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Capítulo 2

Una mañana salí de mi casa y al volver, llegué a otra muy distinta. Todo se ve igual, pero ahora se siente vacía, hermética, como un cubo sellado en el que no se puede andar ni respirar. A veces siento que me estoy ahogando y que en cualquier momento me comenzaré a asfixiar. Lo espero, quizás con más ansias de las que debería, pero no sucede. Tan solo persiste la sensación de que algo ya no está. Mi cuerpo se ha roto y reparado y aun así, nada encaja en su sitio y dudo sobre qué hace que siga funcionando si yo no lo quiero.

Me sorprende encontrarme frente al refrigerador cuando despierto del sueño en el que me sumí con mis pensamientos. Ni siquiera me percaté del ruido que provenía de mi estómago. Pasó tanto tiempo desde que oí algo como eso, que me quedo pasmada por un segundo. Tengo hambre, claro, y es bastante ridículo reaccionar de este modo, pero cuando has estado los últimos tres meses en un lugar deprimente con un montón de gente gimiendo de dolor o rogando por evitar a la muerte, cuidando que recostarte no sea suficiente como para volver a fracturarte, el hambre pasa a segundo plano. Muy por debajo del infinito dolor. 

Jalo la puerta con una de mis manos y asalto el refrigerador. Solo quedan envolturas y un par de botellas vacías de lo que trajo mi prima Lorena cuando me trajo del hospital hace un par de días. Recorro la sala con la mirada. La guitarra de mi hermana sigue en el sofá, justo como si esperara su regreso... «Como si ella fuera a regresar». Tomo la jarra de agua en la mesita de centro y la vacio en un vaso antes de consultar mi celular y dar un largo trago para pasar uno de los analgésicos de las cajas que tengo apiladas en el comedor. Al parecer no basta con dos cirugías para reparar varios huesos rotos.

Un repiqueteo en el pasillo de fuera se roba mi atención. Me mantengo inmóvil, escuchando el desfile habitual de pasos de cada mes, acompañado de una nueva orquesta de improperios del casero, antes de que la puerta comience a ser aporreada sin compasión. Me asomo para ver la luz debajo de la puerta de la entrada. Las luces se contorsionan y un estruendo me indica que el señor Pol acaba de hacer añicos otra botella justo en el margen de la puerta. Tomará semanas limpiar por completo los cristales diminutos de las rendijas.

—¡Escúchame bien, mocosa, sé que has regresado del hospital y te han dado una buena indemnización en la chamba! ¡Si no me pagas los meses pendientes de alquiler desde que falleció la mosquita muerta de tu hermana, tumbaré esta maldita puerta y te sacaré a patadas! —los gritos e insultos escalan a la vez que avanza con su amenaza, pero consigo distraer mi mente de lo que dice mirando la jara vacía.

Elena no era ninguna mosca muerta. Era una persona buena. Solía cantar con frecuencia, presentarse de lunes a jueves en una cafetería con su guitarra y siempre con una prenda que yo tenía que ajustar para ella porque una prenda genérica le parecía ajena. Siempre tenía que hacer algo para hacer las cosas suyas o para hacer de las suyas. Le gustaba probarle al mundo que si era ella misma, podría superar cualquier cosa. Desgraciadamente, el mundo no cuida de las personas buenas y en lugar de ella, está el señor Pol, masacrando puertas y torturando personas, recordandome que ella está muerta y su voz prodigiosa solo será un recuerdo para mí y para la asquerosa persona que es él tras esa puerta.

Sin embargo, por más escoria que sea, sé que tiene razón en venir a buscar el dinero de la renta. Así que camino hacia la sala y hurgo entre los bolsos de una chaqueta arrugada. Solo hallo doscientos pesos, así que regreso a la habitación y meto la mano bajo la cama hasta que tiento algo duro y lo arrastro hacia afuera. Una pequeña caja con cerradura me saluda. Oprimo las teclas en un pequeño cubo en su costado para formar el código 1, 9, 0, 4 y el candado cede de forma inmediata, pero está vacía. Esto parece una maldita broma. Hace unos meses no habría sido un problema. Aunque mi cartera estuviera vacía, mi cama estaría llena de telas y mi hermana me ayudaría a coser algo que podríamos vender para completar la renta, pero ahora estoy despedida, sola, y no me acercaré a la máquina de costura.

Salgo corriendo y atravieso el pasillo de dirección la habitación de Elena. Contengo el aliento al ver que está impoluta. No me había atrevido a entrar, así que me tomo mi tiempo en llegar hacia el buró al lado de su cama y deslizar el primer cajón hacia afuera. Allí está, un sobre blanco con el sello de la empresa en la que ella trabajaba. No puedo creer que gaste su dinero, pero no hay más.

Abandono de la habitación con las manos temblorosas, incapaz de sacar o de contar el dinero. Recorro el pasillo y me deslizo a través de la pared hasta quedar sentada con las piernas estiradas frente a la que llamaba «mi foto familiar». La tomamos el día de la graduación de Elena, con ambas mirando a la cámara. Mi corazón se encoge en mi pecho y de nuevo el oxigeno en el cubo no parece ser suficiente para respirar.

Horas más tarde, escondo el sobre bajo el colchón de mi habitación en lo que me pongo la chaqueta que dejé abandonada sobre la cama. Guardo el billete de doscientos en la misma y me oculto la cara camino hacia la salida, ya que aún sigue un poco amoratada. El hambre ha vuelto y esta vez con tanta fuerza que casi quiero vomitar. Aún así, escucho con la mejilla puesta en la puerta por unos minutos antes de abrirla y caminar a pasos largos para salir del edificio cuanto antes. No es hasta que cruzo la calle que reviso mi celular y caigo en cuenta de que es viernes y que voy con pijama aunque casi son las cuatro de la tarde.

Entro en el supermercado y recorro los pasillos hacia el de enlatados rápidamente, rodeando a quienes me encuentro y sorteando a las personas y a los encargados, aunque parecen ignorarme. Tomo un par de atunes, una lata de verduras y un paquete de galletas saladas del mostrador cerca de la caja. Hay menos gente de la que debería para ser esta hora del día, por lo que inspecciono el lugar y encuentro un tumulto de unas 40 personas frente a los televisores empotrados en la pared contraria.

—Reportando desde el lugar donde sucedió el accidente, a tres meses del colapso de la línea del tren subterráneo en el tramo de Universidad a Orquídeas. —Dos reporteras se encuentran frente a una pila de escombros, en el que el cascarón de lo que era un tren, yace en colisión con el suelo. Vigas, vías y rieles se enredan con lo poco que queda de los vagones. —La mañana de hoy, viernes 15 de marzo de 2024, las autoridades brindaron un informe sobre la atención y rehabilitación de la vía ferroviaria. También anunciaron que a finales del mes de marzo se publicarán los resultados del segundo informe de la presunta empresa responsable sobre la causa del desplome en el tramo elevado entre las estaciones Universidad, Orquídeas, Hidalgo y El Valle.

—Después de tres meses, miles de usuarios son afectados, pues el transporte alternativo, tanto combis como autobuses y taxis, no ha sido suficiente para atender la problemática de los trayectos cotidianos que van desde 1 hora y media hasta 3 horas —La imagen cambia y ahora muestra varias tomas del tráfico de la ciudad, incluidas algunas de la que era mi universidad. Deben estar en problemas. Siempre nos tomaba cerca de una hora en llegar en tren, y en autobús el tiempo se triplica—. Se han presentado inundaciones, accidentes en las plataformas provisionales, choques, aumento de tráfico, entre otros y son situaciones que tienen que enfrentar los usuarios día con día. Familiares de las víctimas del desplome han recibido ayuda para cubrir los gastos médicos del accidente.

—El doctor Javier Llanos, nos menciona que... —en las múltiples pantallas, el accidente se repite desde las cámaras de seguridad en primer plano un par de veces hasta que muestran a familiares de muertos y sobrevivientes. Me enfocan entre ellos, llorando y abrazando a mi hermana a la vez que arrastran la camilla para alejarla de las cámaras. Un sudor frío me recorre la espalda. Solo han sido unos segundos, las personas cuchichean sobre qué habrá pasado con nosotros, pero yo quito la vista y retomo mi camino al recordar acomodarme la capucha y el cabello, sintiendo miles de miradas ahuecando mi espalda.

No necesito ver lo que sigue para saber lo que pasa. Recuerdo perfectamente a Elena bañada en sangre y agonizando. Ni siquiera pudimos despedirnos. Ella cerró sus ojos tras el impacto del tren y no volvió a abrirlos mientras yo luchaba por salir de la multitud de personas que habían caído, se habían desmayado o se habían tirado al suelo por el pánico. Ni siquiera cuando le rogué que lo hiciera camino a la ambulancia y mucho menos en el estacionamiento del hospital, donde por fin alguien dictó su muerte a las 03:51 a.m. del 13 de diciembre de 2023.

Al fin llego a la caja para pagar lo que llevo en las manos y me alivio al notar que el cajero ni siquiera me mira. Está muy entretenido al pasar los productos y conversar con la persona encargada de empacarlos. Dejo un par de monedas para el empacador y trato de rehuir de las personas que comienzan a dispersarse tras el cambio del escenario en el noticiario. Retrocedo al impactarme con algo duro: el muro de los anuncios. 

En el muro hay imágenes de varios adultos y niños desaparecidos, ladrones y un anuncio llamativo con la leyenda: "Se busca gente para repoblar una aldea en las montañas, no necesitas dinero, puedes ayudar a la comunidad y ella te ayudará. Ven a Grenoble y disfruta de una vida tranquila, lejos de la ciudad. Llama al 00242 para más información". ¿Una aldea? ¿Lejos de todo esto? Tomo un folleto y sigo caminando. 

Siento que algunas personas me miran de reojo, por lo que abro el folleto en lo que cruzo la calle para distraerme y comienzo a leerlo a medida que subo las escaleras del edificio sin prestar mucha atención hasta toparme con la leyenda al pie de página: —"Si buscas una oportunidad de tener una experiencia que cambie el curso de tu vida, Grenoble te recibirá" —leo en voz alta, incrédula e inspecciono la espectacular vista de la montaña en las fotos. Observo a mi alrededor, las calles de pavimento roído por el uso, la saturación del sonido, los semáforos, el tráfico, y pienso en casa, en lo fría que se siente y en lo sola que estoy ahora que volví. Saco mi celular del bolsillo de la chaqueta y sin pensarlo dos veces, tecleo el número en el folleto mientras subo las escaleras.

Casi espero que nadie conteste, pero en seguida atiende una mujer de voz amigable. —¿Bueno? ¿Qué se le ofrece? —. Abro la puerta del departamento, rodeando los cristales esparcidos en el suelo y entro cerrando la puerta a mi espalda antes de sentarme en el sofá.

—Eh… hola —balbuceo con nerviosismo—, mucho gusto, soy Marisa Avery. Quiero saber más sobre el proyecto de la montaña.

—Oh, ¡hola Mariana!

—No, no soy Mariana. Soy Marisa.

—Escucha Maria, la señal aquí no es buena. ¿Crees que puedas escuchar?

—Claro.

—Soy Cecilia Robles. Una de las 5 habitantes fijas del pueblo de Grenoble. El programa consiste en que la persona en cuestión viene a vivir aquí por un tiempo y disfruta de la vida en la montaña ayudándonos a reactivar la comunidad y a generar ingresos. ¿Le interesa?

—Sí, estoy en la ciudad... 

—Oh, sé dónde estás, por el momento solo han puesto anuncios allí. —El silencio se hace a través de la llamada. Juego con mis dedos, con la vista perdida en algún punto de la puerta de entrada.

—¡Cesar, creo que se cortó! —chilla y me sobresalto en el sillón, llevándome una mano al pecho.

—No creo, mira, sigue contando —responde una voz al fondo. Parece de un hombre.

—Cielo, ¿sigues allí?

—Sí —respondo casi sin aliento.

—Bien, no puedes desmayarte —comenta tono jovial—. Tienes que tener buena condición si planeas subir.

—¿Subir?

—Nadie en su sano juicio se aísla del mundo, querida. A menos que desee sobrevivir. Así que dime, ¿qué tal si decides ahora? ¿Vale la pena seguir allí? —Mis manos comienzan a temblar. Mis dedos se mueven solos hacia mi boca y comienzo a morderme las uñas—. Escucha, sé que es difícil, pero tienes que tomar una decisión ahora. El único camión que llega aquí pasará por la central de autobuses del sector oeste de la ciudad el día domingo a las 6:00 de la tarde. No antes, no después. ¿Aceptarás vivir en una montaña, querida?

Lo pienso por unos segundos, antes de decidir. Necesito cambiar algo, necesito alejarme de todo esto, necesito encontrar la manera de seguir… 

 —Sí.

—¿Sí, qué?

—Acepto vivir en la montaña de Grenoville.


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