La niña que todo lo conseguía con mentiras y sonrisas
Cristina se halló completamente sola en un patio repleto de niños, acaba de cumplir cinco y el preescolar le parecía un lugar extraño y salvaje. Todos jugaban con tierra, corrían, saltaban, trepaban árboles, se columpiaban, reían y correteaban. Todos menos ella quien los observaba bajo la sombra de un gran manzano. Espió de soslayo a las chicas jugar con sus muñecas en las banquitas junto al salón. La rechazaron minutos antes por no tener una ¿Por que su mamá no la dejo traer a Rocío? O mejor dicho ¿Por que no la había traído de todas formas? Que tonta en dejarla, se hubiera ahorrado la incomodidad de estar parada en el patio, sola y asustada.
Los chicos, por otra parte le parecían sucios y bruscos, con juegos muy distintos a los que solía jugar con sus hermanas ¿Que gracia tenía perseguir un balón? ¿Cual era la idea de cavar un agujero si finalmente lo destruirían? Además ¿Como haría todo eso sin ensuciarse su vestido verde? Pateó una piedra molesta y un poco de tierra le cayó a sus zapatitos de charol. Se agachó a limpiarlos con los ojitos enjugados en incipientes lágrimas, odiaba el preescolar, no quería regresar nunca jamás.
Alzó el fruncido ceño amurrada, debía encontrar una manera de salir de ahí y volver a su casa.
Al fondo del patio diviso a tres chicos sentados al rededor de un tronco cortado, conversaban acaloradamente tirando líneas sobre un papel ¿Dibujaban? Cristina amaba dibujar. Dibujar no era peligroso, ni brusco, ni sucio. Quizás no todo estaba perdido.
Caminó con paso inseguro hasta el fondo del patio practicando su discurso. Ese día en la mañana su hermana Mónica le había dicho que hacer amigos no era difícil. Pregúntales si puedes jugar y si quieren ser tus amigos, solo eso Titi. Luego le besó la frente y le entregó la lonchera de Barbie que le regalaron para navidad atosigada de comida que su madre le empacó por la mañana, se despidieron y entró a la sala del preescolar. Nunca debió separarse de Mónica.
Cuando estuvo suficientemente cerca carraspeo para llamar su atención. Los tres se voltearon a verla. Melchor la reconoció en seguida. Se parecía tanto a sus hermanas que fue imposible no relacionarla con la familia vecina. Era una de las hermanas Marambio, esas niñas de la que tanto hablaba Gaspar, no sabía que les encontraba, las niñas eran molestas y no les gustaba correr y escalar árboles. Aburridas.
— ¿Quieren ser mis amigos?—no recibió respuesta, ellos sabían que el silencio era indispensable para su misión de aquel día así que deliberadamente decidieron lo no hablar con nadie a menos que fuese estrictamente necesario. Cristina por su parte se castigo mentalmente, se había equivocado en algo tan simple como hacer dos preguntas, primero debía preguntar que estaban jugando, no si querían ser sus amigos, volvieron a amenazarla las lágrimas pero se repuso.
— ¿A que juegan?
—No estamos jugando—respondió Melchor cortante esperando que se aburriera y se fuera, acto que a Cristina le pareció muy rudo y descortés. Reconoció al muchacho, era el hijo de la vecina, el hermano pequeño de aquel muchacho alto y recio por el cual sus hermanas suspiraban.
—¿Que hacen entonces?—no se daría por vencida tan fácil, era su última oportunidad antes de tener que fugarse.
—Somos detectives...—soltó Antonio y Tomás le dio un codazo, acababa de romper la regla de no dar información a extraños.
— ¿Puedo ser yo también un detective?— los ojitos se le iluminaron y la voz se le agudizo de la emoción.
No tenía idea de que era un detective pero suponía que era divertido.
Melchor, Antonio y Tomás la escrutaron completamente, vestido, manos limpias, pelo largo. Llegaron los tres a la misma conclusión.
—No—sentenció Melchor. Cristina rompió en llanto ¿Cual era el problema con ella? ¿Por que nadie quería aceptarla?
Los tres dudaron nerviosos, la habían hecho llorar y no sabían como pararlo. Tomás le acarició la cabeza al igual que su hermana hacía con él cuando se golpeaba pero no logro disminuir el alarido ni un poquito. La muchacha estaba llamando la atención y no les convenía.
— ¡Está bien, puedes ser detective!—las palabras pararon inmediatamente las lágrimas de la chica—pero antes debes pasar una prueba—añadió con premeditada maldad Melchor, sus intenciones no eran incluirla sino todo lo contrario—deberás encontrar nuestra guarida.
— ¿Guarida?
—Sí, te voy a dar dos pistas si puedes encontrarla en menos de siete días serás un detective como nosotros—la chiquilla asintió ansiosa—está en el parque y se necesitan sesenta pasos de ángel para llegar a ella.
Al sexto día Cristina bajó corriendo por las escaleras en pijama, cruzó por la sala sin saludar a su padre y entró a la cocina para colgarse del delantal de su madre.
—¿Mamá puedo ir a tomar un helado con Sonia?—su madre la miró asustada por la repentina aparición de la menor de sus hijas.
—Pero cariño, son las diez de la mañana.
— ¡Por favor!—rogó con una enorme sonrisa en el rostro. Le había costado mucho pero finalmente en su cabeza un plan maestro, muy elevado para una chica de su edad, tomó forma esa mañana. Luego de cinco días sentada sola en el preescolar analizando el acertijo, frustrándose, golpeándose la cabeza y tironeándose el pelo, comprendió que le era imposible descifrar el enigma del niño de cabello negro, simplemente no era tan inteligente como ellos, pero, como su padre siempre decía, todos tenemos habilidades distintas y la suya era mentir, lo hacia tan bien que, a pesar de que su madre la regañara diciendo que es malo mentir, se sentía orgullosa de su don.
—Bueno, ve.
Corrió escaleras arriba, la primera parte de su plan, salir de casa, estaba lista. Se cambió de un tirón, le pidió a Mónica que le trenzara el cabello y despertó a Sonia. A jalones la sacó de la casa y tomaron camino hasta la tienda de abastos ubicada a solo una cuadra de su hogar. Comió su helado atenta de la puerta hasta que por fin se presentó su oportunidad, unas chicas, amigas de Sonia, se aparecieron en busca de alguna cosa, Sonia se acercó a saludarlas y se quedaron charlando, todo salía a la perfección, no esperaba que lo que entretuviera a Sonia fueran sus propias amigas pero de esa forma era aun mejor.
Se escabulló sin que su hermana lo notara y regresó a su casa, se paró frente la casa del vecino y lanzó pequeñas piedras hacia la ventana del segundo piso, la única que tenía balcón. Se regocijó al ver salir al muchacho, había acertado al cuarto correcto.
—Ya encontré tu tonta guarida—dijo con tono pedante— fue muy fácil, nos vemos allá.
Sin ver su reacción salió corriendo en dirección al parque, pero antes de llegar dobló en una esquina y se escondió tras unos arbustos. Esperó minutos que le parecieron un eternidad, al verlo aparecer por la cuesta el corazón le dio un vuelco ¡Resultó!
El joven cruzó la calle y tomó el camino principal del parque seguido de cerca por la rubia mocosa vestida de colores pasteles. Bajó a toda prisa la escalera de tierra con la muchacha pisándole los talones, frente a la fuente del ángel giró sobre sus pies y se aventuro entre el follaje. Cristina se movió con sigilo intentando no ponerse en evidencia, pisaba con cuidado de no hacer ruido o despertar la atención del chico. Al detenerse el muchacho en medio del claro ella pensó que la había descubierto pero luego entendió que aquel lugar con una banca y un árbol caído era la guarida, lo había logrado, había encontrado la guarida. Salió de su escondite con aires de supremacía y se paró detrás de él.
Cuando Melchor se volteo y la vio parada tras de él lo entendió todo, lo había engañado, aquella niña risueña le mintió.
—¡Hiciste trampa!—gritó enfurecido, sintiéndose estúpido.
—No, tú dijiste que la encontrara y la encontré—infló el pecho de orgullo y le mostró la más grande de sus sonrisas.
—No vale, hiciste trampa—ella quiso replicar pero fue interrumpida en medio de la idea—¡Ahora Tomás!—dijo mirando hacía los árboles el muchacho, ella apenas pudo alzar la mirada cuando una cascada de agua mal oliente le golpeo de lleno la cabeza, ensuciándole el cabello, el vestido y los zapatos. Se quedó tiesa sin siquiera respirar aguantando las ganas de llorar, miró a Melchor, se burlaba, se burlaba de ella. Apretó los puños y en un arranque de ira saltó sobre él y lo tiró al suelo, lo golpeo tan fuerte como sus brazos le dieron ¿Quien se creía que era? ¿Como se atrevía a desmerecer su plan maestro? ¿Sabía cuanto le había costado llevarlo a cabo?
Para cuando Antonio y Tomás llegaron abajo Cristina ya lo había soltado. Estaba parada frente a él con los puños rojos, una de sus trenzas desechas y la cara mojada de lagrimas y barro. Dio media vuelta, paso por entre los dos muchachos empujándolos y se detuvo un momento. Se giró para dedicarles una frase que le escucho a Gloria la semana anterior.
— ¡Son una mierda!—su voz espantó un par de pájaros y dejó a los tres chicos atónitos y asustados.
Ese día Cristina dijo su primera mala palabra.
···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···
La noche pronto terminaría, la temperatura apenas alcanzaba los diez grados, una brisa helada se colaba por la ventana y Melchor jadeaba agitado sobre el colchón, completamente desnudo. El calor lo desesperaba. No logró conciliar el sueño por su culpa y ya era tarde para seguir intentándolo. Sudaba tanto que se vio obligado a sacarle el cobertor, la frazada y las sábanas a la cama por el simple hecho de que estar empapados, al rato después tuvo que voltear el colchón y finalmente se desnudó. Todo estaba mojado.
Giró sobre si mismo. El dolor en los músculos de su espalda era intenso, nacía en sus muslos, le recorría la espina por completo y tomaba por último el cuello hasta la nuca. Cuanto deseaba un poco de heroína en ese segundo, solo un poco, lo suficiente para acabar con el suplicio.
—Mierda como duele—dobló el cuerpo apoyándose en su cabeza reprimiendo una arcada. Era comparable con un calambre generalizado, como si hubiese corrido la maratón la mañana anterior sin haber entrenado nunca.
Se dejó caer exhausto ¿Para que hacía todo esto? ¿Por él? ¿Por su futuro? Definitivamente no, le importaba un carajo lo que le pasara, si pudiera, si fuera lo suficientemente valiente, ya se hubiera pegado un tiro en las sienes. El porque de tanto dolor era simple y se resumía a una sola palabra. Mamá.
Perdió al marido, perdió a uno de sus hijos, no podía ser tan malagradecido y dejarla sola. Hace tres años, cuando se inicio en la heroína, no pareció importarle lo que le pasase a aquella mujer o simplemente hizo vista gorda. Ahora, después de ver su cara de terror durante los días que duró el juicio, la historia era otra. Su vida, que según él no valía nada, era extremadamente preciada para un tercero. Para su madre él era lo único que tenía y aunque le doliera, aunque fuera insoportable, se quedaría sufriendo un poco más para hacerle compañía. Tampoco es que hubiese hecho un gran trabajo, no le nacía ningún sentimiento agradable al verla, y es que la verdad era que en lo más profundo de su ser la odiaba, la odiaba por necesitarlo, la odiaba por soportarlo, la odiaba por que ella no lo odiaba. La odiaba por amarlo incondicionalmente, por no tener amor propio, por no dejarlo ir.
Se sentó dispuesto a rendirse, tenía solo diecisiete años, madurez insuficiente para salir de un embrollo de tales magnitudes, debía dejar de hacerse el fuerte y aceptar lo que realmente era y sería siempre: un adicto. Se vistió con un par de calzoncillos sucios y un jeans con más hoyos que tela. Cuando tu vida es la droga no importa nada más, ni la vestimenta, ni la imagen, solo ella. Abrió paso entre la ropa de cama sin calzarse nada en los pies resuelto a llegar a la calle esperanza en menos de treinta minutos, giró la manija pero al salir y dar vuelta en el pasillo se encontró con ella, su madre. Vestía la ropa de siempre, como si no se hubiera acostado esa noche. Estaba sentada junto a la escalera leyendo con una linterna ¿Siempre estaba ahí? ¿Esperaba todas las noches a que el recayera? ¿Creía que podía hacer algo contra él? ¿Cuanto pesaba? ¿Cincuenta? ¿Sesenta kilos? Él, incluso con su raquitismo, pasaba setenta y cinco, se la podía sacudir del cuerpo como si fuese menos que una pelusa.
Pero no fueron los kilos lo que lo detuvieron, fue la mirada triste, ojerosa y sombría la que lo obligo a volver a su cuarto, cerrar con llave y fundirse en su miseria.
—Suficiente, ya no lo soporto ¡Porque no te mueres! ¡Porque no me dejas en paz! ¡Ándate! ¡Desaparece!—pateó cuanto encontró hasta que los pies le sangraron. Se apoyó en la pared y deslizó la espalda llorando de ira e impotencia. Los recuerdos del fantasma del preescolar volvieron a su mente, Antonio tratando de llegar al techo subido en unas cajas, Tomás recibiendo a los gatitos y a la madre, y la cara de Titi al tomarlos. De alguna manera el recordar esas historias le distraían a momentos de las ganas que tenía de drogarse pero al mismo tiempo lo sumían en una depresión tan profunda que al salir lo único que deseaba era drogarse nuevamente, al final todo llevaba a lo mismo. Pensó en Emilia, pensó en las dos Emilias, en la chica hermosa y alegre que los llevaba a la piscina y les preparaba pie de limón y el la otra, esa que vendía su cuerpo por un poco de vicio ¿Que le habría pasado a ella? Él tenía sus justificaciones ¿Cuales serían las de ella? Su familia era algo ausente pero aun así muy preocupados y querendones ¿Cual era el secreto? Resopló con el cuerpo cortado por el insomnio, la abstinencia y los golpes.
Emilia.
Tomó la primera decisión coherente de la noche y acomodando la silla se ancló en el escritorio, abrió uno de los cuadernos que no ocupó el año anterior y con letra inteligible por los temblores de su mano anotó todo lo que sabía sobre Emilia Riquelme, absolutamente todo.
Los próximos tres días no asistió a la escuela, ni siquiera salió de su cuarto.
Cristina pasó su cabeza por el apretado vestido de mezclilla, lo estiró en la parte baja y subió el cierre por el costado. En el espejo su reflejo se veía alucinante. Con una polera blanca de mangas largas, unas calzas y zapatos altos seria aun más deslumbrante.
¿Por que era tan bonita? Se le antojaba hasta injusto para las otras chicas, no podían competir con ella y lo sabían ¡Si hasta cubierta con leche era hermosa!
Cristina detestaba su belleza, odiaba relucir en cada esquina, que la miraran en la calle, que le lanzaran piropos, que le hicieran descuentos en la tienda, que la dejaran entrar gratis en las fiestas, que los muchachos la invitaran a salir, en fin, todo lo relacionado con su belleza y sus beneficios. No era de prepotente o de falsa modestia, realmente la odiaba. Quería poder demorarse tres horas para quedar perfecta y no treinta segundos, añoraba ser rechazada por un chico y tener que conquistarlo y sobretodo deseaba fervientemente no llamar la atención, pasar desapercibida, vivir en el anonimato. Pero no, esa no era su vida, ella era la pequeña Marambio, la preciosa hija menor de Carla y René, la muchacha que ganaba los corazones de la gente con sus ojos y poseía una sonrisa de infarto.
—Te ves perfecta—su hermana Sonia descorrió la cortina del probador sin siquiera preguntar antes y se acercó a ella por la espalda.
—Lo se, no me lo llevo—contestó cortante bajándose el cierre.
—¿Por que? Esta hecho para ti...
—Todo esta hecho para mi...—Sonia hizo un puchero con claras intenciones de ablandar a su pequeña hermana. Lo logró—envuélvelo.
—Parece que algo te molesta...—agregó metiendo el atuendo a una bolsa—¿Llenaste la hoja de inscripción a la universidad?
Cristina sintió el frío puñal de la realidad golpearle la espalda, enterrarse en sus pulmones, romperle las viseras y salir satisfecho.
—Sí, fue pan comido, no es tan difícil la verdad—le regaló una sonrisa a su hermana.
—No es necesario que mientas.
—No estoy mintiendo—estuvo a punto de creerle pero recordó en el último segundo con quien hablaba.
—Titi...
—No, aun no lo hago.
— ¿Que pasa? ¿Síndrome Marambio?—Cristina asintió triste.
Dentro de los muchos problemas insignificantes de Cristina se encontraba, ocupando un lugar importante en la lista, el síndrome Marambio, como lo había bautizado Sonia luego de que Gloria lo sufriera, al igual que ella y Mónica. Era simple, se basaba en sobreestimación de sus capacidades por parte de... todo el pueblo. Su padre, René Marambio, poseía el título de hijo ilustre, título recibido al ser la única persona, en los doscientos años que tenía Los Robles, en hacerse famoso por algo bueno. La fama de René se debía a los numerosos libros sobre psicología escritos a su haber, éxito de ventas en todas partes, y es que parecía que su padre era un gurú del auto conocimiento y la superación de la depresión ¿Donde entraban las hermanas Marambio? Fácil. Al ser su padre un personaje las convertía a ellas en entes repletos de conocimientos de los cuales no se podía esperar menos que un novel. O eso por lo menos le comentaban las señoras a su madre cuando iban de compras. Todas habían pasado por esa terrible etapa en la cual al decidir que hacer con sus vidas nada parecía tan bueno como la fama que las precedía. Mónica termino trabajando como secretaria en un taller mecánico, Sonia tenía una tienda de ropa, Gloria era peluquera y Teresa atendía mesas en una cafetería. Nada fuera de lo común, trabajos simples que ni siquiera requirieron que fuesen a la universidad.
Obviamente aquello daba que hablar a todas las viejas cotilleras. ¿Escuchaste lo de Gloria Marambio? Oh, sí, que niña tan mal agradecida, dedicarse a cortar pelo cuando pudo ser algo en la vida. Sí, triste, otra Marambio perdida. Teresa también va por las mismas. ¿Sí? Sí, no se inscribió en la universidad, atiende mesas en ese café de última categoría. Pobre René, tampoco se puede esperar mucho, con la madre que tienen...
El pueblo también odiaba a su madre, pero eso era otra historia.
Cristina sentía en ese instante que cargaba no solo con el peso de René, sino también con las expectativas que sus hermanas no lograron cumplir. Según ella, a menos que se convirtiera en físico nuclear y descubriera una nueva partícula del átomo nadie estaría contento.
—Recuerda que el Síndrome es cosa de la gente, a papá y mamá les da lo mismo lo que decidas, solo quieren verte feliz, todos lo queremos—ella asintió sonriendo aunque por dentro estaba perdida como nunca, ni siquiera sabía que es lo quería hacer con su vida, ni la más mínima idea.
—Incluso te apoyaremos si te da con casarte con Melchor.
—¿Enserio? ¿Podrían superar el tema de una vez por todas? Parece como si ustedes fueran los que se quieren casar con él.
—Era una broma... tranquila.
—Es que no le veo lo gracioso—espetó saliendo del probador—¿No entienden que ese tipo es un adicto?
—Creo que no... en mi mente aun veo a ese muchacho juguetón que venía a buscarte todas las tardes para salir a jugar—Cristina guardó silencio intentado con todas sus fuerzas no traer esos recuerdos a su mente. Esas dos personas no eran la misma. Chie había muerto muchos años atrás—anduvo por aquí.
— ¿Quien?
—Melchor, ayer por la tarde—Cristina alzó la ceja. No fue a clases el resto de la semana y creyó fervientemente que había recaído ¿Que hacía donde su hermana?
— ¿Robó algo?
—No tonta, se veía tembloroso y sucio pero no fue siquiera descortés, cortante quizás.
— ¿Que quería?
—Te buscaba— ¿Que? ¿La buscaba?
— ¿Acá? ¡Somos vecinos!—Sonia se encogió de hombros para luego sacar algo de un cajón.
—Si yo hubiese hecho tantas estupideces tampoco me darían ganas de ir a tocar puertas. Dejó esto—le entregó una pequeña figura de origami no más grande que la mano de la chica. Un águila de papel.
Cristina torció el gesto y contuvo un gritó. Aquel detalle contenía tanto significado y a la vez tan poco. Melchor le había dejado un claro mensaje, uno que solo ella podía comprender.
— ¿Significa algo?—Cristina asintió
—Las hacía cada vez que quería disculparse—mintió Cristina, la verdad era para ella únicamente.
—Que lindo...
—Sí... —suspiró con amargura, en ese preciso segundo deseaba, con todas las fuerzas que tenía, no haber, jamás nunca, recibido aquel mensaje, no quería tener que responderlo y no lo haría. No se presentaría a aquella cita.
Tomás se dio cuenta que había perdido la hombría en el segundo que salió de su cuarto en dirección a la cocina y le preguntó a Lorena que color de camisa le quedaba mejor, la azul de franela o la roja a cuadrillé.
—Hace calor Tomasito...—fue lo único que necesitó para evidenciar su propia ridiculez. Retornó a su cuarto y se colocó una polera a rayas, se calzó unos jeans y un par de zapatillas que según él no combinaban. Tomás muestra un poco de dignidad.
Antes de salir se despidió de Lorena y tomó camino hacia el café de la avenida mayor. Estaba nervioso como nunca, le sudaban las manos y a pesar de tragar saliva cada treinta segundos no lograba pasar el nudo en su garganta. Se armó de valor a verse parado frente la puerta, ordenó su cabello guiándose por su reflejo y entró. Ella estaba ya ahí y al verla una risita tonta se le escapó, recuperó la compostura de inmediato no importaba cuan embobado lo trajera debía mantenerse en sus cabales.
Amanda se giró a verlo un instante antes que el alcanzara la mesa y los cabales de Tomás se perdieron en su mirada. ¿Como no perderse en ella? ¿Como no olvidar lo que iba a decir? Era tan bella para Tomás, su melena oscura hasta los hombros, los ojos caoba de forma almendrada, los labios delgados esbozando una tímida sonrisa y la sonrosadas mejillas. Pareció que al muchacho se le iluminaba la mirada pero regresó al tono sombrío de los últimos días de inmediato. Lo que venía a conversar no era precisamente agradable para ninguno de los dos. Se sentó frente a ella luego de saludarla con un beso en la mejilla encendiéndosele la cara con tan simple contacto.
— ¿Pediste algo ya?—ella negó con fuerza sin emitir palabra—¿Quieres algo?
—Solo si tú quieres—respondió atropellando las palabras.
—Cla-claro que quiero—llamaron a la mesera.
Teresa no reconoció a Tomás, estaba tan distinto a cuando jugaba en su patio que ni siquiera reparó en la cara de sorpresa al verla, en cambio Tomás y Amanda si la reconocieron, era una de las Marambio, todo el mundo conocía a las Marambio.
— ¿Que van a pedir?
—Pide por favor Amanda.
—No, como crees, tú primero.
—No, no, no, que tipo de caballero sería.
—Es que no estoy muy segura... además mi presupuesto es escaso—susurró con timidez enrojeciendo con la revelación.
—Tranquila yo invito.
— ¡Claro que no!
— ¿Yo te cité no?—la cara de la chica se enrojeció aun más al escuchar la palabra cita, o algo relacionado.
—Pero... me da un poco de vergüenza.
—Tranquila yo...
—Disculpen... Muy interesante toda esta...—Teresa gesticuló con las manos—demostración de cariño, pero tengo más mesas que atender.
Ambos agacharon la mirada con las caras hirviendo. Revisaron rápidamente la carta y ordenaron dos cafés helados. Tanto drama por una orden tan minúscula, pensó Teresa antes de retirarse.
—Me citaste...—murmuró casi inaudible Amanda luego de algunos minutos de silencio.
—Sí, hay algo que quiero decir sobre lo que me dijiste aquella vez en el jardín trasero antes que saliéramos de vacaciones—no pudo evitar recordar el momento, la brisa paseándose por entre los cabellos de ella, su mirada inquieta y nerviosa, su boca curvándose tímidamente. Sonrió y dejó de sonreír—yo...
—Un café helado para la señorita—interrumpió Teresa sacándolos del hechizo, no sabían como pero estaban más cerca el uno del otro—un café helado para el caballero ¿Algo más?
— ¿Quieres algo más?—preguntó Tomás. Ella negó y se estiro para sacar una servilleta al mismo tiempo que él. Sus manos se rozaron y propulsados por el impacto las escondieron.
—Disculpa, saca por favor—parloteó nervioso señalando el servilletero.
—Tranquilo, tú primero—respondió ella batiendo las manos en el aire.
—Po-por favor...
—No, eh...—se quedaron quietos y repitieron la misma acción de sacar al mismo tiempo, recogieron las manos nuevamente, Teresa rodó los ojos. Juntos no hacen uno, espero que dejen buena propina, pensó mientras se retiraba.
Bebieron un poco de café lanzándose miraditas nerviosas.
— ¿Decías?
—Claro... Amanda yo... yo no puedo corresponder a tus sentimientos, no por el momento...
— ¿Por el momento?—la voz de la chica se escuchaba triste y desconcertada. Por un segundo ella creyó que le correspondería, se equivoco.
—Sí bueno, hay...
— ¿Hay otra chica?—preguntó con un hilo de voz. Tomás parpadeó ¿Otra chica? Claro que sí, se llama Emilia y está muerta. Pero no podía decir eso, solo la preocuparía, Amanda estaba al tanto de su investigación pero no manejaba los detalles de sus ayudantes, lo prefería así, Amanda era tan pura y alegre ¿Quien se creía él inmiscuyéndola en un asunto tan peligroso? Droga, policías, adictos. Amanda era distinta, ella era luz.
—Por tú silencio debo suponer que sí...—él solo se limitó a asentir, era mejor de esa manera. La muchacha se levantó lentamente tratando de no llorar, sentía su corazón roto y las piernas le tiritaban. Se fue sin despedirse, dejando a Tomás compungido. Pidió la cuenta.
Magdalena corrió a la puerta cuando escucho que golpeaban, tocaban a su puerta un par de veces al día, el cartero, el lechero, la mujer a la cual le planchaba la ropa, una que otra clienta del taller de costura que armó en su casa, la vecina que le hacía las compras, mucha gente. Aun así, con esa frecuencia de visitas, cada vez que escuchaba el golpeteo sobre la puerta, el corazón se le paraba y se volvía un poco más vieja y débil. Para ella siempre podían ser malas noticias. Desde aquel día en el cual el oficial Gonzáles tocó a su puerta para informarle de la detención de Gaspar nada volvió a ser lo mismo.
Se apresuró a abrir con el pecho a mil, rogando que nada le hubiese pasado a Melchor. Hace un par de años comprendió que Melchor, su amado hijo ya no lo era más, lo perdió por descuido y falta de personalidad, ahora solo le quedaba esperar lo peor, en el fondo no quería que sufriera, era suficiente con todo lo que le tocó vivir.
Abrió nerviosa. No reconoció en primera instancia al muchacho parado en su pórtico, se parecía a alguien pero no lograba dilucidar a quien, aun así su cuerpo alto y masculino y sus ojos grises le provocaban terror.
Luego que el temblor la abandonara pudo conectar aquel semblante con otro muy similar. ¿Oficial Gonzáles? No podía ser, aquel hombre rondaba los cincuenta años y el joven frente a ella no superaba los veinte.
— ¿Antonio?—preguntó con incredulidad, convencida de que lo que sus ojos le mostraban no era más que un espejismo.
— ¿Como está señora Magdalena?
—Bien... —buscó alguna lógica a su visitante pero no encontró nada que le indicase la razón por la cual Antonio Gonzáles tocara a su puerta—Melchor salió hace un minuto—era imposible que lo buscara. Hace más de seis años que ninguno de ellos tocaba a su puerta.
—No busco a Melchor, la busco a usted ¿Puedo pasar?
—Sí, claro, pasa por favor.
Lo dirigió hasta la sala y lo sentó en uno de los sillones, se disculpó por el polvo y lo desastrada de la casa. Más que un hogar parecía un terreno abandonado, nada le hizo pensar a Antonio que aun alguien viviese ahí, todo parecía apuntar que hubiese estado deshabitado los últimos diez años.
— ¿Quieres algo para beber? Hay de lo que quieras ¿Jugo? ¿Té? ¿Café?
—No, muchas gracias—Antonio sonrío ante aquella revelación, la señora Magdalena seguía siendo la misma mujer cordial que los llenaba de dulces cuando eran pequeños.
—Por favor, lo que me pidas.
—Un vaso de agua si no le molesta.
— ¿Como me va a molestar? ¿Con limón?
—De acuerdo.
Desapareció tras la puerta de cocina dejando a Antonio solo. El admiro las paredes de la casa, no había ningún cuadro o foto familiar, ningún adorno sobre los muebles, la mesa del comedor estaba cubierta con una larga manta blanca al igual que las sillas, y la chimenea parecía no haber sido usada hace muchísimos años. ¿Que pasó con esta familia? Se preguntó por primera vez Antonio, quien suponía, al igual que muchos en el pueblo, que todo lo sucedido fue algo relacionado con la mala madurez de los hijos Valencia. Al parecer no, algo más se ocultaba dentro de esas paredes, algo que pudrió hasta los cimientos de aquella casa.
—Aquí tienes—Magdalena lo sacó de sus tribulaciones ofreciéndole el agua y un trozo de queque.
—Gracias, pero no era necesario.
—Claro que si, si vienes a visitarme lo mínimo es una buena atención Antonito.
—Nadie me ha llamado así en años—susurró alegre.
—Disculpa ya eres todo un hombre ¿Cuantos años tienes ya?
—Dieciocho, uno más que Melchor.
— ¡Cierto! El se molestaba cada vez que le decía que tenía que hacerte caso porque eras mayor.
—Él se molestaba por tener que hacerle caso a cualquier persona.
—Sí, le encantaba ser el líder.
Las imágenes borrosas de la pequeña silueta de Chie se dibujaron lentamente en la mente de Magdalena, vio centellar su cabello negro al sol, le vio reír mostrando todos los dientes y las margaritas en sus mejillas. Escuchó su firme voz de niño replicando con elevados argumentos casi todo lo que ella le digiera y luego correr a sus faldas para abrazarla arrepentido por lo dicho. Sintió sus tiernos brazos alrededor de su cuello y su cabeza acurrucada en su cuello. Vio, sintió y revivió. Finalmente solo quiso llorar.
—Puede que Melchor comience a llegar tarde—Antonio dijo en cuanto notó la melancolía en los ojos de su anfitriona.
—¿Por qué? ¿Hizo algo?—pregunto ella asustada presumiendo inmediatamente el peor escenario posible.
—No... es por un proyecto de la escuela—mintió escuetamente, todo sería más fácil si Titi hubiera estado ahí. ¿Cómo lo haces para mentir tan rápido y bien Cristina?
— ¡Oh!
—Supuse que el no le diría así que me tomé la molestia de avisarle.
Ella sonrió de par en par como no lo había hecho en años. Por primera vez en mucho tiempo recibía buenas noticias, Melchor se estaba integrando de una u otra manera. Incitó a Antonio a comer y a beber todo lo que pudiera y charlaron un buen rato sobre como eran los cuatro de pequeños y como habían cambiado a través los años.
Para Magdalena ese fue la primera buena tarde que había tenido en más de cinco años y la disfrutó como un naufrago disfruta una tabla en la tormenta.
Cuando Cristina divisó el perfil, de quien suponía era Melchor, sentado frente al roble más antiguo del parque, no pudo hacer más que maldecirse, maldecir sus pies, maldecir sus piernas, maldecir sus caderas ¿Y por que no? Maldecir su corazón también. Apretó la correa de su bolso tan fuerte que creyó que la rompería y pensó mil veces en dar media vuelta y desaparecer entre los arbustos.
Pero no lo hizo, solo se quedo mirando a Melchor deshojar una rama con parcimonia y concentración. Le aterraba Valencia, le temía como un ratón le teme a un león y no podía soportar un minuto a su lado sin que le temblaran las piernas, pero aquella pequeña águila de papel había removido un recuerdo muy profundo en ella. Algo tan importante que se le hacía imposible ignorarlo.
Así que después de terminar de culpar a todas las partes de su cuerpo solo se sintió decepcionada. Por un segundo, solo uno pequeño, creyó que se encontraría con Chie y su sonrisa reluciente, pero no, solo estaba Valencia y su rostro cadavérico.
Se acercó temblorosa, si ya había llegado hasta ahí lo mejor era solucionar rápidamente lo que fuese que aquel adicto inoportuno quisiese. Pasó por enfrente tensa e incomoda y se sentó en el otro extremo de la banca, lo más alejada de él posible. ¡Estúpida, estúpida, estúpida!
Melchor la observó disimuladamente por el rabillo del ojo y eso fue suficiente para que ella sintiera desmesuradas ganas de correr. Era como ver a la muerte en vida mirándote, una muerte sucia y decadente.
—Lindo vestido—dijo en tono neutro él, aunque realmente no se había fijado en el vestido, en el peinado o en el maquillaje. Solo quería romper la tensión y para eso usó el único recurso que recordaba para manejar a Cristina, elogiar su ropa. Aunque ella no resintió elogiada en lo más mínimo ¿Desde cuando Valencia se fijaba en su ropa? ¿Qué significaba todo eso? ¿Por qué la había citado? ¿Para que?
— ¿Que quieres Valencia?—dijo en susurro, y con esas simples palabras comenzó la primera conversación real que ambos habían tenido en años.
—Toma—le acercó un cuaderno de páginas amarillas, tapa maltratada y manchas de diversos tipos de alimento. Cristina lo tomó con un poco de asco, evitando el contacto, y lo dejó junto a ella. Un olor extraño, mezcla de sudor y encierro, le golpeó la nariz y supuso que Melchor llevaba varios días sin bañarse. Se cubrió con la mano disimuladamente y trató de alejarse aun más. Notó que la ropa de su acompañante estaba sucia y rota y que no traía calcetines bajo las zapatillas.
— ¿Qué es?—preguntó sin descubrirse la cara.
—Todo lo que se sobre Emilia Riquelme. Quiero que se lo pases a Tomás—dicho esto Melchor Valencia solo se levantó y como si hubiese estado solo todo el tiempo tomó camino a su hogar.
Sabía bien que el camino que los llevaba a casa era el mismo, mismas cuadras, mismas calles, mismas casas, vivían uno al lado del otro y por si fuera poco compartían una pared. Sus cuartos no solo estaban juntos, técnicamente era el mismo cuarto separado por un muro no estructural, si bajaba la voz lo suficiente podría haber oído la respiración de Cristina al otro lado, pero no quería oír a Cristina, no quería hablar con ella, no quería verla, no quería respirar el mismo aire, porque de todas las personas a las que había dejado atrás, Cristina era la única que constantemente se le aparecía para recordarle lo desagradable que él era.
Cada vez que salía a drogarse se encontraba con ella volviendo de la escuela, alegre, risueña, bonita, mientras él no podía compararse ni con el intento de un ser humano. Cada vez que decidía regresar a casa solo por nostalgia la divisaba regando las flores de su balcón, canturreando algún éxito del pop y charlando con alguna de sus hermanas, el triste recordatorio de quien nunca podría ser, una persona normal, tranquila y despreocupada.
Cristina representaba para Melchor lo que siempre quiso y nunca fue, Cristina era, al fin y al cabo, una espina que diariamente le recordaba que había tomado muy malas decisiones.
Ella se quedó ahí sentada, con un montón de preguntas en la boca y las manos apretadas estrangulando la correa de su bolso. Valencia era terrorífico, pero al mismo tiempo no podía dejar de sentir pena por él. Para todo el mundo mostraba esa faceta desenfadada y burlesca para con Melchor, pero en el fondo, muy en el fondo, sentía por él una gran compasión a momentos, compasión que la hizo venir al encuentro, compasión que solo cuando no había nadie cerca la hacía pensar que muy remotamente podrían volver a ser amigos.
Pero la compasión duraba lo que dura un suspiro y para cuanto se levanto, Valencia era nuevamente terrorífico y despreciable, el esqueleto andante de lo que quedaba de Chie.
Tomó el cuaderno con los dedos y a paso lento para no encontrarse con Melchor regresó a su casa.
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