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Apología al riesgo

Pocas cosas son tan estimulantes como lo prohibido. Todo lo que tenga un grado importante de riesgo encanta y excita, ya que es un símbolo de libertad y rebeldía. Pero a mí me resultaba perturbador explorar este concepto aceptando el amor de mi padrastro. Era el límite y no sólo era infiel a mis principios, sino también a los de mi madre, mis abuelos, mis amigos y mis allegados. Aun así, todavía me resultaba más difícil negarme a sus atenciones y detalles, aunque esto ya hubiera cambiado mucho.

Esteban era un hombre de armas tomar. Sabía lo que me gustaba de un hombre y sabía cómo usarlo para seducirme —o eso sospechaba—. No era difícil entender por qué la relación con mi madre había funcionado durante tantos años tan bien. ¡Cómo me remuerde hablar de él y mi madre en una sola oración! Es pecado puro. Quisiera olvidar los valores con los que fui criada desde la distancia para confesarle la ferviente pasión que suscribe en mi interior cada vez que me habla, abraza y mira. O a lo mejor, sería más conveniente afianzarme a ellos para detener de lleno sus vanidosos propósitos a mi lado.

Para no lastimarme tanto, con frecuencia pienso que esta nueva percepción de mi vida es pasajera. Soy consciente de que Esteban nunca dejará de ser el marido de mi madre y, por mi parte, sé que me podría esperar un futuro prometedor si acudo a mis deberes académicos y me despido de la Benavente y sus alrededores. De todas maneras, también me doy cuenta de que este deseo por irme es un poco egoísta conmigo misma. No quiero asumir que desaprovecharé la oportunidad de explorar mis objetivos en esta hacienda por lo que sucedió. Es imposible que en tan poco tiempo mi proyecto de vida se vea tan abruptamente interrumpido.

Me obligo a comprender que esta oscura aventura de un beso puede ser borrada. Necesito poner distancia entre ambos —todavía más—, pero tengo muy claro que no podría desistir de lleno de Esteban. No quiero olvidarme de lo que significa y del modelo humano que representa en mi vida. Es innegable que es un hombre fuerte, amable y visionario... y eso no es tan fácil de olvidar y encontrar. De la mano, creo que sería muchísimo peor acudir a la abstinencia, pues alimentaría más mi pasión. Es claro que mi estrategia de ignorarlo no es suficiente. También sé que no puedo confesárselo de esa manera porque sería riesgoso y daría pie a escenarios difíciles de tratar; no sería sencillo admitirle estos ardientes sentimientos que me despierta.

Por eso, prefiero tomar distancia por ahora. De todos modos, no hay mucho a lo cual deba renunciar en este lugar. Luisa, Rosa y los demás no son permutables para la hacienda, y mucho menos mi madre. Hay cierto espíritu de dolor y tragedia en la Benavente, así que vale la pena irme por un tiempo a la casa de mis abuelos.

De igual forma, ahora me doy cuenta de que había tenido cierta habilidad para ignorar lo que pasó con Esteban, especialmente desde que intentamos hablar y sentí que descaradamente me proponía tener una relación clandestina. En aquel momento su toque fue seductor, efervescente y prohibido. Creo que me había dicho que estaba asustado y feliz, pero que le interesaba saber qué tanto podríamos avanzar. Luego me propuso una cita que nunca cumplí. Seguramente este episodio fue el que sembró en mí la locura de sostener algo juntos, aunque me enorgullecía pensar que, al no aceptar un encuentro con él, daba por entendido que mi cordura era más poderosa que mi pasión.

Sé que vivir juntos hacía las cosas más difíciles. Al menos, se le veía ocupado con la hacienda y yo presentía que quizás había olvidado lo sucedido y se había arrepentido de su comentario, ya que nuestros encuentros eran cada vez más momentáneos. Mas temía que en su memoria aquel episodio todavía estuviera latente. Había esquivado muchísimas veces su mirada y prácticamente no hablábamos. Para todos, esto se debía a la tristeza que me provocaba el estar lejos de Ulises y su rechazo ante mi relación con él.

Por esta razón sabía que al hablar con Esteban después de tantos días podría dañar esta tensa calma entre ambos, y que el confesarle que me iría de la casa sería incómodo para él, pero no dejaba de ser lo más correcto. No obstante, tenía la ligera sensación de que podría estar sospechando algo, o de lleno saberlo, pues le había comentado a mi madre con anterioridad la propuesta de irme a casa de mis abuelos. De todas maneras, hoy había algo extraño que me movía con urgencia. O al mal paso, darle prisa... No puedo dudarlo más. Este es mi próximo deber, por mi vida y mis principios.

De este modo, al concluir esta observación acudí al despacho. Mis pasos fueron calmados y prudentes, pero no duraron demasiado en mantenerse así. Nacía en mi interior un habitual entusiasmo al estar tan cerca de él. El jalar la puerta había sido una expresión literaria. La cortina blanca estaba desmedidamente más fastuosa de lo normal, y ya empezaba a notar un ligero hormigueo en mis manos que disfrazaba la escena en algo sobrenatural. Esto pareció intensificarse una vez lo vi sentado. Sabía que estaba reflexionando y morbosamente deduje que yo era la protagonista de aquel paraíso mental al que estaba sometido.

—Perdón... Pensé que estaba mi mamá —dije improvisadamente.

—Espera Acacia, Acacia... —masculló levantándose y acercándose a mí—. Escúchame, por favor... Tú y yo tenemos que hablar.

En teoría resultaba sencillo el procedimiento. Confesarle mis sentimientos era un error letal y era oda a mis fatigantes deseos. Lo sabía. Me había preparado para decirle que me iría pronto de la hacienda para atender a lo que es correcto entre ambos. Creo que él también sabía, acaso mejor que yo, que la distancia podría apagar este fogoso amorío que amenazaba con germinar. Pero había algo en su mirada que me inquietaba: no sabía si estaba asustado o muy impaciente.

En medio de mis pensamientos, no me había percatado de que postró rápidamente mi mano en su pecho. Sólo ahí pude darme cuenta de que sus latidos eran tan violentos como los míos.

—Si no es sobre mi mamá prefiero que no hablemos de nada —mentí. Retiré mi mano con sutileza.

Él suspiró. Estaba preparando su respuesta. Se le veía nervioso.

—Me enteré por tu madre que querías irte a casa de tus abuelos, y creo que es injusto y perturbador para ti.

Bingo. Como presentía, él ya sabía algo.

—Es lo mejor. Tengo que hacerlo. Es mi oportunidad para evitar que lo que pasó vuelva a repetirse.

—Pero... —susurró. Lo interrumpí al instante.

—Escúchame, lo mejor es que tú y yo estemos lejos. Si logramos estar lejos podremos reconstruir nuestras vidas de la mejor manera. No vale la pena continuar con esto.

—Te entiendo, sé que sería lo mejor... pero sería muy extraño que te fueras de esta manera. Por lo menos, ¿ya has pensado en lo que le dirás a tus abuelos?

—Sí... Lo sé. No se me ocurre nada para decirles a mis abuelos. Ellos no quieren irse y yo tampoco puedo confesarles por qué me urge alejarme de este lugar.

—Acacia... —dijo acercándose peligrosamente a mí—. Estoy seguro de que no volverá a pasar nada. No quiero ser un problema y mucho menos ser motivo de intranquilidad para ti. Te prometo que voy a poner distancia entre ambos.

—Lo mejor sería que arreglaras las cosas con mi madre. Sabes que esos problemas entre ustedes sólo alimentan su separación... y es lo que menos quiero para mí, sería una tortura.

—¿Que tu madre y yo nos separemos?

—Sí.

—Lo siento Acacia... Lo siento enormemente.

En este punto de la conversación estaba más tranquila y entusiasmada de que mi fórmula había resultado. Esteban había bajado su cabeza y se sentía casi tan preocupado como yo. Parecía que mi estancia en la casa de mis abuelos daría frutos prematuros.

—Es lo mejor Esteban —comenté con una ligera sonrisa embozada en la cara—. Es lo más razonable para ambos. Lo mejor que puedes hacer ahora por nosotros es recuperar la relación con mi mamá. —Una vez dije eso, escuché un profundo suspiro de su parte.

—Acacia, no será necesario que te vayas. Yo me iré de la casa.

—Esteban... —retrocedí un paso—. ¿Qué dices? ¿Pasó algo más que no sé? ¿Sucedió algo más o qué...?

—No Acacia. Sabes que mi único detonante eres tú. No puedo vivir con esta culpa. Eres una hermosa muchacha con su madre y su hacienda, tu patrimonio. —Noté que su voz empezaba a cambiar, haciéndose más ronca—. Por más que quiera estar contigo y con tu madre, no puedo dejar que te vayas de esta manera tan agresiva de tu casa... más tuya que mía. —Caminó y se apoyó en su escritorio, luego frunció el ceño—. A lo mejor tengas razón y esta distancia nos ayude a ambos. Te confieso que luego de tus discusiones con Ulises, y de la muerte de Palomino, vi una faceta peligrosa en ti: la debilidad.

»Siempre recurrías a mí cuando él no estaba. Fuiste débil y frágil. Siento culpa de no ser la verdadera figura que necesitas. Me siento poco hombre e incapaz de no poderte corresponder con libertad y de no poderlo hacer nunca. No sólo la edad nos marcaría eternamente, sino que el peligroso hecho de que siempre serás mi hijastra y yo tu padrastro me consume con terror. Nunca será legal que estemos juntos. No tenemos un sano contexto y futuro. Por favor, perdóname. Nunca debí darte a entender que quería algo más a tu lado.

»Perdóname, Acacia. Podemos recuperar nuestra relación todavía. Hemos sembrado una amistad tan bella... Y míranos, hemos logrado sobrevivir después de aquel hecho. Sabrás que estaba profundamente herido porque por primera vez, en muchos años, vi a otro hombre querer corresponderle a tu madre... y tú estabas tan cerca de mí... Eras la juventud y la vida. Valía la pena continuar con...

—Esteban, para, por favor.

—No, por favor... —se levantó ágilmente hacia mí, todavía de pie y helada, y tocó mi barbilla—. Déjame culminar. Nunca hemos tenido esta intimidad para conversar después de lo sucedido, y se me está incendiando cada vez más el pecho al no poder decirte esto... —ajustó su toque en mi mentón—. Tú no puedes estar entre tu madre y yo. Es inhumano. Ojalá poder haber cambiado las cosas.

»Es importante que tu mamá y yo pongamos un poco de distancia. Es lo mejor para Cristina, para mí y para ti... Seguir bajo el mismo techo remuerde mis ansías por desearte indebidamente y renunciar a todo por ti y por lo que he trabajado durante tantos años. Y eso, francamente, sería un atentado contra mi integridad.

»Corremos muchos riesgos. Sabes que mis promesas son limitadas y condicionadas, y yo sé que no son suficientes para ti... Por más esfuerzo que haga en intentarlo, sé que no tienes la madurez y amor por comprometerte. Me has demostrado que puedes vivir con la culpa siempre y cuando estemos lejos. Prácticamente no hemos hablado hace dos semanas luego de aquel beso y me has hecho ver la dureza de tu alma. No hay más nada para discutir. Una vez me vaya, podrás tomarte un respiro con la autonomía que necesitas.

Durante sus últimas oraciones me limité a mirar sus labios. Se movían con una habilidad tan particular, que estoy segura de que sólo él puede manejarla. Ahora parecía más sosegado de lo normal y era como otro hombre. No había escuchado de su boca sus verdaderos sentimientos y me arrepentía de considerar, sólo hasta este momento, en lo difícil que sería para ambos —no sólo para mí— el alejarnos por un tiempo, y probablemente por muchos años una vez formalice mis estudios universitarios. Estaba extasiada y profundamente pensativa por esta revelación. No sabía qué replicarle.

—Sospechaba que no pondrías reparo en mi decisión. Al menos, estoy satisfecho de poder hacer las cosas bien, más valiéndome de que todavía estamos a tiempo de arreglar todo.

Me obligué a intervenir cuando retiró su tacto y se movió sigilosamente hasta retomar su asiento. Di unos pasos mientras sentía flaquear mi cuerpo. Me postré enfrente del escritorio y hablé:

—Deberías reconsiderar tu decisión por mi madre. Tú no puedes irte así y dejar las cosas como si nada.

—Aprecio tu interés, Acacia. Pero todo lo que digas es en vano. No hay forma de cambiar mi decisión.

—Esteban, no basta...

Un impetuoso movimiento interrumpió mi conversación con él. Era mi madre, quien entró dominantemente al estudio para intervenir nuestro diálogo. Fue una entrada conveniente. Estaba segura de que no había escuchado nuestra conversación entera.

—Esteban ya tomó una decisión —dijo, y yo me aproximé a ella—, y no hay nada que le haga cambiar de decisión, como bien ha dicho.

—Pero mamá, ¿te das cuenta de lo que esto significa? Por favor, tienes que hacer algo.

—No hay manera de que alguien y algo le quite esta idea de la cabeza. ¡Dios mío! Ojalá entender la razón de este agresivo espíritu en él. No logro entenderlo.

—Cristina... —dijo Esteban poniéndose de pie—. No involucremos a Acacia en esto. No seas desvergonzada... No lo seamos.

—Basta con este escándalo que haces. Ya basta con irte de la casa para demostrar tu flaqueza y traición ante esta familia por una tontería. Ya hemos aclarado lo de Héctor y sigues con esa absurda idea —expresó mi madre, estaba exasperada. Me miró y habló—: Por favor, déjanos hablar. No está bien que nos escuches así. Los únicos que podemos arreglar esto somos Esteban y yo.

Bajé mi mirada y caminé impacientemente hacia la salida. Sabía que lo que iba a ser una exitosa aclaración y una formidable declaración de mi decisión y de lo debido —o lo correcto a hacer—, se convirtió en un torbellino de sentimientos, acusaciones e imprevistas peleas maritales en mi presencia.

Recorrí el pasillo hasta llegar a mi habitación. El sonido del tacón contra el suelo había sido aterrador. Me senté en el tocador y pude ver lo extremadamente ruborizada que estaba. Qué locura. Nada había salido como lo había pensado. ¿De verdad Esteban osaría irse de la hacienda? ¿Qué clase de necedad había plantado en su corazón para que él quisiera renunciar a mi madre y a su trabajo? Me sonrojaba muchísimo el hecho de haber deseado estar con él. Estaba asustada por ambos. Me daba miedo que perdiera todo por esto. Reconozco y reconoceré su trabajo en esta hacienda eternamente. Me avergüenza pensar en que se convirtió en un instrumento de mi madre para mantener a flote la Benavente, pero estoy segura de que, hoy en día, para ella es el eterno acompañante de su vida. ¡Qué remordimiento!

¿Qué hago?, ¿qué hago...?

Me concentré en la imagen que reflejaba el espejo. Mordía mis labios intuitivamente y mis mejillas seguían ruborizadas. Era doloroso vivir esta situación y, todavía más, sentir este funesto ardor en mi pecho de nuevo. ¿Qué podría hacer ahora? No lo sé. El panorama era confuso y mis opciones se estaban reduciendo. Él había dicho que una relación amorosa entre nosotros era riesgoso e irreal. Qué horrible malentendido había formado en mi cabeza, Dios mío. Esteban había sido un hombre honorable al admitir su error al haber pensado en algo entre nosotros. Sé que esto no es un juego y que mi mejor opción era escoger el camino menos alarmante y peligroso para mí y para él. Afortunadamente, mi mamá no intuía nada entre él y yo, y nunca lo haría. La fachada que Esteban había formulado en torno a Héctor resultaba convincente para ella.

Luego de navegar por aquellos incesantes pensamientos, se me pasó por la mente la imagen de Luisa: mi plan alternativo. A lo mejor, si aceptaba irme por unos días de la hacienda podría pensar con más claridad. La Ciudad de México era un atractivo destino. Luego, podría quedarme unos días en San Jacinto, bajo la excusa de adelantar algunas diligencias. Tenía que aprovechar que Esteban se iría y que mi se madre quedaría sola, pues podrían reconciliarse mientras yo permanecía un par de días fuera de estas tierras. Parecía ser lo mejor ahora.

Decidida, me dirigí a la cocina. Ahí estaba Luisa con algunos platos entre sus manos. Me miró inmediatamente, pero yo hablé primero.

—Hola Luisa.

—Hola Acacia, dime.

—¿Recuerdas lo de los tiques?

—¡Por supuesto! ¿Sigue en pie?

—Creo que sí. Por favor, déjame revisar si todo va bien... Pero dime, ¿podrías acompañarme?

—¡Claro! Sólo necesito que pidas el permiso formal por mí ante mi abuela y los patrones.

—Perfecto. Lo estaré haciendo pronto. Gracias.

—¡A ti! ¡Qué emoción!

Con una agraciada sonrisa me dio un improvisado abrazo. Sonreí a medias. Retomamos nuestras posiciones.

—Es un gusto... Nos vemos. —Dije, a punto de retirarme.

—Óyeme, pero no gastarás mucha lana, ¿verdad? —me detuve—. Mira Acacia, me preocupa muchísimo ese tema. Muy por encima le comenté a mi abuela y me preocupó. Sinceramente, no quisiera ser un peso para ti.

—¡No! Ay, Luisa, qué dices —sonreí—. No te preocupes. Será algo de un fin de semana.

—Está bien, muchísimas gracias. Cuenta conmigo para lo que necesites.

Asentí y me fui. Me empezaba a poner nerviosa una vez más. No sabía exactamente a dónde ir. Palomino no estaba y Ulises tampoco. No tenía a nadie disponible. Pensándolo bien, la casa parecía ser muy pequeña con Esteban acá. Me daba miedo encontrármelo. No sabía si continuaba en el despacho con mi madre y si su discusión había empeorado.

Ir a mi habitación era encerrarme violentamente con mis pensamientos. Por eso, pensé que lo más correcto sería ir a sentarme en la sala y esperar a mis abuelos. Al hacerlo, me sorprendió ver a mi madre sentada en el sillón. En su rostro se veía la angustia y tristeza de una mujer. Tenía sus manos unidas con la fineza dignas de una verdadera dama. Su cabello estaba radiante y en sus ojos reposaban algunas lágrimas.

—Hola mamá —dije, sentándome frente a ella—. ¿Cómo estás? ¿Qué pasó entre ustedes?

—Hola hija —replicó suavemente—. No ha pasado nada que no sepas. Esteban se irá de la casa.

—No puede ser que siga con esa idea.

—Lo que más me duele es que desconfíe de mí de esa manera —susurró y bajó su mirada.

—Lo sé.

—No logro entenderlo. Creo que hay algo más. No es el mismo Esteban con el que llevo tantos años enamorada y parece que su comportamiento extraño esconde algo más fuerte que no sé.

Tragué saliva.

—Ay mamá... No lo creo, podría ser algo pasajero.

—No lo sé. Esta situación es injusta para todos.

—Tienes que ser fuerte. A mí también me duele esto, pero ya verás que volveremos a estar bien. Ya se le pasará con el tiempo, y su relación volverá a ser la de antes.

—Eso espero... No sabes lo que me duele llegar a esta posición. No puedo describirle lo mucho que me duele que se vaya así, pero cada vez me está costando más ocultárselo. Quisiera verlo... Quisiera pensar que él regresaría por mí ahora.

—No te preocupes mamá —me acerqué y noté que en su rostro se había intensificado su tristeza—. Todo saldrá bien. Ya verás.

—Gracias hija... Por favor perdóname. Lo que menos quería es que presenciaras esto entre Esteban y yo. No quiero que te involucres en esto y sufras. Además... Quisiera que hablemos con calma sobre lo de tu viaje... —la interrumpí.

—No es el momento. No pienses en eso, ¿sí? Todo estará bien mamá —dije levantándome—. Confiemos en que será así. Te quiero.

Mi madre no me dijo más. Me retiré delicadamente porque sentía que el remordimiento me consumía sin piedad. Un catálogo mental de lugares me indicó que quizás sería buena idea ir al establo. Así lo hice. Arranqué el tacón que me dificultaba el caminar y sentí el fino pajar esparcido en el suelo. Me dolía el pecho. ¡Cómo me lastimaba ver a mi madre así! Me apoyé en la madera blanquecina y lloré exasperante ante la impotencia de no poder retener a Esteban para que se quedara con mi madre y borrar esta situación. Qué ineptitud y qué dolor me consumían en aquel momento. Ojalá poder haber cambiado las cosas. Un nefasto beso era la amenaza más fuerte contra el sólido matrimonio entre Esteban y mi madre. ¡Dios mío! Qué gravísimo error y qué imperdonable insolencia.

Cómo quisiera poder arreglar esto con facilidad, pero parece ser más complejo de lo que es. ¿O estaba exagerando? ¿Estaba siendo víctima de una crisis? No lo sé... sólo sé que el dolor de ver a mi madre llorando por Esteban es muy fuerte. No tengo perdón.

Niña, ¿qué le pasa? —alguien dijo, escuché desde la distancia. Traté de aclarar mi mirada retirando las lágrimas de mis ojos. Era Rosa. Se acercaba nerviosa hacia mí—. Niña Acacia, ¿qué le pasa? Qué susto verla así. Mírese. Está rojísima. ¿Qué le pasa? Por favor dígamelo.

—Rosa —hablé—, no me sucede nada. Estoy bien.

—¿Cómo que está bien? ¡Mírese! Ay, qué mal. Regresemos a la casa.

—Estoy bien. No llevo mucho tiempo acá. Sólo me duele la cabeza, pero vayamos —dije, accediendo a su petición sin reproche—. Ayúdame a ir a mi cuarto. Creo que me clavé algo en el pie.

—Ay, Dios mío.

Rosa tomó mi mano y me guio como quien guía a su hija. Se le veía muy preocupada por mí, y eso me hacía sentir importante. A pesar de su edad, fue ágil y me ayudó a llegar con prudencia a mi habitación. El camino fue rápido. Me latía el corazón con ímpetu al pensar en encontrarme con Esteban, pero rápidamente la idea se fue de mi cabeza. Supuse que estaría empacando maletas y me concentré en mi madre. No sabía qué decirle si me veía en esta condición. No es normal que esté así porque mi padrastro se iría de la hacienda. Ella pensaría que me duele perder su amistad, pero podría alterar su confianza en mí y creer que estoy de su parte. No es una opción tan descabellada si tengo en cuenta que sospecha que podría pasar algo más con Esteban. ¿Acaso podría creer que soy cómplice de alguna fechoría que él estaría cometiendo?

—Niña, voy a limpiar su pie. Tiene una delgada estaca en su talón. Sangró un poco, pero no es alarmante. Por favor perdóneme si duele. Pondré un poco de agua oxigenada y retiraré con la pinza la estaca.

—Está bien...

Rosa se acomodó debajo de mí mientras reposaba en mi cama. Tenía un pequeño botiquín a su costado. Supongo que lo habrá tomado en el camino.

—¡Ah! —chillé. Ella ya había sacado el material.

—Perdóneme. Ya está afuera.

Suspiré. Ella se levantó y recogió todo. Ni siquiera vi la estaca. Cerré los ojos. Presentí, a juzgar por la sensación que tenía, que había dejado un horrible camino de lágrimas mezclado con el maquillaje en mi rostro.

—Rosa, pásame el limpiador que está ahí —señalé la mesita de noche. Ella obedeció—. Ese frasquito blanco de ahí.

—Aquí tienes.

—Muchas gracias —contesté, poniéndome de pie—. No estoy coja, afortunadamente. Qué exagerada soy, ¿no? —dije, sonriendo.

—No se preocupe niña.

—Gracias por todo Rosa —hablé sentándome de nuevo en el tocador. Al verme en el espejo, comprobé que mi rostro era espeluznante.

—No se preocupe niña —repitió—. ¿Me dirá qué le sucedió?

—Nada importante. Sólo me sentí un poco mal de la cabeza y molesta del calzado.

—Hum...

—¿Qué debería tomar ahora? ¿Paracetamol?

Ella no me respondió. Me pasó el botiquín que tenía previamente. De ahí, sacó una tabletilla y me dio una pastilla.

—Espéreme un momento, voy a traer un vaso de agua para que se la pueda tragar —explicó. Asentí. Ella salió avivadamente. Se me olvidó decirle que preguntara por Esteban y mi madre, pero quizás sería muy imprudente.

Rosa no tardó mucho en volver a la habitación con un vaso de vidrio con agua. Tragué la pastilla en seguida. No dudé en despedirme de ella y agradecerle nuevamente. Ya estaba suficientemente apenada con lo sucedido y me ponía nerviosa que me preguntara demasiado. Ella me dio una cálida sonrisa y se dirigió a la salida. Prometió regresar con algo caliente, y yo le sonreí. Antes de irse, le pedí que fuese prudente.

Miré mi rostro otra vez. Pasé delicadamente el gel facial en mi cara. La humedad hizo que mi rostro quedara intacto. Mis ojos parecían hinchados y mis labios estaban secos. Suspiré. Lo más correcto para mí era no salir ahora. El comedor, la sala, las habitaciones y todos los rincones de la casa eran hostiles. Me decepcionaba un poco que mi madre no hubiese venido a verme después... Podría entender que estuviera dolida, pero es descarado que ni siquiera hubiese dado una ojeada a mi habitación. ¿No ve que a mí también me duele todo esto? Soy amiga de su esposo.

Creo que ahí sentí cierto rencor por mi madre. Había olvidado que yo era la principal razón por la cual Esteban se iría. Por el contrario, me parecía muy alarmante que ella emprendiera, nuevamente, ese turbulento camino que la llevaba a pensar únicamente como mujer. ¿O ya estaba acostumbrada a eso? Ahora que lo pienso con detenimiento, ¿de verdad era justo carecer de la figura maternal durante mi infancia? La muerte de mi padre eliminaba trágicamente ese cariño que sólo puede existir entre una hija y un padre, ¿pero era sensato que ella prefiriera a Esteban antes que a mí? Ahora más que nunca sé que Esteban de ningún modo podrá cubrir ese espacio que dejó mi padre, ya que entre nosotros nunca podrá emerger el conveniente amor filial.

Di un pesado suspiro. Imaginé el radiante sol que decoraba a la Benavente hoy. Todo contrastaba con mi angustia y pesadez. Hasta el sonido de las aves parecía difícil de escucharse y el verde de las plantas se me hacía insoportable. El dolor de cabeza seguía. Quizás era muy pronto para que la pastilla hiciera efecto. Resultaba oportuno tomar un poco de descanso. Me solté el cabello y los salvajes mechones embellecieron mi rostro. Toqué con delicadeza la cruz que adornaba mi pecho e indiscretamente suspiré otra vez. Caminé hasta mi cama para recostarme. Quedé mirando el techo. En seguida, comencé a hacer un repaso mental de lo que se había convertido mi vida en la Benavente.

La vida con mi padre era cómoda, fácil y feliz. Cuando me enseñaba a cabalgar y la belleza de estos terrenos, que le recordaban a su abuela, Josefina Benavente, me ilustraba con sencillez la virtud de la pertenencia y el orgullo material y sentimental que le despertaban estas tierras. Además, las atenciones de Esteban eran inocentes y me contentaban el espíritu infantil de ese entonces. Todo era relativamente normal. Por supuesto, era demasiado joven para entender los problemas financieros de la Benavente. Pero esta felicidad se empañó con la muerte de mi padre. «El Paso del Diablo» y «el patrón» son términos que tengo oscuramente grabados en mi mente, pues me recuerdan poderosamente su muerte. Luego de este accidente, se acentuaron los problemas y a mi mamá le costaba luchar por la hacienda. Lo más fácil sería venderla, pero luego Esteban se presentó excesivamente trabajador, consciente y fuerte para defenderla. En aquel momento no me sorprendió que un peón fuese capaz de rescatar la hacienda, ya que mi concepción jerárquica no estaba definida. Más adelante, me percaté del interés amoroso de Esteban por mi madre. Pensaba irrevocablemente que sólo lo movía el interés monetario.

Una década después, la herida permanecía intacta en mi corazón. A pesar de vivir tantos años con mis abuelos, no lograba borrar esa horrible mancha que estaba grabada en mi pecho, producto de lo que habían hecho Esteban y mi mamá al burlar la memoria de mi padre casándose tan pronto. Me ofendió fogosamente que dos adultos, altamente conscientes, olvidaran el dolor que persistía en la Benavente y dieran rienda suelta a sus deseos, sin importarles mi padre y yo misma. Creí darme cuenta de que el abrazo de Esteban en frente del cadáver de mi padre había sido falso y descarado. Eso fue lo que traía en mi mente al volver a la hacienda, pero nunca pude proyectar la complejidad que significaba volver a estas tierras, y aún más, el cómo en algunos meses mi vida cambiaría tanto.

Cuando volví y presencié la relación de mi madre con Esteban, la sangre me hervía. La primera cena fue incómoda. No soportaba verlo tan cerca de mi familia. Era difícil comprender lo natural que había sido para él inmiscuirse en esta familia y estas tierras, ya no como un peón, sino como el patrón. Sin embargo, todo cambió para la conveniencia de él y mi madre, pues me daba cuenta, poco a poco, de la importancia de su gestión administrativa en la hacienda. Mientras esto sucedía, Ulises y yo nos hicimos novios. Como todo, la relación era fácil de manejar y llevar al principio, pero se volvía cada vez más difícil por mis celos casi enfermizos, lo confieso, ante Nuria y otras mujeres a su alrededor, y la increíble oposición de Esteban ante nuestra relación.

Es posible que el hecho de que Ulises se hubiera ido una temporada, y que las discusiones entre Esteban y mi mamá se hubieran intensificado, hubiera acarreado mis acercamientos arriesgados a Esteban, al punto de corresponderle por única vez a través de un beso. Había sido caótico. Todavía siento que apenas sucedió ayer. Sus labios eran un manjar y sus caricias eran incomparables. Sé que nunca había sentido algo así. El riesgo de ser vistos y la inmediatez del hecho eran demasiado estimulantes para mí. Probablemente esto también me movió a querer corresponderle. Nuestra relación era algo demasiado ilícito. Suspiré ante este recuerdo, que animaba en mi interior sentimientos inauditos. Cerré los ojos y dejé mis brazos a los costados de mi cuerpo. Luego de un rato, me quedé dormida.

Desperté cuando ya eran las horas de la tarde. Respiré profundamente y me acomodé. Hoy no saldría más. Prefería que el día se fuera, esperando efusivamente que cayera con violencia. Para mi fortuna, no me costó volver a quedarme dormida, y aquel día pasó rápido para mí.

Pero antes, me quedé estudiando un poco en mi espacio físico; en lo pequeña que parecía la habitación y en lo que se significaba para mí: un inminente refugio. Desde mi posición se veía la luna llena, tan dominante como encantadora, aprovechando que no había cerrado la enorme ventana del dormitorio. Pensé en que su belleza era única en aquel momento, pues mi percepción y sensibilidad estaban maximizadas. Luego reflexioné un rato.

Esta hermosa luna era deleite de todos sin restricciones naturales. Era consciente de las complejas realidades que azotaban a todas las personas, pero me sorprendía que el cielo fuese tan igual para todos, a pesar de la profunda y eterna inequidad que existe en todos los seres humanos. Tal vez este paisaje era nuestro único consuelo.

A la mañana siguiente, una vez me levanté, lo primero que hice fue acudir a la ducha. Un baño recuperó las fuerzas de mi cuerpo. El jabón y la espuma se sentían muy bien. El agua corría violentamente a través de mis caderas, y varias veces cerré los ojos disfrutando de la sensación. De todas maneras, no tardé demasiado en salir y arreglarme. Me vestí con una blusa color aguamarina, un pantalón cómodo y calzado ligero. También me apliqué un leve maquillaje y me dejé el cabello suelto antes de salir de mi habitación.

Al dar el primer paso estaba confiada. Me dirigí rápidamente al comedor y no vi a nadie. Luego fui a la cocina. Ahí vi a Luisa y Rosa. Evité saludarlas, ya que con cada una de ellas tenía algo pendiente. Entonces, me dirigí afuera. Quería tomar asiento y disfrutar del día que se veía bellísimo y resplandeciente. Los rayitos de sol decoraban la Benavente junto con el canto de las aves, los sonidos del campo y el cielo despejado.

¡Acacia!

Como un balde de agua fría escuché mi nombre. Volteé. Era Esteban. Mi corazón empezó a bombear con locura. Qué inapropiado me resultaba verlo, y tan pronto.

—Acacia, qué gusto verte.

—Esteban —saludé, acercándome a él. Parecía que iba de salida—. ¿Qué haces acá?

—Perdóname —dijo, sonriendo ligeramente nervioso—. Vine por algunas cosas que dejé ayer, las olvidé por la rapidez. También vine a saludar a tu madre. Está dolida, pero fue capaz de recibirme.

—¿Sí? Bueno, no la he visto hoy.

—Sé que está sentida, pero tiene la esperanza de que esto pase pronto. Le dije que la extraño y que también me duele esta situación. También hablé con tus abuelos.

—Lo entiendo.

—No pienses que te digo esto para involucrarte, sólo intento hacerte saber que las cosas podrían ser como antes.

—Eso espero.

—¿Y tú? ¿Cómo estás?

—No creo conveniente hablar de eso. Fue un gusto verte también. —Caminé unos pasos, pero él se interpuso.

—Espera Acacia. Hablemos un momento.

—¿Para qué?

—Sólo un momento, por favor. No hemos aclarado todo. Sé que necesitas escucharme tanto como yo a ti. —Pasé saliva y al instante asentí. No se me hizo muy difícil querer corresponderle.

—Vamos al estudio —habló.

—Preferiría que hablemos acá.

—No, por favor. No pasará nada.

—Da lo mismo hacerlo acá o allá, ¿no?

—Sabes que no, Acacia. No te quitaré mucho tiempo.

—Está bien... —susurré. Él tenía razón. Nuestra conversación había quedado a medias y quedaban temas trascendentales por aclarar en intimidad.

Le seguí los pasos hasta el estudio. Vestía unos vaqueros y una camisa azul de botones. Me di cuenta de que, al estar cerca de él, los colores y las texturas se intensificaban acaloradamente. Yo fui la primera en entrar. Me quedé postrada en medio de las dos sillas que se encontraban en frente de su escritorio personal. Él se paró enfrente de mí. Me pareció riesgoso quedar en esta posición.

—Aquí estoy, Esteban. Sé puntual. Supongo que no tienes mucho tiempo.

—Claro Acacia. Es lo mínimo que podría hacer en vista de que accediste a mi petición —dijo. Asentí. Me preparé para escucharlo—. Estuve toda la noche pensando en una única idea: nuestra relación. Pero esta vez con más franqueza y decencia —suspiró, para enseguida continuar—. Ya no puedo ocultarte que te quiero.

»No sé si anhelo tu amistad y compañía, o si busco algo atrevido para nosotros dos. Eso fue lo que me llevó a hablarte descaradamente. Ahora sé que querer justificar algo entre nosotros es pecado. Eso es lo que más me duele. Tú sabes que adoro a Cristina, es mi vida, junto a esta hacienda, los hombres que trabajan en estas tierras y la riqueza de la Benavente. Pero se me está olvidando esto cuando pienso en ti. Esto es nuevo y letal para mí. Además, ya te he dicho lo que necesitabas escuchar, y lo que yo necesitaba decirte, pero no sé qué tan doloroso, inquietante o triste sea esto para ti...

—Esteban —logré pronunciar—. Me sorprende lo que me dices.

—Lo sé. Es difícil explicarlo... No sé qué tanto esté arriesgando al abrirte el corazón.

Alcé la cabeza para verlo mejor. Sus pupilas estaban dilatadas y su mirada era tan profunda como ardiente. Pensé que quizás podría aprovechar esta única oportunidad para confesarle parcialmente mis sentimientos.

—Esteban, a mí también me duele mucho la idea de perder nuestra amistad. Eres un hombre muy bueno.

—¿De verdad? —preguntó sorprendido. Al segundo, se le dibujó una sonrisa en la cara.

—Te has vuelto una persona muy importante para mí.

—Acacia... —susurró y me tomó las manos. Le correspondí para entrelazarlas. Su toque era muy cálido—. Gracias por decirme esto. Me haces muy feliz. Perdón por lastimarte. Podemos sanar esta herida.

—Lo sé Esteban, lo sé...

—Perdón por haber llegado a este punto. Sé que no estamos enamorados, sólo nos queremos. Amo a tu madre y te quiero. Esto no es muy difícil de entender para ti, ¿no?

—Lo capto... —mentí. Quise preguntarle por esa clase de querer, pero me rehusé a hacerlo.

—Gracias Acacia, gracias...

Lo abracé, ferviente y fuertemente. Él transpiraba seguridad, paciencia y comprensión. Ya no era una fantasía, estaba ahí para mí. Sólo él me respaldaba y entendía. Todo era demasiado rápido. Era increíble tenerlo de nuevo de esta manera después de tanto tiempo.

—No quisiera perderte —confesé.

—Yo tampoco —dijo. Nos separamos. A este punto parecía estar muy apenado—. Te quiero, Acacia. No te preocupes por lo que pasó. Estamos a tiempo. Todavía no dependemos el uno del otro.

Me dio un ardiente beso en la mejilla. Luego de esto, se alejó. Su respiración estaba agitada. No me atreví a preguntárselo, pero él mismo me confesó enseguida que se debía a nuestra cercanía; se había percatado de mi detenimiento.

—Es tu aroma. Es exorbitante, enloquecedor... —se pasó la mano por el rostro y me miró fijamente.

No le dije nada. Él también guardó silencio por algunos segundos, pero luego habló.

—Bueno... —dijo alejándose más. Pensé que se iría, sé que lo pensó, pero se apoyó en la mesa del ajedrez.

Bajé mi cabeza. Me ardía la cara. No hablé y él fue paciente. Durante algunos segundos, casi eternos, me quedé mirando el piso. Él siguió:

—Perdóname. Creo que me propasé con ese comentario —dio un pesado suspiro—. Dejemos esto como ha estado siempre. O mejor, te propongo mejorar nuestra relación. Podemos tratarnos más sin comprometernos demasiado. Ahora sé que te preocupa tanto como a mí perder nuestra relación.

—Esteban, dejemos esto hasta acá. —Alcancé a hablar. Él asintió—. He entendido lo que me has querido decir.

—Está bien, Acacia. Lo siento.

—Sí...

—Gracias...

Estaba dispuesto a irse, pero una fuerza descomunal hizo que caminara hacia él para detenerlo y abrazarlo. Era el deseo de sentir esa sensación mágica de tener sus brazos a mi alrededor. Su toque era incesante, reconfortante y ardiente. Sentí que sus músculos estaban tensos. Su respiración era indescriptible. La protección que me brindaba su cuerpo era insuperable. La escena era una utopía.

—Acacia... —musitó.

El corazón me dio un brinco.

—También te quiero, Esteban.

Me apretó más fuerte. Una lágrima resbalaba sobre mi mejilla. Rápidamente, se dio cuenta y me dijo algo inentendible en medio de un susurro. Luego, se movió para tomar mi rostro entre sus manos. Sus ojos eran fuego puro. Pensé que quería besarme nuevamente, así que quité sus manos de mi rostro en un movimiento rápido. Me asusté tremendamente cuando quiso acercarse de esa manera tan descarada. Di un paso al costado y él se reincorporó. Había entendido el mensaje. No me dijo nada más y se marchó. Dio un portazo.

Mis sentimientos eran dramáticos y eufóricos. No podía creer lo que Esteban me acaba de decir. Era difícil entender si me sentía feliz o muy aterrada. La presión de aquel momento me enfermaba. Sus brazos eran seductores y prohibidos. Me preocupaba nunca volver a recuperar ese toque saludable que existía entre ambos. Aunque nunca lo fue completamente, siempre pensé que nunca llegaría a cruzar el límite con él, pero lo hice... Lo había besado y se me hacía tremendamente difícil verlo, tocarlo y escucharlo con la comprensión natural de una amiga.

A pesar de ello, había algo en mí que me hacía descansar, que me había quitado un peso de encima: era el hecho de que Esteban buscaba mi cariño puramente. Entendí que mis ideas anteriores estaban viciadas. ¿No habíamos aclarado acaso que lo que más nos preocupaba era nuestra amistad? Es probable que yo hubiera exagerado imaginando una oscura pasión que nunca podría existir. Él me quería y yo a él. Esta era nuestra realidad.

Ahora sabía que pretender amarlo era una locura. Había defendido subliminalmente un riesgo por el cual él nunca me correspondería con justa razón. Entendía la razón por la cual había dicho, tan sólo ayer, que lo nuestro nunca prosperaría. Sus atenciones se limitaban a la de un confidente y un amigo. Así que aquellos pensamientos que me habían atormentado tanto parecían empezar a distorsionarse. Creo que sólo él —ni siquiera la distancia— era capaz de hacerme entender lo correcto para ambos.

El sonido del teléfono me privó los pensamientos. Contesté rápidamente.

—Mande.

—Hola Acacia.

—¡Ulises! —dije sonriendo genuinamente al reconocerle la voz. Me pasé la mano por el rostro. Estaba muy caliente—. ¡Qué sorpresa! No imaginé que me llamaras por acá.

—Lo siento, te estuve llamando a tu teléfono y no respondías, así que llamé acá. Recé para que no fuese Esteban el que me contestara, sino tú... Sonaba imposible, pero pasó. Extrañaba hablarte. Ya han pasado muchos días desde la última vez.

—Ay, Ulises. Perdóname, lo dejé en mi habitación.

—No te preocupes.

—Pero cuéntame... ¿Cómo te ha ido?

—No ha pasado demasiado desde la última vez que hablamos. Estoy feliz. Te sigo extrañando.

—Lo sé. —Suspiré—. Yo también te extraño mucho.

—Qué bien bonita. Esas palabras me dan esperanza.

—Sí...

—A propósito, ¿sabes a quién extraño también?

—¿Ah? ¿Así que extrañas a alguien más? —reí jocosamente.

—Al ingeniero. Es una verdadera lástima que nuestra relación se haya dañado así.

—Lo siento, ya sabes cómo es mi abuelo. No hay mucho por hacer en este momento, sabes que es muy celoso con todo esto... Pero no te preocupes, ya se le pasará.

—Eso espero. No sabes cómo me hacen falta sus comentarios. Hay muchísimo profesionalismo en Chile. Siempre te encuentras con un excelente personal. El recurso humano es incomparable. Hay muchos proyectos creativos y sostenibles.

—Vaya, qué padre.

—Lo es. Ojalá poder compartir esto contigo.

—Sí...

Hubo un silencio incómodo.

—Te extraño —dijo—. Te extraño mucho y... Y espero verte pronto, Acacia. Es difícil imaginarme una vida sin ti. Las recompensas de mis proyectos pierden fuerza cuando no estoy a tu lado. Espero que todo mejore entre nosotros.

—Lo sé... —pasé saliva, estaba nerviosa. Había un hueco en mi corazón. Me sentía culpable—. Sé que esta distancia nos ayudará más de lo que imaginamos...

—Es mi esperanza. Es mi fuerza para continuar con esto. Pregúntame cuántas veces me he detenido a mí mismo para no regresar a México. Pero pienso lo mismo que tú... Esto es necesario. Nuestra rutina amenazaba nuestros propósitos juntos.

—Sí...

—Te extraño.

—Ay, Ulises... —reí. En seguida ajusté el agarre de mi teléfono—. Ya lo has dicho muchas veces. Yo también te extraño.

—Y te quiero, Acacia.

—Lo sé —contesté. Creí escuchar un suspiro de su parte.

—¿Te parece si hablamos en la noche?

—Me parece perfecto.

—Está bien.

—Gracias por llamarme Ulises.

—Gracias a ti, bonita. Te quiero.

Miré a mi alrededor nerviosa, quizás buscando una respuesta, pero sólo le dije que esperaba que estuviera bien. Colgué. Me toqué el pecho. De nuevo, el fuego invadía mi interior. Sabía que estaba rojísima. Ahora sentía otro tipo de culpa. ¡Me sentía miserable con Ulises! Me pasé muchas veces las manos en el pecho tratando de calmarme. Nada funcionaba.

Salí del estudio y fui a mi cuarto para acostarme otra vez. El camino parecía demasiado cotidiano: quedarme en la cama hasta que este dolor se calmara. Pero para mi mala suerte, ya había descansado lo suficiente. Estaba recuperada físicamente, aunque el corazón me estaba destruyendo el ánimo. Qué inconveniente e inquietante había sido para mí aquella llamada de Ulises. Me dolía profundamente el no poder corresponderle con la misma facilidad que con Esteban.

Me di cuenta de que el teléfono sonaba y vibraba sobre mi tocador. Me acerqué y lo atendí, aunque lo pensé dos veces antes de hacerlo. Era un número desconocido.

—Acacia, habla Esteban. Te hablo desde la camioneta. Te llamo rápido porque haré un viaje de un par de días. Acaban de confirmarme. Por favor explícale a tu madre. Dile que podríamos vernos hoy en la asociación antes de irme.

—Entiendo.

—Dile que es por un negocio. Requieren de más trabajo estando fuera de la Benavente. Por favor, dile todo esto.

—Está bien.

—¿Cómo sigues Acacia?

—Estoy bien, muchas gracias. Le daré el recado a mi madre, Esteban. Hasta luego.

Colgué. Mi teléfono volvió a timbrar. Era él. Contesté de mala gana.

—¿Qué necesitas?

—Déjame hablar. No me cuelgues, por favor. —Dijo con su característica voz ronca—. Estaré en la Ciudad de México también. Te enviaré un mensaje con la dirección del hotel. Este es mi nuevo teléfono. Guárdalo. Podríamos hablar más adelante para vernos —expuso. Ni siquiera le pregunté cómo sabía de mi viaje—. Podríamos salir a cenar, ¿qué te parece? —preguntó. Se quedó callado unos segundos, acaso esperando que contestara. Permanecí en silencio—. Te estaré esperando... —lo escuché pasar saliva—. Dejemos que las cosas mejoren para los dos... Anímate...

—No creo que sea una buena idea ahora.

—Tienes razón. En todo caso, podríamos salir sólo a comer helado. O con alguien que desees invitar. No hay problema.

—Está bien.

—La idea es intentar recuperar nuestra cercanía, ¿qué te parece?

—Lo pensaré.

—Muchas gracias, Acacia.

Guardé silencio. No quería revelarle nada. Sus comentarios eran apresurados y su tono no era tan natural.

—Bueno, Acacia... Ten un buen día. Nos vemos.

Esta vez colgó él. Mis emociones estaban desbordadas. Esteban, Ulises y mi madre tenían hecho de mi corazón una vorágine de sentimientos: amor, angustia y culpa. Las manos me sudaban en exceso y el pecho no paraba de dolerme. Sentía que mi respiración se hacía más pesada y que alguna que otra lágrima resbalaba por mi mejilla. ¿En qué momento todo se agravó tanto? El destino era cruel conmigo y todavía más el día de hoy, que prácticamente se había convertido en una encrucijada. Pero como antes, me consolaba pensar en que era muy pronto para echar a perder mi juventud y rendirme ante este vendaval. Estaba a tiempo, aunque las personas involucradas eran como fina marmolería, de las cuales frente a un mínimo toque se estropearían. Creo que era cruel compararlas así, pero en aquel momento lo pensé sin mayor consideración. Eran delicadas figuras que rondaban mi corazón, y que con cada una de ellas tenía una conexión especial, una más compleja que otra, especialmente con mi madre.

Quizás estuviera escatimando el valor de la verdad. Pensándolo bien, decirle la verdad a mi mamá y Ulises podría hacerme libre... o condenarme. Mucho más, si sólo admito mi responsabilidad y libero a Esteban de todo. Al final, él podría perder toda su vida, la que había construido con tanta laboriosidad. Y sobre mi madre... ¿Es posible que si ella supiera esto que siento por su marido me perdonaría? Imposible. Por ahora, por lo menos. Ni siquiera comparándolo con la profunda huella que sembró en mi pecho al dejarme tan pequeña. ¿Y Ulises? Se le rompería el corazón y me dejaría sin pensárselo dos veces, estoy segura. Entonces, en realidad era demasiado pronto para manifestarles a todos la verdad.

En mi mente siempre estaba Esteban. Sé que estaba luchando para recuperar nuestra relación. Además, no por mí dejaría de ser un hombre fuerte y honrado, mucho menos por mi madre y estas tierras. Era una persona admirable y estaba segura de que su hombría y fortaleza eran inmodificables. Sólo él me había revelado la fantasía de mis ideas. Lo mejor para mí era pensar en el valor de mi madre y en Esteban como un consejero y amigo, tal y como lo había hecho antes. Esto me hacía pensar en que no sería difícil que esta pasión se desvaneciera.

A lo mejor, en algunos años más podría confesarle a cada uno de ellos mi versión, incluso a Esteban, esa versión que me rescató medianamente de corresponderle, a sabiendas de su buen juicio y comprensión. Sé que las cosas cambian y podrían cambiar para mejor. El mundo no se detiene y mucho menos mi vida. No vale la pena seguir pecando más, mucho menos cuando cuento con el respaldo de Esteban. Puede ser que mi cariño por él no siempre sea inefable. Confío ardientemente en que el tiempo ayudará.

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