiencia sé que es mucho peor cuando no dices nada que cuando le gritas a los demás. Tercero...

―Ya no te escucho, estás de parte de todos menos de la mía―rezongó mientras se volteaba.

Cristina se levantó para luego pararse lo más cerca posible de su cabeza. Ya había sido mucho de Tomás el niño llorón, era tiempo de que Tomás el valiente se hiciera cargo.

―Tercero, vas a hablar con tu padre biológico. Con lo de Felipe la cafetería está muy abandonada, a días que la abran de nuevo. Necesitan ayuda, Incluso Melchor va a volver a trabajar ahí. Podrías ir a pedir empleo.

―Veo tu ropa interior desde aquí.―Fue lo único que pronunció Tomás, incluso cuando ni siquiera miraba en dirección a la falda de Cristina.

―Y será la única que verás si siques siendo así de tonto.

Cristina tironeó de uno de sus brazos para obligarlo a levantarse. Iba a sacar a Tomás de su ensimismamiento aunque fuera lo último que hiciera en esa vida.

Él aceptó de mala gana, refunfuñando la atención no requerida de Titi.

A pesar de sus deseos de marchar, los lazos que compartía con los chicos lo hacían sentir mejor, incluido, feliz.

―¿No tienes que estar preocupándote de Antonio o de Melchor en estos minutos?―preguntó mientras se erguía, sin quitar la mala cara.

―Tranquilo, tengo eso bajo control.

II

Cada vez que Melchor le daba una vuelta a la sopa con la cuchara, no podía ignorar la voz de su hermano repitiendo a través del teléfono: Vas a tener que aprender a cocinar, Cristina es regular en ello y no quieres morir de hambre en tu primer año de casado.

De cierta forma, parado frente al cazo con verduras, sentía que le estaba haciendo caso. Luego recordaba que lo único que hacía era revolver y dejaba de sobreestimar sus habilidades culinarias.

Su madre, preocupada de la carne, el puré y la salsa, se desenvolvía con mucha mayor soltura que él y su cuchara de palo, por lo que podía estar tranquilo en cuanto a hacer caso de los dichos de Gaspar se trataba.

Dio una vuelta más y procuró que la cebolla no quedara pegada a los contados de la olla, odiaba tener que desvivirse fregando luego de que el calor las resecara.

―¿La sirvo ya?―preguntó a su madre, sin quitar la vista de la preparación.

―Pruébala y dime como sabe.

―No, eso sería cocinar y no quiero cocinar.

―Cariño, si vas a evitar hacer todas las cosas que tu hermano te recomienda que hagas, vas a hacer muy pocas cosas. Gaspar es muy ocurrente.

Melchor rodo los ojos y suspiró. Tomó una cuchara pequeña y probó la preparación.

Después de la visita de Cristina, y su breve persecución en la nieve, una gripe atroz lo había atacado. La primera semana de clases se ausentó todos los días, la fiebre lo mantuvo delirando en la cama hasta altas horas de la noche y hacía solo dos días que recuperara el sentido del olfato.

―Esta buena.

―Entonces sírvela.

Sacó cuatro platos del mueble de la izquierda, luego de pasearse por toda la habitación buscándolos. La cocina de Guillermo era tan caótica que hasta ese día no le encontraba un orden lógico.

―¿Cuándo volveremos a nuestra casa?―inquirió de pronto, tratando de guiar la conversación a su gusto.

―¿Estás incómodo aquí?―Magdalena era la menos contenta con la mudanza improvisada, y, a pesar de lo cordial que se comportaba Guillermo, detestaba ser una invasora.

Todas las noches peleaban por la cama, y es que, independiente a las súplicas de Magdalena para que él durmiera en el dormitorio principal, Letelier nunca permitiría que Magdalena ocupara otra cosa que no fuera una cama.

Melchor, acostumbrado a su dinámica, se iba a acostar temprano y los escuchaba discutir desde la comodidad de su ático.

A Melchor cada día le gustaba más vivir ahí, aun cuando le costara asumirlo.

Las cenas eran su momento favorito, sobre todo desde que descubrió lo instruido que era Letelier y todos los temas que manejaba casi a la perfección, incluyendo literatura universal, historia y geografía.

Antes de convertirse en director, su lugar era el de un profesor más, uno de los favoritos de la escuela. Por lo que toda una generación, incluyendo a dos hermanas de Cristina, Felipe y el hermano de Gonzalo, lo adoraban.

Melchor también comenzaba a adorarlo en secreto, más cuando, sin previo aviso, tocaba a su puerta con algún libro nuevo que le recomendaba leer con premura. Ya los había revisado casi todos, y no cabía duda que Letelier tenía un exquisito gusto literario.

También estaba el detalle de que en cuanto se enteró de su pequeño desliz con el alcohol, lo primero que hizo fue deshacerse de todas las botellas, explicando que solo bebía cuando venían visitas, lo que rara vez sucedía, para luego obligarlo a tomar una hora con la psicóloga y conducirlos a él y a su madre hasta allá en auto.

Letelier le agradaba, mucho más de lo que iba a gustarle a Gaspar cuando regresara.

―No, pero me da la impresión que tú sí―comentó mientras llenaba los platos de a poco.

―Sí, no me gusta estar molestando.―Melchor sonrió y soltó una leve risa.―¿Qué?

―¿En serio mamá?

―¿En serio qué?

―Bien, te voy a contar un secreto, pero no puedes decirle a nadie que te dije.―Magdalena sonrió como una niña. Era la primera vez en años que tenía complicidad con Melchor, saber un secreto de su propia boca era una especie de regalo divino.―Letelier está enamorado de ti.

―Que dices, Melchor.―Carcajeó ante las ocurrencias de su hijo y continuó moliendo las papas dentro de la olla.

―Lo que escuchaste, soy hombre, sé de lo que hablo―explicó, a pesar que no era necesario más que un par de ojos para ver la ensoñación de Guillermo cada vez que Magdalena entraba a un cuarto.

―Lo que pasa es que tú estás enamorado y andas viendo amor por todas partes.

―Que bajo, atacar a la persona y no los argumentos, eso es una falacia, Magdalena. De cualquier forma, Letelier te mira con ojos brillantes cada vez que te volteas y anda suspirando por los rincones.

―Claro que no, somos solo amigos.

―Amigos que viven juntos. Por favor mamá, es como si hubieras nacido ayer.

―Vivimos juntos por necesidad, por la fuga.

―Y vaya que la fuga trae contento a Letelier, estoy casi seguro que le escribió una oda y llamó a la compañía de gas para que nunca la reparen. Además, te invita a salir, al cine, iba a verte a casa...

―Como amigos.

Melchor la quedó mirando, incrédulo. Magdalena no dudaba ni por un segundo que Guillermo solo la quería como amiga y eso, por sobretodo lo entristeció.

Supuso que Baltazar y sus insultos la habían marcado tanto como a él y, a pesar de lo obvia que era la veneración que profesaba Letelier, ella no era capaz de pensar que alguien podía amarla.

Recordaba las oraciones de su padre: nunca nadie te va a querer, ¿cómo alguien podría querer a una inútil como tú? Magdalena, eres inservible.

Recordaba cómo de pequeño le dolían esas oraciones dedicadas a su madre, y volvían a dolerle. Recordaba los brazos de ella, siempre con los dedos de Baltazar marcados en la piel. Recordaba los ojos morados y los labios rotos, cubiertos con maquillaje. La recordaba a ella, siempre sonriente sin importar nada, y recordaba la sangre que corría por su nariz el día en que echó a su padre de casa.

Y también recordaba su mirada decidida, observando el tambaleante recorrido de Baltazar mientras se alejaba calle abajo. La recordaba a ella diciéndole que todo estaría bien, que estarían mejor sin él.

Antes de ese día, Melchor nunca había sentido tanto alivio.

―Pobre Guillermo―dijo llamándolo por su nombre por primera vez en su vida―, va a tener que esforzarse un montón. Parece que tendré que echarle una mano.

Tomó dos platos y salió en dirección a la cocina, el dueño de casa terminaba de poner la mesa, pero se acercó a ayudar en cuanto vio a Melchor aparecer.

―No vayas a botarlo.

―Tranquilo, trabajo en un café.

―Ya te dije que no es necesario que trabajes, acá tendrán lo que necesiten.

―No lo hago por el dinero, sino por ayudar a Felipe.―Dejó ambos platos sobre la mesa, para darle un par de minutos de sabiduría a Letelier.―Además tendrás mucho tiempo a solas con mi madre, aprovéchalo.

―Melchor...

Magdalena salió de la cocina con los otros dos platos de sopa y los colocó en los puestos libres. Las palabras de su hijo le daban vueltas en la cabeza y se sentía repentinamente incómoda por la presencia de Guillermo.

―Bien, Letelier, este es tu momento. Dile a mi madre que estás loco por ella y nos dejamos de juegos.

―¡Melchor!―Lo reprendió su madre, la broma se estaba saliendo de control.

―Letelier... ¡Vamos! Créeme que será mejor así. Estamos los tres viviendo bajo el mismo techo y será mucho menos tenso si ustedes dos se declaran.―Su madre lo miró con reproche, mientras que Guillermo hacía sutiles señas para callarlo.―Aparte, yo duermo arriba, puedo ponerme los audífonos del teléfono, leer un buen libro, ni siquiera me enteraré lo que ustedes están haciendo acá abajo.

―Voy a ir por el plato de fondo, más vale que cuando regrese el tema sea otro―amenazó su madre―, y llama a Antonio para que baje a comer.

Se marchó decidida, a lo que Guillermo reprimió sus ganas de ahorcar a Melchor.

―¿Pero qué haces? Creí que éramos amigos―reclamó el mayor, vislumbrando como todo su trabajo se derrumbaba.―Ahora las cosas se van a poner muy incómodas con tu madre.

―Nunca seremos amigos, pero a mi madre le vendría bien salir con un adulto aburrido.

―¿Adulto aburrido? Esto es guerra, Melchor.

―¿Por qué? Intento ayudar.

Magdalena volvió con dos platos de carne y puré, miró a Chie.

―¿Y?

―Tranquila, Magda―dijo Guillermo―, estuvimos hablando sobre su comportamiento, y lo que sucede es que Melchor se ha apegado mucho a mí, y esta idea de nosotros juntos le hace un poco de ilusión, así no tendrían que mudarse de vuelta.

―¡Claro que no!―chilló de inmediato.

―Melchor ¿Por qué no me lo dijiste antes?―preguntó Magdalena, sonriendo con ternura.

―¿Le crees? Como sea, iré por Antonio.

Abandonó la habitación, pero antes de desaparecer por completo miró atrás un instante, solo para ver el rostro triunfal de Guillermo restregándole que no se es un adulto aburrido sin algo de experiencia.

Subió hasta el segundo piso maldiciendo su suerte. De qué le servía un coeficiente intelectual superior si no podía ganar un simple juego de palabras.

Suspiró dejando el episodio atrás, era mejor enfocarse en Antonio, tal como Cristina se lo había pedido.

Verificó el baño primero, donde se suponía estaría Antonio, pero no halló nada, ni siquiera el sonido del estanque llenándose.

Cruzó el estrecho pasillo y entró al último cuarto.

Antonio lo esperaba mirando un teléfono ajeno, lo escondió bajo la almohada veloz, aunque no lo suficiente como para que Chie no lo notara. Se rascó la nuca y miró al piso, sintiéndose culpable.

―Estaba jugando Pokemon Go―se excusó.

―No tengo Pokemon Go.

―Te lo estaba instalando.

―Estabas revisado mi conversación con Gaspar a ver si podías saber algo de Felipe.

―¿Soy tan obvio?―Melchor le hubiese gustado asentir, pero la mirada suplicante de Anto lo detuvo.―Solo quería saber si estaba bien.

―Está mejor y lo van a cambiar a intermedio. Ahí le dejarán tener teléfono, podrías llamarlo.

―¡No!―Se apresuró a contestar, para luego respirar profundo y calmar su ímpetu.―No es necesario, no somos nada así que no tiene sentido que me preocupe. ¿Es hora de cenar? Voy a poner la mesa.

―Ya la puso Letelier.

―Mierda. No importa, lavaré la loza―explicó luego de levantarse y salir del cuarto―. Mi mamá se enojará si se entera de que voy a casa de otras personas y dejo que me sirvan.

Se adelantó, queriendo dejar atrás su pequeño desliz, tratando de olvidar lo último que había dicho Melchor.

―Oye―masculló Melchor antes de que pudiera huir―, deberías llamarlo. Le hará bien una voz familiar que no sea la de mi hermano. Lleva una semana escuchándolo, debe estar al borde del colapso.

Antonio sonrió leve, intentando suprimir la incertidumbre que lo abordaba cada vez que pensaba en Felipe. Asintió y siguió el camino hasta el primer piso.

No era momento para dar rienda suelta a sus sentimientos, sino más bien tiempo de esconderlos. El pueblo se había enterado de su condición, y si quería sobrevivir a ello lo mejor era oculta toda pista de que tenía emociones.

Bajaron al comedor y cenaron entre risas y anécdotas.

En ningún momento Antonio pudo dejar de pensar lo mucho que extrañaba que le llamaran muchacho.

III

Antes de las once, Melchor sintió pasos, los cuales culminaron frente a su puerta, seguidos por un suave golpeteo.

Cerró el libro que estaba leyendo y lo dejó sobre la mesa de noche, para luego invitar al visitante.

Guillermo asomó la cabeza dentro de la habitación, y luego la mitad de su cuerpo. No le gustaba invadir la privacidad de otras personas, aun cuando fuera en su propia casa.

―Buenas noches―dijo sonriendo. Melchor respondió con la misma oración.― Solo quería hablar una cosa contigo, algo corto.

―Soy todo oídos. Pero insisto que no somos amigos.

Guillermo sonrió, le agradaba la forma en que Melchor era una versión más amable y humana de Gaspar.

―Yo solo quería...―Meditó un momento, buscando las palabras exactas.―No quiero que pienses que quiero ocupar el espacio de tu padre o algo así, Melchor. Tu madre me importa mucho, y tú eres parte de su vida, así que me gustaría ser cercano a ti también, solo si no te molesta.

―Ocúpalo, por favor―susurró, mientras tomaba el teléfono y revisaba mensajes viejos con tal de no darle una atmosfera solemne al tema.

―¿Qué cosa?

―El lugar de Baltazar, ocúpalo por favor.―Intentó que su voz ansiosa no lo delatara, pero de cierta manera se sentía feliz.―Él no hizo buen uso de ese lugar, no será difícil que hagas un mejor trabajo, no tengo ninguna expectativa al respecto.

Guillermo sintió alivio, por mucho tiempo había temido no poder llevar una buena relación con los hijos de Magdalena, pero con la revelación de Melchor de pronto se sentía optimista, al punto de creer que era solo cuestión de tiempo antes de ganar el respeto de Gaspar también.

No era de esa forma, pero soñar es gratis.

―Haré mi mejor esfuerzo.

―Pero hazlo pronto, ¿de acuerdo? Te demoras mucho en dar un paso con mi madre.

―Respeto sus tiempos. Ha tenido mucho este año, tu hermano en la cárcel, tu rehabilitándote, quiero que sepa que tiene un amigo en mí, que puede confiar, que la voy a apoyar porque lo más importante es lo que ella sienta, no lo que yo deseo.

Melchor sonrió de medio lado, Guillermo era un idiota, el idiota que su madre necesitaba.

―Vas a hacerlo mejor, estoy seguro―susurró.

―¿Qué?

―Buenas noches, Letelier. Cierra cuando salgas, sino se va el calor.

Antes de irse, Guillermo se acercó a su cama y le entregó un libro pequeño y maltratado.

Melchor lo examinó, las tapas tenían las puntas rotas, las hojas amarillentas parecían humedecidas en los bordes, y de tanto en tanto podía vislumbrarse entre sus páginas algunas oraciones resaltadas con marcador celeste.

Leyó el título.

El principito

―Es mi favorito―comentó Guillermo―, mi mamá me lo leía de pequeño. Parece un libro para niños, pero en realidad es sobre ser adulto. Ahora es tuyo, te lo regalo. De cualquier forma me lo sé de memoria.

Melchor asintió, porque no tenía palabras.

Le deseó las buenas noches y cuando estuvo solo admiró el obsequio.

―Lo vas a hacer mucho mejor―dijo, acariciando el dibujo de la serpiente y el elefante―, muchísimo mejor.

IV

Hasta el esfuerzo mínimo de abrir los ojos causaba en Felipe, y su maltrecho ser, extenuación. Sus músculos, adoloridos y agarrotados, cumplían una función escasa o deficiente, tanto que lo único que lograba hacer con confianza era hablar.

―¿Sigues acá?

Frunció el ceño al notar la presencia de su padre en una esquina de la habitación, y bufó soltando el poco aire que era capaz de retener. Hacía dos semanas desde su ingreso, en las cuales la recuperación había excedido todas las expectativas médicas. No saldría caminando la semana entrante, pero seguía vivo, mucho más de lo que cualquier miembro del equipo pronosticaba luego de tres balazos.

Las secuelas, por otra parte, eran una realidad de la que él se fue enterando conforme pasaban los días. Parte de su intestino se hallaba fuera de su cuerpo, al igual que algo de su pulmón, y uno de sus riñones no lo acompañaría de ahí en adelante. Pero todas esas cosas formaban parte de un mal menor, lo que más le preocupaba eran sus piernas.

La movilidad era limitada, la sensibilidad también. Los médicos se referían a su déficit como una lesión en evolución, y él esperaba que aquella agonía se terminara pronto, si iba a quedar en silla de ruedas era mejor saberlo ahora que luego de seis meses de agónica incertidumbre.

Incluso con todos sus diagnósticos, Felipe mejoraba a impresionante velocidad, siendo trasladado antes de lo pensado a la unidad de cuidados intermedios, donde, para su desgracia, las visitas no duraban una hora, sino gran parte del día.

Si hubiese sabido que su padre estaría ahí, se hubiese quedado en cuidados intensivos.

―¿Y dónde quieres que esté exactamente?

El hombre mantuvo la mirada fija en el periódico y se rascó el mentón, evitando colocar atención en su hijo.

Renato Briceño compartía demasiadas cosas con Felipe. Ambos poseían un carácter pausado y ausente, con el detalle de explotar luego de contener algún malestar por un tiempo prolongado. Rostros parecidos, ojos calculadores. Callados y meditativos. Dados a la tortura psicológica y a la manipulación. Incapaces de perdonar a quien los hiere o humilla, pero leales hasta la muerte con sus aliados.

―¿Cuidando a mamá por ejemplo?

―¿No la habías institucionalizado para que alguien hiciera eso por mí?

―¿No que querías supervisar a los expertos?

Tenían la manía de solo conversar en preguntas. Era inconsciente, la necesidad de dejar callado al otro de una buena vez, exigiendo respuestas pero no develando ninguna.

Cuando Felipe era pequeño jugaban a ello todo el tiempo, con pequeñas apuestas en contra del respondiera primero. Con los años, lo que resultó divertido terminó convirtiéndose en una maldición, a la cual no podían escapar sin enfrascarse en una pelea.

Si no había más preguntas, callaban, hasta que a alguno se le ocurriera otra duda y la dinámica del tira y afloja se reanudara.

―¿Te sientes mejor?―pregunto Renato, bajando el periódico para hacer contacto visual.

―¿Qué crees?

―¿Te ha importado alguna vez lo que yo crea?

―¿Te ha importado alguna vez lo que yo sienta?

A Renato fue Gaspar quien le avisó la condición de su hijo. En parte porque necesitaba un familiar que firmara, y en parte porque entendía que, antes de que su relación se fuera a la mierda, el cariño entre ellos era infinito.

Llegó calmado y asumido, pero al mismo tiempo aterrado, como todo padre que alguna vez amó a su hijo con el corazón completo. Sintió, por varios días, que se le acababa el mundo, pero no pensaba admitírselo a Felipe, era así de orgulloso, ambos lo eran.

En el fondo, los años habían logrado ablandar el carácter intransigente de Renato y moldear sus doctrinas a las épocas modernas, pero todavía no aprendía a enmendar un error grave, mucho menos a cambiar de opinión y hacerlo de dominio público.

―¿Vas a decirme si te sientes mejor o no?

―¿Luzco como alguien que se sienta mejor?

Gaspar entró al cuarto sin golpear a la puerta. Esperaba encontrarse a Felipe durmiendo como siempre y a Renato ocupado en las noticias, pero los halló en una impresionante lucha de miradas.

―Que bueno que llegas, Gasp, ¿Puedes pedirle a este hombre que se retire? Me gustaría descansar en paz.

―¡Ay, no! Descansar en paz no, usa cualquier otro juego de palabras menos esas, ya nos asustaste mucho la semana pasada―arguyó fingiendo inquietud―. Bromas aparte, luces mejor, casi como me gustas.―Guiñó el ojo en dirección a su mejor amigo―. Siento el desliz homosexual, señor Briceño, sé que es un tema sensible para usted. Por cierto, el medico quiere conversar una palabra con algún familiar, y a mí no me tiene en mucha estima desde que descubrió que no soy parte de la familia, ni su novio, ni...

―¿Dijiste que eras mi novio?―Felipe lo interrumpió antes de que continuara los sinsentidos.

―Claro que sí, le dije que estábamos por casarnos, incluso mandé a grabar una argolla con nuestros nombres en caso de que me pidieran pruebas. Puse: «Gaspar y Felipe, por siempre. 7 de Enero». Preferí una boda de verano, las de primavera tienen el riesgo de que llueva. Aunque las de otoño siempre sacan fotos magníficas.

Felipe y Renato lo quedaron mirando desorientados. ¿De dónde provenía tanta estupidez? ¿Era acaso que ensayaba de noche o se trataba de un talento natural?

―Iré a hablar con el médico―finalizó el más viejo. Conocía a Gaspar desde niño y podía asegurar que lo que le seguía a una ridiculez, era siempre una ridiculez más grande.

Gaspar lo dejó salir y sonrió en dirección al enfermo. Podía escuchar las quejas de Felipe incluso cuando todavía no las pronunciaba, por lo que prefirió recibir el sermón con su mejor cara.

―¿Por qué lo llamaste?

―Ya te expliqué, los médicos me pedían que firmara tu donación de órganos y la orden de no reanimar. Necesitaba a alguien con quien compartieras algún lazo legal. De cualquier forma, vino tan pronto como lo llamé.

―¡Claro que lo hizo! Tenía que firmar un papel para que me desmembraran por completo, lo haría desde la tumba si pudiera.

―¿Has pensado eso con anterioridad o se te ocurrió recién? Es un muy buen chiste―preguntó mientras aguantaba la risa.

―No me salgas con huevadas. Estoy postrado en una cama, me dan mil pastillas al día, me queda solo un riñón, estoy cagando por una bolsa y el hijo de puta que me engendró espera mi muerte como un buitre, no me salgas con tus bromas ahora, porque no tengo paciencia.

Gaspar era incapaz de entender por qué la única cosa que Felipe no transaba era el pleito con su padre, incluso después de casi diez años.

Para todo lo demás se comportaba maduro, cauto y calculador, incluso cuando algún extraño decidía criticar sus preferencias sexuales, pero en cuanto entraba Renato en el panorama, los argumentos de quinceañero con pataleta afloraban como margaritas después de la lluvia.

Suponía una relación directa con un corazón roto, porque antes de que Renato lo echara de casa, Felipe idolatraba a su padre.

Gaspar hasta lo envidiaba, en comparación con Baltazar, Renato era muy parecido a la perfección.

Iban de pesca juntos, hacían excursiones, bromeaban como dos amigos, tenían chistes tan personales que ni la madre de Felipe entendía, y se llamaban de formas cariñosas.

A Felipe, Renato lo llamaba Monito, por la facilidad con la cual trepaba a cualquier árbol.

A Renato, Felipe lo llamaba Capitán, por el grado que había alcanzado antes de tener que retirarse de la milicia.

No había nadie a quien Felipe quisiera más que a su padre, y el hecho que lo rechazara y exiliara de la familia era un golpe del cual nunca se recuperó por completo.

El termino abrupto y doloroso de la fantasía infantil. Descubrir que nada es para siempre, y que no existe tal cosa como el amor incondicional.

Lamentablemente Gaspar fue testigo de los trozos del corazón de Felipe pulverizándose.

Llegó llorando a su casa. Nunca antes lo había visto llorar.

Hacía solo semanas que habían terminado la escuela y Gaspar se encontraba concentrado estudiando para las pruebas de ingreso a la universidad.

Se quedó en la puerta, a pesar de la insistencia de Gaspar para que pasara a servirse un té y comer algo. No era capaz de moverse y lucía confundido con las palabras su amigo.

«Me echó, Gaspar. Le conté que me gustan los hombres y me echó», pronunció con la mirada fija en la nada. «Dijo: me dan asco los maricones, lárgate. No regreses»

Y no volvió a hablar, solo se dedicó a llorar desesperado, temblando como un cervatillo recién nacido. Fue Gaspar quien tuvo que arrastrarlo dentro de la casa, meterlo a la ducha y luego acostarlo.

Quizás para él, que su padre no llegara a aceptarlo, era menos que un acontecimiento trivial, pero para Felipe significaba el cielo cayéndose, la tierra partiéndose y la muerte en vida.

Desde ese día, Felipe no era el mismo. Había aprendido el significado del desprecio a manos de la persona en quien más confiaba.

Gaspar no lo criticaba, podía no entender el sentimiento de ser traicionado a tal nivel, pero de solo recordar su llanto desesperanzado esa tarde, asumía que hay dolores más grandes que las palabras con las cuales pueden ser descritos.

―Oye, tranquilo, te saliste de la tumba, no quiero que una crisis nerviosa te ponga ahí de nuevo. Por lo pronto tengo que avisarte que durante la mañana vendrá Antonio Gonzales, el capitán de policía, con unos detectives de la capital.

Gaspar se sentó en la silla de la esquina y tomó el periódico, Felipe intentó acomodar su cuerpo, pero apenas logró moverse un centímetro.

―¿Para qué?

―Supongo que él quiere preguntarte si eres activo o pasivo, pero los detectives vienen por los disparos.

―¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿No le habías mentido a Gonzales ya?

―Oh, cierto, no hemos hablado de eso.

―¿De qué?―Felipe presintió que la información otorgada por Gaspar no sería de su agrado, pero no pudo suprimir la curiosidad. De cualquier forma le interrogarían, era mejor estar preparado.

―La persona que te encontró, no fue precisamente Enrique―explicó, tratando de recordar la mentira relatada el día que despertó―, fue Antonio Gonzales. No sé qué hacía ahí...

―¿¡Qué!?―Felipe sintió como gran parte de la fuerza recuperada se le iba en ese rugido, pero no le importó, si no podía matar a Gaspar, lo dejaría sordo.

―Tranquilízate, recuerda tus órganos.

―A la mierda mis órganos. ¿Cómo que él me encontró? ¿Qué dijo? ¿Lo interrogaron?

―Dijo la verdad, sobre tú y él. Créeme que el pueblo entero está revolucionado, y Antonio Gonzales padre no está demasiado ilusionado con la idea de ser tu suegro.

Felipe se llevó una de sus manos a la cara, incluso con el dolor que aquello significaba. Parecía que la semana recién pasada, entre rehabilitaciones, comida papilla y dolorosos medicamentos, no era más que un periodo vacacional antes de que el mundo volviera a ser un lugar horrible repleto de intrigas, muerte y Gaspar. Sobre todo Gaspar.

―Debí morirme―susurró concentrado en soportar la ola de dolor que contraía su bíceps.

―Ya, tranquilo, estás siendo más dramático de lo necesario. Lo importante es que vendrán los detectives a interrogarte, y vas a mentirles.

―Obvio que voy a mentir. ¿Qué pensabas?―reclamó, porque era lo único que podía hacer desde su cama.

―Pensaba que a Gonzales vas a tener que decirle la verdad.

―¿Qué dices?

―Yo le adelanté un poco, pero la cinta la cortas tú. No quería llevarme todo el protagonismo.

―¿Por qué hiciste algo tan...?―Estaba seguro, en cuanto se recuperara, lo primero que haría sería golpear a Gaspar hasta la inconciencia.

―Felpz, te dispararon, a matar. Si estás vivo es solo porque dios es grande. No podemos arriesgarnos más, esto se está saliendo de las manos.

―¿Dios es grande? ¿Ahora tienes miedo? No sé qué estarás maquinando, pero créeme cuando te digo que no va a ser cosa de hablar con Gonzales y vivir en paz.

Gaspar se sentó a un costado de la cama y jugó con el cable del saturómetro. Sabía que su accionar parecía una locura, pero, por primera vez temía. No solo por su vida, sino también por la de su familia y amigos. Fernando era capaz de todo. Todo.

―Mira, Felpz, como que me importas. Si te hubieras muerto, las cosas hubieran sido diferentes, pero no fue así. Así que ahora hay que cambiar la estrategia y adelantarnos a la situación.

Felipe lo observó con cuidado. Un Gaspar triste, calmado y meditativo era raro de ver, más cuando el futuro parecía entregar tantas interrogantes.

Hizo oídos sordos a esa voz que auguraba malos presagios y calamidad, sabiendo de antemano que esta sería una carretera peligrosa de recorrer, quizás su última carretera juntos.

―¿Qué tengo que decir?

Gaspar sonrió. Había que arriesgarlo todo.

―La verdad, solo eso.

V

El lunes en la mañana fue como todos, exceptuando las miradas acusadoras atravesando a Antonio con cada paso que daba.

Sentía que era cosa de costumbre, repetía en su cabeza que solo sería un par de semanas, que en uno o dos meses otro suceso igual o más sorprendente que sus preferencias sexuales azotaría el pueblo, relegándolo al olvido, solo debía resistir.

Entonces escuchaba un par de personas susurrar a sus espaldas.

«¿Tú crees que se acostó con el dueño de la cafetería? Nicole una vez dijo que se acostó con él. No puede ser tan gay entonces ¿Cierto?»

«Una vez vi un documental sobre gente así, era asqueroso, andaban vestidos de mujer y se besaban y revolcaban entre todos.»

«Mi madre dice que es porque se alejó de dios. A mi primo lo curaron de eso en la iglesia.»

«Te apuesto que no es gay, solo está llamando la atención.»

«No tengo problema con los gays, solo no quiero tener que ir a la escuela con uno. ¿Y si comienzo a gustarle? Asco.»

Y todo el ánimo que había construido se desmoronaba sobre la idea de que él estaba mal. Que no podía ser posible que todos sus compañeros estuvieran equivocados.

En efecto aquello no era natural, y sus confusos sentimientos no eran más que una tontería de adolescencia que ojalá desapareciera lo más rápido posible.

Solo había estado con un hombre, no significaba nada. Podía ser un error, uno fácil de corregir, con buenas decisiones y los amigos correctos.

Durante el primer recreo se refugió en el patio trasero, ese donde nadie iba, para sentarse sobre la única banca no cubierta por la nieve y maldecir al notar que apenas si llevaba un par de horas en la escuela.

Se hundió en el desconsuelo y deseó ser invisible. Quizás si desaparecía a los demás dejaría de importarles lo que hacía o dejaba de hacer.

Se quedó quieto, incluso después de que sonara la campana, rogando que no notaran su ausencia en el salón. No quería que fueran por él, prefería la tranquilidad de ese patio poco visitado, incluso cuando temblara de frio y los dedos poco a poco se le congelaran.

Sacó su teléfono del bolsillo de la chaqueta, buscó entre sus números favoritos y halló de inmediato a Felipe. Era contradictorio pensarlo, porque en ese preciso instante quería ser lo menos homosexual posible, pero así mismo sabía que todo el alboroto en su cabeza cesaría con solo escuchar la voz de Felipe.

Pero no podía, no por lo que dijera el pueblo, sino más bien por el pensamiento doloroso de que quizás Felipe no quería saber nada de él.

Sus últimas palabras habían sido justo durante la guerra de nieve, antes de que le dispararan. Lo había rechazado, y llamarlo sería poco consistente con su deseo racional de no volver a verle.

Pero a veces deseaba no ser racional, aunque fuera un momento pequeño, el tiempo suficiente para marcar su número y es escuchar un «Hola».

―Te encontré, pero le diremos a la profe Claudia que te sentías pésimo y no pudimos dejar el baño hasta que te mejoraste.―La voz de Tomás lo sacó de su ensimismamiento, y guardó el aparato en su bolsillo.

―¿Qué pasó, Tom?―preguntó sobresaltado. Daba por sentada su soledad.

―No volviste a clase. Tranquilo, si me das tu almuerzo no te delataré.

Se sentó a su lado, y observó como el invierno mancillaba los troncos desnudos, sin lograr que estos cayeran. Si sus cálculos no estaban mal, a la nieve solo le quedaban unas semanas, dos como máximo, ya después seguiría una temporada corta de lluvia, y al final llegaría la primavera con su sol cálido y sus tardes luminosas.

Miró a Antonio, quien no levantaba los ojos del piso, como avergonzado de algo.

―¿Qué sucede?―indagó sin intención de importunarlo.―¿Puedo ayudar?

Antonio se encogió de hombros, y con un simple movimiento intentó deshacerse de todas aquella malas ideas que lo acechaban, pero fue en vano, se sentía tan solo que de la nada empezó a llorar.

―¿Por qué la gente hace esto, Tomás?―preguntó entre lágrimas―¿Por qué toman las cosas que te importan y las transforman en pecados horribles? ¿Por qué tienen el derecho de convertir tus recuerdos más preciados en hechos que lamentas? Me siento horrible, como si no valiera nada, como si no importara, casi como si fuese menos persona.

Tomás guardó silencio, para él el pequeño detalle de la homosexualidad de Antonio era solo eso, un detalle. La mayor parte del tiempo no lo tenía presente, y cuando se acordaba era solo porque él mismo lo sacaba a colación.

Para ser honestos, se le olvidaba, como olvidaba que el color favorito de Amanda era el naranja y que a su madre no le gustaban las frutillas crudas.

Así que no entendía como podían hacer sufrir de esa manera a Antonio por una razón tan estúpida. ¿Qué les había hecho Antonio para merecer tal desprecio? Podía ser que atentara contra las leyes de dios, de la naturaleza, del orden establecido, de la moral y las buenas costumbres, pero, en definitiva ¿Qué daño particular había causado a cada persona en Los robles que mereciera tanto odio?

Lo abrazó fuerte, intentando que todas esas piezas rotas de Anto no se vinieran abajo.

―Anto―esgrimió seguro de que sus palabras no significarían nada―, escucharme, lo que te voy a decir va a salir directo del cariño que te tengo, no del odio del resto del pueblo, sino que de mi amor: tú eres la mejor persona que ha pisado este mundo, mejor que cualquier otro imbécil con un lápiz y la capacidad de escribir.

Antonio se limpió la cara y miró a Tomás a los ojos.

―Pero...

―Pero nada, ninguna persona puede hacerte sentir así. ¿Qué si amas a otro chico? Por lo menos tienes la capacidad de amar, a diferencia de muchos que nunca en su vida han amado cosa alguna. Y solo por eso eres digno de ser amado tal como eres. Yo te amo, Cristina también, Melchor, tu hermano, tu madre, tu padre, es demasiada gente queriéndote como para que tú te sientas menos persona.

Antonio intentó calmar su llanto, pero no pudo. Hacía tanto que se guardaba esas lágrimas, que ahora no podía detener su cauce.

Se abrazó a Tomás y este le correspondió.

Durante días intentó hablar con alguien, explicar esa sensación desagradable que le dejaban las miradas atentas a sus movimientos. Su familia estaba vetada, sobre todo desde que nadie en casa se hablaba. Cristina, aunque siempre disponible, ya estaba lo suficientemente ahogada con Melchor como para tenerlo a él llorando como un bebé, ni habar de Tomás, y ahí terminaba su lista de cercanos.

Quedaba Felipe, claro, pero esa era una llamada prohibida.

Cuando se sintió más calmado, limpió sus lágrimas y se separó de Tomás. A veces llorar era necesario, más cuando alguien te prestaba un hombro.

―Voy a ir por un vaso de agua al baño, en el intertanto intenta respirar ¿De acuerdo? Hay que volver a clases.

Antonio asintió y lo vio alejarse.

Sacó entonces el teléfono. Miró sus números favoritos. Se rindió a la debilidad.

Aguardó con el sonido monótono de la espera en su oído, decidiendo si cortar en ese minuto sería sospechoso.

Descolgaron.

―Hola, muchacho.

Era su voz, más ronca y cansada, pero de verdad lo era, y solo de escucharla las lágrimas volvieron a sus ojos. Se sentía aliviado y feliz hasta el cansancio.

―Lo siento―dijo entre sollozos, tratando de sonar compuesto―, yo no...

―Me alegra que llamaras, pero estoy ocupado ahora.

―No te preocupes, solo quería...―Hizo un pausa.―Quería saber que estabas bien. Nada más, Adiós.

―¡Oye! No, espera. Te llamaré más tarde, ¿de acuerdo? Ahora no puedo. Hablamos. Adiós.

Y cortó.

Antonio alejó el teléfono de su oreja, y se quedó mirándolo como hipnotizado.

De pronto la sonrisa le adornaba el rostro y las críticas se alejaban.

¿Cómo ese sentimiento cálido en su pecho podía ser un engaño de las hormonas? ¿Cómo podía ser que la única cosa que lo calmaba fuera un error?

―Y acá esta tu agua―dijo Tomás, acercándole un vaso plástico―. ¿Mejor?

Antonio asintió varias veces y se guardó el teléfono.

Caminaron juntos hasta el salón, enfrentando ambos el futuro con energías nuevas.

VI

―¿Quién era?―preguntó Gonzales, observando los escasos movimientos de Felipe desde el pie de la cama.

―Tu hijo―pronunció sin ningún dejo de vergüenza. Ser honestos era el primer paso de la confianza, aun cuando mucha honestidad podía ser perjudicial para la salud.

―¿Vas a decirme de qué va eso?

―¿Eso es lo que quieres saber?

―No lo sé. Tu amigo dijo que tenías cosas que confesar. Espero que no solo sea de como engatusaste a un menor de edad.

Felipe sonrió de medio lado. Gaspar tenía razón cuando decía que aquella relación le traería problemas, pero ya era tarde, las cartas estaban echadas.

―Siento decir que no es nada relacionado con Antonio, sino algo sobre otras personas cercanas a ti.

El capitán Gonzales analizó hasta su más mínima expresión, intentando descubrir el engaño detrás de sus palabras.

Felipe Briceño nunca le pareció un tipo peligroso, ni imaginar una amenaza, pero la experiencia le decía que todas las personas en contacto con Gaspar Valencia estaban, en cierto grado, podridas.

―¿Quién?

―Farías, ambos. Fernando y su hermano. Quieres culpables, ahí los tienes. La muerte de Emilia Riquelme, la muerte de Roberto Farías, Gaspar en la cárcel, las inmensas cantidades de droga llegando al pueblo. Todo está conectado.

―No quiero tus mentiras Briceño, ni las tuyas ni las de Valencia.

―Sabes que no es mentira, si no sintieras que hay algo extraño en todo esto, no te hubieras quedado a escuchar la verdad después de que los detectives se fueron. Lo sabes. Hay algo raro en todo esto.

Antonio Gonzales midió miradas con Felipe. Calculó sus jugadas, meditó sobre las consecuencias que le traería lo que pensaba hacer.

Suspiró.

Tomó asiento en la silla de la esquina y esperó calmado.

―Tienes solo una oportunidad de convencerme. Una palabra errada, y moveré cielo, mar y tierra para que tú y tus amigos se sequen en la cárcel.

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