Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Maricón de mierda

Antonio intentó leer el archivo que Samuel había dejado sobre su escritorio durante la mañana. No era más que un robo simple a una tienda, pero Samuel insistía en que quería sacar el caso rápido.

Acercó el papel a una distancia prudente, pero no fue hasta que notó que le faltaba brazo que seguir estirando cuando asumió que envejecía.

Se estaba quedando ciego, como todos los hombres de cierta edad en su familia.

Gruñó.

La vida no te prepara para envejecer, la vida no te prepara para nada en realidad.

Masajeó sus cienes, intentando amainar el dolor de cabeza que de amenazaba con dominarlo, y se estiró en su silla, trayendo a su memoria que esa tarde debía ir pasar por Anto a la casa de Tomás.

Le había comentado a su mujer que con diez años ya tenía edad suficiente para caminar las quince cuadras de separación entre un lugar y el otro, pero ella había insistido que durante la tarde no le gustaba que el niño anduviera solo.

Su única opción era ir por él y rezar para que no se convirtiera en un llorón, siempre oculto tras las faldas de su madre.

Antonio tenía todas las fichas puestas en su hijo. Tenía madera de policía, y no quería ser de ese tipo de padre que obliga a sus hijos a estudiar lo que él dice, pero imaginar a Antonio vistiendo el uniforme le ponía bastante orgulloso.

Pero primero, antes de siquiera soñarlo, necesitaba hacerle entender a Marta que Anto no sería su bebé para siempre, sino que algún día se transformaría en el oficial Gonzales... hijo.

Eso estaba soñando cuando el capitán Araneda vino a molestarlo.

―Teniente Gonzales. ¿Está usted ocupado?

Antonio se levantó de inmediato, para cuadrarse frente a su escritorio. Gastón Araneda no venía solo, le acompañaba un desconocido de unos treinta o treinta y cinco años, con una de esas sonrisas bonachonas falsas que a Gonzales le causaban mala espina.

Baltazar Valencia era usuario frecuente de una de esas, y si había alguien que no le agradaba en el pueblo, ese era Valencia.

―Buenas tardes mi capitán―recitó con la mirada en frente.

―Descanse, Gonzales. Vengo a presentarle a Fernando Farías, es nuevo en el pueblo y muy amigo de un amigo mío.

―Un gusto―respondió Antonio, intentando no sonar seco.

―El gusto es mío. Me comentaba Gastón que es usted es una de las cartas fuertes para sucederlo cuando jubile el próximo año.―Mantuvo la sonrisa falsa, primera mala señal. Un afuerino no tendría por qué interesarse de los tejemanejes de la comisaría.

―Solo rumores, señor. Yo solo quiero hacer mi trabajo tranquilo.

―¿Te lo dije o no?―comentó Araneda―. Intachable. Mi mejor hombre sin duda.

―¿Intachable? Puede ser, pero todos los hombres tienen un precio.

Antonio percibió como Farías intentaba hacer pasar ese comentario como una broma, pero la mirada cómplice que acompañó sus palabras, tiñó de duda sus intenciones.

Decidió dejarlo pasar, dedicarle mucha atención a un afuerino era perder el tiempo.

―¿Viene con alguna razón en especial a Los robles, Fernando?―preguntó, aún tratando de medir la sequedad en su voz.

―Claro que sí, vengo en calidad de empleado. Voy a trabajar en la alcaldía. Siempre me han gustado mucho las regiones más rurales de nuestro país y las políticas públicas.

―No somos tan rurales.

―Bueno, por algo se empieza.―Soltó una suave risa, que a Antonio solo le sacó una mueca torcida.

―Ya, ya, tranquilo Gonzales, no lo agobies, solo lleva un día acá―interrumpió Araneda, conociendo de antemano la personalidad tosca de Antonio―. Como te decía, el teniente Gonzales puede ser un poco intenso a veces. ¿Seguimos con la visita?

―Nada me agradaría más.

Se retiraron veloces, cortos de tiempo.

Antonio los vio alejarse entre los escritorios y optó por ignorar el episodio. La gente de afuera duraba muy poco en un pueblo aburrido como Los robles, con solo pocas excepciones, Valencia, por ejemplo.

Ese tal Farías se iría tan pronto como su carrera política despegara, hasta ese entonces solo se dedicaría a sonreír y ocupar espacio y oxígeno.

Por lo pronto tenía cosas más importantes de las cuales preocuparse. Marta, Anto, el caso de Samuel. Farías pasaría rápido al olvido, sin pena ni gloria.

I

Antonio, recostado en su cama, miraba el techo sin ponerle real atención. Su cabeza se hallaba por completo concentrada en la llamada de ese momento, al punto de que todos sus sentidos, excepto el oído, se encontraban desactivados.

Del otro lado del teléfono, Felipe, permanecía callado, atento a Antonio. No sabía qué decir y que no, por lo que prefería el silencio, aguardando que las palabras correctas azotaran su mente como alguna especie de iluminación divina.

Hasta ese entonces, la llamada de diez minutos no constaba con más de trece palabras. Un par de holas, un ¿cómo estás?, un intercambio incómodo y sin sentido de actualización médica, y silencio.

Para Felipe era extraño sentirse feliz con la llamada, y a pesar de que quería comunicar su emoción ante la preocupación de Antonio, prefería mantener al margen sus sentimientos, más ahora que el mismo padre de Antonio estaba al tanto de lo peliagudo que era el asunto de Fernando, su hermano, y la maldita mujer que le había disparado.

Aun así, era él quien marcó el número de Antonio, no al revés.

Antonio, por su lado, tenía claro el único tema a discutir con Felipe, aunque solo era recriminación frente a todos los secretos que constantemente le guardaba. La alegría lo desbordaba al saber de su mejoría, pero, al mismo tiempo, la necesidad de exigir explicaciones se volvía más y más imperativa con cada segundo de silencio.

Optó por hablar de cualquier otra cosa, quizás si relajaba la conversación sus ganas de increparlo desaparecieran.

―Le dije a mis padres la verdad―comentó―, tenía que hacerlo, soy malo mintiendo y no encontré ninguna justificación para mi aparición en tu cafetería a esa hora.

―Cierto, no te he agradecido por salvarme la vida. Gracias.

―No hay de qué.

Volvió la tensión al ambiente, pero Felipe se encargó de mantener la cháchara en movimiento. Quería disfrutar de la voz de Antonio por un par de minutos más.

―¿Y que dijeron? ¿Fue muy malo?―preguntó esperando que no resultara como cuando él se lo contó a su familia.

―A mi hermano no le importó mucho, como casi todo en la vida. Se encogió de hombros y se fue. Siento que está un poco tenso conmigo, pero puede ser sugestión.―Jugó con una punta del cobertor, tirando de los hilos sueltos.― Mamá dijo que lo sospechaba un poco, y que estaba bien, y que me quería. No hemos vuelto a hablar de ello. Mi papá, no dijo nada y sigue sin decir nada. Sé que no está enojado, y si lo está es por mentirle más que otra cosa, pero creo que por primera vez deseo que diga algo, me regañe, me grite, me castigue, quizás así no me sentiría tan raro y fuera de lugar.―Guardó silencio y ordenó sus ideas, podía desahogarse con Felipe, tenían la homosexualidad en común.―El resto del pueblo lo sabe también, gente que ni conozco habla de mí. Me debería sentir famoso, pero creo que la mayoría quiere quemarme vivo por hereje.

―No le pongas atención a lo que dice el pueblo―interrumpió Felipe―, la gente desocupada no tiene nada mejor que hacer que juzgar a los otros.

―¿También hablaron de ti?

―Nadie supo de mí. Mi padre se aseguró de convencer a todos de que me fui en busca de nuevos horizontes, y no mencionó jamás mis «gustos». Antes muerto que un hijo maricón.

―Detesto esa palabra.

―Acostúmbrate, es la favorita de todo quien quiera herirte. No sé por qué, para serte sincero, pero cada vez que me la han dicho es con la intención de dañarme, excepto por Gaspar, él dice que soy su maricón favorito. Solo no les pongas atención.

―Es difícil no hacerlo.

―Será difícil mientras pienses que tienen razón.―Antonio se sorprendió ante la lectura de su mente por parte de Felipe. Recordó el episodio del pizarrón y se entristeció un poco. No quería detestarse a sí mismo, pero las personas lo obligaban.―No tienen razón, Antonio, yo sé que no la tienen, y cuando todo el jaleo decante, tú también te darás cuenta que no la tienen.

Sonrió. Porque cuando Felipe le hablaba con seguridad sobre temas como ese, siempre le hacía sonreír.

―Gracias―susurró.

Y volvieron a callarse, a lo que Felipe insistió en mantenerlo con él en la línea.

―Tu padre estuvo aquí, y no está contento al respecto―comentó―, y sí que está molesto, pero no creo que seas tú quien lo enoja, sino yo.

―Espera―dijo Antonio―¿Estuvo ahí? ¿Hablaste con él sobre nosotros?

Antonio no quería decir la palabra nosotros por lo comprometedora que sonaba, y porque «nosotros» no existía, pero no había otra forma de resumir la relación que compartieran hasta hace algunos meses.

―No, hablamos de otras cosas, no se tocó ese tema. Me dio la sensación de que sabía sobre tú y yo, y que sabía que yo sabía que él sabía sobre tú y yo, pero no íbamos a hablar de ello.

―Sí, suena como papá.

Felipe carcajeó del otro lado de la línea, para luego quejarse que reír dolía un montón. Antonio sonrió.

No quería imaginarlo en una cama de hospital, ni quería saber cuál era el daño ocasionado por el asalto, porque estaba seguro que se le partiría el corazón. Y que el corazón se te parta por alguien que no es nadie en tu vida se le antojaba demasiado masoquista.

Pero se alegraba que estuviera bien, o por lo menos vivo.

―Deberías venir.

Felipe se arrepintió de inmediato. Se había relajado tanto, que el muro de la cautela cayó hasta los cimientos. Quería verlo, claro que quería, pero no era seguro para nadie, menos si no sabían en qué andaba la loca merodeadora de Carla.

―No creo que...

―Sí, tienes razón.―Apresuró la corrección para no tener que sufrir las consecuencias de su desliz. Enamorarse era un asco.― Solo, estoy feliz de haber hablado contigo―confesó solo porque sentía que esa era la última vez que conversaban, la última para siempre―. Soy un idiota, y te hago mal, así que ignora lo que digo ¿de acuerdo? Solo corta y...

―¿Por qué me mientes? Todo sería mucho más fácil si no me hubieras mentido desde siempre.

―Es difícil de explicar. Eres un buen chico, yo no...

―No soy de cristal―replicó.

―Tampoco eres de hierro.

―¿Nunca va a funcionar entre nosotros, cierto? No hay ningún nosotros.―Antonio sonaba más dolido de lo que deseaba, pero ya no lograba contenerse.

―Lo siento, no es tu culpa, soy yo y mi complicada vida.

―Eso suena a excusa estúpida.

―Alguien me disparó hasta casi matarme, no es una estúpida excusa. Te estoy protegiendo.

―¡Bien! ¡Hazlo!

Y cortó, para sentirse casi de inmediato como un irracional y mimado niño de cinco años.

No volvió a llamar, más por orgullo que por asumir que hasta cierto punto Felipe tenía razón. La medida funcionaba para ambas ideas, así que dejó a Felipe pensar que había ganado, y se fundió en silencioso malestar, por lo menos hasta que tocaron a la puerta.

Francisco, su hermano, metió la cabeza lento y cauteloso. No había escuchado la conversación con claridad, pero podía distinguir el tono ofuscado que caracterizaba tanto a su padre como a su hermano.

Antonio frunció el ceño, pero se relajó. Pancho no era culpable de nada de lo que le sucedía en la actualidad, no merecía su mala leche.

―¿Estás bien?―preguntó.

―Sí. ¿Escuchaste?

―No, solo que reconozco la voz de regaño de papá a kilómetros. Y hablando de papá, llegó hace tres minutos y quiere hablar contigo.

«Lo que faltaba», pensó Antonio, suponiendo que las palabras de su padre serían poco agradables y repletas de furiosos gritos.

―Voy―respondió.

Dejó su teléfono sobre la mesita de noche y salió del cuarto en dirección a la cocina, donde Antonio padre le esperaba con una taza de café.

Suponía que su conversación con Felipe y la que iba a tener en ese minuto estaban conectadas, pero no terminaba de dilucidar si lo que vendría sería la orden de que no podía volver a ver a Felipe, o si se trataba de un nuevo interrogatorio. Cualquiera de las dos le traía sin cuidado.

Se sentó frente a él, a lo cual su madre solo comentó «mejor los dejo solos» con ese tono sobre actuado que utilizaba cada vez que la escena ya había sido planeada con anterioridad.

Anto evitó el contacto visual y se perdió en los dibujos pegados en el refrigerador, que tanto su hermano como él había hecho durante el preescolar, pero que su madre mantenía como si fueran preciados Picasso.

Su padre bufó, Anto rodó los ojos.

―Ha sido un año movido, ¿eh?―Abrió con una frase inesperada, el mayor no solía salir con rodeos, carecía de la paciencia suficiente para hacerlo.―Muchos cambios en poco tiempo. ¿Has pensado qué harás cuando te gradúes?

Antonio le regaló una mirada cautelosa, inquieto por saber a qué quería llegar.

―Pensaba buscar trabajo por ahí, no tengo notas decentes como para ir a la universidad. También podría postular a la escuela de policía, o la escuela militar, no lo sé aún.

―Suena como un plan fantástico, estaría muy orgulloso si siguieras mis pasos.

―¿Qué pasa, papá?―preguntó de improviso, agobiado por llegar al meollo.

Don Antonio borró su sonrisa plástica de los labios, había sido una idea estúpida intentar hacer conversación banal.

―Mira Antonio, tu madre me dijo que tenía que hablar contigo, y yo no soy bueno para hablar cosas. Agradezco que nos hayas contado sobre tu...―Movió la mano esperando que la idea menos ofensiva cruzara su cabeza.―Condición. Te quiero, hijo. Eso.

Se quedaron en silencio. El mayor bebió de su taza y luego carraspeó. Antonio solo alzó una ceja.

―¿Gracias?―inquirió desorientado.

―No lo hagas más difícil por favor. Ya estoy lo suficientemente decepcionado.

―¿Decepcionado?

―No de ti, sino de la situación. Creí que la única cosa que teníamos en común era que a ambos... eso, pero no, ni eso. Y creo que estoy decepcionado de que eso sea lo único que considero que tenemos en común.

―¿Ah?

―Antonio, solo quiero que sepas, de parte de tu madre y yo, que nada cambiará sin importar... ya sabes.

―No sé ni de qué estás hablando―explicó confundido.

Don Antonio puso los ojos en blanco y maldijo el momento en que su esposa le aconsejara hablar con su hijo. No era bueno con los discursos, ni con las palabras. Había dedicado su vida a cargar un arma y poner orden, si hubiese querido tener que expresar sus sentimientos habría sido poeta o algo estúpido como eso.

Más encima, tampoco tenía don de gentes, y con sus hijos se comunicaban a base de ruiditos guturales y «pregúntale a tu madre». ¿A qué venía todo esto de tener que hablar con Antonio? Él ya sabía que lo quería. ¿Era necesario recordárselo?

―Mejor pregúntame y yo te respondo.

―¿Preguntarte sobre qué cosa?

―Cualquier cosa, Antonio, y hazlo rápido que tu madre se va a impacientar y enojar si no charlamos.

Anto alzó una ceja, y de pronto tuvo la sensación de que lo que su padre quería era tener una de esas «conversaciones padre-hijo» que nunca antes había tenido.

Suspiró. Si él no era capaz de ser un adulto, la responsabilidad recaía irremediablemente en sus hombros.

―¿No te molesta que yo sea gay?―Temió un poco a la respuesta, y se arrepintió de comenzar el interrogatorio con esa pregunta, pero necesitaba saberlo.

―No.

Era verdad, podía verlo en su cara.

―¿Entonces por qué no me hablas?

―Hace años que no hablamos, Anto.

―¿Por qué?

―Porque no soy de ese tipo de personas. Además, era más fácil cuando eran pequeños, siempre tenían millones de preguntas.

Don Antonio sonrió un poco, recordando cuando la relación con sus hijos era tan simple como saber porque el cielo era azul o si los peces dormían.

Bebió otro sorbo de café. No quería admitirlo, pero lo que más le aterraba de conversar con Anto era no tener las respuestas que él necesitaba.

―¿No te importa lo que diga la gente?

―No.

―¿Vamos a volver a ser normales? ¿Vamos a volver a ser la familia de siempre?

―Sí. Solo fue otra sorpresa de la vida, nadie te prepara para estás cosas. Deja que pase la impresión.

―¿Estás decepcionado de mí?

―De tus notas, sí. De ti, nunca.

―¿Mamá está bien?

―Sí.

―¿Estamos nosotros bien?

―No lo sé ¿Lo estamos?

Anto sonrió, disfrutando como perdía un peso de encima. Hablarlo hubiese sido mucho mejor desde un principio, e igual de aterrador.

―Lo estamos.

―¡Perfecto! Fue agradable hablar. Si tu madre pregunta, dile que fue la mejor charla que hemos tenido en toda la vida.

―Fue la mejor charla que hemos tenido en toda la vida.

Don Antonio, sabía que no era así.

Recordaba con claridad una breve conversación, que mantuvieron cuando era un niño, justo después de que naciera Francisco.

El pequeño Antonio se había acercado a la cuna para mirar a su hermanito y luego lo había mirado a él.

«Papá ¿Me vas a querer para siempre?» preguntó, como descubriendo prematuramente que el amor puede tener un final.

«Para siempre»

«¿Y si me porto mal?»

«Para siempre»

«¿Y si tienes otro hijo más?»

«Para siempre»

Y eso había sido todo. Sabía que para Antonio no había sido importante, pero para él, quien no era bueno con las emociones, que con suerte le había dicho a su esposa que la amaba un puñado de veces y que estaba tan acostumbrado a la crueldad de la vida, asegurarle a su hijo que lo amaría para siempre era algo de lo que no estaba informado que podía hacer.

Y hasta ahora se daba cuenta que debía hacerle honor a esa promesa, para siempre.

―Otra cosa, Antonio, respecto a Briceño―dijo, volviendo a la tierra―, no me gusta ese chico.

―No te preocupes, eso ya...

―Pero no es mi asunto―continuó don Antonio―, sé que tomarás una decisión adecuada. Confío en ti.

―Gracias, papá.

Antonio se levantó más tranquilo de lo que llegó, con alegría inesperada y paz interior. Le deseó buenas noches a su padre y salió de la cocina, pero antes de llegar a su cuarto regresó sobre sus pasos y abrió la puerta.

Lo encontró lavando la taza, por completo ensimismado.

―Te amo, papá―dijo desde la puerta, sintiendo que era necesario recordárselo, o quizás en forma de agradecimiento.

―Yo también.

Antonio sonrió, y luego se fue a su cuarto.

II

Hablar con Cristina era en partes iguales liberador como agobiante. En un principio te escuchaba atenta, sin dar opinión, sin decir palabra alguna, pero pasados algunos minutos comenzaba a opinar, y podías apostar que no te gustaría su opinión. Quería hacer parecer que sus soluciones eran lógicas y fáciles, cuando no era así bajo ninguna circunstancia.

Para Tomás, Cristina carecía de empatía, por lo que tratar de tomar el lugar de otro le era impensado, ella solo ordenaba y esperaba que sus órdenes fueran bien ejecutadas. Era una tirana con todas sus letras, y aun así él prefería conversar con ella que con cualquiera de sus otros amigos, que no pararían de mirarlo con pena y tratarlo como una copa de cristal.

Cristina iba a decirle cómo comportarse, aunque no le gustara. Ella exigía, y en ese minuto necesitaba a alguien que le exigiera sin preguntar cómo se sentía al respecto.

Por eso se encontraba frete a la casa que Felipe compartía con Enrique, tocando el timbre con cara de pocos amigos mientras maldecía en susurros a Cristina por obligarlo a hacer cosas que no deseaba.

No era tan tarde, casi las diez de la noche, pero Cristina le había dado veinticuatro horas para realizar su primera misión y ya estaba atrasado en dos horas y treinta y tres minutos.

El penúltimo mensaje en su teléfono rezaba algo como:

«¿Ya estás contratado en la cafetería o tengo que hablar con mi novio?»

El último era una completa estupidez muy parecida a:

«¿No suena increíble el título de novio para Melchor?»

Seguido de una carita sonrosada.

A Tomás no le habían quedado muchas opciones luego de aquel acoso telefónico, sobre todo teniendo en cuenta que si no realizaba su tarea con premura, mañana tendría noventa mensajes de Titi sin leer y diez o doce llamadas perdidas.

Era una mujer tozuda e insistente, que le liberaba y agobiaba, en partes iguales.

Enrique contestó unos instantes más tarde, justo antes de que Tom se viera obligado a declarar muertos sus dedos por el frío terrible de la noche.

Sorprendido, le echó una mirada altanera y lejana. No quería tener nada que ver con Tomás, más de lo que ya tenía que ver.

Tom, por su parte, carecía de ganas de perder alguna extremidad o terminar en cama, así que se fue sin rodeos al grano del asunto.

―¿Puedo pasar? Tengo un negocio que discutir.

Antes de que Enrique pudiese contestar, Tomás se escabulló por un costado, buscando refugio en el hogar frío y desolado de Torllini. Volvió a tener la misma sensación que el día que se infiltrara en su antiguo departamento, un orden tan rígido y al mismo tiempo abandonado, que asemejaba a la atmosfera de un archivo solitario.

―Claro, pasa―respondió Enrique, volteándose para encararlo―. Estoy ocupado, así que lárgate.

Le dedicó una mirada penetrante, a ver si el niño entendía de una buena vez su postura de adulto desagradable y peligroso.

―Es corto, no te preocupes.

Enrique frunció el ceño, recordando la misma actitud de mierda que mostraba Emilia cuando la conoció, aquella postura temeraria de quien se cree más capaz de lo que es en realidad.

No pudo evitar sonreír, de esa forma atrevida y amenazante que dejaba en claro su terrible historial, marcando los límites entre él y todos quienes le rodeaban.

―Vete a tu casa, chico.

―Tomás, llámame Tomás, no es difícil de recordar.

«No tienes idea» pensó Enrique, advirtiendo la ignorancia de Tomás frente a las cosas que compartían. La mitad de los cromosomas, el color de ojos y el primer nombre.

Él, Tomás Enrique. El chiquillo, Tomás Andrés.

Era una tradición centenaria que Emilia, por alguna arbitraria razón, había decidido mantener. Su padre se llamaba Tomás, su abuelo se llamaba Tomás, y su descendencia mantenía la misma cruz. Como si hubiera algo digno de heredar de su línea sanguínea.

Le decían Enrique desde siempre, solo para evitar confusiones entre su padre y él, aun cuando a su padre lo llamaban Jorge, por su segundo nombre, Tomás Jorge.

Al parecer Tomás era el primero en ser llamado Tomás en la larga línea familiar.

Agradecía por otra parte que no hubiese heredado el apellido, Tomás Torllini siempre se le antojo horrible y disonante.

―Trataré de recordarlo, mientras te vas.―Le mostró la puerta por la que había entrado, asumiendo que el niño entendería rápido que aquello era una batalla perdida.

―Quiero trabajar en la cafetería―expresó Tom con cara de póker, ignorando como el ambiente se volvía oscuro y beligerante.

―No.

―Hay un letrero que dice que se buscan camareros.

―No.

Tom frunció el ceño.

Había pasado la tarde completa observando el local desde la otra esquina, ensayando un discurso convincente, y perdiendo valiosas horas de luz, e incluso después de múltiples instancias de concentración, no logró hallar las palabras correctas, despertando de su ensoñación al ver a Torllini cerrar el boliche.

Lo siguió hasta su casa, a una distancia prudente, descubriendo así el cambio de domicilio, y esperó una hora o quizás dos fuera, calculando sus teóricos movimientos y dichos. Nada terminó por prepararlo a la confrontación, pero esperaba que por lo menos el esfuerzo fuese recompensado.

Enrique no estaba de ánimos para recompensarlo.

―¿Ya contrataste a alguien más?

―No, solo no contrato menores.

―Melchor trabaja ahí.

―Melchor es hermano de uno de los dueños, y no es un menor.

―Yo soy amigo de Melchor, conozco a Gaspar y trabajaba ahí antes de cumplir los dieciocho.

―¿Es Gaspar tu tutor legal?―preguntó, manteniendo la misma postura intransigente con la cual comenzara la conversación.

―¿Necesitas acaso permiso de mi tutor legal?

―Sería un comienzo.

Tomás sonrió, conseguir algo de sus tutores legales, más con la situación que estaban viviendo, sería pan comido.

―¿Algo más? Porque si es solo eso, te presento a tu nuevo camarero.

―Y tienes que agradarme, no creo que cumplas ese requisito.

―Lo que se hereda no se hurta, dicen.

Enrique comenzó a perder el límite entre las características de Emilia y las suyas, el chiquillo, aparentemente, había salido premiado con lo peor de cada uno. La valentía vacía de Mili y su propia deferencia ante las amenazas externas.

―¿Qué quieres sacar de todo esto?―inquirió Quique, buscando una forma de hacerlo desistir sin tener que forzarlo.

―Quiero saber qué vio ella en ti.

―Te estás haciendo las preguntas incorrectas, mejor analiza por qué no sabías nada de mí hasta ahora.

―Tampoco sabía nada de ella hasta ahora, y no era tan mala.

―No es la misma situación.

―Ya veremos. ¿Comienzo mañana?

―Comienzas nunca―zanjó dispuesto a echarlo a la fuerza si era necesario―, no mientras la decisión sea mía.

―No me iré de aquí hasta que me contrates―gruñó por lo bajo, sacando a relucir esa testarudez que Emilia le obligaba a controlar.

Enrique se vio de inmediato en los ojos de Tom. Ya no estaba Emilia, era solo él de niño, más joven e inexperto. Él y su pensamiento ingenuo de que si quieres puedes. Él y su porte de oveja descarriada, tomando todo cuanto la vida le ofrecía, sin medir las consecuencias.

Lo sujetó de un brazo y con solo dos zancadas lo escoltó hasta la entrada.

―Escúchame bien, Tomás, siendo desafiante no lograrás nada en esta vida, te lo digo yo, que ya tengo dos condenas en el cuerpo.

Lo echó de un solo tirón y cerró la puerta, dejando al muchacho en la intemperie.

Si en un inicio Tomás dudaba de sus acciones, ahora tenía sus motivaciones bien claras. Trabajaría en el café, no se dejaría amedrentar por ese imbécil.

III

Durante la época de nieve no se jugaba futbol, eso era ley en el pueblo. No por falta de infraestructura, sino por un accidente sucedido diez años antes, donde, durante una práctica del equipo, uno de los chicos había resbalado en el un sector de la cancha que estaba congelado, había caído y terminado en el hospital con muerte cerebral.

Cabía la coincidencia de que tenía una aneurisma, pero fue difícil hacerle entender a los padres aquel pequeño detalle.

No se jugaba futbol hasta que la nieve se derritiera, ley sagrada de Los robles.

Por lo mismo el equipo solo mantenía una reunión mensual, para discutir formaciones, posiciones, las ganas que tenían que la nieve se derritiera de una buena vez y, si eran cautelosos, jugar un partido furtivo.

Antonio, quien aún no lograba sentirse cómodo en su propia piel, hubiese preferido reportarse enfermo, pero dado que era el capitán del equipo, esa no era una opción.

Tomó sus cosas después de clases y se encaminó hasta el gimnasio techado donde solían practicar el resto del año. Decidió ir solo, no estaba seguro de la opinión que tendrían los otros sobre él y prefería preparar su reacción antes de llegar ahí.

Fue el último en aparecer, a pesar de que estaba a la hora.

Los chicos discutían acaloradamente en las gradas, lanzándose el balón y riendo ante los comentarios insensatos de uno de ellos sobre las hermana de otro. Saludó casual, pero todos se quedaron callados. Todos menos uno.

―Llegas tarde―gruñó Gonzalo.

―No, era a las cinco y media.

―Son un cuarto para las seis.

―No.

Entonces recordó que hacía unos días le había comentado a Cristina lo mucho que le costaba levantarse y que siempre llegaba tarde, a lo que ella había prometido adelantarle el teléfono sin que él se diera cuenta para que se levantara más temprano.

Tal cosa nunca había llegado a suceder, pero Antonio, suponiendo lo peor, había retrasado el teléfono quince minutos dos días atrás.

Maldijo su estupidez.

―No importa―bufó Gonzalo, usando su tono de infinito hastió―, vamos a jugar antes que llegue un espía del centro de padres y nos fiscalice la pelota.

Saltó de las gradas y comenzó dominar el balón, para hacerle un pase a Antonio y luego caminar hasta la cancha mientras se quitaba los guantes y los lanzaba cerca de la lateral.

Antonio recibió la pelota con el pecho y dejó que cayera hasta sus pies, para luego mirar al resto del equipo que lo observaba desde sus puestos en la barra, callados y reticentes.

―¿Qué sucede?―preguntó.

Los chicos se miraron entre sí, buscando un vocero adecuado para lo que iba a suceder.

Germán, un chico alto y pecoso fue el elegido, y se plantó frente al grupo erguido y orgulloso.

―Estuvimos conversando durante la mañana, y creemos que deberíamos elegir un nuevo capitán.

Antonio tragó saliva e hizo subir la pelota desde el suelo hasta sus manos con solo un par de movimientos de sus pies.

Se acercó con mirada amenazadora. Germán era dos años menor que él, y mucho más bajo.

―¿Por qué?

―Bueno, porque tú ya te vas y creemos que es mejor que lo arreglemos ahora.

Mentía, no cabía duda. El muchacho ocultaba la verdadera razón, aun cuando esta fuera obvia.

―¿Están todos de acuerdo?―preguntó analizando las caras de sus jugadores.

Algunos lo enfrentaron con descaro, con rabia, incluso con una sonrisa. Otros miraron a un costado, revisaron sus zapatos, o se perdieron en el vacío. Ninguno respondió.

―Habíamos pensado en Carlos―continuó Germán.

―Buena decisión, desde el próximo año, Carlos será el capitán―zanjó el tema, con voz autoritaria―. Vamos a jugar.

Pero los chicos se mantuvieron incólumes.

―Habíamos pensado que lo hiciéramos desde ahora, para que pueda soltarse, además como tú sigues acá lo ayudarías.

Antonio terminó de hacerse la idea mental de lo que estaba sucediendo, solo se preguntaba: ¿por qué simplemente no lo echaban y ya?

―Claro, eso significa que tendrá que jugar todos los partidos de ahora en adelante, y él es delantero.―Hizo una pausa.― Gonzalo y yo somos los delanteros. ¿Según tú, quién no debería jugar más para que Carlos pueda aprender a ser capitán?

Miró a Carlos, sentado en la última fila de las gradas. En cuanto hicieron contacto visual el chico miró en otra dirección.

―¿Qué pasa con el centro de madres?―preguntó Gonzalo, volviendo de su infructuosa expedición a la cancha―¿Por qué no estamos jugando?

―Estamos decidiendo quién va a jugar el resto de la temporada―masculló Antonio―, tú o yo.

―¿Qué?

―Quieren que Carlos sea capitán―continuó Anto.

―Ah, eso, sí me dijeron. Carlos es una buena opción. ¿Qué tiene que ver con nosotros jugando?

―Quieren que sea capitán desde ahora, para que practique.―Antonio mantenía la mirada pegada sobre Germán y su expresión culposa.

―Suena lógico―dijo Gonzalo, arrebatándole la pelota a Antonio y comenzando a dominarla―. Ya entiendo, los tres somos delanteros. Supongo que nos podemos turnar por partido.

―No creemos que eso sea justo―agregó Germán―, tú has anotado más que Antonio el último año, además, Anto sería de más ayuda si nos observara desde afuera.

―Sí, tiene sentido―finalizó Gonzalo, equilibrando la pelota en la cabeza―, Anto es más experimentado.

Antonio sonrió de medio lado y bajó la mirada. Quería gritarle que dejara de ser tan falso, que diera los verdaderos motivos, que por último fuera un hombre de verdad. Pero ¿para qué? Ser políticamente correcto siempre sería mejor visto que ir de frente.

―Supongo que todos están de acuerdo―preguntó, como esperando algo de sentido común.

―Todos lo estamos―sentenció Germán, con una expresión de «lo siento» adornándole el rostro.

Un segundo después la pelota le impactó tan fuerte en la entrepierna, que el sonido del rebote hizo eco por todo el gimnasio.

Germán se retorció de inmediato, cayendo sobre sus rodillas con las manos protegiendo sus genitales de una amenaza que ya rodaba lejos de ellos.

―Mira, que con todo eso de hacerte el representante creí que habías perdido las pelotas, pero no, ahí están. O estaban―dijo Gonzalo con el ceño fruncido.

Tres chicos se acercaron a socorrer a Germán, a quien ya le salían lágrimas por el dolor en sus testículos.

―¿Qué mierda te pasa?―preguntó Salvador, uno de los defensas titulares.

―¿Qué mierda les pasa a ustedes? Parece como si quisieran echar a Antonio.

Anto lo miró con tristeza, pero dio cuenta de que Gonzalo tenía muy claro lo que estaba sucediendo, tan claro que apretaba los puños en un afán de no ir a partirle la cara a Germán, o al resto del equipo.

―Ya basta, Gonzalo―masculló, intentando calmar los ánimos. Le agradaba encontrar apoyo en alguien, pero no deseaba armar jaleo.

―¿Ya basta? Encuentra tus pelotas tú también, ¡defiende tu posición!―gritó enfurecido.

―Él no tiene pelotas―gruñó otro chico, Ricardo, mediocampo―. Y creo que si no tienes pelotas suficientes como para que te guste una mujer, no tiene pelotas suficientes para jugar futbol.

Antonio encontró lógico que Ricardo fuera el gestor de la idea. Siempre se hizo el macho frente a sus compañeros, alardeaba de todas las chicas con las que se había acostado y llamaba maricas a los contrincantes que perdían en la cancha. Por tipos como Ricardo hubiese preferido estar enfermo ese día.

―¿Tú también quieres que te reviente la pelota en los cocos, Ricardo?―Gonzalo comenzaba a perder la calma, y se acercaba al resto de los chicos con posición de perro rabioso.

Anto se interpuso y lo detuvo.

―Está bien, no importa―susurró, para luego intentar tironearlo lejos de la pelea.

―Hazle caso a tu novia, Gonzalo―replicó Ricardo.

―Suenas celoso, Ricardo―contraatacó Gonzalo.

Ricardo juntó las cejas, asqueado por la insinuación.

―A mí no me interesan los putos maricones de mierda.

Escupió con tanta rabia que a Antonio le dio un poco de miedo. Recordó a Felipe y su recomendación de ignorar a quienes lo llamaban de formas hostiles, y le encontró razón. No valía la pena enfrentarse a alguien así de irracional.

Y eso estaba pensando cuando Gonzalo se le escapó.

Lo siguiente que logró procesar fue a Ricardo en el piso cubriéndose la cara con las manos, sangre brotando de su nariz y su boca sin parar, y a Gonzalo encaramándose sobre él para rematarlo.

IV

Si bien Enrique había logrado conciliar el sueño sin mayor dificultad la noche anterior, luego de la visita sorpresa del vástago de Emilia, estaba seguro que esa noche la historia sería distinta. Y la imagen que vería cada vez que cerrara los parpados sería nada más y nada menos que la de Tom sonriendo de esquina a esquina, con el mandil de la cafetería amarrado a la cintura.

―Te presento a nuestro nuevo camarero―dijo Teresa, con una calma tan exasperante, que a Quique le dieron ganas de echarlos a ambos de un solo empujón.

Solo había salido dos horas para realizar un trámite en el banco, pero fueron suficientes para que el pilluelo se escabullera en la cafetería y engatusara a la jefa subrogante, Teresa.

―Muchas gracias por esta oportunidad―agregó el pequeño, con ojos brillantes y la mejor de sus sonrisas―, voy a esforzarme por dar lo mejor de mí.

―No te preocupes, has traído todos tus papeles, tu currículo, un certificado de tus notas, incluso un permiso firmado por tus padres... No era necesario, eres como familia.

―Sí, familia―repitió Tom, extasiado con la escena.

―Y que bueno que viniste hoy, tenemos otra persona, pero solo trabaja hasta las cinco. Melchor por lo general lo remplaza, pero hoy tenía psicólogo, así que antes de que llegaras estaba sola.―Hizo una pausa solo para tomar aire, cuando Teresa quería hablar, hablaba.― Después de lo de Felipe ha costado repuntar las ventas, pero es cuestión de tiempo. ¿Tienes todo claro, o fue suficiente con la introducción que ya te hice?

―Aún no termino de entender la máquina de café por completo.

―Tranquilo, es ley que tienes que quemarte cinco veces para domarla.

Una familia de cuatro ingresó a lugar, por lo que Teresa se vio obligada a dejarlos para ir a atender.

Tomás, sin aminorar su evidente buen ánimo, se acercó hasta Enrique con porte supremo, haciendo alarde de sus ya conocidos poderes de manipulación.

―Si lo quiero lo consigo―susurró, para luego acomodarse detrás de la barra y analizar la tan terrible bestia denominada cafetera.

―Eres igual a tu madre―respondió Quique, imaginando que a Tom, tal comparación, le borraría toda sonrisa de la cara.

No tardó en obtener los resultados esperados, admirando como las comisuras del chico se contraían al mismo tiempo que el desprecio en sus ojos se volvía más patente.

Tenerlo cerca era una especie de maldición, pero al mismo tiempo, cuando esa mirada furiosa lo atravesaba, la silueta vaporosa de Emilia se desdibujaba en sus rasgos, recordándole que un trozo de ella aún seguía ahí entre los vivos.

A Tomás le hubiese encantado responder algo venenoso y afilado, pero el hecho que llamaran a Emilia su madre, aún le dejaba un mal sabor de boca y le adormecía la lengua.

Regresó su atención a la cafetera y decidió ignorar a su jefe, ya habría tiempo para obtener la información que deseaba.

Enrique desistió también de seguir atormentando al pequeño, no faltarían oportunidades para mostrarle, con ejemplos, que su decisión de trabajar para él era estúpida y poco pensada.

Caminó hacía la trastienda, solo para notar a la mitad de su recorrido que la puerta de la oficina estaba junta y no cerrada, como la había dejado antes de salir.

Se acercó con cautela, imaginando todas las posibilidades. Carla no sería tan estúpida de volver a atacar en el mismo lugar y con el local en funcionamiento, pero Carla no era la única subordinada de Fernando, y no todos tenían la misma cantidad de neuronas.

Empujó la puerta con suavidad, echando un vistazo de esquina a esquina. Guardaba una pistola en el primer cajón del escritorio, y, a pesar de tener experiencia con las emboscadas, le sería difícil llegar hasta ella ileso.

Se detuvo en los cuarenta y cinco grados de apertura y aguardó.

Alguien abrió el resto, Gaspar para ser exactos.

Enrique, aliviado que no se tratara del enemigo, le dio un empujón «amistoso», y entró al cuarto cerrando tras de sí.

―Oye, eso dolió―dijo Gaspar estirando su chaqueta justo donde Quique le había tocado.

―Nadie me dijo que estabas aquí, pensé lo peor.

―Nadie sabe que estoy aquí, entré por atrás y me escondí.

―¿Por qué?

―Despiste, no quiero que nadie sepa que nos vimos antes de tiempo.

―¿Nadie?―a Enrique algo comenzó a parecerle sospechoso, su sexto sentido le avisaba que Gaspar traía consigo malas noticias.

―Tenemos un problema, o quizás una bendición, todo depende de cómo juguemos nuestras cartas.

El semblante serio del joven era mala señal. En todo el tiempo que compartieran, incluyendo los seis meses de cárcel, verlo serio siempre había presagiado complicaciones. Cada vez que él mostrara su mirada oscura y sus labios planos, Enrique presuponía que las siguientes palabras salidas de su boca no serían de su agrado.

―¿Qué pasó con Felipe?―se atrevió a conjeturar.

―Nada, excepto por su confesión a Gonzales. Gonzales padre, por si queda alguna duda razonable.

―¿Confesión? Espera, nos delató.

―Sí, y no. No es delatar cuando se lo pides directamente.

―¿Tú qué?

Los engranajes de su cabeza diabólica comenzaban a rodar, imaginando que en un par de horas debía desaparecer del pueblo sin dejar rastro, borrar sus huellas, deshacerse de los testigos, y matar a Gaspar de paso, solo por el gusto de hacerlo.

―Antes de que te alteres...

―Ya estoy alterado.

―Antes de que te alteres más...

―Ya estoy todo lo alterado que puedo estar.

―Antes de que me mates...―Enrique tuvo que concederle eso.―Escucha mis razones por favor. Las cosas han tomado color de hormiga, y no sé cómo repáralo sin matar a alguien. ¿Entiendes? Con la policía de nuestro lado...

―La policía nunca estará de nuestro lado, Farías controla todo el pueblo.

―Gonzales lo está.

―Gonzales miente.

―Lo conozco de toda mi vida, no miente, es un buen tipo.

―Gaspar, llevas un suspiro en esto del crimen organizado, aquí nadie es un buen tipo―masculló Enrique, acomodándose detrás del escritorio.

―Y tú llevas un suspiro en este pueblo, Gonzales es tan correcto que llega a ser estúpido. Si dice que va a ayudarnos, lo hará.

―¿A cambio de qué? Porque no creo que haya decidido aliarse con los malos solo por amor al arte.

―Quiere poner a Farías tras las rejas, solo pide nuestra cooperación.

Había algo, una sutileza en el aire. Podía ser el tono ingenuo con el cual Gaspar relataba los hechos, o el detalle de que su aparición fuese tan secreta y misteriosa, pero la historia en su cabeza no terminaba de cuajar.

―¿Qué le ha dicho Felipe?

―Todo.

―¿Sabe sobre el dinero? ¿Sabe sobre el dinero lavado?

Gaspar negó. El dinero podía ser omitido de la historia con facilidad, ya que el móvil de la droga llenaba cualquier hoyo argumental.

―Eso queda entre nosotros.

―¿Sabe sobre Roberto Farías?

Lo notó de inmediato, la sombra en las pupilas de su cómplice. El oscuro secreto detrás de todo el plan, la treta de Gonzales.

―Sí.

―Y supondré que, además de encerrar a Farías, también querrá mi cabeza en una lanza.

―Quiere una confesión, y por ser de ayuda, también tendrás privilegios: menos años, mínima seguridad, posibilidad de libertad condicional.

―Tú y ese hijo de puta me han vendido como Judas a Cristo.―Pensó en la pistola, pensó en volarle los sesos de un disparo, como se hacía en su barrio a quienes se iban de lenguas. Acarició el borde del cajón pero se contuvo.

―¡Espera! Alto ahí. No es nada real aún. Gonzales no tiene nada contra ti más que la palabra de Felipe. Bien sabemos ambos de que no hay prueba alguna, así que mientras tú no aceptes, no irás a ninguna parte. ¿Está claro?

―¿Y crees que voy a aceptar un plan que me quite la libertad?

―No, claro que no. Pero puedes aceptar uno que le dé a Gonzales parte de lo que quiere.―Gaspar recalculó sus palabras. Le debía lealtad a Enrique, mal que mal, él siempre había sido honesto respecto a sus intenciones.―No va a pasarte nada hasta que tengamos a Farías desenmascarado, y para esas alturas tú puedes estar en el Himalaya si así lo deseas. Gonzales está enojado de que lo engañáramos, pero en cuanto destape toda la mierda que Fernando oculta bajo los cimientos del pueblo, créeme, vas a pasar a segundo plano.

―Y yo tengo que confiar que tus predicciones son correctas.

―¿Funcionó mi plan para robarle a Farías? ¿Funcionó plan para descubrir al asesino de Emilia? ¿Funcionó mi plan para que salieras impune por la muerte de Roberto?―La mirada Valencia se hizo presente, y Enrique recordó porque se habían asociado en una primera instancia.―Mis predicciones son correctas, y lo que he planeado es perfecto, solo necesito tu pequeña colaboración. Luego puedes desaparecer sin dejar rastro y dejar atrás a todos en este pueblo, incluyendo a Tomás Riquelme, sin que yo te moleste.

Enrique meditó un segundo. Podía también desaparecer ese mismo segundo, y dejar atrás a todos en ese pueblo. No sería la primera ni la última vez. Nada lo ataba a aquella tierra maldita, y hacía tiempo que tenía más problemas que agrados. Pero la idea de vengarse de Farías lo emocionaba.

Muchos años atrás había entendido que la venganza, cruda y fría, no reportaba jamás beneficios, e incluso tuvo la oportunidad de comprobarlo al meterle nueve balas a Roberto Farías, mas no deseaba desaparecer sin terminar de honrar la memoria de Emilia.

Ella deseaba sacar la droga de Los robles, ¿Por qué no cumplirle aquel deseo?

―Bien, digamos que lo voy a pensar―susurró cauteloso―¿Cuál sería el plan completo?

Gaspar sonrió con malicia, y curvó su espalda. La maldad le combinaba perfecto, y el crimen le caía como anillo al dedo.

V

Melchor identificó el auto de Guillermo al lado de la salida principal del hospital. La luces intermitentes brillaban entre un Mazda rojo y un Renault azul, iluminando la oscuridad de la tarde, tan típica en invierno.

Trotó hasta la puerta, aun no se recuperaba por completo de la gripe y no quería que el contraste entre el calor del hospital y el frío del exterior mellara en su débil salud.

Entró rápido y colocó las manos directo a la calefacción después de quitarse los guantes, las temperaturas debían rondar los grados bajo cero, y se hacían sentir sin inconveniente.

―Tu madre se quedó preparándote algo de comer―explicó Guillermo, mientras maniobraba para salir―, me pidió que viniera por ti porque hacía mucho frío.

―Gracias―dijo, intentando articular las palabras con sus dientes castañeantes.

―Además tu hermano volvió―comentó al tomar la calle.

―¿Viene solo de visita?―el calor de la calefacción le devolvió la vida al cuerpo― O quizás se te acabó la fiesta y no alcanzaste ni a decirle hola a mi mamá.

Guillermo le miró de soslayo y apagó el aire caliente como castigo. Melchor por su parte lo encendió de nuevo y se rio.

Una semana antes no hubiese imaginado que se reiría con Guillermo de forma fluida, pero ahora era parte de la rutina.

―Todo depende de la fuga.

―Letelier, no soy idiota, sé que no hay ninguna fuga. Es decir, probablemente no la había antes de que Gaspar metiera mano en ello.―A Melchor era difícil engañarlo por mucho tiempo, más si todo el ardid tenía como mente creadora a su propio hermano.―También supongo que la fuga quedará así hasta que a mi hermano le convenga.

Guillermo no respondió. Se concentró en el camino y revisó la hora. Su arreglo con Gaspar debía quedarse solo entre ellos, más cuando se trataba de un tema tan delicado con el resguardo de Magdalena y Melchor.

―¿Cómo te fue en tu cita?

Esforzarse en cambiar el tema de forma sutil le pareció una pérdida de tiempo, más con el intelecto que Melchor ostentaba, así que solo ignoró la insinuación y preguntó sobre lo que los trajo hasta el hospital.

―Bien, la psicóloga quiere que me una a uno de esos estúpidos grupos de apoyo.

―No lo encuentro estúpido, hay más personas como tú, con historias que contar. Podrías aprender mucho de ellos.

―O podría no hacerlo.―Se acomodó en el asiento, bastante más caliente que hace un minuto.― Hola, soy Melchor, y soy drogadicto.

―Hola, Melchor―canturrió Guillermo con voz más aguda. Ambos rieron.―Dale una oportunidad. ¿Te dijo algo más?

―No.

―Respondiste muy rápido.

―¿Quién eres, mi papá?―Usó tono de broma, como para que Guillermo supiera que no le molestaba su preocupación.

―No, pero podríamos decirle a Gaspar que quieres que lo sea solo para ver su cara.

―¿Estás tratando de ponerme en contra de mi propio hermano?

―¿Lo estoy logrando?

―Claro que sí. Se lo diré en cuanto comience a hablar de mí y Cristina. ¿Le digo que quiero tu apellido también?

―Sería maravilloso.

Melchor no podía negar que se la pasaba de maravilla con Guillermo. Hablaban de todo, se hacían bromas inocentes, hasta tenían chistes internos que Magdalena no entendía. Su relación, de una u otra forma, crecía en todos los aspectos posibles, y el hecho de que Guillermo fuese tan centrado y buen oyente, lo hacía sentir en la confianza suficiente para preguntarle sobre cualquier tema.

―Entonces ¿Qué te dijo la psicóloga?―reiteró el mayor, sabiéndose conocedor de las artimañas de Melchor para evadir un tema.

―Nada, es un secreto.

―¿Secreto profesional?

―Sí.

―Bueno, pero si necesitas algo, puedo ayudarte.

Melchor lo miró de reojo.

La última hora se la había pasado discutiendo con la psicóloga un tema delicado, y a pesar de no estar de acuerdo con su punto de vista, no podía dejar de pensar que ella era la profesional y quizás sabía lo que hacía.

Sopesó la idea de pedirle ayuda a Letelier, él quizás sabría qué hacer, sin mencionar que no correría a contárselo a Magdalena.

―Hay algo que tengo que hacer, y no quiero hacerlo.

―¿Algo como qué?―Guillermo puso más atención, y señalizó a la izquierda.

―Decirle a alguien una cosa que no le he dicho a nadie.

―Suena complejo. ¿Una cosa como qué?

―No puedo decirte, pero ella opina que es necesario que se lo diga a alguien.

―¿A quién?

―A cualquier persona en la que confíe, y no sé a quién.

―¿Tu mamá?

―Cualquier persona menos mi mamá.

―¿Cristina?

―Ni Cristina.

―Sí sigues descartando gente mientras las menciono no vas a lograr tu cometido.

―No quiero lograr mi cometido, no quiero decírselo a nadie.―No estaba seguro si sonar como un berrinche de niño pequeño era lo más indicado, pero Melchor prefería eso a tener que afrontar las cosas como un adulto.

―Pero tu psicóloga dijo que era importante ¿Se lo dijiste a ella?

―Sí, se lo dije la semana pasada y no ha dejado de molestar con ello.

―Entonces deberías considerarlo.

―No entiendes, no puedo decírselo a nadie.

―Yo creo que sí, y creo que sabes a quien tienes que decírselo.

Melchor observó las veredas nevadas y las luces de las tiendas. Tenía claro que si algún día era capaz de contar lo que llevaba años guardándose solo podría contárselo a Gaspar. También tenía claro cómo reaccionaría Gaspar al respecto, y temía mucho a esa reacción.

Si Gaspar se enteraba su madre también lo haría. Él se pondría furioso, y ella estaría destrozada. Si decía la verdad su familia jamás volvería a ser la misma.

Quizás hace algunos meses, cuando de familia poco y nada tenía, hubiese sido una opción viable, aunque al mismo tiempo, no se hubiese sentido capaz de revelarle a nadie su terrible secreto. Ahora, por el contrario, podía darse el lujo emocional de considerarlo, mas no tenía agallas para causarle tanto dolor a quienes quería.

Además, su confesión era completamente inútil, habían pasado tantos años, que ya nada se podía hacer para remediar el pasado. Aun cuando su psicóloga opinara lo contrario.

―Lo que tengo para decir hará más daño que bien, y no cambiará lo que ya pasó.

Guillermo se tomó un minuto para pensar. Había decidido ser profesor no por un gusto hacia la historia, tampoco para ahondar en la materia, sino porque siempre quiso ayudar niños como Melchor, aquellos que se beneficiarían de la guía y sabiduría de quienes han vivido un poco más.

―Te voy a contar una historia.

―Por favor no.―Melchor rodó los ojos sabiendo que se la contaría igual.

―Hace algunos años, cuando estaba recién casado, decidimos con mi mujer que tendríamos hijos lo más pronto posible. Pero a pesar de los intentos no lo logramos el primer año.

―No sé qué tiene que ver una cosa con la otra.

―Entonces, decidí hacerme un estudio al respecto―continuó, ignorándolo―, y descubrí que era estéril. Mi exesposa deseaba mucho quedar embaraza, tener una familia normal, hijos propios.―Hizo una pausa recordando brevemente esos años.―Yo sabía muy en el fondo que esto arruinaría mi matrimonio, que nos arruinaría a los dos y que ella terminaría dejándome. La conocía bien, así que opté por no decírselo. Por años.

―Supondré que no terminó bien.

―No sigo casado, así que no, no terminó bien. Pero por otras razones. En fin. El tiempo pasó, y cada día se volvió peor que el anterior. La idea me atormentaba, no dormía bien, ella sabía que había algo que no le estaba diciendo. Cuando las cosas en mi matrimonio se volvieron insostenibles se lo confesé, y creo que le dolió más que le hubiera mentido por años que el tema en sí mismo. Comenzamos a pelear con frecuencia diaria, y terminó como ya supones.

―¿Moraleja no te guardes secretos?―Melchor intentaba no escucharlo, pero no tenía más opciones que asimilar su sapiencia.

―No es eso. Todos tenemos derecho a tener secretos. Pero hay secretos más peligrosos que otros. Quizás si se lo hubiera dicho desde un inicio nos hubiésemos ahorrado años de infierno separándonos antes, quizás hubiésemos optado por adoptar. Eso no lo sé, nunca voy a saber los futuros alternativos. Pero si estoy completamente seguro de una cosa, la noche posterior a mi confesión, dormí como hace años no lo hacía. Moraleja, si te quita el sueño, soluciónalo rápido. ¿Te quita el sueño tu secreto?

Melchor tuvo ganas de gritarle que sí, que por los últimos seis años se la había pasado teniendo pesadillas y dando vueltas en la cama, que había caído a las drogas por ello, que se había alejado de sus amigos y su familia, que muy en el fondo solo deseaba rugirlo a los cuatro vientos, pero tenía tanto miedo, tanta vergüenza, que ante la más mínima intención de mencionarlo se quedaba sin voz.

Incluso decírselo a la psicóloga había sido imposible, y había sido ella quien diera en el clavo luego de muchas sesiones de terapia.

Se había jurado por años que ese asunto moriría con él, que lo enterraría en su memoria y que jamás volvería a atormentar su vida, pero hasta ese día no lograba aquel cometido.

―Sí―susurró, asumiendo de pronto que no había otra solución más que decírselo a Gaspar a pesar de las consecuencias. Se armó de valor y susurró: ―Gracias.

Guillermo solo sonrió y continuó conduciendo.

Antes de llegar a casa su teléfono vibró, era un mensaje de Cristina.

«Reunión en mi casa. URGENTE»

VI

El frío ya era insoportable. Varios grados bajo cero, sospechaba Antonio, pero lo agradecía, la brisa helada le deshincharía la cara lo suficiente como para que su madre no notara el párpado morado y el labio roto.

También debía agradecerle a Cristina y su reunión de emergencia, sin eso no hubiese tenido excusa para vagar hasta tarde por el pueblo.

Tocó a la puerta de la casa Marambio, y fue recibido por Sonia unos minutos después.

―¿Qué te ha pasado en la cara?―preguntó no bien lo saludó.

―Jugamos un partido y choqué contra uno de los postes del arco―dijo, intentando sonar despreocupado.

Sonia no era buena desenmascarando mentirosos, sin mencionar que tendía a confiar en todos a ojos cerrados, por lo que solo le ofreció un poco de hielo o un analgésico. Él aceptó ambos.

―Y después se preguntan por qué no se puede jugar futbol en invierno. Los chicos están en el cuarto de Cristina―explicó señalando escaleras arriba―, ve ahora y yo te llevó lo que te debo.

La parte de «los chicos» le inquietó un poco. Suponía que el repentino y urgente mensaje de Titi citándolo a su casa solo era una treta de ella para atraerlo y conversar, pero parecía que en efecto se llevaba a cabo una reunión en esos momentos.

Subió las escaleras, saludó a Mónica, quien bajaba corriendo con unas invitaciones, y se aventuró hasta el cuarto de Cristina, el último a mano derecha.

Al abrir se encontró con Melchor y Tomás sentados en el suelo, comiendo galletas y tomando té. Cristina, acomodada en el escritorio, terminaba de resolver un ejercicio de matemáticas.

Los tres le quedaron mirando hipnotizados, primero el ojo, luego el labio. Tomás habló primero.

―Supongo que el otro quedó peor.

Sabía que la mentira sería inútil con sus amigos, lo descubrirían en el acto.

―Mucho peor.

―¿Qué hacías?―inquirió Cristina, suprimiendo sus ganas de levantarse a socorrerlo.

―Hacía un nuevo amigo.

―¡Antonio! Tienes la cara hecha un trapo... ¡Demonios! Sueno como mamá. Bien, como sea, no me importa lo que te pase. Me aburrí de tener que cuidarlos, más cuando no les importa que me preocupe.

―A mí me importa―murmuró Melchor.

―Tú cállate―ordenó Tomás―, no vas a convertirte en el perrito faldero de Cristina, no mientras esté aquí para evitarlo.

Melchor alzó una ceja y miró a Titi. Ella le lanzó un beso sonoro y regresó su atención a Antonio.

―Entonces ¿Qué te pasó en la cara?

―Ya se enterarán mañana, cuando la madre de Ricardo llame a la mía y me expulsen de la escuela, todo se sabe en este pueblo de mierda.―Los chicos se encogieron de hombros, si Anto decía que se terminarían enterando, era mejor esperar la sorpresa, así acumulaban emoción para la siguiente jornada escolar.―¿Y? ¿A qué viene esta reunión de...?

―De los aprendices―sentenció Tomás, dejando su taza sobre la bandeja―. Los llamé para una reunión oficial de los aprendices de Sherlock.

Antonio sufrió un déjà vu, la última vez que Tomás los invocara en una reunión de ese estilo habían terminado escavando el lodoso pasado de Emilia, en el asesinato de Roberto Farías y en la real identidad del mismísimo Tomás.

En su opinión, ya era suficiente de los aprendices para el resto de su vida.

―¿Quiénes?―preguntó Cristina, casi segura de que el oído la traicionaba.

―Nosotros.

―No de nuevo.―Se quejó Melchor, dejando también su taza sobre la bandeja.

―Quiero terminar este año emocionalmente intacta ¿de acuerdo?―gruñó Titi―. No más, no. No más misterios, no más gente muerta, no más drogas, no más.

Tomás rodó los ojos y buscó apoyó en Antonio, el único que aún no se mostraba en contra, pero este solo le regaló un gesto de desolación.

―¡Vamos! Yo soy quién asumió las consecuencias la última vez―replicó Tom―, merezco que me escuchen.

―¡No!―chilló Cristina, tapándose los oídos―. No pienso escuchar como planeas espiar la vida de la sospechosa vendedora de plantas de interior.

Melchor negó resignado, conociendo a Tomás, estaba claro que si la idea le cruzó la cabeza, no quedaba más que escucharla y, sin lugar a dudas, llevarla a cabo.

―No tiene que ver con la mujer de las plantas de interior, es sobre...

―Emilia―interrumpió Antonio―, siempre es sobre ella.

―No esta vez. Es sobre Torllini, Gaspar y Felipe. Sobre ellos y sobre lo que Melchor no nos ha dicho aún.

El cuarto se sumió en silencio, y tres pares de ojos acusadores se clavaron sobre Chie, quien asumió veloz su evidente desventaja.

―No sé de qué hablas―dijo por reflejo, suponiendo que Tomás se refería al dinero.

―De tu hermano no traficando droga para Fernando Farías.

Cristina frunció el ceño, Antonio tomó asiento en la cama. Creían haber dejado atrás todos los secretos y las intrigas, pero al parecer, Melchor nunca dejaría de ser una caja de sorpresas.

Tocaron a la puerta antes de que el muchacho tuviera la oportunidad de contestar, y entró la madre de Cristina a saludar a Antonio y entregarle lo que Sonia había prometido.

Intentó armar algo de conversación ligera, aunque al cabo de solo un par de minutos notó lo poco bienvenida que era. Los chicos lucían tensos y desconcentrados, por lo que prefirió desearles suerte en el estudio y desaparecer.

En cuanto la puerta estuvo cerrada y escucharon los pasos de la mujer alejarse, el interrogatorio tomó forma de nuevo.

―¿Cómo...?―La pregunta de Melchor no alcanzó a ser formulada.

―Hoy, en la cafetería, fui por trabajo y terminé escuchando una conversación muy interesante.

Cristina, acongojada, no sabía si alegrarse por Tomás o comenzar a pedirle explicaciones a Melchor. No hizo ninguna, solo esperó que los acontecimientos se desenvolvieran de forma natural.

―Es una larga historia.

―O sea sí tienes más secretos que contarnos―lamentó Anto―. ¿Puedes contarnos toda la historia de una sola vez? Comienza a aburrirme esto de tener que actualizar mis conocimientos cada dos semanas.

Melchor bajó la mirada apenado. No se sentía a gusto confesando todos los crímenes de su hermano, pero también entendía que, si no lo decía él, lo haría Tomás. De cualquier forma, nada de lo que pudiera confesar los afectaba a ellos. O casi nada.

―Hace cuatro años mi mamá se enfermó―comenzó a relatar Melchor―. Una enfermedad rarísima, pero con tratamiento eficaz, que costaba una millonada. Gaspar uso todo el dinero que teníamos, y mamá sanó, pero además del dinero que teníamos, tuvo que pedir un préstamo, uno que fue imposible de pagar solo con él trabajando.

»Yo ya andaba en malos pasos y no era de mucho aporte, y mamá estaba convaleciente, por lo que no podía trabajar. Las deudas comenzaron a acumularse y el banco amenazó con quitarnos la casa. Entonces Gaspar conoció a Enrique.

»La verdad sobre Enrique es que no es traficante de drogas, es estafador, o eso descubrió Gaspar, por lo que le propuso un negocio. Enrique había llegado al pueblo con la idea de estafar a Roberto Farías con el dinero de la droga, pero luego de meses de trabajo descubrió que Roberto era solo un peón, y quién realmente mandaba era Fernando, y Fernando no era tan fácil de engañar.

»Buscó una forma de robarle y cuando ya tenía todo listo para tomar el dinero y escapar, Gaspar le engatusó con la idea de triplicar sus ganancias sin que nadie lo notara. Mi hermano es muy bueno con los números, incluso estudiaba matemáticas en la universidad antes de que tuviera que abandonar, por lo que halló una forma de alterar los libros de contabilidad de Farías, desviando sumas importantes de dinero a su propia cuenta. Enrique solo tenía que ganarse la confianza de Fernando, y eso hizo.

―¿De cuánto dinero estamos hablando?―preguntó Antonio, solo por curiosidad.

―Mucho.

―¿Cuánto?―insistió Tomás.

―La suma se divide en cuatro, pero si la tomáramos como una sola...―Melchor hizo una pausa, calculando el monto en su cabeza.―Digamos que viviendo una vida acomodada, mis nietos aún estarían cubiertos.

―¿Cómo?―preguntó Cristina, sin poder con el asombro―. Este es un pueblo pequeño. Sé que la droga paga bien, pero es imposible que se mueva tanto dinero, no hay tantos adictos. Es más, ni siquiera tomando los pueblos vecinos lograrías una suma tan grande.

―Eso es porque el pueblo es una distracción, la droga que tenemos es solo un rastrojo del verdadero negocio―explicó el chico―. Somos un pueblo que queda camino a la frontera y a horas de la capital, aquí se esconde la droga durante meses para que la policía antidroga le pierda el rastro, luego la sacan y mandan a la capital. Nuestra ubicación es estratégica, y Fernando le saca provecho a ello. Lo ha hecho por años, desde que lo eligieron alcalde la primera vez.

―Eso fue hace seis años―Tomás comenzaba a hiperventilar, todo el rollo del misterio y los secretos comenzaba a gustarle.

―¿Recuerdan cuando quebró la fábrica y todo el pueblo se fue a pique? Éramos niños, pero fue intenso, había familias enteras desempleadas, como la mía. Mi mamá y Baltazar trabajaban ahí, así que apenas si teníamos para comer, Gaspar incluso dejó la universidad. Fernando se aprovechó de eso, inyectando dinero de la droga en forma de donaciones al municipio. Lavaba dinero con aportes fiscales, de esa forma creaba empleos con obras públicas, talleres, financiación de pequeñas empresas. Levantó el pueblo gracias a esa plata, y el pueblo se lo agradeció no preguntando de más.

»Y todo iba de maravilla hasta que Emilia lo descubrió.

―Ya sabía yo, todo es siempre sobre Emilia. ―Se quejó Anto.

―¡Cállate!―reclamó Cristina―. Continúa, Chie.

―Ella conocía a Enrique desde antes.―Miró de soslayo a Tomás, que solo rodó los ojos y lo animó a proseguir.―Sabía que Enrique detestaba las drogas y ya había robado a dos traficantes con anterioridad, por lo que no le tomó demasiado desentrañar el plan de mi hermano.

»En un principio amenazó con delatarlos, pero luego ella y Quique comenzaron una relación. Al final se volvió parte, junto con Felipe. Entre los cuatro sacaron dinero suficiente como para cubrir gastos.

―Emilia también...―Más que una pregunta, las palabras de Tomás eran una afirmación.

―Sí, mi hermano es quien tiene acceso a todas las cuentas, pero hay una a tu nombre, con todo lo que le pertenecía.

―Eso es impo... ¿Dijiste a mi nombre?

―Sí, por eso no supiste de ella cuando murió, Emilia guardó todo su dinero en una cuenta de ahorros a tu nombre.

―¿Soy rico?

―Sí, y mucho.

Tom dejó caer su cuerpo contra el costado de la cama, eso no se lo esperaba. Ahora quizás se arrepentía de volver a abrir las heridas y enturbiar el agua que durante las vacaciones había decantado, pero no se podía regresar, lo hecho, hecho estaba.

―Y ahora llegamos a la parte donde Emilia muere ¿No?―A Antonio comenzaba a dolerle la cabeza, sospechando que no quería escuchar lo que seguía.

―Ella insistía que obtenida la suma suficiente había que desenmascarar a los hermanos Farías, a pesar de la reticencia de Enrique, Felipe y mi hermano. Por esa época yo... bueno, fue hace dos años, ya me recordarán. Así que no sé cómo habrá sido la pelea.

»Ella apareció muerta un tiempo después, luego de conseguir empleo en la alcaldía. Gaspar imaginó que quizás ella había descubierto algo, pero nunca encontramos pruebas, y dado que Enrique no se tomó el tiempo de interrogar a Roberto antes de matarlo, nunca supimos.

»Ahí la carrera fue contra el tiempo. No había forma de rastrear a Enrique con Roberto, pero de cualquier forma Gaspar decidió usarme como chivo expiatorio, apostando a que mi culpabilidad en el asunto no tendría ni pies ni cabeza. Él se incriminó con la droga, al igual que Enrique, de esa forma ambos desaparecerían del mapa por seis meses y Fernando no los tendría presentes mientras buscaba un culpable por la muerte de su hermano. Felipe se quedó al margen, y abrió la cafetería, de esa forma podía ir lavando el dinero guardado sin levantar sospechas, para asegurar que ni a mí ni a mi madre nos faltara nada.

―¿Felipe lava dinero en la cafetería?―Antonio no cabía en sí, toda esta historia de drogas y dinero comenzaba a ponerle los pelos de punta.

―Sí. Y eso es todo. Lo juro. No hay nada más sobre ellos.

―Excepto por el hecho que Felipe confesó todo al papá de Antonio y están buscando pruebas para incriminar a Fernando―agregó Tomás―. Eso fue lo que escuché en la cafetería, necesitan probar que el alcalde es quien está detrás del tráfico.

―No se puede probar. Mi hermano intentó guardar pruebas, pero Fernando es en extremo riguroso.

Tomás sonrió.

―Bueno, pues ¿Para qué crees que los he reunido?

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro