Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

El sueño de la Pitonisa

Multimedia: arriba, el santuario de Delfos en su apogeo; abajo, santuario arcaico de Hera.

Temis, suma sacerdotisa del santuario de Gea en las estribaciones del monte Parnaso, contempló la salida de la diosa lunar por el este, en su fase más esplendorosa. Selene, madre y llena de luz, en uno o dos días comenzaría su periplo hacia la decadencia de la luna menguante. Entretanto, en un círculo perfecto, blanqueaba con sus rayos las inmensas moles de las Fedríades, los dos picos en cuya base dormitaba el santuario de otra diosa madre, la de muchos nombres, Hera, Rea, Gea y siempre el venerado de "Potnia", la Señora.

El espectáculo nocturno, con los montes gigantes iluminados, sobrecogía. Su silencio solo estaba roto por el casi inaudible murmullo del arroyuelo que, procedente del manantial de la fuente Castalia, a unos trescientos metros del santuario, bajaba hasta encontrar al rio Pleistos, en lo más hondo de la abismal barranca.

La sacerdotisa penetró en la pequeña capilla donde la sagrada imagen de madera representando a la Gran Madre de senos y caderas abultados, emblema de su fertilidad, reposaba en un trono con sus brazos apoyados sobre sendas figuras de leopardos, toscamente tallados. Acomodó las vestiduras del xoana y ajustó el hermoso collar de piedra verde pulida, arrancada de la gruta oracular. Luego tomó una lamparilla de aceite y acercó el pábilo al fuego de la antorcha que alumbraba el recinto, repitió la operación con otra luminaria y depositó las dos lamparitas encendidas al pie de la imagen.

Esta noche le correspondía a ella la primera guardia del santuario, mientras las demás jóvenes sacerdotisas disfrutaban del sueño en las viviendas aledañas. Temis salió de nuevo al porche bajo el corto techado sostenido por dos columnas de madera y se sentó en un rústico taburete de tres patas, apoyando su espalda cansadamente en el sencillo muro de adobe encalado, junto al dintel de la puerta.

En estos últimos tiempos, las noticias traídas por los peregrinos que venían a consultar el oráculo no eran muy tranquilizadoras. Había movimientos guerreros en muchas zonas de la región, príncipes y señores buscando establecerse y acotando sus territorios, imponiendo además,  nuevos dioses mientras relegaban a los antiguos. Estos pensamientos agobiantes la llevaron a echar otra mirada a su amada diosa a través de la puerta abierta. ¿Qué depararían los Hados en el futuro a su querido santuario?

La Pitonisa inspiró profundamente el aire de la noche. Al día siguiente les esperaba un día fatigoso, pensó. Subir hasta el centro oracular de Coricia en procesión llevaba, normalmente, dos horas y media o tres, pero el traslado a la gruta era inevitable. Toda iniciación de una nueva pitonisa debía hacerse en la cueva sagrada, donde la presencia de Gea era más palpable e inquietante. Y para ella había llegado el tiempo: tenía ya veinticinco años y sentía sus deberes para con la Gran Madre bien cumplidos. Ahora le correspondía a una nueva Pitonisa ejercer el don de la profecía. Una joven pura e inocente de quince primaveras, como su pupila Febe, quien no sabía aún de los oscuros apartamientos en el bosque de laureles, donde otras de sus compañeras, con el regocijo de la diosa de anchas caderas, ofrecían sus encantos a algún excitado pastor. Siempre había alguno acechando entre la floresta de laureles que rodeaba el fresco remanso de la fuente Castalia, en cuyas aguas todas las jóvenes del colegio sacerdotal se bañaban desnudas con frecuencia.

Negros nubarrones comenzaron a cubrir lentamente la luz de Selene y la oscuridad se dejó caer sobre el valle y la montaña. El cansancio volvió a hacer mella en la conciencia de la Suma Sacerdotisa y apoyando su cabeza en el muro, cerró los ojos sin poder evitar que su alma volase junto a Morfeo. Y entonces la Pitonisa tuvo un sueño.

Soñó que toda la ladera donde se asentaba la aldea, a unos quinientos metros del santuario, se tornaba monumental, cubierta de hermosísimos templetes de piedra y pedestales que soportaban bellas estatuas marmóreas haciendo palidecer a los toscos xoanas de madera de roble a los cuales estaban acostumbrados. Infinidad de tesoros y ofrendas se acumulaban en el interior de esas decoradas capillas, ríos de oro convertidos en artísticos objetos como escudos grabados, armas, vasijas exquisitas, trípodes o incensarios.

Y arriba, en lo alto, se mostraba un grandioso templo con su columnata exterior y dos frontones ricamente decorados con extrañas escenas. Un inmenso gentío se amontonaba frente a las grandes puertas cerradas o se desperdigaba a lo largo de la pendiente, curioseando y admirándose ante aquella riqueza ofrecida a sus ojos. Gentes venidas de toda la Hélade y aún de países extranjeros, llegaban al lugar tras viajes agotadores para conocer el futuro que les aguardaba, ya fuesen humildes campesinos, embajadores de reinos lejanos o representantes de ciudades pequeñas y grandes.

De pronto se abrían las puertas a fin de dar paso a los primeros consultantes. Para Temis, en su sueño, todo era irreconocible. No existía ya la acogida de la madre tierra en el vientre hueco y oscuro, pero familiar, de la gruta sagrada. En el interior del gran templo iluminado por antorchas, sentía que la llevaban hombres ornados con túnicas que se presentían sacerdotales y la hacían beber agua de la fuente Casiotis, la que surgía más arriba de la aldea. Después se escuchaba desvaídamente una orden para llevarla al "aditon" y se veía, tras descender unos escalones, en un reducido espacio donde la esperaba un alto trípode. Bajo este se apreciaba un hondo agujero. Un sacerdote quemaba en él, beleño, incienso y laúdano mientras el ambiente empezaba a cargarse de humos y aromas, llenando de niebla la mente de la Pitonisa. Masticar hojas de laurel ayudaba al efecto de alucinación y así entendía por qué estaban subiéndola al trípode y asentándola, bastante incómodamente pero de forma segura, en él, pues de lo contrario se hubiese derrumbado en el suelo.

Afirmada en las asas del trípode, notaba su conciencia cada vez más embotada e inmanejable. La sombría estancia, donde destacaba la alta estatua de un dios desconocido para ella y un raro óvalo de piedra sobre un sarcófago, contribuían a crear una atmósfera de pesadilla, solo aliviada por una estrecha chimenea en el techo que dejaba salir algo de la humareda interior. También facilitaba la entrada de algunos timidos jirones de luz, los cuales incidían sobre las hojas algo mustias de un pequeño laurel plantado en el mismo suelo terroso de la celda, única parte no enlosada del templo.

Separada de todo esto, una sombra, seguramente el consultante, esperaba tras una cortina. La Pitonisa, ya en trance, fuera de control, se removía en el trípode, obnubilada, pronunciando frases incoherentes que alguien anotaba en una tablilla. Su estado de desconexión mental era cada vez más agudo y sus movimientos más frenéticos hasta que, de pronto, unas manos sacudieron sus hombros y Temis despertó.

Frente a ella estaba una de las sacerdotisas, Agláe, la mayor de las iniciadas, algo inquieta viendo cómo la Pitonisa aún temblaba tras su brusco despertar.

—Es la hora, Temis, me toca el relevo —musitó Agláe.

La Pitonisa miró en derredor como dudando de encontrarse ya en el mundo real. Pero la aldea dormía aún en la ladera. El bullicio, los hermosos templos, las relucientes ofrendas, el tropel de adoradores, todo había desaparecido y el silencio reinaba de nuevo. Selene tornaba a derramar su blanca luz sobre el paisaje.

Agláe volvió a hablar.

—Te quedaste dormida.¿Acaso has tenido un mal sueño? Te agitabas como poseída...

—He tenido una terrible pesadilla —contestó Temis, secándose el sudor de su frente.

—Cuenta —pidió su compañera, sonriendo para darle confianza—. Mi madre era una gran intérprete de sueños y yo he heredado ese don...

—Es difícil describirlo —respondió la Pitonisa—. Todo parecía muy hermoso, como si nuestro santuario y nuestro oráculo fuesen conocidos en todo lugar, hasta más allá de la Hélade. La ladera al completo, en el lugar de la aldea, estaba edificada y adornada con bellos templos y estatuas. De todos lados venía gente a consultarnos...

—¡Pero eso es una bendición de la diosa! —interrumpió Agláe— ¡Significa que los hados nos serán favorables y nuestro oráculo va a crecer hasta ser famoso en toda la Hélade...!

Sin embargo, la impulsiva joven se calló al observar la expresión sombría de la Pitonisa.

—No, Agláe, la diosa no estaba. En su lugar un dios extraño y unos sacerdotes fríos y dominantes me obligaban a realizar extraños rituales. No quiero pensar en un futuro como ese —acabó Temis, con un estremecimiento.

—No te tortures más —aconsejó la joven discípula—. Habrá sido un sueño retorcido de Fobetor, el maldito hijo de Hipnos. Ve a descansar, mañana es un día importante para todos. Tenemos peregrinos alojados y en la aldea se han quedado sin aposentos. ¡Será una gloriosa procesión a Coricia!

                                                                                        ***

La aurora ponía un tinte rosado en el horizonte mientras la alegría y el alboroto comenzaban a reinar entre las jóvenes iniciadas, las cuales ya se levantaban tras el reposo nocturno. Con ellas se incorporaban también algunos oferentes que habían pasado la noche en las dependencias del santuario destinadas a hospedería. Generosas ofrendas y regalos irían a parar de sus manos al recinto trasero de la capilla, donde serían pocos quienes se atreviesen a hurtar las posesiones de la Gran Madre.

Mientras las demás se tomaban un tazón de leche con higos, preparándose para una dura caminata, Melisenda, la encargada de las provisiones disponía, en una cesta de mimbre mediana, los panes de cebada, el queso y otras viandas para cuando llegasen a la cumbre. Habría mucha gente a quien atender, aunque ellos también traerían sus aportaciones. Viendo acercarse a Polites, que llegaba desde la aldea con un saquito a la espalda y azuzando un cordero de buena talla, se adelantó a saludarlo.

—Les dejo este saco de chícharos para la diosa, bendita sea —dijo el labriego. Y luego, señalando al cordero—: A este lo sacrificaremos arriba.

—¿Por qué se molestó con los guisantes? —le sonrió la iniciada—. Pero bien está, la diosa se lo agradece.

La gente comenzaba ya a cubrir el gran espacio aterrazado donde se situaban los pocos edificios del santuario. La mayor parte venían de la aldea, pero también del asentamiento del suroeste, en la cumbre que vigilaba toda la llanura hasta Itea. Acudían cargados de presentes destinados tanto para la diosa como para la manutención de su colegio de sacerdotisas: harina de trigo o cebada molida manualmente, aceite perfumado para las lámparas de la capilla o para el baño, también puro para el consumo, higos secos, miel, especias, vino, en fin, había tanto para recoger que Melisenda, la despensera, no daba abasto. Ya empezaba a agobiarse y algunas de sus compañeras acudieron para ayudarla.

También se veían gentes de Ámfisa y de Itea. Sin embargo, quienes vivían en el valle al pie de la ladera oeste del Parnaso esperarían a la comitiva allá en lo alto, en las cercanías de la gruta. Aquí abajo, la mayoría de los procesionantes se estaba congregando alrededor de Febe, la novicia que iba a ser iniciada, no solo como sacerdotisa de Gea, sino también como profetisa de la diosa.

Temis, seguida de Agláe, irrumpió en el alegre coro, despejada tras unas horas de sueño reparador. Las sombras de la pesadilla nocturna parecían haber desaparecido de su rostro. Sonriendo, hizo una clara advertencia a todos los presentes:

—¡Que nadie se atreva a situarse en la santa procesión sin haber hecho sus abluciones en el agua consagrada de la fuente, aunque esté fría a estas horas de la mañana!

La multitud acogió con risas y bromas la orden, mientras surgía una invitación unánime del gentío:

—¡A Castalia! ¡Todos a Castalia!

Así, en alegre tropel, los jóvenes y adultos comenzaron a cubrir los trescientos metros hasta el abundoso manantial que surgía al pie de las Fedríades, secundados por las carreras de la chiquillería. Entre tanto jolgorio, nadie pudo advertir, por tanto, las velas de varias naves oscuras que empezaban a despuntar en el horizonte marino, dirigiéndose a la bahía de Itea.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro