Bestia blanca
Emilia no era fanática del frío, o del invierno. Prefería el verano, el sol, la playa y el calor abrasándole la piel. Climas helados, como el de Los robles, se ajustaban mucho más a Enrique y su personalidad adusta, y era justo de ahí que Tomás había heredado esa fascinación por los copos al caer.
Antiguamente, antes de la mudanza, el chiquillo clamaba su fanatismo por la época estival, pero, descubierta la magia blanca de la nieve, era imposible no notar lo maravillado que se encontraba por los encantos del invierno.
A Emilia, quien había dedicado los últimos ocho años de su vida criando al chiquillo como encontraba más correcto, no dejaba de sorprenderle como, sin ella poder evitarlo, Tomás hallaba formas en las cuales parecerse a su padre.
Algunas veces, detalles minúsculos, como la manía de rascarse la ceja izquierda con la mano derecha al pensar, o la necesidad de revisar la orilla de los vasos antes de beber el primer sorbo; otras, características fundamentales de la personalidad, como su inquietante necesidad de rebatirlo todo y su inescrupulosa forma de justificar los medios con el fin.
Había tanto de Enrique en Tomás, que de últimamente se arrepentía de haberle puesto el mismo nombre.
La idea era unirlos solo de forma tangencial, con la intención de conectarlos sin que ninguno de los dos se enterara, pero, con cada día que pasaba, Emilia se convencía de que quizás ese nombre era más una cruz que un amuleto. Solo le faltaba que el chiquillo se volviera estafador como para terminar de hacer justicia al nombre heredado.
Lo que más le dolía de toda la situación era lo mucho que ella se veía pensando en Enrique.
Sin siquiera darse cuenta, su mente volaba hasta el pasado y traía la imagen vívida del hombre que había destruido su vida y al mismo tiempo regalado el más importante de sus pilares.
Tom, su pequeño Tom, era sin lugar a dudas la mejor cosa que tanto ella como él habían hecho.
Por eso, y a pesar de lo mucho que le enervaba la actitud heredada profesada por Tomás, de cierta forma entendía que la sangre era más pesada que el agua, y que lo menos que podía hacer para agradecerle a Enrique la participación en la creación de su tesoro, era dejar florecer un poco de él en Tomás.
― Emi, perdí mi guante.
Tom se acercó corriendo, abrigado a tope pero sudando, con la mano desnuda en alto y enrojecido por el esfuerzo.
En la lejanía, Emilia pudo ver la silueta del resto de los amigos inseparables de su hermano, tirándose bolas de nieve uno al otro, correteando sin parar. Le gustaba que fueran tan unidos, adoraba ver como su chiquillo se acoplaba tan bien a un grupo.
― ¿Cómo ha pasado algo así?―inquirió, acercándose para ordenarle el cabello y de paso dar a la bufanda un par de vueltas más.
― Cristina me ha lanzado una bola de nieve a la mano y ha salido volando.
― ¿Y fuiste a buscarlo?
― No.
―Ve por él entonces.
― No recuerdo dónde fue.
― ¿Hace cuánto pasó esto?
― No lo sé, una hora, un poco más.
― Tomás Andrés Riquelme, ¿crees que la ropa cae del cielo?
― Sin lugar a dudas, ese guante sí que voló―comentó Tom aguantando la risa, solo para regresar de inmediato a su papel de niño en problemas―, pero fue todo tan rápido que no he visto donde ha caído.
Agachó la mirada y esperó que Emilia lo disculpara de su falta, como siempre.
― Ve a buscarlo, ¿de acuerdo? Y dile a los chicos que ya es hora de que vuelvan a sus casas.
― ¡Pero es muy temprano!―reclamó de inmediato, obviando el hecho que hace menos de medio minuto era él a quien se juzgaba.
― Mañana tienen escuela― explicó tranquila, sabiendo que terminaría dándole un par más de minutos.
― Pero la nieve solo durará un par de semanas.
― ¿De dónde sacas tanto amor por la nieve? Creí que preferías el verano, ¿recuerdas?―le resultaba muy cómico hacerlo enojar, y era tan fácil. Tomás detestaba que le negaran un capricho, ni hablar de llevarle la contraria.
― Me gustan ambos. Puedo hacer cosas divertidas en ambas épocas.
― ¿Y si te pido que elijas? Dime, ¿invierno o verano?
El chiquillo se quedó pensativo por un momento, observando su mano sin guante.
Crecía a una velocidad impresionante, si casi parecía que fue ayer cuando dedicaba la última hora del día a rodar y rodar dentro de su panza. Ahora, con los ocho años cumplidos, rara vez se metía a su cama cuando tenía pesadillas y pasaba más tiempo jugando con sus amigos que con ella.
Muy en el fondo, detestaba que ya no fuera su pequeño bebé.
― Invierno―dijo finalmente―. Porque te tomas vacaciones y puedes pasar más tiempo conmigo.
Emilia sonrió halagada. Eso también se lo había heredado su padre, la capacidad de poner cualquier situación adversa a su favor.
― De acuerdo, quince minutos más―masculló, rendida a los encantos infantiles de Tom―, pero serán diez si no encuentras ese guante.
El chico asintió, con la sonrisa adornándole los labios, y salió disparado en dirección a Anto para lanzarlo de boca a la nieve con solo un empujón. Tenía apenas quince minutos, no podía perder ni el más mínimo instante.
Emi se acomodó en la banca. Sabía que no serían quince, por lo bajo le tomaría treinta minutos lograr que el grupo se decidiera a partir, y ni hablar del guante, eso ya lo consideraba como pérdida. No le molestó en absoluto, mirar a Tomás jugar era un pasatiempo al cual podía dedicarle horas y más horas.
Ocho años habían pasado y aún seguía preguntándose.
¿Cómo de una persona como ella podía haber salido algo tan perfecto?
···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···
I
Cristina era una gran estratega. Veía con claridad los movimientos del enemigo, se anteponía a las catástrofes, predecía lo que sucedería incluso antes de que se le ocurriera al oponente, pero ni siendo Napoleón hubiera supuesto que la gran falla en su plan perfecto sería nada más y nada menos que su equipo.
Solo dos de ellos tenían el físico para soportar una batalla, dos poseían técnica, y Tomás y Melchor participaban porque se vería feo si los dejaban fuera. Aun así, su gran falencia no era el poder ofensivo ni el defensivo, su gran error fue no tomar en cuenta que lo más importante en un equipo es la comunicación.
Pero antes de que se vieran disgregados y molestos entre sí hubo un par de horas en las que aún eran amigos.
Melchor salió de la ducha bastante despierto. La noche anterior apenas pudo conciliar el sueño y por primera vez en mucho tiempo la culpa no la tenía la heroína sino las empanadas de carne de su madre.
Sentía un borboteo en la boca del estómago y el sabor de un huevo podrido en la base de la lengua. Las náuseas lo atacaban en oleadas que controlaba con maestría, después de vivir con la constante necesidad de vomitar, un par de nauseas no eran nada.
Limpió el espejo que su hermano instalase el día anterior. Tanto tiempo había pasado desde que hiciera añicos el último, que ya hasta le parecía extraña su propia imagen en el baño.
Descubrió un tinte verdoso en su cara y solo pudo pensar en Cristina furiosa por su ausencia. No podía fallarle, no a horas de la guerra de nieve.
¿Por qué le sucedía tal tragedia justo en ese momento? ¿Por qué tuvo que comer esas empanadas?
Tomás entró sin tocar, con su toalla bajo el brazo y una muda de ropa.
Cuatro días habían pasado desde que la paternidad de Enrique fuera revelada, dándole tiempo suficiente a todos los cercanos de Tom para enterarse, incluyendo a sus padres.
A ninguno de ellos parecía fascinarle la idea de que Tomás estuviese al tanto del paradero de su padre biológico, pero Tom tampoco tenía problemas en señalar que no estaba preocupado por lo que les fascinara o dejara de fascinarles.
En una conversación que no durara más de diez minutos—y que constituía su primer intercambio de palabras en casi tres semanas—les explicó que no estaba interesado ni en su padre biológico ni en sus padres adoptivos, y que lo único que realmente quería era terminar la escuela y desaparecer del mapa.
Ambos entraron en pánico e intentaron obligarlo a volver a su casa, Tomás los ignoró por completo.
Tanto Dolores como Luis tuvieron que ser calmados por Gaspar, quien les aseguró que no dejaría que Tomás fuera a ninguna parte del planeta sin su autorización, y luego de horas de llanto y gritos, los dos se fueron de la casa de Magdalena, nuevamente sin su hijo.
Tomás parecía haber perdido la capacidad de conmoverse y no solo con sus padres, sino con todo. Podía hablar de cualquier tema con completa soltura, pero en cuanto alguien mencionaba a Enrique dejaba la conversación para sumirse en un sorprendente hermetismo y si se insistía en el tópico lo más probable era obtener un sarcasmo duro y desagradable.
Gaspar era el más pesado sobre el asunto, ganándose en pocas horas el desprecio de Tomás. No le hablaba, ignoraba su presencia y si intentaba presionarlo abandonaba la habitación en la que se encontraban.
Ni siquiera Amanda lograba sacarle algo, ni hablar de Cristina, quien, por el bien del equipo, había decidido dejar de insistir.
Antonio se mantenía tranquilo, suponía que hablaría cuando estuviera listo, mientras que a Melchor la situación le traía los nervios anudados.
Compartían una cantidad importante de tiempo, en la cual no estaba seguro si debía guardar silencio tal como Tomás prefería o preguntarle sobre Enrique para cumplir con su deber moral. Incluso su incipiente relación se veía afectada, un décimo del tiempo con Cristina se trataba sobre ellos, el resto eran preguntas y más preguntas de la muchacha respecto del estado de Tom. No le molestaba ser el mensajero de Titi, pero su insistencia lo exasperaba.
—Creí que ya habías salido—comentó el chico, lanzando la toalla sobre el inodoro.
—Ya terminé, salgo de inmediato. ¿Cómo estás?—preguntó, con la sensación de su esófago arder en llamas.
— ¿Por qué preguntas? ¿Por Enrique acaso? ¡Ya dije que no quiero hablar del tema!—los ojos verdes de Tomás centellaron furiosos.
—No, por las empanadas, a mi madre siempre se le pasan de cebolla. Yo por lo menos me siento horrible.
—Ah... Estoy bien, gracias. Tu madre hace unas empanadas exquisitas.
Estiró la espalda, abrió el agua, para luego empezar a quitarse el pijama.
—Tomás, estoy ocupando el baño todavía—comentó Melchor.
—Lo sé, pero es tarde, y si no estamos con tu novia en el parque en menos de treinta minutos va a matarnos.
—No es mi novia. Creo. Estamos saliendo. Creo. ¿Es mi novia? ¿Te dijo algo? No le he pedido que sea mi novia, ella tampoco me lo ha pedido. ¿Somos novios?—algo burbujeo en la boca de su estómago, acompañado por un remolino cerebral difícil de domar.
— Veo que estás muy al tanto de tu estado civil. Cristina es tu novia, siempre ha sido tu novia.
— De acuerdo. Oye, y respecto a Enrique.
— Lárgate.
— Bien.
Salió del cuarto fingiendo salud impecable, aun cuando algo en su interior amenazaba con escapar a toda velocidad por su boca. Entró a al cuarto y se vistió con varias capas, con el objetivo de por lo menos no morir de frío durante la batalla.
En cuanto estuvo listo bajó al primer piso y llamó a Amanda, Cristina le había dicho que partiría a primera hora de la mañana para probar la nieve, y por muy extraño que le sonara eso, decidió que iría más tarde, junto con Tomás y Amanda.
― ¿Aló?
― Buenos días señor Zúñiga, soy Melchor, ¿cómo está?
― Hola, hijo. Muy bien, gracias, ¿y tú?―Desde hacía algún tiempo que las cosas entre él y el padre de Amanda funcionaban perfecto, el bate no era necesario hace meses.
― De maravilla, ¿está Amanda?
― Sí, en alguna parte debajo de nueve capas de ropa está, te la paso de inmediato.
El ruido del teléfono abandonado a su suerte lo puso algo nervioso, si no se apuraban, Cristina los mataría. Debía también llamar a Gonzalo y recordarle la cita, todo lo necesario para llevar a cabo la estrategia de Titi.
― ¡Melchor, no puedo hacerlo!―chilló Amanda en su oreja, tomándolo completamente desprevenido―. Mis tripas me están matando, algo muy malo va a suceder, alguien va a morir, se va a descarrilar un tren, el cielo se va a caer, no estoy segura, pero algo malo va a pasar.
Amanda se escuchaba ofuscada y nerviosa. Melchor intentó tomarle importancia, pero de inmediato lo dejó pasar.
― ¿Tanto miedo le tienes a una guerra de nieve?
― ¡Ya sabes que apesto en deportes! Pero aun así, mis tripas están sufriendo. Mejor no voy, estarán bien sin mí.
― Cristina te sacaría las tripas por la boca en ese caso ¿Qué prefieres?
Se hizo un silencio entre ambos, hasta que se escuchó el suspiro de Mandy del otro lado.
― Estaré lista en cinco minutos―murmuró resignada.
― De acuerdo, esperaré que Tomás terminé de alistarse y salimos.
― ¿Tiene que venir Tomás?
― Sí, es parte del equipo... ¿Qué hay entre ustedes?
―Na-nada, es solo que, no sé―hizo una pausa para terminar de definir sus sentimientos, esos que hacía semanas no comprendía―. No tengo idea como me siento respecto a él, pero tengo la sensación de que él sí sabe cómo quiere que me sienta respecto a él, pero no quiero sentirme como creo que él quiere que me sienta. Aun así no puedo dejar de ser su amiga, menos con todo lo que ha sucedido, pero es difícil separar una cosa de la otra... ¿Me entiendes?
―Perfectamente―mintió Melchor, hacía un buen rato que había dejado de escuchar―. Pero no puedo dejar de ir con Tomás.
― Eres un amigo horrible―refunfuñó la chica.
Tomás bajó las escaleras y se acercó hasta Melchor, vestido impecable para la ocasión, incluyendo un gorro de lana gris.
― ¿Con quién hablas?―preguntó mientras tomaba su abrigo del closet.
― Mandy.
― Dile que vamos por ella ahora.
― Ya escuchaste, nos vemos―. Cortó antes de que la chica pudiese darle un discurso sobre cosas que no le interesaban, y se dispuso a hacer una breve llamada a Gonzalo.
Sonó el teléfono por unos cuantos segundos, demasiados según Melchor. No llamaba con regularidad a la casa de Gonzalo, por no decir que nunca antes lo había llamado, pero suponía que, con una madre como Leticia, cualquier llamado se respondía casi de inmediato.
Al minuto, un agitado Gonzalo contestó, sabiendo a la perfección que se trataba de Melchor.
―Tengo una situación, voy a llegar tarde.
― ¿Una situación?
―Voy tarde, adiós.
Melchor se quedó con el teléfono en la mano, preocupado y aturdido. Tomás se enrolló la bufanda al cuello y ajustó el cierre de su chaqueta.
― ¿Qué ha pasado?
― Gonzalo dice que llegará tarde.
― Era obvio―dijo Tom mientras se acercaba a la puerta―, Gonzalo es un imbécil, solo falta que aparezca como parte del equipo de Nicole para que todas mis sospechas se vuelvan realidad.
― Dijo que llegaría tarde, solo eso.
― Me sorprende tu ingenuidad Melchor, de verdad me sorprende.
Terminaron de alistarse y salieron rumbo al parque, Cristina debía estar nerviosa con su atraso, aparte, eran los encargados de darle noticias sobre el último contratiempo.
II
Antonio admiró la blanca nieve cernida por entre los árboles, aguardando silente que la tragedia se desencadenara. No estaba seguro de qué era, pero la atmosfera se sentía distinta, más pesada, silenciosa.
Melchor le preocupaba sin razón alguna, Cristina también, ni hablar de Tomás.
¿Era acaso que iban a perder? Quizás se trataba de algún nuevo conflicto amenazando con separarlos. No lo sabía, pero estaba seguro que algo sucedería.
Titi se encontraba ya en el parque, realizando las últimas averiguaciones, ninguno de los otros chicos llegaba aún. Habían decidido encontrarse en lo que quedaba de la guarida, solo para repasar el plan y prevenir errores. Todos, aparte de Cristina y él, estaban muy atrasados.
Su celular sonó de improviso. Cogió sin mirar la pantalla, suponiendo que se trataría de alguno de sus amigos hundiéndose en excusas ante el retraso.
No era ninguno de ellos.
― ¿Vienes en camino?
La voz de Felipe lo congeló. Hacía una semana que no sabía nada de él y hubiera preferido que se quedara así.
No quería asumir que lo extrañaba, se repetía mil veces en el día que lo suyo no era romance sino obsesión y cada impulso para verlo «fortuitamente» era reprimido antes de llegar a concretarse. Continuar enamorado de él solo le traería problemas, estaba seguro.
La última conversación mantenida entre ellos se remontaba hasta la fiesta de Rodrigo, aquella donde todo el pleito de la guerra de nieve se desarrollara, y si bien no se trataba de tanto tiempo, parecía como si hubiese pasado una década.
― Creo que te equivocaste de número― dijo con calma, aunque hubiese preferido solo colgar.
― ¿Antonio? Cuanto lo siento, creí que le había marcado a Gaspar.
Se produjo un silencio incómodo. No sabían que decirse. Antonio entendía lo importante que era la palabra adiós y terminar la llamada, pero al mismo tiempo necesitaba quedarse con él en la línea, aunque fuera solo escuchando su respiración.
― ¿Tenemos teléfonos parecidos?
― No, a él lo tengo como Gaspar y a ti como Gonzales Antonio. Error de dedo supongo ¿Cómo has estado?
―Bien, gracias ¿Tú?―Debía colgar, debía hacerlo pronto.
―Bien supongo, extrañándote un poco.
Volvieron a callar.
¿Por qué decía eso? ¿Por qué lo torturaba de esa forma? ¿No sabía lo difícil que era para él toda esa situación? ¿No entendía lo duro que era estar completamente enamorado de alguien que solo te hacía daño?
De pronto la furia se apoderó de él. Felipe era un error, lo sabía, y lo cargaría por un tiempo indefinido, pero dejarlo ir era una decisión ya tomada, no iba a permitir que un par de palabras, o un par de sentimientos, le hicieran retroceder todo el doloroso camino recorrido.
― ¿Por qué me haces esto?―preguntó conteniendo las ganas de gritarle.
― Lo siento, fue un momento de debilidad.
― Se débil solo ¿Quieres?
Y cortó, arrepintiéndose casi de inmediato ¿Cómo algo tan estúpido podía doler tanto? Era solo un enamoramiento adolescente, pero ardía como hierro al rojo vivo contra la piel. Como beber ácido muriático, como jalar un gatillo contra el pecho. Sentir tanto era innecesario.
Guardó el teléfono dentro de su bolsillo, temiendo que si lo sostenía por un segundo más terminaría inevitablemente llamándolo de vuelta, y así mismo librándose de la decepción de que Felipe no marcara su número por error nuevamente.
Ahí estaba su mal presentimiento, por fin se materializaba.
―Estás pálido como el papel, así me gusta, camuflaje de última generación, compromiso con el equipo.
Cristina apareció de la nada, o quizás sus pasos llevaban un buen rato acercándose, pero Antonio no lo sabía, su mente divagaba entre los recuerdos de un lindo pasado y las consecuencias de tomar una mala decisión.
― ¿Has terminado lo último?
― Sí, no hay tanta nieve en el claro sur, podemos atravesar por ahí si nos encierran junto al lago, pero necesitamos ser rápidos, son quince metros a campo traviesa, presa fácil―dijo pensativa, pero al notar la repentina introspección de su mejor amigo se vio obligada a intervenir― ¿Qué pasa? ¿Note gusta el plan? Todavía podemos tomar camino entre los árboles, pero es más difícil escabullirse entre las ramas ocultas por la nieve ¿Es eso?
―No, Titi, me gusta tu plan, no pasa nada.
―No me digas Titi, y no me vengas con que no pasa nada, sé que algo te sucede, no me mientas.
Antonio suspiró, no se encontraba de ánimos para un interrogatorio, pero sabía que con la adrenalina a tope, que significaba para Cristina la guerra de nieve, no se aburriría de preguntar.
―Me ha llamado Felipe, eso es todo.
― ¿Para qué? ¿Quiere verte?
―No, se ha equivocado de teléfono―masculló―, pero no se ha limitado en decir que me extraña.
― Pero que hijo de... ¡Agg! Eso no se hace. Supongo que le dejaste claro que no sientes nada por él y que es un imbécil.
― Le corte.
― Bueno, con eso es suficiente. Conciso, severo, un poco inmaduro, pero con actitud.
― ¿Qué me sucede? ¿Por qué me afecta tanto esto? Solo estuvimos cuatro meses «juntos», y ni tan juntos, ni siquiera tengo claro qué éramos.
Gruñó de rabia ante su debilidad, cogió un montón de nieve del piso y lo lanzó contra el árbol más cercano.
―Eso es, eso es, déjalo salir, pero aguántate hasta la batalla―susurró Titi mirando las bolas escaparse de la mano de Antonio con furia.
―Siento la tardanza―Tomás apareció a sus espaldas, acompañado de Amanda y Melchor.
El grupo se armaba de a poco y solo faltaba uno de sus miembros, ese que Cristina aseguraba los traicionaría como Judas.
― No importa, no importa―se apresuró a responder Cristina― ¿Estamos todos?
―No―contestó Melchor―. Gonzalo tuvo un problema, dijo que llegaría más tarde.
Cristina rodó los ojos y bufó. Era tan obvio que algo así sucedería, Gonzalo era de la peor de las calañas, un total canalla, un mentiroso y un tramposo, no le sorprendería que estuviera trabajando para Nicole también. Ya podía dar la guerra por perdida.
― ¿Cómo no lo imaginé antes? O, espera, ya lo sabía.
― Dijo que llegaría tarde, no que no vendría―repitió Melchor un poco hastiado de los comentarios negativos―. Deja de ser tan fatalista, Titi.
― No me digas Titi, y claro que soy fatalista. Fui muy estúpida al hacerte caso. Gonzalo siempre ha sido un imbécil.
― Ya discutimos esto, Cristina, merece un oportunidad.
― Lo sé, y se la di ¿Cómo me lo paga? Llegando «tarde», lo que es su lenguaje significa algo como: «No iré porque soy un idiota».
Melchor frunció el ceño. Cristina le gustaba, casi todo el tiempo, pero cuando se volvía terca y prejuiciosa, dejaba de agradarle, solo un poco.
― Viene, te lo aseguro, ahora deja de lloriquear.
― ¿Disculpa?
Amanda miró a Antonio, Antonio miró a Tomás, él solo se encogió de hombros. La voz de Cristina abandonaba su calma y se aventuraba en presentar un tono leve de ira.
―Chicos, vamos, no es momento de discutir―masculló Anto, a ver si de esa forma serenaba las pasiones de ambos.
― No estamos discutiendo―se quejó Cristina―. Melchor está siendo un iluso, solo eso.
― ¿Yo? Yo me comporto como una buena persona―gruñó―, solo eso.
― ¡Oh! Bien, señor «buen samaritano», creo que es momento de que te des cuenta de quién está realmente de tu lado. Gonzalo no, por ponerte un ejemplo.
―Ya, suficiente, no vamos a dejar que Gonzalo se meta en nuestras cabezas, ¿no se dan cuenta que eso es lo que quiere?―señaló Tomás.
― ¿Tú también?―Melchor se tornaba cada segundo más furioso, incluso cuando no estaba seguro del porqué.
Quizás solo era por lo reflejado que se sentía en Gonzalo, en su soledad, en los prejuicios de los otros hacia él. No era mentira, Gonzalo podía ser un imbécil completo la mayor del tiempo, pero aun así no era tan malo, justo como él.
― Melchor, por favor, no es como si estuviese inventándome cosas. Él puso la prueba de química en tu mochila, y empezó esa pelea en la fiesta de cumpleaños de...
― Lo sé―interrumpió Chie― ¿Pero no tenemos todos derecho a ser más que dos hechos aislados? ¿No podemos tener capas? Yo también tengo cosas malas. Pero somos amigos, ¿no?
― Melchor, pídeme lo que quieras, pero no me pidas que me convierta en la mejor amiga de ese imbécil.
Cristina sonrió de costado, tensando el ambiente a límites insospechados. Melchor la observó como si no la conociera y de pronto recordó que, de pequeños, algo como eso se lo hubiese dejado pasar.
Años atrás lo que Cristina dijera era ley ¿Qué había sucedido? Era acaso que él ya no se encontraba bajo el hechizo de la chica o era quizás que ella se había convertido en una persona muy distinta a la que solía ser.
― Es momento de dejar de decirnos cosas antes de que el daño sea irreparable, ¿de acuerdo?―Amanda detuvo el pleito por el bien del equipo. Cristina podía ser muy cruel si lo deseaba, ni hablar de Melchor.
― No tenía nada más que decir, de cualquier forma―rezongó Melchor.
― Me has robado las palabras de la boca―replicó Cristina, mirándolo de forma desafiante.
― Claro. Creo que deberíamos ir a distribuirnos ¿Formamos dos equipos?―acotó Anto.
― Sí. Lamentablemente el equipo de Amanda estará incompleto, hasta que Gonzalo decida «llegar».
Melchor rodó los ojos y se marchó, así nada más, abandonando a Cristina con las palabras en la boca.
Amanda los miró a ambos intercaladamente y luego de disculparse decidió seguir a Melchor hasta las profundidades del bosque.
Cristina rumió todas esas cosas que le hubiese gustado decir a Melchor y caminó en la dirección contraria, seguida de cerca por Tomás y Antonio.
―Tom―dijo Anto mientras intentaba alcanzar a Cristina―, ve a esconderte, yo me hago cargo de la bestia.
Tomás agradeció aquel detalle, Cristina, si se lo proponía, podía actuar de forma muy infantil.
Se separó del grupo y corrió hasta su escondrijo, era momento de empezar la batalla.
― ¿Qué ha sido eso?―preguntó Anto, alcanzándola por fin.
― ¿El qué?
― Esa pataleta.
― ¿Pataleta? ¿Es que acaso estabas en la luna que no escuchaste todo lo que sucedió?
― No sé qué es lo que te sorprende tanto, Cristina―acotó Antonio mientras caminaban hacia el centro del parque.
― ¿Qué me sorprende? O sea, ¿tú encuentras normal que Melchor adopte como amigo a alguien como Gonzalo? ¿Es eso lo que tratas de decirme?
Comenzó a perder los estribos, podía ser que mantuviera la calma frente a Chie, solo porque estaba demasiado impresionada para reaccionar, pero que Antonio no estuviera de su lado era demasiado para digerir.
― No, claro que no.
― ¿Entonces? No me digas que ahora también te cae bien...
― No, no. Encuentro que es un patán. Pero ya conoces a Melchor.
― ¿Conocerlo? Exactamente por eso lo digo, un día es este malhumorado, oscuro e introvertido personaje, y al siguiente se convierte en Sor Teresa de las almas perdidas ¡Agg! Como me irrita esto.
― Creo que estás obviando un punto importante, Melchor siempre ha sido de esta forma, desde niños. ¿Cómo crees que nos volvimos amigos? Él decidió recibirnos, a nosotros, a los marginados. Su tendencia a adoptar gente desagradable se remonta a cuando teníamos cinco y yo caí desde una pequeña pendiente. Porque seamos honestos, yo no soy muy transparente y tú no eres miss simpatía, ni hablar del cínico de Tomás. Melchor no ha cambiado, Melchor vuelve a ser el mismo de siempre. Por mucho que me desagrade Gonzalo, me alegra que Melchor decidiera incluirlo, no por el hecho mismo, sino por lo que significa. ¿Quién sabe? Quizás termine cayéndote bien, tú me caías como una patada en un inicio.
― ¿Yo te caía mal?
―Eras terrible, mimada, mandona, necesitada de atención... bueno, lo sigues siendo, pero ahora somos amigos.
― ¿De qué lado estás exactamente?―preguntó Titi.
― Del tuyo, como siempre.
― Claro.
No les tomó demasiado llegar al punto de encuentro con Nicole, quien los esperaba con los brazos cruzados y cara de pocos amigos.
Resolvieron tomar cinco minutos para esconderse en el interior del parque. Las reglas eran claras, todo valía, si eras golpeado por una bola no podías seguir lanzando, pero podías proteger a tus compañeros, el equipo que se quedara sin lanzadores, perdía, si alguien golpeado por una bola atacaba, el equipo quedaba descalificado.
Se dispersaron veloces, sin visualizar ni rastro de Gonzalo, y cinco minutos más tarde, tanto Cristina como Antonio se reunieron para iniciar la cacería.
Solo lograron saludarse, un instante antes de que una lluvia de bolas los sepultara.
III
Felipe revisó por última vez la planilla que Gaspar había hecho para él en el computador. No entendía un carajo, pero ese no era su tarea, Gasp era el mago de los números, él solo participaba como la cara visible.
Enrique, sentado al frente, se echó un par de pastillas a la boca, para luego tomar un sorbo de agua con el cual pasar el trago amargo.
Era tarde, sobre todo considerando que el mismo Gaspar los había citado para discutir los últimos detalles del plan.
Escasa luz entraba por la ventana, lo que deprimía más de lo necesario a Felipe. Odiaba la nieve, el frío y los días oscuros, más si unos minutos antes había errado al llamar por teléfono, culminando todo en una ridícula confesión muy poco digna.
¿Cómo podía ser que solo un minuto al teléfono bastara para destruir su faceta de adulto maduro?
Se sabía en una posición de superioridad, era mayor, era más experimentado, había vivido un número considerable de relaciones infructuosas y la misma cantidad de rupturas, y desde esa perspectiva sabía de antemano que quien más sufría era Anto.
La decisión estaba tomada, se alejaría, dejaría de hablarle, continuarían como dos extraños que quizás en algún punto compartieron un breve pasado. Pero se volvía viejo y débil, y con solo una llamada había bastado para romper su máscara de frialdad.
¿Por qué le dijo que lo extrañaba?
Era verdad, pero eso no le incumbía a Anto. Las penas de amor se vivían en soledad, siempre, sin excepción.
Pero no podía negar que lo extrañaba, como extrañaba el verano, el sol y los días luminosos. Extrañaba esa ingenuidad que derrochaba, esa mirada llena de esperanza, ese nerviosismo antes de cualquier oración, esa manera insegura en la cual intentaba exponer su opinión, y por sobre todo, extrañaba la forma en que se convertía en un hombre valiente y decidido sin previo aviso, solo cuando era realmente necesario.
Anto tenía un algo que no sabía definir, ese algo era inolvidable, ese algo te obligaba a amarlo.
Culpó a Gaspar, solo porque había que culpar a alguien, y dado que la llamada era a causa de su retraso solo quedaba reposar toda la responsabilidad sobre los hombros de su mejor amigo y su exigua puntualidad.
Enrique, por otra parte, se mantenía callado, como siempre, quieto, sereno e inmóvil. No era que Felipe lo conociera más animado que eso, pero se le antojaba que los últimos días con suerte cruzaban palabra a pesar de trabajar y vivir juntos.
Suponía que se debía a la repentina aparición de Tomás en su vida. No contaba con experiencia al respecto, pero sospechaba que un hijo caído del cielo es mucho para asimilar.
― Entonces, ¿has hablado con Tomás? Gaspar me dijo que el mocoso sabe que eres su padre―preguntó intentando iniciar algo de conversación ligera.
― Entonces, ¿te tiras menores de edad por deporte o es solo diversión?―contestó Enrique, regalándole una mirada afilada.
― De acuerdo, no hablaremos sobre eso.
― Bien, y solo para que quede claro, no soy padre de ese niño. Tiene un padre y una madre, nada más.
― Lo tendré en cuenta―agregó Felipe―. También quiero aclarar que Antonio no es menor de edad. Y es muy maduro para los años que tiene, y... ¡No tengo por qué justificarte nada!
Enrique se encogió de hombros y continuó su silenciosa meditación. Conversar sobre Tomás no era su tema preferido actualmente, y tampoco lo sería en un futuro.
Tener hijos nunca estuvo en el plan, en ninguno de ellos. Tener hijos era un tabú, una maldición. No importaba si no los había criado él, tan solo heredar su material genético le incomodaba, mal que mal él era el máximo exponente de su ADN, y no había absolutamente nada destacable en su persona para entregarle a la siguiente generación.
Tomás había nacido con mal karma, y él era responsable de aquello. Lo mejor que podía hacer era alejarse, mantener distancia suficiente como para que la desgracia no lo alcanzara del todo.
Emilia había hecho bien en no decírselo, en huir, esa era la mejor decisión que jamás había tomado, cualquier otro escenario pudiese haber terminado en Tomás siendo criado por Enrique, lo que sin lugar a dudas significaría una nueva generación de malas personas.
Pero, entre todos esos pensamientos seguros y resoluciones firmes, quedaba una duda inocente, la incógnita constante de saber si encontrándose con Tomás podría reencontrarse una vez más con Emilia.
Gaspar entró de improviso, sacando a los presentes de su mundo de cavilaciones. Felipe, frunció el ceño de inmediato, mientras que Enrique echó un vistazo a la hora y le regalo una mirada reprobatoria.
― Llegas tarde a tu propia reunión―reclamó Felpz, buscando la mejor manera de hacerlo sentir culpable por todos los desastres del planeta.
― Lo sé, ha sido un contratiempo, Gloria me ha pedido que le enseñe a hacer masa de hojaldre y no he podido negarme.
― ¿Gloria? ¿Hojaldre? Creí que habías jurado nunca meter tus manos en ningún tipo de preparación para que tu madre se viera obligada a cocinarte para siempre―agregó Felipe, odiando con toda la intensidad posible a su mejor amigo.
― ¿Qué puedo decir? Soy débil ante las damiselas en apuros―torció la boca y tomó asiento junto a Enrique, quien continuó sin inmutarse― ¿Comenzamos?
― Tú nos citaste, tú dirás. Hace más de una hora que debería estar atendiendo, ni hablar de Enrique que tenía hoy su día libre. Apúrate.
― Ya, ya, no apure ganado flaco, sabes que llegar demasiado rápido al meollo del asunto causa indigestión. Además comenzar la mañana sin una buena charla banal arruina el día...
― ¿Qué es?―interrumpió Enrique, relegando su atención al frasco de pastillas y al vaso de agua.
― ¿Qué es qué?
― ¿Qué es lo que realmente quieres decir?―completó.
― Creo que debemos separarnos―sentenció, fijando la mirada en los ojos confundidos de Felipe―. Debes volver de donde sea que hayas venido, y creo que a ti Felipe te vendrían de maravilla unas vacaciones.
― Tú fuiste el de la idea de que «debía» quedarme― Enrique no lucía ni un poco amedrantado, cambiar de planes de un segundo a otro era parte importante de su rutina de vida.
― Eso fue antes de...
― ¿De qué?―inquirió Felipe.
― No sé cómo explicarlo. Es solo un presentimiento, todo está demasiado calmado. No puedo asegurarlo pero creo que es mejor que desaparezcan.
― ¿Y tú?
― Yo no puedo desaparecer, pero se arreglármelas.
― Esto es estúpido―zanjó Felpz―. No entiendo, armas todo este jaleo solo para sugerir que nos vayamos del pueblo ¿Qué te sucede?
― Está asustado―agregó Enrique―, está aterrado por lo que Fernando puede hacernos. ¿Primera vez en las grandes ligas, corazón?
― No juegues al mafioso duro conmigo, Quique, algo me dice que esta tranquilidad es solo parte de alguna especie de plan―explicó―, no quiero descubrir ese plan. Ustedes hagan sus vidas, yo me encargo de Fernando, regresen en unos meses, dejemos que la conmoción decante.
― No me iré a ninguna parte.
― Felipe...
― No uses mi nombre como un reproche. No voy a largarme solo porque...
― Creo que estoy de acuerdo con Gaspar, aun cuando eso suene estúpido―Enrique comenzaba a levantarse, su escape triunfal tomaba forma―. En efecto, Fernando es peligroso, darle tiempo al tiempo es muy sensato. Me iré mañana. Deberías hacer lo mismo Felipe. Por cierto, esto significa que tendré de vuelta mi dinero.
― Todo, hoy en la noche―contestó Gaspar, mirándolo con intensidad.
― ¡Claro que no! Nadie va a irse. Es una locura.
― Felpz, es necesario―murmuró Gaspar, poniendo fin a la discusión―. Prepara tus cosas, hay que moverse.
Algo le supo mal a Felipe. Podía ser la actitud reservada de Gaspar o lo serio que sonaba un asunto basado en un presentimiento. Lo que tenía claro es que no iría a ninguna parte, no sin antes encontrar una prueba contra Fernando.
― Voy a pensármelo.
― Convérsalo con la almohada―Gaspar se levantó, acompañando a Enrique en su salida―, pero no la muerdas, ¿de acuerdo?
Felipe bufó, ni en los momentos tensos dejaba de ser un idiota.
Miró por la ventana y quedó prendado en el reflejo blanco de la nieve en las calles.
Odiaba el invierno, el frío y la oscuridad, y por sobre todo, odiaba extrañar su antigua y calmada vida.
IV
Un buen rato había pasado y tanto Amanda como Melchor desconocían el paradero del resto del equipo. Gonzalo tampoco aparecía en el mapa, y ni hablar del enemigo. Podría decirse que estaba completamente solos y ocultos en lo profundo del bosque, a la espera de iniciar el ataque.
Melchor bufó, asustando a Amanda, quien miraba entre las ramas en busca de alguien sospechoso.
― Creo que voy a vomitar―murmuró el chico, conteniendo la cena en el estómago con fuerza.
― Estás verde―susurró la chica al notar la piel enferma de su acompañante.
― No me siento bien.
― ¿Crees que deberíamos movernos?―sugirió Mandy.
― No, está bien, solo necesito...
Escucharon un crujido y voces acercándose. Melchor se ocultó tras un tronco y Mandy se agazapó en un matorral.
Mal momento para aparecer, justo cuando Chie cambiaba de verde brillante a verde musgo.
Amanda tensó su cuerpo, preocupada de que tan solo respirar la dejara en evidencia. No estaba segura a que le temía, si a la bola golpeándola, o a Cristina golpeándola por perder. Cualquiera fuera el caso, no deseaba ser descubierta, prefería mantenerse oculta el resto de la tarde y que otros ganaran por ella.
Un chico de cabello oscuro apareció por su izquierda, quedándose ella congelada en su lugar.
Quizás el enemigo era como los tiranosaurios y solo reaccionaba al movimiento.
Melchor tocó su brazo y le señaló a su derecha. Otro chico se acercaba a preocupante paso, justo en su dirección. Sería difícil escapar, por no decir imposible. Estaban completamente perdidos.
― Corre a la cuenta de tres―susurró Chie―. Uno, dos, tres.
Arremetieron por entre los árboles, escuchando gritos de «allá van» pisándoles los talones. Sostuvieron el paso unos cuantos segundos, pero Melchor comenzó a decaer rápidamente.
― ¡Melchor! ¡Apúrate!―gritó ella, mirando a sus espaldas solo por un segundo.
― Corre tú, yo no puedo, voy a vomitar...
Se detuvo en seco y Amanda lo hizo un par de pasos después, pero la imagen del chico siendo tapado por bolas de nieve, la incentivo a retomar la carrera a toda la velocidad que sus piernas le dieran.
Nada de eso estaba en el plan. Se suponía que los atraparían de a uno, que el equipo de Cristina se encargaría de dispersarlos, pero al parecer algo había salido muy mal.
Corrió con todas sus fuerzas y cuando sintió que le fallaban las piernas un tirón en su brazo la impulsó a mantenerse en pie.
Era Tomás. Cubierto de nieve, sin su gorro, sin un guante y con la nariz enrojecida. Estaba descalificado, al igual que Melchor.
― No mires atrás o perdemos―dijo mientras sacaba fuerzas de flaqueza para guiarla hasta algún lugar seguro.
― ¿Y los demás?―pregunto ella, con apenas aire en sus pulmones.
― Perdieron, solo quedas tú.
Como si no fuera suficiente la presión, la última noticia noqueó a Mandy, no podía ser la última esperanza del equipo, eso era imposible.
Hallaron una roca y se lanzaron tras ella, un refugio temporal era el mejor asidero en tiempos de guerra.
Tomás apoyó su espalda en la piedra y descansó la mente por un par de segundos. Solo quedaba Amanda, increíble.
Mandy lucía preocupada, moría de ganas de asomar la nariz por sobre la piedra y enterarse si los habían perdido o no, pero Tomás tenía razón, errores como ese le costarían la guerra, debía ser paciente y esperar quieta y tranquila.
Miró a Tom, quien no parecía ni lo más mínimamente afectado por la situación. Su rosto, relajado y hasta aburrido, reposaba sin preocupaciones, serenando el ambiente. Ella por su lado estaba hecha un manojo de nervios.
― ¿Cómo te puedes quedar tan tranquilo? Ellos son demasiados, estamos perdidos.
― Tranquila―respondió él, cerrando los ojos―. No es la primera vez que nos han cercado, de niños siempre eran más que nosotros y no perdimos ni una sola vez.
― No sé cómo lo lograban, pero esta vez no va a funcionar, solo quedo yo.
― No importa, Mandy, no importa perder o ganar, aun cuando Cristina gane, Nicole no cumplirá su promesa, y viceversa. Todo esto es sobre probar un punto.
― ¿Probar un punto? ¿Qué punto? ¿Quién tiene el mejor brazo?
― Quien tiene más agallas.
― Te aviso que Cristina ya ganó esa batalla, por mucho.
― Lo sabe, solo quiere que todo el mundo lo sepa, ella es así.
«Podría "ser así" sin tener que involucrar a todo el pueblo», pensó Amanda, pero se mantuvo alerta, el equipo descansaba sobre sus hombros.
El equipo tenía todas las de perder.
― Entonces, ¿vamos hacia el lago por el lado derecho y luego tomamos la tercera escalera...? ¿Tomás?
Hacía medio segundo estaba ahí, y de pronto, el chico ya no se encontraba a su lado, sino que caminaba sin protección alguna en dirección a los juegos infantiles, área completamente descubierta.
Amanda echó un vistazo por sobre la roca, sin avistar ninguna silueta sospechosa, para luego salir en busca de su loco compañero, quien ya se alejaba demasiado del perímetro seguro.
Lo alcanzó al llegar a la banca más alejada, y se detuvo para poder recuperar el aliento. Esto de jugar con la adrenalina iba a quitarle muchos años de vida.
― No creo que sea buena idea exponernos tanto―masculló la chica.
― Ella prefería esta banca por sobre las demás―explicó Tomás, hipnotizado por la madera cubierta de nieve.
― ¿De qué hablas? No es momento para jugar tan tranquilo Tomás.
― Porque desde aquí podía vernos jugar sin problemas. En invierno―continuó―, ese árbol la cubría de las nevadas, y en verano le daba sombra. Le gustaba esta banca, mucho.
― ¿Emilia?―preguntó Mandy. Tomás asintió.
A Amanda dejó de preocuparle la guerra de nieve y olvidó por completo la importancia de mantenerse en las sombras. Incluso dejó de pensar en su relación incómoda con Tomás y prefirió preocuparse del estado emocional de su compañero de batalla.
― No recordaba esta banca, no vengo al área de niños con mucha frecuencia.
― Está bien, si quieres podemos sentarnos un momento―. Las intenciones de Amanda no eran sustentar una profunda relación con Tomás, pero no podía negarle un minuto de encuentro al chico.
Tomaron asiento uno junto al otro, observando el claro donde se ubicaban los juegos infantiles.
― Todo lucía más grande cuando era pequeño― comentó Tom, intentando imaginar cómo se sentiría Emilia al observarlo jugar. ¿Era tedioso? ¿Aburrido? ¿Estaba obligada a hacerlo? ¿Era acaso una forma de pagarle a sus padres el hecho de tener que hacerse cargo de él?
― Eso sucede con mucha frecuencia, pero hay que admitir que la vista es buena. Supongo que desde esta perspectiva ella podía ver hasta el más mínimo de tus movimientos, pareciera ser el ángulo perfecto. Es una buena banca.
― Son todas iguales―reclamó Tomás.
― Claro que no. Esa de allá no tiene vista al columpio―explicó la chica, mientras señalaba hacia el este―, y esa pierde visión porque el balancín y la cúpula se superponen. De verdad que esta es perfecta, Emilia sabía elegir lugares estratégicos.
Esperaron en silencio, acompañados de las risas de unos cuantos niños que revoltosos le lanzaban nieve.
Tomás quiso llorar. No había una razón en especial, solo lo deseaba, como si sentado en esa banca fuera capaz de comunicarse con Emilia a través de sus lágrimas, y hacerle saber de lo mucho que se arrepentía de no haber pasado más tardes con ella en vez de jugando con los chicos.
Cerró los ojos un segundo y la imaginó sentada en el mismo lugar donde él se encontraba, siempre sonriendo, a veces leyendo un libro, otras solo observando. La imaginó arropándolo, ayudándolo a conservar todas sus prendas en el lugar correcto.
La imaginó con una fina capa de copos cubriéndola, la nariz enrojecida, los ojos centellantes. La imaginó lo mejor que pudo, y en cuanto abrió los ojos, aquella imagen se desvaneció por completo.
No era justo. No lo era. Cada día la olvidaba un poco más, al punto que en algún momento lo único que quedaría de ella sería una banca solitaria a la mitad del parque.
Suspiró y aguantó las lágrimas.
― Quiero conocerlo―murmuró Tomás.
― ¿A quién?―Amanda salía de su estado contemplativo, solo para encontrarse con un Tomás muy serio.
― A ese que se supone es mi padre―. Hizo una pausa―. Sé que dije que él no era mi padre, pero no puedo parar de preguntarme si hay algo en él que me sirva como conexión con Emilia. ¿Suena estúpido? Para mí, es completamente estúpido.
Mandy tomó su mano, y sonrió.
― Suena demasiado lógico, según yo.
Tomás se quedó encandilado por la sonrisa inocente de Amanda. Agradecía tenerla cerca cuando lo necesitaba, y esperaba en algún momento poder solucionar los problemas que sus malas decisiones causaron, pero ese no era el momento ni el lugar.
Sus problemas personales eran tan grandes que incluir a Amanda en su vida era solo ser egoísta.
― Gracias―respondió, apretando su mano como agradecimiento.
La chica la retiró acongojada, recordando de pronto que ese no era el tipo de relación que quería mantener con Tomás.
― Deberíamos escondernos...
No alcanzó a terminar la frase antes de que una certera bola de nieve golpeara la madera de la banca. Tomás se levantó y se interpuso entre ella y el chico que se acercaba, moldeando entre sus manos otra bola de nieve.
― Oye, tranquilo, nos rendimos―explico Tomás, viendo que no había escapatoria. A su izquierda apareció otro chico, con las mismas intenciones que el primero. Tomás volvió a hablar―. Nos rendimos, ¿de acuerdo?
No hubo respuesta, solo una bola de nieve lanzada directo hacia Amanda que Tomás logró cubrir por poco, acto que le impidió protegerla de la segunda bola, que impacto a Mandy justo en el oído, causándole inmenso dolor.
Ella cayó al suelo y de inmediato se llevó la mano a la oreja, Tom se acercó a socorrerla, abrazándola solo por si se les ocurría atacarla de nuevo.
El primer chico tomó un poco más de nieve y se dispuso a apuntar, pero su idea no prosperó lo suficiente. Un segundo después una bola le dio de lleno en la cara.
― ¡Mi ojo!―gritó al sentir el parpado escociéndole.
― Eso es para que entiendas lo que significa rendirse, imbécil―chilló Cristina, apareciendo por el sector sur, cubierta de nieve.
El otro chico la miró desconcertado, y alzó sus manos al notar que Titi se disponía a lanzar otra bola.
― Perdieron―reclamó, con una sonrisa en la cara―, tú no puedes lanzar bolas porque ya estás descalificada.
Cristina asintió mientras terminaba de redondear la nieve.
― Lo sé, y no me importa, vuelve a atacar a uno de mis amigos y vas a conocer a la verdadera Cristina Marambio.
Acto seguido, le dio de lleno en la nariz.
V
La caminata e la vergüenza desde el claro hasta el centro del parque, fue una interminable recogida de aliados caídos. Tomás iba junto a Amanda, quien se sobaba la oreja con fuerza. Antonio los seguía de cerca intentando sacar la nieve de su chaqueta mientras tiritaba por lo húmedo de la ropa que llevaba puesta.
Melchor había sido el último en unírseles y caminaba junto a Cristina, algo más compuesto.
― ¿Por qué hueles a vómito?―preguntó Titi, buscando alguna forma de romper el hielo.
― Porque vomité―contestó Chie, no muy animado―. Supongo que Gonzalo nos vendió. Tenías razón.
Cristina se guardó las ganas de restregarle un «te lo dije», no encontró ánimos para seguir peleando con Melchor.
― No importa eso ahora. ¿Te sientes bien del estómago?
― Sí―masculló―, irónicamente vomitar me hizo sentir mucho mejor.
― Siento lo que sucedió hoy en la mañana, no sé qué me sucedió.
― No importa. Me gusta cuando defiendes tus ideas, solo no esperaba que fuera en mi contra.
Cristina escondió una sonrisa tímida y continuó caminando a su lado, rozando de tanto en tanto sus manos y entendiendo que, a pesar de sus diferencias, adoraba a Melchor.
Vieron a Nicole, parada en el mismo lugar donde la habían dejado, sonriendo con malicia, esperando que su contrincante cumpliera su promesa.
― Pobre Marambio, tan predecible. Fue buena idea esconder a tu equipo antes del que el juego comenzara, lástima que yo tuve la misma idea.
Cristina frunció el ceño, quizás no era tan buena estratega como ella pensaba.
― ¿Qué quieres de mi Nicole? Se rápida, no estoy de humor para aguantar tu parloteo.
― Quiero que te pongas en cuatro patas, ladres y digas que eres una perra.
Hubo un momento de silencio. De a poco todos los miembros del equipo de Nicole se reunían, formando un círculo alrededor de los chicos.
― ¿Qué?―preguntó Melchor.
― Eso, si haces lo que digo, juro por la virgen que nunca más voy a molestarte.
― Ella no va a hacer eso―explicó con calma Antonio―. Ni lo pienses.
― Quizás no lo hace porque se siente demasiado identificada con el papel ¿No es así, Cristina?
Titi apretó los dientes y la fulminó con la mirada. No esperaba perder, ni siquiera lo suponía, pero no era la primera vez que las cosas no salían como lo tenía planeado, así que solo le quedaba asumir su papel como la gran perdedora.
Miró al suelo y luego sus rodillas. Esa sería la última vez que Nicole la humillaría, estaba segura, aunque no tenía claro el porqué, no era como si la muchacha fuera a dejar de molestarla solo porque hiciera una última penitencia, pero sabía que esa era la última, podía asegurarlo.
― ¡Ah!―el grito de Nicole la desconcertó.
Alzó el rostro y la encontró con media cara cubierta en nieve. Miró a su derecha, cruzando miradas con Gonzalo.
― Deja el espectáculo, Nicole. Te ves desesperada―el muchacho lucía cansado, como si hubiera corrido―. Ganaste, es suficiente, puedes jactarte de ello el resto de tu vida, ¿feliz?
― ¿Quién te crees?―chilló la chica ofuscada.
― Nadie en especial, pero hablo por todos los chicos de este pueblo: con lo loca que eres yo también te hubiera dejado por Marambio, y eso que Marambio no me cae nada bien.
Cristina alzó una ceja, no estaba segura de qué lado Gonzalo apoyaba.
― El sentimiento es mutuo―agregó ella, solo para no verse aún más humillada.
― Gracias―respondió Gonzalo―. Lo importante es que creo que deberías superar lo de Antonio, tampoco es que sea la gran cosa, ni siquiera es buen capitán.
Antonio también alzó la ceja, alguien haría muchas sentadillas cuando volvieran a entrenar.
― ¡Me importa un carajo Antonio!―gritó la chica― Marambio lo tiene todo, su vida es tan perfecta ¿Por qué tiene que tomar las cosas de otras personas?
― ¡Yo no tomé nada tuyo, deja de ser tan patética!―era Cristina quien perdía los estribos― ¿Crees que mi vida es perfecta? Porque entérate que...
Y se detuvo. Sintió a Melchor a sus espaldas, miró a Anto de reojo, puso su atención en Tomás un segundo, detrás de él estaba Amanda, sosteniendo una bola de nieve solo en caso de que Cristina necesitara ayuda, incluso Gonzalo estaba ahí, a unos centímetros de ella.
Entendió entonces que quizás la equivocada era y siempre había sido ella.
― ¿De qué tengo que enterarme? ¿Ah?
― Entérate de que tienes razón―. Relajó su cuerpo, se giró un poco y le regaló un sonrisa a Melchor, justo antes de entrelazar su mano con la de él―, mi vida es perfecta. Y siento mucho que pienses que la perfección de tu vida depende de solo una persona, porque no es así, nunca es así. Si quieres seguir molestándome, hazlo, no me importa, no estoy sola y por mucho que intentes volver mis días una pesadilla, no vas a ser capaz de lograrlo. Nunca. Porque ahora tengo a muchas personas que me acompañan ¡Vámonos, chicos! Chocolate caliente gratis en mi casa.
Dio media vuelta y dejó a Nicole con las palabras en la boca, harta del drama y de las peleas. Muchas cosas habían cambiado y era tiempo de dejar a Nicole en el pasado.
Se detuvo antes de continuar, al notar que no todos la seguían.
―Tú también, Gonzalo, hay mucho chocolate en mi casa.
Melchor sonrió. Definitivamente había momentos en los cuales Cristina no le gustaba, pero cuando le gustaba, compensaba cualquier mal rato que pudieran pasar.
― No puedo ir, tengo otras cosas...
― ¡Lo siento! Corres muy rápido―. Una chica, de pie morena y cabello oscuro, apareció desde el interior del bosque, abrigada a más no poder. Miró a los presentes con intriga―. Lo siento, lo siento mucho, sé que Gonzalo tenía que estar acá temprano, pero confundí la fecha de mi viaje y se la di mal, espero no haberles importunado.
― Ya terminó―zanjó Gonzalo, la chica se llevó las manos a la boca.
― Lo siento, lo siento mucho, de verdad. ¿Puedo compensarlo?
― ¿Quién eres tú?―preguntó Cristina.
― Disculpa, que mal educada, soy Adriana, novia de Gonzalo. Vivo en la ciudad y pensaba pasar las vacaciones acá pero me equivoqué de fecha. De verdad lo siento.
― Tranquila, Adri, igual iban a perder― agregó Gonzalo, sin inmutarse.
― ¿Perdieron? No, dios, que mal me siento.
Hasta Amanda quedó muda, la idea de Gonzalo manteniendo una relación amorosa con otro ser humano era completamente ridícula.
― Gonzalo no tiene novia―acotó Antonio, tan asombrado como el resto.
― ¿No le has dicho a tus amigos que tienes novia?―La chica lucía desilusionada.
― No son mis amigos.
― Pues deberían serlo, dijo tu mamá que desde que te juntas con ese tal Melchor sacas muy buenas notas.
― Adriana por favor...
― Lo siento, ¿Adriana?―interrumpió Cristina saliendo de su estupor―. Siento ser mal educada pero, hace cuánto que sales con Gonzalo.
― Tres años―respondió ella, haciéndose la ofendida.
Volvieron a callar. Gonzalo se sonrojó un poco, disimulándolo a la perfección con su rostro de hastío.
― Bien, ya es tarde, siento no haber ayudado, pero mi madre nos está esperando para almorzar...
― Si quieren pueden pasar primero a la casa de Cristina por un chocolate caliente―comentó Chie, siendo el único capaz de hablar.
― Nos encantaría―sentenció Adriana, demostrando de inmediato quien llevaba la batuta en esa relación.
― Soy Melchor, por cierto.
― Gusto en conocerte, Gonzalo te mencionó una vez, lo cual, dentro de sus parámetros, es un montón.
Se enfrascaron en una animada charla, mientras el resto del grupo los veía perderse en el bosque.
VI
Felipe cerró la tienda desde dentro. Giró el cartel de abierto y bajó la persiana de la puerta. El reloj de pared marcaba las ocho de la noche, anunciando el término de otra jornada laboral.
Teresa apareció desde la trastienda, quitándose el delantal y colocándose un grueso abrigo.
― ¿Estás seguro que no quieres que te ayude a cerrar?―preguntó tomando su bolso y amarrándose la bufanda a cuello.
― Tranquila, mañana cerraremos por inventario, vete a casa y llega temprano.
― Increíble, mi hermana me envió un fotografía hace un par de horas y parece que todo el mundo está celebrando en mi casa. Supongo que ganaron la guerra de nieve.
Le acercó el teléfono. Lo único que Felipe pudo ver fue la cara sonriente de Antonio en la esquina de la foto.
― No te puedes perder tal evento, vete.
―Como ordene jefecito―le lanzó un beso y desapareció por la puerta lateral que daba justo al lado oeste de la tienda.
Felipe se tomó su tiempo subiendo las sillas y barriendo el piso. Miró a la puerta un par de veces, como suponiendo que en cualquier momento alguien tocaría de improviso.
Ese alguien, por cierto, se parecía demasiado a Antonio.
El silencio era su peor enemigo, con Enrique en su día libre y Gaspar tratando de transferir todo el dinero a la cuenta de Quique, la partida de Teresa era malo para su tranquilidad mental.
Avocaba sus energías al trabajo, y en cuanto se encontraba a si mismo perdido en el marco de la puerta, obligaba a su mente dispersa a concentrarse en lo importante.
Aquella llamada había sido un error, uno que alargó por demasiado tiempo, con razones insuficientes, solo para escuchar la voz de Antonio, solo para recordar que alguna vez llegó a sentir algo por él, algo que aún tenía adentro, solo que muy bien oculto, ahí donde nadie, ni él mismo, solía llegar.
Ahora sufría las consecuencias de su estupidez, y las seguiría sufriendo por un par de días, a menos que él decidiera aparecer, a menos que, en algún mundo utópico, Antonio estuviera tan enamorado que decidiera dejar a un lado su amor propio y correr hacia él, con la seguridad de que terminarían haciéndose daño.
¿Por qué todas sus relaciones siempre acababan en desastre?
El culpable era él, sin lugar a dudas, pero ¿por qué tenía que ser así? ¿Qué tan difícil podía ser tener una relación estable y duradera?
En el fondo sabía que algo tendría que ver su familia disfuncional y el hecho de que fuera homosexual, pero le daba pereza sentarse a pensar en ello. Sabía que algún día se vería en la obligación de hacerlo, pero, si podía evadirlo, lo haría.
Subió la última silla y se resignó en que esa noche se iría solo casa. Era mejor de esa forma.
Además, considerando la idea de Gaspar, no estaría tan mal desaparecer por un tiempo.
Se dirigió a su oficina para ordenar los papeles y las boletas, debía adelantar trabajo si deseaba que el inventario no se volviera un suplicio.
De cierta forma el inventario lo alegraba, eso mantendría su cabeza preocupada en otra cosa.
Un ruido lo sacó de sus pensamientos y se volteó de inmediato, bastante emocionado por lo demás.
Era Carla, parada justo en el umbral de su oficina, vestida de invierno, con un largo abrigo blanco ocultando su cuerpo.
Supo reconocer la decepción de que no fuera Antonio, y se sintió estúpido por ello. Ya estaba lo suficientemente viejo como para saber que una relación como la suya no tenía futuro. ¿Por qué seguía añorándolo? No tenía sentido, como casi todo en el amor.
―Carla, que sorpresa. ¿Llegó mi momento? ¿Fernando quiere hablar conmigo?
La mujer sonrió de forma gatuna, y se quedó inmóvil en el marco, tan quieta que llegó a parecer que disfrutaba aquella imagen.
Entonces sacó la pistola de su bolsillo y apuntó a Felipe.
―Sí, corazón, llegó tu momento. Lo siento mucho, no es personal.
Él retrocedió un paso y tragó saliva antes de hablar.
Ella solo disparó.
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