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Capítulo 1

Jamás había pensado en la muerte.

Mis padres se fueron de casa cuando yo tenía 5 y Elena 10. Solo desaparecieron un día. Tomaron un vuelo, dejaron dinero y el número de la tía en un sobre. En teoría, fueron contratados por una empresa muy prestigiosa en algún punto de Estados Unidos. No dijeron exactamente dónde y en verdad no creo que sea relevante a donde hayan ido. Solo importaba que se habían ido, y que la tía ya no solo tenía tres hijas con un padre que había muerto hacía menos de diez meses. Si no que ahora éramos cinco niñas en una casa, durmiendo apretujadas en tres camas individuales.

El reloj siguió su curso. Nadie lo detuvo y el tiempo transcurrió hasta que Elena fue mayor de edad y yo me sentía lo suficiente autónoma como para no ser una carga para ella. Así que, por primera vez, dejamos de intentar amarrarnos las tripas y vivir con la pena de estar en una casa que nunca se sintió del todo nuestra y nos mudamos a un departamento a cuarenta minutos en tren de la universidad en la que Elena estudiaría artes escénicas.

Elena se graduó siendo la mejor de su clase y luego comencé a obsesionarme con mi carrera universitaria aunque solo estaba en preparatoria. Según yo, mi mayor talento era pasar el día entero viendo películas y comiendo chucherías, pero claro, aunque eso fuera una carrera, seguro le quitaría lo divertido trabajar en algo que me gustaba. 

Entonces Elena consiguió su primer buen trabajo en una obra de teatro y pasamos todas las tardes metidas en ese lugar que nunca se sentía solo, ni ajeno, ni menos glamuroso. Sasha, la diseñadora de modas encargada del vestuario, supo que me gustaba la costura y me adoptó como su aprendiz (o más bien, su achichincle), durante más de un año. Por lo que al finalizar el bachillerato, yo estaba segura de que el diseño gráfico era lo mío. 

La muerte nunca estuvo presente en mis pensamientos. Nunca le deseé la muerte a nadie. Ni siquiera tuve mascotas que murieran o familiares conocidos que lo hicieran. Mi única cercanía con la muerte fue lo que contaban mi tía y primas, y no le di la relevancia que requería. Yo nunca tuve contacto con la muerte de forma directa. La muerte no me conocía, yo no creía en ella. Pero como bien se dice, a los increyentes, son a los que más sustos les esperan.

—Marisa —Laura tira de mí con suavidad, antes de ayudarme a meter la otra mano en la camisa.

—¿Así que hoy es el día?

—Estás bien, pero no lo sé, aquí más que salud es política con todo el problema legal.

—¿Cuánto tiempo va ya?

—Tres meses.

—No pude ir al funeral —digo con voz queda y ella me rodea con sus brazos con cuidado y me sienta en la cama mientras va por el cepillo para comenzar a peinarme. Mi cabello ha crecido bastante en los últimos meses.

—Te llevaré en cuanto salgas de aquí.

—Espero que sea hoy.

—Yo también, así que hay que apurarnos. ¿Cómo debo peinarte hoy?

—Como quieras.

—Bien, será un moño, como la niña desee.

Sonrió levemente y admiro nuestro reflejo. Ambas tenemos el rostro ovalado, la nariz perfilada y los ojos castaños. Siempre hemos sido de dejarnos el cabello largo y es por genética bastante lacio. Todas en la familia nos parecemos mucho, y compartimos mucho en común, pero entre todas, las más unidas éramos Lorena, Elena y yo. Así que no me sorprende que entrelace nuestros brazos al terminar de arreglarme y me guíe a través de los corredores hacia la oficina de trabajo social.

Ella es quien toca la puerta y me dirige hacia el interior. No es necesario, ya que estoy prácticamente curada, pero estoy un poco asustada, así que dejo que me ayude a tomar asiento frente a la mesa antes de dedicarme una sonrisa tranquilizadora y salir de la sala.

—Señorita Avery, dígame, ¿qué ocurrió la noche del accidente? —Desvío la mirada de la pared blanca hasta toparme con el hombre vestido de traje frente a mí. Inspiro para despejarme y el típico olor a limpio del hospital se cuela por mis fosas nasales. Lo detesto.  He pasado mucho tiempo aquí y aún hace que sienta ganas de salir corriendo.

—Señor… —hago silencio, intentando recordar su apellido, pero no sucede, así que prosigo: —¿para qué quiere saber eso?

—Necesitamos la declaración de todos los implicados en el accidente —explica, reclinándose sobre la silla y poniendo los codos sobre la mesa que nos separa.

—¿No saldré de aquí hasta que termine?

—Así es.

—Bien —pongo la vista de nuevo en la pared a su espalda, tratando de ignorar que nada de esto me inspira la más mínima confianza—. Fue el 13 de diciembre. Fui a la universidad como siempre y Elena también fue a trabajar, salimos juntas de casa a eso de las nueve de la mañana. Yo tenía mi primera clase a las doce, pero tenía que reunirme con unas amigas a hacer un proyecto e iba a tardar cerca de una hora en llegar. 

» Mi día fue normal. Estaba muy cansada porque mi horario era pesado y las horas estaban muy separadas. Mi última clase fue de ocho a diez. Casi me sentía frustrada. Elena fue a la universidad por mí. Cenamos en un puesto cercano a la estación del tren y subimos a tiempo.

—¿Había mucha gente? —interrumpe y casi lo agradezco en voz alta.

—Sí, estaba muy lleno. Había muchos estudiantes, maestros e incluso mujeres embarazadas y niños —declaro, pasando mis manos por mi rostro, intentando cesar la reproducción en mi mente de la serie de desgarradores gritos y llantos que oí tras el impacto.

—¿Cree que podría darme un número aproximado? —cuestiona y pongo la mirada en su rostro mientras niego con la cabeza, tiene un bigote teñido de negro oscuro y el cabello del mismo tono.

—Nunca he sido buena en eso.

—Inténtelo —exige.

—Tal vez… Cerca de 50 —murmuro con voz trémula, mirando mis manos y rehaciendo cálculos mientras mis dudas incrementan—. Nosotras ni siquiera íbamos en un asiento, estábamos de pie, agarradas con una mano de los tubos que hay por encima.

—¿En qué parte iban? —continúa mientras observo la pluma plateada en el borde del bolsillo izquierdo de su traje.

—Casi al final del vagón.

—¿Qué hacían mientras viajaban?

—Estábamos charlando del día. Elena hablaba  sobre su trabajo y ese tipo de cosas —una débil sonrisa se dibuja en mis labios—. Estábamos riendo y bromeando entre nosotras. Yo.. No sabía qué pasaría. Debí haber hecho algo más. Debí protegerla.

—No se culpe, en los accidentes de esta naturaleza no hay manera humana de hacer nada.

—Estábamos muy concentradas en lo que la otra decía. Frente a nosotras estaba una pareja adulta con ropa de oficina. Les prestamos atención porque la mujer lucía muy bonita y la oímos murmurar que se oía algo extraño. Al principio no lo notamos, pero después fue difícil de ignorar. No sé cómo describirlo. Fue escalofriante. Podíamos oír que las vías comenzaban a desarmarse y hubo un momento, tal vez fueron segundos, pero era como si se disminuyera la velocidad del tiempo antes de… —una punzada precede al que espasmo me sacude el cuerpo entero y llevo la mano derecha hacia mi pecho. Mi corazón se agita fuertemente contra mis costillas tan deprisa que resulta doloroso. Es como si estuviera reviviendo la angustia—, antes de que las vías colapsaran.

Ambos guardamos unos segundos de silencio, casi como si brindáramos respeto a las víctimas y trato de ordenarle a mi corazón que se tranquilice un poco. Al volver la vista a su cara, creo que espera que responda algo más, pero no he escuchado la pregunta. 

—Lo siento, ¿dijo algo? —me disculpo con la voz entrecortada—, no escuché.

—Está bien. Tome su tiempo —indica y me tomo varios minutos más.

—Adelante.

—¿Qué pasó después de la caída?

—Cuando comenzamos a caernos, rodé entre el montón de gente. No se veía absolutamente nada. Todos gritaban, lloraban o buscaban la salida, pero la puerta estaba sellada. Hubo golpes, empujones y jaloneos. Creo que todos intentábamos mantenernos a salvo, pero fue muy rápido y cometí el error de soltarme del tubo. No sé cómo terminé recostada en el suelo. Yo… Creo que me desmayé. Sentía como me pisoteaban, pero no estaba al cien por ciento consciente. No podía moverme. No podía hacer nada.

—¿Cuáles fueron sus lesiones?

—Caí sobre otra persona. Creo que ella se llevó la peor parte del impacto, pero ni siquiera sé si sigue viva. Según los doctores corrí con suerte, solo me fracturé la clavícula y un par de costillas.

—¿Y qué opina de eso?

—¿Qué más podría opinar, señor? Murieron más de 30 personas. Creo que debo dar las gracias por estar viva. Solo desearía estar mejor de lo que estoy ahora, pero supongo que soy codiciosa al querer revivir a una persona.

—¿Su hermana era su único familiar?—Inquiere, con la vista en los papeles sobre la mesa y niego con la cabeza cuando me mira.

—Tengo una tía y tres primas. Las estimo mucho, claro, pero… No habría dudado en dar mi vida por la de mi hermana si hubiera tenido la oportunidad.

—Lamento su pérdida —dice, en una especie de consuelo que se siente vacío. Supongo que lleva días diciendo lo mismo, así que asiento por cortesía, pero no puedo evitar que se forme un silencio que se prolonga mientras toma nota y sigue con la siguiente pregunta—: ¿cómo salió del lugar del accidente?

—No tengo la menor idea. Si soy honesta, al final de la noche apenas podía reconocer dónde estaba. Recuerdo recuperar la consciencia cuando llegamos aquí en la ambulancia, abrazada de la camilla de mi hermana.

—Un doctor nos notificó que estaba en estado de shock y que tenía algunos fragmentos de cristal incrustados en el tórax y los brazos. ¿Sabe cómo llegaron allí?

—No tengo la menor idea.

—Está bien. ¿Conoce cuál es su estado actual de salud?

—Sí, después de las cirugías debí haberme ido a casa, pero ya llevo tres meses aquí. Dijeron que nos han mantenido en el hospital para tener la situación controlada.

—Así es —concuerda—, el gobierno se responsabilizó de las personas heridas y fallecidas, pero han impuesto una denuncia contra la empresa constructora por las fallas estructurales en las vías y los medios buscan huecos para crear noticias falsas. Se buscó alguna forma de mantener a las personas afectadas en el hospital hasta que estuvieran en condiciones de ir a casa para evitar molestias.

—¿Quiere decir que ya me puedo ir? Porque no soporto estar aquí un día más.

—Podrá retirarse una vez finalicemos con las preguntas.

—¿Hay más?

—Solo un par.

—Genial.

—¿Ha tenido algún tipo de secuelas psicológicas debido al accidente?

—No.

Me mira con incredulidad y hojea de nuevo lo que a estas alturas supongo que es mi expediente. ¿Esas cosas no son clasificadas o algo así?

—Las enfermeras registraron episodios de ataques de pánico, pesadillas e insomnio.

—¿Si ya lo sabe para qué lo pregunta, en tal caso?

—Necesitaba confirmarlo.

—Bien, ya lo sabe. ¿Puedo irme?

—Si quiere asistir a terapia psicológica, los servicios sociales ofrecen sesiones gratuitas. Llame a este número para más información —dice, extendiéndome una tarjeta de color azul y blanco. Me levanto sin aceptarla y acomodo la silla.

—No la necesito, pero gracias.

—Una pregunta más, señorita Avery —entrelaza las manos sobre la mesa y me mira de una forma extraña. Entre juzgona y lastimera. —¿En cuánto tiempo cree que pueda superar esta pérdida?

La ira comienza a encenderse en mi cuerpo como una braza, extendiéndose desde mis brazos hasta mis mejillas. Empuño mis manos con fuerza y parpadeo intentando retener las lágrimas. Sin decir nada, doy la vuelta y camino hacia la salida.

—Que tenga un buen día —escucho, justo antes de cerrar la puerta y dejar que las lágrimas se deslicen por mis mejillas.

Algo me dice que se me agotaron los buenos días.


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