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Arma de doble filo

Antonio cargó la caja hasta la mitad de la avenida y junto a Tomás, Cristina y Melchor se sentaron a intentar regalar los gatitos. Había pasado más de una semana desde que los bajaran del techo de la escuela y ya se les hacía imposible mantenerlos en la caja. Crecían a una velocidad increíble, por lo mismo era imposible alimentarles a ellos y a su madre, pronto dejarían de tomar leche y con ello vendrían problemas muy grandes.

Así que en una decisión difícil optaron por regalarlos, de esa manera se irían a casas con familias responsables en vez de convertirse en gatos callejeros.

Solo eran cuatro, cuál de todos más adorable.

Se colocaron frente a la farmacia, y con pintura negra y una enorme hoja blanca promocionaron su causa animalista.

«Se regalan gatitos»

Les habían puesto nombres.

El dorado con blanco se llamaba Tito, no hacía caso a nadie, por lo general era el primero en salirse de la caja e incentivar a los otros a romper la ley, y si lo reprendían se engrifaba por completo y tiraba arañazos torpes. Aun así ronroneaba mucho y solía recostarse a los pies de los chicos buscando que lo mimaran.

El segundo era Mel. Mel era completamente negro e “incomprendido” según Antonio. Jugaba solo, escalaba por la parte más fácil de la caja—lugar que ninguno de los otros gatitos había notado—, y solía quedarse mirando como sus otros tres hermanos hacían estupideces sin sentido.

Toño, el tercero, era gris y regordete. Por lo general se la pasaba saltando por encima de los otros tres hasta exasperarlos, y cuando los demás le tiraban arañazos se iba maullando a un rincón, donde finalmente alguno de los chicos lo tomaba y acariciaba. Aun así, cuando algún peligro se acercaba era el primero en la línea de batalla. Corría a defender a su familia con sus pequeñas garras y sus diminutos dientes, nadie tocaba a sus hermanos.

Tom era el último. Tom era como cualquier gato, no tenía nada en especial.

Quizás fue por eso que después de varias horas frente a la farmacia nadie se lo había llevado. Era solo él y la caja vacía.

—Creo que tendremos que volver mañana a buscarle casa, está oscureciendo—comentó Anto con las manos en los bolcillos.

—Sí, será lo mejor, tengo sueño—se quejó Titi.

—Podríamos ir casa por casa mañana, así nos aseguramos que todos sepan sobre el—agregó Melchor mientras estiraba las piernas.

—No.

La voz pequeña y molesta de Tomás detuvo su charla casual. Se encontraba hincado frente a la caja y miraba fijamente al pequeño gatito que intentaba afanosamente salir. Los ojos le brillaban.

¿Por qué nadie se llevaba a Tom? Era como cualquiera de los otros gatos, era como cualquier otra mascota. Los animales solo tenían una función primordial dentro de una casa, dar amor ¿Quién decía que Tom era menos capaz que sus hermanos en aquella tarea?

—Tranquilo Tom, ya le encontraremos casa, simplemente no ha aparecido un dueño correcto—Melchor intentó calmarle, pero Tomás no escuchaba razones.

—¿Y cuánto hay que esperar hasta que alguien lo quiera? ¿Cuánto hay que esperar para que sus dueños se den cuenta de que Tom es tan especial como los demás?

Cristina supuso que Tomás repentinamente había dejado de hablar del gato, aunque era muy niña como para asegurarlo.

—Tom—dijo—, el gatito va a estar bien, está con nosotros, estará con nosotros el tiempo que sea necesario hasta que encuentre a sus dueños.

Tom miró más intensamente al animalito ¿Qué culpa tenía en toda esta historia de egoísmo? Era solo un pequeño gato que había nacido en el lugar equivocado, su único pecado era no ser tan impresionante como los demás gatos ¿Cuánto podía la vida castigarte por eso?

—No es suficiente, él merece tener una familia de verdad, no solo padres adoptivos.

—Claro que se lo merece—comentó Anto—pero hoy ya es tarde y debemos volver a casa. Mañana…

—¡Mañana nada!—chilló mal humorado. Se abrió la chaqueta, aun con el frío invernal, y metió al animal entre su ropa—Si nadie lo quiere, yo lo quiero.

Se fue enojado.

No era que sus amigos fuesen el problema, la existencia en general era el problema.

Sus padres, la gente del pueblo, el mundo entero, que pensaba que las vidas eran desechables, que no importaba mirar a un lado e ignorar a una persona o animal.

Tom estaba completamente solo, desamparado en el invierno gélido de Los Robles y a nadie parecía conmoverle su soledad. Estar tan solo desde tan pequeño era una injusticia demasiado grande.

Lo abrazó más fuerte mientras caminaba hasta su casa.

El gato no se quejó, de alguna forma sabía que aquel chiquillo lo necesitaba mucho más de lo que él llegaría a necesitarle.

Abrió la puerta y sintió la tibieza de la estufa golpearle la cara.

—¿Tomy? ¿Eres tú?—Emilia salió de la cocina con el delantal puesto y algo de masa de galletas en la cara. Sonreía, Emilia siempre le sonreía a Tomás—¿Qué traes ahí?

El gatito sacó su cabeza por entre la tela, sorprendiendo a la chica. Tomás había olvidado el detalle de que sus padres no le permitían tener animales ¿Qué haría ahora? Se negaba a abandonarlo a su suerte, eso era, simplemente inconcebible.

—Nada—explicó nervioso, tratando de ocultar nuevamente a Tom.

—Tomás, yo veo un gato.

—No es un gato, es mi amigo—sintió que comenzaría a llorar en cualquier segundo. Tom no podía quedarse sin hogar, Tom merecía un hogar, él merecía un hogar—Por favor, no le digas a papá y mamá, no tiene donde ir.

—Pero Tomy, van a darse cuenta de todas maneras, no puedes meter un gato en la casa y esperar que no lo noten.

—¡Nunca están en casa, es imposible que sepan!—gritó con toda su fuerza—¡Y si no me notan a mí que mido y peso cuarenta veces más que Tom…! ¡¿Cómo lo van a notar a él?!

Rompió en llanto y apretujó con fuerza al animal. Este volvió a no quejarse, por el contrario, le ronroneó para calmarlo.

¿Por qué no lo querían? Ya no se refería al gato ¿Por qué sus padres no lo querían?

Emilia se agachó y le abrazó tan fuerte como el niño abrazaba al gato.

—¿Se llama Tomás igual que tú?—preguntó casi susurrando en el oído del chico. Él asintió—Ese es un precioso nombre, yo también le hubiese puesto así a un gatito tan lindo.

Tom sitió esa acogida cálida que siempre recibía de su hermana y medio sonrió. Emilia completaba esa parte que siempre le había faltado.

—A papá no va a gustarle—masculló.

—Yo me encargo de papá, tú encárgate de darle leche y armarle una cama… porque no va a dormir contigo ¿De acuerdo?

El chiquillo sonrió con la alegría desbordándole y salió corriendo hasta la cocina para pedirle leche a Lorena. Emilia suspiró y se castigó a si misma por no poder negarle nada.

Y habiendo pasado casi diez años, el peludo y gordo Tom seguía durmiendo con Tomás.

···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···

Hay cosas que te hacen pensar en que un día será especialmente malo aun cuando no estés predispuesto a que los sea. Una de esas cosas fue la caída del retrato de Emilia aquel sábado fatídico.

Tomás no tenía idea que había sucedido. Solo se había volteado por un segundo a buscar un lápiz y de repente el marco estaba en el suelo, completamente roto y con un de los vidrios enterrados en la mitad de la fotografía. Arruinado por completo.

Lo recogió esperando que alguien le explicara lo que había sucedido, pero na había nadie ahí para responder a sus preguntas.

Entró a la cocina con lo trocitos en la mano y se sentó a desayunar.

—¿Qué es eso, Tomás?—preguntó su madre mientras se servía una tostada.

—Se ha roto una de las fotos de Emilia—contestó aún conmocionado por la perdida.

—¡Qué lástima!—contestó ella—Préstamela.

El chico se la entregó. Ella la observó con cuidado.

—No sé cómo sucedió.

—No importa, está arruinada por completo—señaló mientras acariciaba el rostro partido a la mitad de su hija, segundos después lanzó todo a la basura—, de cualquier manera ella odiaba esa foto.

Tomás no pudo sorprenderse, era una actitud típica de sus padres, desechar todo lo inútil.

—Tomás ¿Tienes planes para hoy?—preguntó su padre detrás del diario.

—Ibas a enseñarme a conducir.

Luis Riquelme bajó su diario de sopetón y miró a su hijo con rostro sorprendido. Tomás no se inmutó, sabía que su padre iba a olvidarlo, era tan común como que el sol saliera.

—Claro, claro, lo haremos, solo que tiene que ser después de las seis, tengo una salida a terreno y…

—¿Qué tal mañana?—Tomás sonó monótono, sin el más mínimo ánimo.

—Mañana suena bien. Podemos ir por algo de comer ¿Te agrada el plan?

—Sí, como sea.

No le dio demasiada importancia al asunto, la costumbre volvía cada abandono menos doloroso.

—¿Saldrás con tus amigos entonces?—preguntó su madre—has estado muy poco en casa últimamente.

—Sí, me he estado juntando con Cristina, Antonio y Melchor—comentó al aire.

—Que bien ¡Pásatela de maravilla!

Dolores ya no lo escuchaba, revisaba el teléfono, escribía mensajes y solucionaba problemas. Escuchar a Tomás era algo demasiado difícil de concretar.

El chiquillo esperó a que ambos se sumieran lo suficiente en sus mundos propios y se encerró en el suyo.

La caída de la fotografía de Emilia significaba mucho más para él de lo que quería asumir.

Su hermana lo sabía, sabía de su traición, sabía que había tirado la toalla.

Había vivido demasiado tiempo en el pasado, reviviendo la memoria de una chica muerta, organizando un grupo de chicos detectives, ignorando a la única chica que le prestaba algo de atención.

Ya era suficiente.

Emilia estaba muerta, él no.

El futuro, eso era lo que debía buscar.

Un futuro junto a esos chicos que se parecían mucho a sus amigos de infancia, un mañana con sueños alcanzables, la premisa de que Amanda algún día podría perdonarlo.

Sería doloroso, lo imaginaba, pero entre más investigaba sobre Emilia, más solo se iba quedando ¿Y que conseguía?

Una carpeta que no sabía si tenía algo que ver con su hermana, un par de nombres de tipos ligados a la droga, un montón de preguntas sin respuesta y un montón de respuestas que no quería oír ¿De que servía el conocimiento si no te hacía feliz?

Debía cerrar el capítulo y moverse hacia el futuro. Debía dejarla ir.

Terminó su desayuno en silencio, le entregó su loza sucia a Lorena y se dirigió hasta el baño. Minutos más tarde salía en dirección a ningún lugar en particular.

Avanzaría aunque le doliera. El movimiento era vida, lo único que le iba quedando, aun cuando el pasado se acercará peligrosamente rápido hasta él, tan rápido que terminaría por aplastarlo.

Melchor se acomodó en el sillón de color crema y presintió que había tomado una muy mala decisión.

Los psicólogos eran entes capacitados para escuchar infinitamente ¿De qué le servía ir si no tenía absolutamente nada que decir? O mejor ¿De qué le servía ir si no podía decir nada?

Era ridículamente irónico, casi un chiste al estilo de Gaspar.

—Bien, hablemos un poco para conocernos—exclamó la mujer de pelo negro rizado y ojos dormidos. Tenía una sonrisa afable, como si su única función en la vida fuera calmar los ánimos de la gente a su alrededor.

Melchor se puso aún más nervioso.

—Bueno—contestó seco y retraído. No iba a lograr soportar una hora de aquella tortura.

—Mi nombre es Francisca Jorquera, soy psicóloga y tengo un magister en adolescentes, voy a cumplir cuarenta en un par de meses, tengo tres hijos, soy separada y vivo hace solo nueve meses acá en Los Robles—no dejó de sonreír en ningún momento. Melchor tenía los nervios más que crispados—Y tú eres Melchor…

—Melchor Valencia—agregó solo porque si no decía nada se quedarían callados en un incómodo silencio.

—No hablas mucho.

—No.

—Bien, no hay problema ¿Prefieres que te vaya haciendo preguntas y tú me las contestas?

Lo meditó un minuto completo ¿Quería realmente tener que hablar? Sí no lo hacía no habría tenido ningún sentido el viaje hasta el hospital, y odiaba desperdiciar su tiempo de esa forma.

—De acuerdo.

—¿Qué edad tienes?

—Diecisiete.

—¿A qué año de escuela vas?

—Último año.

—¿Por qué estás acá?

—Porque estoy en tratamiento para dejar las drogas—Francisca no pareció impresionada, muy probablemente lo sabía desde antes.

—¿Y cómo ha ido eso?

—Bien.

—Te noto incómodo ¿Prefieres que hablemos de otra cosa?

—Prefiero que nos quedemos callados incómodamente por los próximos cincuenta y cinco minutos.

Francisca rio estruendosamente, como un rayo que atraviesa el silencio de la noche.

—Me temo que ese no es mi trabajo, pero podemos hablar de cosas más agradables ¿Qué te gusta hacer Melchor?

¿Cuál era su definición de “cosas más agradables”? Aquella pregunta lo ponía en un aprieto, no tenía idea de lo que le gustaba o no hacer, los últimos meses se los había pasado demasiado preocupado en sobrevivir como para preocuparse de sus intereses.  

—No entiendo la pregunta.

—¿Tienes algún hobbie?—explicó lúdica.

—No.

—¿Y qué haces cuando estás aburrido?

—Nada en especial. Duermo, estudio.

—¿Estudias? ¿Te gusta estudiar?

—Sí, mantiene mi cabeza ocupada, dejo de pensar.

—¿Pensar en qué?

—Cosas…

—¿Cosas como las drogas?

—Señorita, el mejor amigo de mi hermano tiene la estúpida fijación de jugar con las mentes de las personas. No importa cuántos años de profesión tenga, no se va a meter a mi cabeza—Francisca volvió a carcajear.

—De acuerdo… entonces ¿Te gusta leer?

—Sí, me gustaba de niño.

—¿Y has leído algo últimamente?

—No, no hay libros en mi casa—sentenció molesto.

—¿Y no te han pedido en la escuela?

—No hasta el próximo mes.

—Lástima—cerró su cuaderno y sonrió de costado—. Te propongo un trato—se volteó y rebuscó en su bolso un libro—, dejaré que te vayas ahora y te llevaras este libro, yo ya lo terminé, te lo leer y así tendremos algo de qué hablar en tu próxima sesión ¿Te parece?

Melchor lo tomó entre sus manos y leyó el título.

«La borra del café, Benedetti»

—Pero…

—Tranquilo, siempre las primeras sesiones son más cortas, es para que te acostumbres ¿Nos vemos la próxima semana?

Melchor asintió desconfiado, no podía ser tan fácil. Incluso cuando ya estaba fuera no lograba creer que sus deseos se cumplieran con tanta facilidad, por lo general era al revés, hasta la banalidad más irrisoria le salía mal.

Quizás no era tan bueno.

Había planeado pasar la siguiente hora incómodo y desagradado por tener que hablar con una extraña, en vez de pasárselo pensando en Cristina.

Sí, Cristina volvía a ocupar el primer puesto en su cabeza, el olor a flores inundaba su nariz de nuevo y el cosquilleo en su barriga regresaba para torturar sus tripas.

No, no era bueno que la psicóloga lo soltara tan pronto. Irónicamente deseaba volver.

—¿Qué tal estuvo?—preguntó su madre en cuanto lo vio salir. Era muy pronto para que estuviese fuera, algo malo debía de haberle pasado.

—La verdad es que no tengo idea.

Siguió caminando consternado sin siquiera detenerse frente a Magdalena.

De repente era bueno tener cuidado con lo que deseas, podría convertirse en realidad y darte cuenta de no era lo que deseabas.   

Cristina se miró el raspón de su zapato e intentó recordar en que momento había sucedido. Adoraba esos zapatos y ahora estaban rotos ¿Desde cuándo que era tan despistada?

Podía apostar que ocurrió mientras bajaba de la escala en la tienda. Como detestaba esa escala del demonio.

Pasó su mano con fuerza, quizás de esa forma se arreglaban un poco, pero seguía tan rajado como antes. Que estupidez, un perfecto par de zapatos arruinados.

Suspiró molesta consigo misma y entró a la peluquería para recoger a Gloria.

Su hermana prefería siempre trabajar los sábados por la tarde más que los sábados por la mañana. No porque le costara levantarse, sino por su preferencia a realizar todos sus pendientes antes de que dieran las doce del día.

La encontró en la cuarta silla del salón, tiñéndole el cabello a la señora Guzmán, la madre de Gonzalo. Hizo una imperceptible y rápida mueca de asco.

A pesar de que no se había vuelto a meter con Melchor—o cualquiera de los aprendices—aún se mantenía el temor latente que el día de mañana les jugase otra jugarreta estúpida a cualquiera de ellos.

Lo detestaba, profundamente.

Pero por respeto al trabajo de su hermana se guardó sus opiniones y sonrió falsamente, como siempre.

Se acercó saludando a todo el mundo y se colocó junto a Gloria. Ella lucía muy concentrada en su trabajo, siempre profesional, ya fuera doblando un calcetín o cocinando para la familia.

—Perdona Titi, me atrasé un poco ¿Me esperas unos treinta minutos?

—Claro, no es como tenga oras cosas que hacer un sábado por la tarde—puso mala cara y se cruzó de brazos.

—Siempre tan comprensiva, por eso eres mi hermana favorita—le besó la mejilla, haciendo caso omiso a la clara molestia de la chica.

Cristina refunfuñó.

—¿Te cortaste el cabello?—la voz de la señora Guzmán era tan aguda y molesta que hubiese preferido esperar afuera con tal de no tener que hablarle.

—Sí—respondió a lo obvio, aun cuando se moría de ganas de soltarle alguna respuesta ingeniosa—y me lo teñí.

—¡Pero niña! Estas en edad de usar el cabello largo, esos cortes son para las viejas ¡Au! Ten cuidado Gloria, me has tirado las raíces.

—Lo siento señora, se me ha enganchado la peineta.

Cristina sabía reconocer la cara desagradada de su hermana, abría las fosas nasales y sacaba un poco el labio hacia afuera, nada demasiado evidente.

Gloria por lo general era una chica amable, buena hasta la medula, pero cuando la sacaban de sus casillas le costaba un buen esfuerzo controlarse.

—Ya no importa ¿Y cómo te ha ido en la escuela chiquilla?

—Bien—respondió escuetamente.

—Supe por mi hijo que no te estás juntando con las personas correctas querida… ahora deja que te de un consejo—se aclaró la garganta y reacomodó su trasero raquítico en la silla—. Las buenas muchachas de familias decentes buscan gente como ellas, como el hijo del capitán Gonzales, como mi hijo, no como ese bueno para nada de Valencia.

Gloria dejó de fruncir el ceño. Esta vez lucía francamente sorprendida.

—Creo que está usted siendo muy prejuiciosa—comentó algo ofendida—, ese chico está bajo mucha presión.

—¡Ja! ¡Ay! Querida, pero que inocente eres—la mujer tocó la mano de Gloria con sus dedos huesudos—. Es hijo de Baltazar Valencia, un borracho incapaz de mantener siquiera a su familia… y bueno, que puedo decir de Magdalena—alzo una mano en el aire y miró un rincón de la habitación con asco—, perdón por lo que voy a decir frente a ti Cristina, pero debes saber que hay mujeres que se respetan poco y se abren de piernas aun estando casadas.

Gloria dejó la tijera a un costado y se alejó un paso de la cabellera rubia de la señora Guzmán.

—Leticia, no te tomes la molestia de comentar sobre esa mujer—se quejó una de las mujeres sentada en los secadores—me descompone el día. Las mujeres de su clase son una vergüenza para este pueblo.

—¡Ni que lo mencione!—agregó una de las peluqueras—A nadie le cabe la duda que los que pasó con su hijo es enteramente culpa de ella. Con un ejemplo como ese ¿Quién no termina en las drogas?

—¡Ay, niña! No digas esa palabra aquí—le corrigió la señora Guzmán—, este es un lugar decente.

Cristina no entendía lo que estaba sucediendo en su interior, pero apenas si lograba aguantarse las ganas de lanzarle el agua oxigenada en los ojos. Arrancarle los cabellos uno a uno no lograría clamar la rabia que crecía exponencialmente en su pecho, nada de lo que pudiera hacerle sería suficiente como para enseñarle una lección.

—Gloria, creo que es momento de que me enjuagues, si no lo haces se me teñirá la piel.

—Lo siento señora Guzmán—es disculpó Gloria—, pero en estos minutos siento asco de solo pensar en poner mis dedos entre su pelo.

Leticia le miró a través del espejo. No cabía en su asombro.

—¿Qué has dicho?

—Digo que me siento asqueada de tener que atenderla—bajó sus manos y comenzó a desabrocharse el delantal—, no solo de atenderla, de trabajar aquí donde le permiten la entrada a mujeres como usted. Se acabó, estoy aburrida de pasarme la vida escuchando chismes sin sentido y sandeces, no perderé mi juventud rodeada de mujeres cuya única habilidad es hablar de otras personas como si estuvieran libres de pecado.

La cara de todas las clientas se deformó hasta el más sublime desconcierto. Flor, la dueña de la tienda fue la única que habló.

—Gloria ¿Cómo te atreves a insultar a las clientas?

—No las he insultado señora Flor, yo no uso jamás malas palabras. Les estoy diciendo la verdad, pero parece que para ellas la verdad es un insulto, por eso viven de chismes.

Cristina no pudo evitar sonreír. Gloria siempre fue muy buena jugando con las palabras.

—Gloria me estás obligando a tomar medidas drásticas.

—No se moleste, yo renuncio. No voy a dejar que se hablé mal de la señora Magdalena y su hijo en mi presencia, y menos voy a seguir trabajando en un lugar donde hablar tras las espaldas de otras personas se acepta sin la más mínima vergüenza. Estoy completamente aburrida de ello.

—Gorda estúpida—susurró una de las peluqueras al otro lado de la sala.

Cristina se puso en guardia de inmediato, nadie llamaba gorda o estúpida a su hermana y vivía para contarlo. Pero Gloria la detuvo. Puso un brazo frente a ella y respiró profundo.

—No me afecta que me llames gorda, Karen, no me afecta porque es verdad, estoy gorda ¿Qué importa? Pero estúpida no soy, esa es la razón por la que renuncio, porque no soy estúpida y sé que la señora Magdalena y su hijo son mucho mejores que las clientas de esta tienda.

—Gloria Marambio—amenazó la señora Guzmán—, este no es un pueblo de gente que olvide pronto, sal por esa puerta y no conseguirás trabajo con nadie que yo conozca.

—Leticia Guzmán, si me hiciese ese favor se lo agradecería, de todo corazón. Vamos Cristina.

Dejó su delantal perfectamente colgado en el perchero de la entrada y salió con toda la elegancia y el garbo que su madre les había heredado.

Cristina la siguió de cerca, tan asombrada y emocionada que apenas si podía respirar.

Gloria era asombrosa, por completo.

—Eso fue lo más genial que he visto en mi vida—chilló con las manos en el cielo, extasiada por la adrenalina—¿Viste sus caras? Eran un poema estilo Neruda. Te van a dar el novel este año Glo, no hay duda.

Su hermana ni se inmutó. Ninguna sonrisa se formó en su rostro, ninguna cara de triunfo. Se volteó hacia Cristina y le miró severa.

—Hay una sola cosa que quiero que aprendas de esto Cristina, y no es cómo dejar en vergüenza a un montón de mujeres sin cerebro. Jamás dejes que pisoteen tus principios, ni siquiera tú misma.

—Tranquila Gloria…

—Nada de tranquila Gloria—gruñó con tono agudo—. Es extremadamente fácil dejar que los demás hagan lo que quieran mientras te convences que mientras no lo hagas tú está bien. Te lo digo aquí y ahora: no está bien. Nadie puede pisotear tus principios en tu cara, no debes dejar nunca que lo hagan. Los principios no son para seguirlos callada desde la comodidad de tu habitación, por los principios se lucha y se muere.

Se volteó y siguió caminando mientras apretaba los puños. Le tomaría mucho tiempo calmarse del todo, pero solo le había tomado un brote de valor para hacer un cambio.

Solo eso se necesitaba una pizca de valor.

Cristina no se consideraba una persona valiente, alguna vez lo había sido, pero con el tiempo entendió que ser valiente y ser estúpido eran sinónimos.

Pero ahí, parada en la calle mirando la espalda de su hermana alejarse, entendió que a veces esa estupidez ciega, ese luchar y morir, era más importante que conservar una vida de arrepentimiento.

El valor había tomado una forma nueva, una hermosa forma de libertad.

Era oficial, esa mujer no era psicóloga, era bruja, o quizás la representación terrenal del karma. No había otra explicación.

De todos los libros sobre la tierra ¿tenía que darle uno sobre un tipo obsesionado con una chica de su infancia que se metía por su ventana? ¿No había algún texto más apegado a la situación que tenían en común? ¿Confesiones de drogadictos o algo así? Era un mal chiste que hubiera una chica y una ventana, en tremendo y triste chiste cruel.

Había empezado a leer para sacar a Cristina de su cabeza, pero ahí estaba, en cada página, cada vez que nombraban a Rita—la chica de la higuera—se imaginaba la pequeña Titi, sonriéndole con esos dientes siempre tan perfectos y las mejillas sonrosadas.

A la primera señal de locura cerró el libro, fue por un vaso de leche y estando en la cocina extrañó de manera casi tangible las hojas entre sus dedos, su imaginación volando, sus ojos juntando las letras en palabras y las palabras en frases.

Se convenció que lo hacía porque disfrutaba demasiado de la lectura, pero seguía leyendo con cierta desesperación, solo para saber si aquella niña volvería a aparecer ¿Cuánto faltaría para que ella volviera a la vida de Claudio? ¿Sería en la próxima página? ¿En el próximo capítulo? No estaba seguro, y en esa persecución casi había logrado terminarse el libro, para cuando se desconcentró.

—¡Valencia!

Hubo un minuto de irracionalidad en la cabeza de Melchor, un minuto completo. Había escuchado su apellido, eso era seguro, y provenía desde la ventana, eso también lo daba por hecho, pero no podía, o mejor dicho, no quería terminar de aceptar que aquella voz femenina pertenecía nada más y nada menos que a su vecina.

—¡Melchor! ¿Estás?

Nuevamente dudó de su oído, dejó a un lado a Benedetti y se sentó en la cama solo para admirar la ventana cerrada. Estaba casi seguro que era Cristina quien lo llamaba, pero al mismo tiempo le parecía una idea tan ridícula que podría haber muerto a carcajadas.

Pero no se reía, porque la había escuchado.

No volvió a llamarlo y de inmediato entendió que era muy posible que fuese una cruel creación de su imaginación. Cristina nunca le llamaría en esta vida, nunca más volvería a hacerlo.

¿Pero y si…?

Se levantó de la cama impulsado por la pregunta en su mente y corrió hasta el ventanal intentando auto convencerse de que todo era una jugarreta de su mente cansada. Benedetti iba a volverlo loco.

Salió hasta el balcón y no encontró a nadie a su lado. Tal como lo había predicho, solo una ilusión.

Suspiró con una media sonrisa en la cara ¿Qué le estaba sucediendo? No era normal que escuchara la voz de Cristina en su imaginación, más bien, no era sano para él y su maltrecha psiquis.

¿Desde cuándo se emocionaba por Cristina? Hacía años que no le sucedía ¿Por qué ahora?

Era un tonto, eso era seguro, uno de los grandes. Se rio de sí mismo y su patética existencia solo para tragar mejor ese dejo amargo que se le pegaba a la lengua.

—Melchor.

Miró a su costado tan asombrado que puso nerviosa a Cristina. Era real, de carne y hueso. Estaba parada en el balcón de al lado, con un cuaderno y un lápiz en la mano.

—Cristina.

—¿Pasa algo?—preguntó la chica.

—No, nada. Creí escuchar que me llamabas.

—Te estaba llamando.

Hacía años que no le sucedía, pero ahí, justo en ese minuto, le estaba sucediendo. Estaba emocionado hasta la medula. Era completamente inexplicable y hasta se sentía estúpido, pero la cálida energía curvándole la boca era tan deliciosa que no pudo resistirse.

Era un tonto, el mayor de todos, pero era un tonto demasiado feliz como para preocuparse.

—Ah…—soltó tratando de ocultar la sonrisa que le se formaba tímida en los labios—. Súper ¿Para qué?

Titi no estaba segura de que significaba todo aquello, a qué venía tanto nerviosismo, tanta duda. Había tomado una decisión, era momento de seguir adelante y olvidar las viejas rencillas.

El chico frente a ella era otro Melchor y ella era otra Cristina ¿Por qué esos completos desconocidos no podían ser amigos? Quizás hasta llegaran a entenderse como en los viejos tiempos. Poco posible, pero no había que descartar ningún escenario.

Entonces, si estaba tan decidida ¿Por qué sentía como si el piso temblara bajo sus rodillas?

—Yo quería pedirte que me ayudaras con un ejercicio de matemáticas…—dijo con un hilo de voz.

A Melchor le sonó a escusa, estaba completamente seguro. No sabía si Cristina había perdido el toque o se estaba juntando demasiado con Anto, pero ella mentía por completo, cada una de las palabras salidas de su boca.

Podría habérselo restregado, haberla puesto en evidencia, pero ¿Para qué? ¿De qué sirve ganar una tonta batalla de orgullo cuando puedes quedarte callado y disfrutar del efecto de una pequeña mentira blanca?

—Bueno ¿Quieres que lo veamos acá? ¿O quieres pasar? ¿O yo voy? Como quieras.

Corrió una brisa fría que se coló por debajo de sus ropas, el otoño iba a terminar y lo estaba avisando.

—Creo que será mejor entrar, acá vamos a congelarnos—comentó ella.

—Toda la razón ¿Te ayudo?—le tendió la mano por sobre la baranda como si fuese cosa de todos los días, lo más normal del mundo, como si nunca hubiesen dejado de hacerlo.

Cristina miró aquella mano como una ofensa a su persona, desconfiada y temerosa como siempre.

—Ya te lo dije, no hago cosas como esa—respondió alzando una ceja.

—Vamos ¿Qué puede pasar? Yo estaré para atraparte si algo sucede—se escuchó como una declaración, y Cristina le tomó la palabra.

Era momento de ser valiente, se dijo, era momento de probarse a sí misma de qué estaba hecha.

—Júramelo, júrame que no me dejaras caer.

Fue tan lento que Titi logró grabar cada segundo de la sonrisa de Melchor en su mente. Sus dientes perfectos, sus labios delgados, ambos hoyuelos sobre sus pómulos. Una sonrisa tan amplia que le cerraba los ojos.

Instantáneamente se le derritió el corazón.

—Nunca más, te lo juro.

Ella agarró su cuaderno y lápiz con la zurda y tomó su mano con fuerza, como solo saben hacerlo los amigos de verdad.

Iba a cruzar una barrera, una que llevaba tantos años arriba que incluso había olvidado para que servía. Estaba lista, y si no, ya era tarde, la decisión estaba tomada.

Buscó en los ojos de Melchor la confianza necesaria y la encontró rápidamente.

—¿Estás lista?

—Sí.

—A la cuenta de tres…

—Uno.

—Dos.

—Tres.

Y de pronto estaban ya del mismo lado.

Antonio no se sentía bien del todo. Le costaba tragar y le dolían los ojos. Desde que hablara con Tomás la idea macabra de Felipe mintiéndole le rondaba la cabeza y no quería abandonarle. Era un prisionero de sus propias maquinaciones, un esclavo de su imaginación ¿Cómo podía confiar tan poco en Felipe? ¿Cómo podía siquiera dudar de él?

Se rascó el cuero cabelludo con fuerza hasta hacerse daño. Detestaba esa sensación de mierda de no saber qué hacer. No le gustaba tomar decisiones, no le gustaba afrontar las situaciones que lo confundían. Le hubiese gustado seguir confiando ciegamente en él, hubiese sido perfecto poder hacerse el tonto.

Pero Antonio no era tonto, y cuando algo le parecía extraño no lograba mantenerse el tiempo suficiente al margen como para olvidarlo.

Por eso estaba frente a la casa de Felipe aun cuando sabía que él no estaba. Por eso en ese mismo minuto se escabullía por su ventana.

Metió todo el ruido que pudo, encendió las luces y maldijo un par de veces por el tamaño reducido de su improvisada puerta, todo con el fin de que algún vecino preocupado viniera a investigar y lo detuviera en su locura. Pero nadie vino, y después de quince minutos estaba dentro, completamente solo.

Estaba mal, lo sabía ¡Era el maldito hijo del maldito capitán de la policía! Sabía lo que era el allanamiento de morada, sabía lo que era irrumpir en propiedad privada, simplemente no podía vivir con la incertidumbre. Se volvería loco si no se hacía cargo de sus suposiciones, perdería completamente la cordura si no disipaba aquello que le carcomía los sesos.

Felipe no tenía nada que ver con la muerte de Emilia, absolutamente nada.

Eso quería creer, pero ahí, oculta en el revoltijo de sus pensamientos, estaba aquella idea venenosa, destructora como la lepra.

Y si…

Apretó los puños e inició su búsqueda en la sala que tan bien conocía. Removió los cojines del sillón, la vajilla antigua, las sillas del comedor, los cuadros, los adornos, todo. Perseguía aquella carpeta como si fuese aire y el estuviera bajo el agua.

No sabía que era peor, si no encontrarla y vivir con la duda, o encontrarla y…

Esa carpeta era la cura y el veneno, todo al mismo tiempo.

No la encontró a pesar de los esfuerzos y decidió que era momento de cambiar de cuarto. Nunca antes se había sentido tan seguro de hacer algo y al mismo tiempo nunca antes le había temido tanto a una de sus decisiones.

¿Era lo correcto o aquello traspasaba los límites de lo que estaba bien y lo que no?

Ya no importaba, la búsqueda había perdido su sentido en el mismo momento en el que se había metido por la ventana. No tenía que ver con la maldad o la bondad, era un afán casi egoísta de saber la verdad, de saberse engañado.

La cocina quedó igual de desordenada, todo fuera de su lugar, todo patas para arriba, tanto como su cabeza.

Los cuartos de invitados, los baños, todos los muebles, el armario de las toallas, por donde fuera que pasara un pequeño caos se apoderaba del lugar, como si de paso liberara la rabia que poco a poco iba tomando forma definida.

Las manos comenzaban a temblarle, ya no podía separar sus emociones, todas se aglomeraban en su mente gritando órdenes contradictorias.

Dejó que su cuerpo resbalara por una de las murallas hasta quedar sentado en el suelo. Todo se iba a la mierda y no había nada que hacer respecto a ello. Después de ese día ya no habría un «nosotros», no habría nada.

—Por favor Felipe, ayúdame, dime la verdad.

Suspiró intentando calmar las voces en su cabeza.

«Sabes» recordó de repente «siempre guardo las cosas que me importan bajo el colchón, eso me da la tranquilidad suficiente para dormir».

Esa oración se le vino a la mente salida de la nada, como una sentencia dura pero justa. Dejó de inmediato de dudar y giró su cabeza hacia la puerta del cuarto de Felipe. La respuesta siempre había estado en él, perdida entre sus memorias.

Se levantó como poseso, dio pasos flojos pero decididos y en cuanto abrió la puerta supo que no había vuelta atrás.

Miró la cama impecable de su amante y ni siquiera pestañeó. Lucía como la simple acción de levantar un colchón, pero se sentía como partir un hombre a la mitad. Antonio no tenía la seguridad de ser lo suficientemente fuerte como para hacer tal proeza, pero en cuanto puso sus manos contra la tela supo que no había otra salida, que era voltearlo o morir.

Lo hizo de un solo golpe y con tanta energía que el colchón cayó hacia un costado botando una de las mesitas de noche.

Lo primero que vio fue una fotografía, una de ellos. Recordaba el día en que la habían tomado, el mismo día en que había empezado a salir “formalmente”. Era la única fotografía que existía de ellos juntos y estaba cómodamente colocada sobre una carpeta naranja.

Sintió como se le partía el corazón y quiso llorar. Le pareció ridículo aquello, si ya sabía que iba a encontrarla, si tenía claro que Felipe la tenía ¿Por qué su corazón se desangraba lentamente?

No la tomó de inmediato, solo para darle una última oportunidad a lo imposible. Ya todo estaba perdido, no quedaba nada más que aceptar la cruda realidad.

Quitó con sumo cuidado la foto y la dejó en un costado para luego levantar la carpeta naranja. No supo si debía abrirla, no sabía si era lo suficientemente fuerte para leer lo que contenía.

Puso un dedo entre ambas tapas y la abrió.

—¿Qué haces Antonio?

Felipe corrió hasta él y se abalanzó hasta la carpeta. Antonio retrocedió un paso y lo evitó, no iba a quitársela, no ahora que estaba tan cerca de la verdad.

—¿Qué es esto?

—¿Lo leíste?

—¿Qué mierda es esto?

Felipe siguió intentando arrebatarle la carpeta mientras que Antonio, haciendo uso de todo su poder físico, lo evitaba sin mayor problema.

—Antonio no estoy de humor para uno de tus arranques infantiles, dame esa carpeta.

—Primero vas a decirme qué es.

El alma de Felipe regresó a su cuerpo, no había leído su contenido, el secreto seguía oculto.

—Antonio dámela, es importante para mí.

—¡Deja de mentirme! ¿Qué tan imbécil crees que soy?

Detuvieron su lucha sin sentido y se miraron a los ojos. Algo muy profundo se había roto, algo irreparable. Antonio fue el primero en desviar la mirada y sin decir más palabras salió del cuarto.

Ahora le hacía sentido aquello de que en cuanto más subes, más duele la caída.

—¿Dónde vas?

—No es tu problema.

—Es mi problema si te llevas mi carpeta—se volteó furibundo y le regaló una mirada de asco a Felipe.

—Esta carpeta no es tuya, es de ese tal Enrique.

El nerviosismo recorrió el cuerpo del mayor, no esperaba que el nombre de Torllini saliera al ruedo ¿Qué tanto sabía Antonio? ¿Qué tendría que hacer para callarlo?

—No te atrevas a dar un solo paso más—espetó con propiedad. Anto ni siquiera se sintió intimidado.

—¿Y quién va a impedírmelo, tú?

Alcanzó la manija de la puerta de la entrada, pero de sopetón esta se cerró. No vio venir la mano de Felipe sobre la madera ni el codo apuntando a su cuello, solo sintió el golpe y la garganta apretada.

Tosió mientras trataba de mantener el equilibrio pero no lo logró.

Cayó al suelo como un plomo, y luego se le sumó el pesado cuerpo de su acompañante sobre él. Trató de apartarlo empujando su rostro con la mano que tenía libre, pero Felipe lo contuvo, apretó con tal fuerza sus muñecas que no pudo seguir luchando.

Ambas manos quedaron prisioneras sobre su cabeza, sus muslos dolían por la presión que las rodillas de Felipe ofrecían, su espalda se curvaba sin sentido y su mandíbula se apretaba, mezcla de ira e impotencia. Lo había dominado, estaba completamente a su merced.

—Suelta la carpeta Anto, hazlo antes de que te haga daño—apretó con más fuerza, casi cortándole la circulación al chico. Peleó por un par de minutos pero no llegó a nada, soltó la carpeta, completamente exhausto, y se dejó mancillar. Ya nada sacaba, había perdido la batalla.

Lo siguiente que supo era que ya nadie le sujetaba, Felipe estaba al otro lado de la habitación con la carpeta entre las manos, colocándola tranquilamente entre los libros del librero.

—Lárgate ahora—dijo con voz dura—, y nunca más te presentes ante mi vista.

Anto se encontraba en shock, aterrado por completo. Nunca antes le había atacado de esa forma, nunca se había sentido tan desarmado.

—Yo… yo…

—Tú nada, lárgate, de inmediato—ni si quiera se tomó la molestia de mirarle, simplemente lo echó.

Anto se recuperó lentamente casi temblando ¿Quién era Felipe? ¿Qué escondía?

Por primera vez supo que no era una buena persona, más bien pudo ver la maldad oculta tras sus pupilas desde siempre. Era peligroso, demasiado peligroso.

—Voy a decírselo a todo el mundo, a Tomás, a mi padre…—gruñó mientras intentaba ponerse de pie, herido por completo—Todos se enterarán que tú sabes quién mató a Emilia Riquelme, en menos de una hora sabrán quien eres de verdad, esa carpeta naranja…

Felipe fue rápido y preciso. Lo empujó contra la pared, lo acorraló contra su cuerpo, lo inmovilizó por completo. Un brazo contra el pecho, la rodilla entre ambas piernas. Antonio evitó su mirada, pero él, con la destreza de su zurda, le aprisionó la cara tan fuerte que el choque entre los dientes y la parte interior de las mejillas le causó una herida al chico.

—No vas a decir nada—susurró a pocos centímetros de su rostro, casi rozándole la nariz, a punto de besarlo—¿Y sabes por qué? Por la misma razón por la que estás aquí ahora, porque me amas, porque aun crees que en alguna parte de mi retorcido cerebro hay algo bueno. Y quizás así es Anto, quizás así es, pero estás forzando mis límites. »Me amas y por eso no vas a decir absolutamente nada. El amor es el arma más poderosa de la humanidad y se puede usar de formas muy crueles. Como dirían, un arma de doble filo. Porque sabes qué si me delatas me destruyes y no eres capaz de hacerme daño Anto, no podrías tocarme un pelo.

»Así que te irás por esa puerta y te guardarás esto, para el resto de tu vida.

Hubo un instante eterno, justo antes de dejarle libre, en el cual solo utilizando su mirada pudo hacerle temblar las rodillas a Antonio, aun cuando era más alto y más fuerte.

Le soltó, y casi como un reflejo Anto corrió hasta la puerta.

No miró atrás, solo arrancó lo más rápido que sus piernas le permitieron. Pasaron un par de minutos y ya cuando se encontraba completamente perdido en la profundidad del parque se detuvo.

El pecho le palpitaba sin parar y se sentía mareado.

Estaba solo, nadie le seguía, solo y desorientado.

¿Era que Felipe tenía razón? No hallaba la fuerza interior para hacer lo correcto, ni siquiera sabía si podría volver a hablar.

Las piernas se le doblaron y cayó de rodillas en la arena. Todo se veía negro, oscuro y peligroso. El mundo, su mundo, se destruía estrepitosamente. El cielo se estaba cayendo.

Y solo quedaba el, de rodillas en el parque, tratando de entender que venía ahora. Qué se suponía que debía hacer.

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