Los cretenses
Multimedia: mapa de la zona en disputa.
Quien echase un vistazo a la flotilla que se acercaba a las costas focenses, debería apreciar que no se trataba de una fugaz incursión pirática. Eran diez barcos de unos cuarenta metros de eslora, con mástil y una gran vela, repletos de hombres. En cada uno, ciaban cuarenta remeros distribuidos igualmente en ambos lados de la cubierta y sobre esta, otros veinte guerreros de caras duras se ocupaban en mantener tranquilos a los caballos, afilar sus espadas y lanzas, ajustar sus arcos o asegurar la estabilidad de los escudos, ruedas y armazones de carros amontonados lo mejor posible en el poco espacio libre.
Si, además, ese alguien pudiese escuchar la conversación entablada en el castillete de proa de la nave capitana, entre el príncipe Criso y su lawagetas Dakeru, se daría cuenta en seguida de que aquella era una expedición de conquista.
-Foco estaría orgulloso si te viese llegar ahora -exclamó Dakeru, jefe del ejército de Criso. Era un corpulento personaje de mediana edad, barbado, de rasgos duros y curtidos, con algunas guedejas entrecanas cayendo sobre su cuello.
-Mi padre dio el nombre de Fócide a esta tierra, pero no pudo asentar su soberanía -respondió el príncipe-. Esa tarea me corresponde a mí y, por Zeus, que voy a llevarla a cabo.
Criso, cuya edad frisaría en unos 35 años, había hablado con determinación. Rubio, musculoso y bien formado, se adivinaban las horas pasadas en la palestra de Cnossos, allá en Creta, entrenando con sus compañeros de la aristocracia micénica, los descendientes de aquellos aqueos que le devolvieron la afrenta al rey Minos conquistando su palacio, el mítico Laberinto e instalándose en él. Criso se sonreía aún, recordando los miedos de su infancia cuando correteaba por los incontables pasadizos y habitaciones del complejo palaciego, en unión de sus jóvenes amigos, siempre esperando ver surgir tras alguna esquina la testa cornuda del feroz Minotauro de los cuentos.
Ahora se mostraba preocupado por la conducta que los locrios de Ámfisa adoptarían frente a su llegada, aunque los informes eran tranquilizadores.
-Deberíamos desembarcar algo más al oeste de Itea, pues seguramente los amfisanos tendrán sus barcos varados allí. Nos conviene más Cirra, la aldea en la desembocadura del Pleistos...-le sugirió a su lawagetas.
-No es mala idea - repuso este-. Itea es utilizado como puerto por los de Ámfisa y podrían pensar que traemos intenciones hostiles si nos ven llegar a ese lugar. Y no nos conviene un enfrentamiento con ellos. Los locrios no han manifestado interés en el llano frente a la bahía, tienen bastante con su amplia llanura. Y nosotros no pensamos disputársela, debemos dejárselo bien claro.
-Ese otro llano por donde corre el Pleistos será nuestro, Dakeru. Según los informes está indefenso y solo hay dos aldeas insignificantes: una se alza en la colina que lo guarda y la otra es la del santuario de Gea.
Dakeru soltó una risotada brutal al oir la mención del santuario.
-He visto pocos fanáticos como Apolonio, los dioses me perdonen -continuó entre risas-. Ese sacerdote de Delos que nos sigue en la nave de atrás, quizá no ha estado con una mujer en toda su vida y no sabe lo que se pierde...Odia las licencias que se permite la diosa de...-aquí hizo con los brazos un gesto de abultamiento- grandes senos...
-Cierto -acompañó en las risas Criso a su general-, las únicas diosas que adora son Artemisa y Atenea, vírgenes ambas. Y viene decidido a instalar aquí el culto de Apolo, el dios de la luz, según pregona, frente a la oscuridad de las cuevas de Gea. Y en eso estamos de acuerdo, no soporto a los repelentes animaluchos de la Gran Madre, esas serpientes viscosas. En Cnossos ya quedamos hartos de ellas y de sus sacerdotisas, son peor que la peste. ¡Por Zeus, cuánto nos costó acostumbrar a los lugareños a la adoración del gran padre de los cielos, pero ya hemos aprendido como tratar con las matriarcas y sus infames adoradores de las cuevas!
Una ola mayor que las otras los izó en su cresta y luego los dejó caer con cierta violencia sobre la hondonada acuática, interrumpiendo la conversación. El movimiento los desestabilizó de manera momentánea y cesaron en sus risas, supersticiosamente preocupados. ¿Se habría ofendido la Gran Madre? Con los dioses siempre era aconsejable observar precauciones.
Sin embargo, pronto el optimismo volvió a reflejarse en sus caras. Una gran algarabía se escuchó, surgiendo de toda la marinería:
-¡Los delfines! ¡Nos siguen los delfines!
Era cierto, decenas de aquellos mamíferos dejaban oir sus extraños graznidos mientras saltaban siguiendo las estelas de las embarcaciones. Sus lustrosos lomos espejeaban con la luz diurna de una forma deslumbrante. Era un buen augurio y Criso y Dakeru se miraron, sonriendo esperanzados. El sol estaba ya bastante alto y la playa se encontraba muy cerca.
***
Unas horas antes, en la fuente Castalia, la alegría se mezclaba con la tristeza. Muchos campesinos y matronas de las aldeas rodeaban a Temis, lagrimeando al ver cómo su vidente oracular iba a retornar a una vida sencilla y la tomaban de las manos conmiserativamente, con apesadumbrados movimientos de cabeza. Ella les recordaba que no iba a irse a ningún lado, pero era inútil, solo se les iluminaba el rostro cuando se trasladaban al otro corrillo, donde las iniciadas estaban coronando de flores a Febe, la novicia destinada a ser la nueva Pitonisa.
La jovencita de quince años aparecía hermoseada entre tantas galas, con la larga túnica cubriendo su esbelto cuerpo. Un leve sonrojo teñía sus mejillas al sentirse el centro de atención de la muchedumbre. La acosaban a felicitaciones y a besos, ahora que todavía podían tratarla con cierta familiaridad, pues unas horas más tarde les impondría un mayor respeto.
Al fin, todos los procesionantes dieron por cumplidas sus abluciones, dejaron atrás la fuente y emprendieron la ardua subida de la cuesta. Esta comenzaba en lo más alto de la aldea y llevaba a la meseta que coronaba la primera de las Fedríades. El sendero zigzagueaba a lo largo de la montaña y en ocasiones se estrechaba y resultaba una ascensión peligrosa, pero todos estaban acostumbrados a caminar aquellos montes, a pastorear o atrapar las cabras salvajes que pululaban en ellos y poseían piernas fuertes habituadas a las largas caminatas.
Entre bromas y frecuentes tragos a los pellejos repletos de vino aromático, llegaron al fin a la cumbre sin serios incidentes, aunque uno de los carneros destinado al sacrificio estuvo a punto de despeñarse. A partir de ahí el camino no ofrecía la acusada pendiente que habían dejado atrás. La vuelta sería mucho más cómoda, ya en la tarde, pues la previsión era pasar todo el día en la gruta y sus alrededores.
Ahora debían recorrer unos tres kilómetros hacia el norte antes de derivar al este para cruzar la quebrada y llegar a un fresco manantial situado a unos 800 metros de la gruta. Entre un paisaje primaveral plagado de arbustos olorosos como la hierbabuena y el tomillo, cuajado de gladiolos, anémonas, lirios y tulipanes, se escuchaban sin cesar los cánticos e himnos de los procesionantes. Las educadas voces de las sacerdotisas, maestras en el canto y la poesía guiaban a los más rudos campesinos, quienes se esforzaban en seguir sus notas.
Por fin, llegando al manantial al pie de la colina donde se encontraba la gruta, se produjo la desbandada, con los niños en cabeza. Después de dos horas de marcha, el sol empezaba a calentar con fuerza y las gargantas apetecían el fresquísimo líquido que brotaba entre unas rocas. Saciada la sed comenzaron el sendero de subida hasta la gruta, situada en la mitad de la ladera. Desde allí podían ver otra columna de peregrinos procedente de las aldeas del valle y la cara oeste del Parnaso, hermosamente nevado todavía. Los dos grupos no tardaron en coincidir en la explanada frente a la cueva. La negra boca triangular de la sagrada sima parecía aguardarles y un murmullo cargado de religiosidad y hasta temor recorrió a la multitud, detenida y jadeante.
Eumenes, un servidor del santuario, salió de la humilde choza donde tenía su habitáculo, a un costado de la oscura entrada. Durante el último mes había dormido allí, vigilando por si algún bandido intentara robarle a la diosa sus ofrendas, y ahora acudía a recibir a la comitiva, que llegaba con la Pitonisa en cabeza. El sirviente se inclinó con respeto ante Temis, esperando una palabra de la suma sacerdotisa.
-¡Salud, Eumenes! -exclamó esta cordialmente-. Te doy las gracias por tu fervor y paciencia. Sé que la estancia en estas soledades es algo duro, aunque estés acompañado de la diosa, pero desde hoy serás relevado.
-Sois muy generosa, ama -repuso Eumenes-. Pero he cuidado del oráculo con amor y mucho agrado...
-Lo sé -contestó la Pitonisa-. Y dime, ¿ha habido algún incidente? ¿Todo está en su sitio? ¿Y mi Pitón? ¿La has alimentado bien?
-Muy bien, mi señora -afirmó el sirviente-, pero ya se me han terminado los ratones...
Aquella última aseveración fue acogida con una sonora carcajada por todos los presentes, ya más descansados y dispuestos a comenzar con las ceremonias. La iniciación iba a tener lugar a continuación en el oscuro recinto sagrado que los esperaba como si realmente fuese el primigenio vientre de la Gran Madre.
***
A esa misma hora, los cretenses tenían ya a la vista la desembocadura del río Pleistos. La primavera aún florecía y el ardor del verano no había menguado su cauce. Los pilotos, con sus largos remos en la proa haciendo de timón, embocaban los impresionantes espolones hacia la playa libre de obstáculos. Los mascarones semejando leones o grifos parecían morder la traviesa de la quilla y solo bastó un esfuerzo más de los remeros, animados por el rumor de las olas rompiendo, para que se escuchase el sordo estrépito de la madera encallando en la arena, una y otra vez, nave tras nave.
La playa aparecía desierta. Los escasos habitantes de las pocas casuchas de pescadores al borde de la desembocadura, habían dejado sus botes y sus redes al sol y se habían refugiado en sus viviendas, aterrorizados. Hacia el oeste, en una de las colinas cercanas al puerto de Itea se encendió repentinamente una fogata. Un claro aviso para los de Ámfisa de la llegada de invasores.
Estos no se preocuparon de tal hecho. Unánimemente, los remeros saltaron al agua y salieron a la orilla, dedicándose a anudar cuerdas en los salientes de las naves para empezar a jalar fuertemente de ellas. Otros empujaban la popa de las embarcaciones y no tardaron todas las naves en estar fuera del agua, varadas en la arena.
Los veinte guerreros de cubierta de cada barco se habían colocado ya sus protecciones, sus túnicas de lino grueso con delgadas placas circulares de bronce cosidas, sus muñequeras y abrazaderas, escudos, grebas, sus espadas colgando de las bandoleras y empuñaban largas lanzas de fresno o se acomodaban las aljabas repletas de flechas. En cuanto las naves estuvieron fijas, comenzaron a bajar de cada barco, bajo la dirección de un Seguidor, tocado con un yelmo de colmillos de jabalí, y a disponerse a unas decenas de la orilla, formando una primera línea adelantada de defensa, aunque no se veía enemigo alguno.
Finalmente, los remeros y otros acompañantes de la expedición se dedicaron a descargar el resto de equipos militares, útiles y provisiones. Venían también algunos civiles, como Lictio, el pintor de frescos reclutado por Apolonio, el sacerdote, para adornar el templo que pensaba edificar en honor de Apolo. También venían carpinteros, albañiles y hasta un herrero con su aprendiz.
-¡Mi escudo, imbécil, ten cuidado con él! -advertía desde abajo un coloso de cerca de dos metros de altura, recogiendo al vuelo el enorme ocho de madera y pieles que le arrojó desde cubierta uno de sus compañeros a los remos.
Otro de ellos pasó a su lado, comentando irónico, mientras señalaba su propio escudo redondo, más pequeño y manejable, girándolo con la correa de su cuello para dejarlo a la espalda:
-¡Alcides, tira ya esa defensa anticuada que cuando corres en retirada solo sirve para golpearte los talones, jaja!
El coloso lo miró, enfurecido y le gritó:
-¡Pero tú, en Festos, bien te guarecías tras de mí, después de arrojar el tuyo, muerto de miedo!
El movimiento en la playa era incesante. Pronto fueron desembarcados los caballos, las ruedas de los diez carros y las correspondientes piezas: los yugos y sus lanzas, los armazones, los penachos y anteojeras para las bestias, dedicándose de inmediato algunos de los infantes al montaje de las carrocerías del príncipe, el lawagetas y los ocho Seguidores.
-¡La armadura de Criso! -gritaba alguien desde cubierta. Un remero vino a recoger el saco de red con todas las piezas y se lo echó al hombro, comenzando a bajar la escalerilla-. ¡Ten cuidado con ella!
En otras redes fueron a descansar en la playa el resto de armas para los remeros y las herramientas de los artesanos que viajaban en la flotilla. Un cordero destinado al sacrificio fue el último en bajar por una de las pasarelas, acompañando el ceremonioso descenso de Criso, Dakeru y el Sumo Sacerdote Apolonio.
Tardaron poco los dos esclavos del sacerdote en disponer una ruda mesa de ofrendas, cubierta con un blanco mantel y en colocar sobre ella el cordero atado de pies y manos. Apolonio se colocó frente al improvisado altar con el cuchillo sacrificial en la mano. Criso, a su lado, levantando los brazos y la mirada al cielo, gritó con fuerte voz, para que fuese oída por todo el ejército que ahora permanecía en respetuoso silencio:
-¡Tomo posesión de esta tierra, la de mis padres, y os prometo, con la ayuda de nuestro señor Apolo, vencer a todo enemigo que se nos oponga!
Un sonoro clamor de guerra respondió a estas palabras y después, Apolonio tomó el relevo:
-¡A ti, dios de la luz que nos enviaste el feliz augurio de tus delfines, yo te saludo como Apolo Delfinio! ¡A ti y a todos los dioses os rogamos aceptar con agrado este sacrificio!
Y terminando de hablar hundió el cuchillo en la garganta del cordero. La sangre brotó a borbotones y pronto el animal, tras algunas sacudidas espasmódicas, dejó de moverse. Luego un esclavo matarife se dedicó a despiezarlo mientras el sacerdote y otro de sus ayudantes instalaban el fuego sagrado en un trípode y preparaban el vino para las libaciones.
Al poco tiempo, el humo perfumado con la grasa de la víctima se elevaba hasta el cielo de la bahía de Itea, para gozo y exaltación de todo el Olimpo, exceptuando a la ceñuda Hera.
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