Apolo y Pitón
La celebración seguía arriba, ya avanzada la tarde, frente a la gruta Coricia. En los alrededores roqueños algunas parejas se escabullían para satisfacer sus deseos amorosos mientras la mayoría de los celebrantes bailaban alegres en la explanada, a los sones de flautas y rústicos tambores, ahítos de carne y vino perfumado.
La llegada de un Poliwo jadeante, con el rostro trastornado por el pánico, los tomó por sorpresa. Sus gritos angustiados los pusieron sobre aviso.
-¡Vienen los aqueos! ¡Avisad a la Pitonisa! -clamaba sin dejar de trepar, todavía a unas decenas de metros, abajo en la cuesta.
Al llegar a la explanada, el gentío lo rodeó mientras el sirviente recuperaba aire a grandes bocanadas.
-¡Han quemado el santuario y se han llevado a la diosa! ¡Mataron a Theodora y a Opiro! ¡No pude hacer nada y escapé gracias al auxilio divino! -se lamentó Poliwo entre lágrimas y gestos compungidos.
La multitud prorrumpió en exclamaciones horrorizadas y el jolgorio cesó bruscamente, siendo sustituido por un coro de sombríos lamentos. Temis salió entonces de la cueva donde se encontraba revisando las ofrendas con la nueva profetisa y las demás iniciadas. Los presentes le abrieron paso hasta el informador, el cual le repitió lo sucedido, detallando además las circunstancias de las dos muertes, lo que estremeció hasta el fondo el ánima de los oyentes.
-¡Y eso no es todo! -añadió Poliwo- ¡El sacerdote de ese dios aqueo, Apolo, quiere a las sacerdotisas para que le sirvan, te quiere sobre todo a ti, a la Pitonisa...! No tardarán en llegar, ¡debéis huir todas!
En el pequeño llano, la angustia se adueñó de todos los corazones. Los aldeanos, impotentes, miraban alternativamente a Febe, la nueva Pitonisa, la débil niña que temblaba de pavor y a su mentora, Temis. Esta reflexionaba velozmente sobre las medidas a adoptar. Febe no podía enfrentarse a algo así y aunque ella se sentía también atemorizada, procuró mostrar un ánimo sereno para no inquietar más a los congregados. Finalmente tomó una decisión:
-No consentiré que caigáis en manos de perjuros y sacrílegos -habló con firmeza a sus iniciadas-. La nueva Pitonisa debe salvarse y las demás la acompañaréis y la protegeréis, sobre todo tú, Agláe, pues eres la mayor. Debéis partir inmediatamente.
Agláe hizo un intento de protesta.
-¿Dónde vamos a ir? Donde quiera que vayamos nos perseguirán...¿Y qué harás tú? ¡No puedes quedarte, vente con nosotras!
Temis la tomó de las manos con una sonrisa dulce y negó con la cabeza.
-No, mi querida Agláe --contestó-. Me corresponde ejercer de Pitonisa por última vez. Ganaré un tiempo que os hace mucha falta. Y quizá ese dios respete este lugar sagrado...Vosotros os iréis lejos, donde no puedan seguiros, al valle del Tempe. Allí Dafne, mi hermana consagrada, os acogerá en su santuario.
--Eumenes -indicó después al guardián de la cueva-, llévate a Parrasio y guía a mis iniciadas hasta Lamia cruzando las montañas. Allí iréis a ver a Aristómaco y en mi nombre le pediréis un barco con piloto para cruzar el Golfo Malíaco y así salir al mar abierto. Subiréis hacia el norte hasta donde desemboca el dios río Peneo. Desde allí al valle del Tempe y el santuario de Dafne solo hay unas horas de camino por tierra.
Eumenes asintió con una profunda inclinación. Sería un largo y penoso itinerario, pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por su señora, y en estos momentos una compasión sincera se reflejaba en su semblante, temiendo por el destino que podía aguardar a la antigua Pitonisa. Esta aún le hizo una última pregunta:
-¿Está a mano mi máscara de Gorgona?
-Sí, señora, donde siempre-contestó el sirviente.
Luego Temis se volvió hacia los aldeanos, al ver cómo algunos aprestaban sus cuchillos.
-Y vosotros -les dijo-, no resistáis. No quiero más muertes inútiles. Ya habéis escuchado a Poliwo, son demasiados, aguerridos y acostumbrados a matar. Los hombres jóvenes retiraos al valle. Más tarde, los ánimos estarán más calmados y podréis volver a vuestras aldeas, sé que os necesitarán, ayer tuve un sueño...¡oh diosa!
Al pronto se le quebró la voz, sollozó y ya no pudo seguir. Solo con un gesto de premura de sus manos los invitó a todos a cumplir sus designios. Los jóvenes se retiraron apresuradamente mientras las iniciadas y sus dos guías se proveían de las viandas necesarias para el largo camino que iban a emprender. Al poco tiempo, enfilaban todas hacia el norte. En la explanada solo quedaron algunas familias, mujeres, ancianos y niños esperando temerosos y resignados la aparición del ejército aqueo. Temis los miró, compadecida, y se internó en la cueva para rezarle a la diosa.
***
Apolonio y Dakeru, afrontaron la última pendiente, maldiciendo por la fatigosa caminata, seguidos por el pesado retumbar de su ejército. Al llegar al angosto llano frente a la gruta, se toparon con la masa encogida y temerosa de los aldeanos. De inmediato notaron la ausencia de los más jóvenes. Dakeru, rió de una forma despreciativa.
-¡Por Zeus, os habéis dado prisa en esconder a los jovencitos...! ¡No importa, tarde o temprano volverán a sus aldeas y si no, ya los iremos cazando uno a uno!
Apolonio, con una idea fija, los interrogó a su vez:
-¿Dónde están las iniciadas? ¿Y la Pitonisa? -y al ver que algunos miraban hacia la oscura boca de la cueva, preguntó-: ¿Están ahí dentro? ¡Responded!
Sin embargo, nadie abrió la boca, helados por el terror. Por tanto el sacerdote, sin añadir una palabra más, se dirigió a la gruta, seguido por un grupo de soldados. Estos no las tenían todas consigo al penetrar en aquel ámbito sagrado, casi espeluznante debido a la penumbra, solo mitigada por una débil antorcha colocada en una de las paredes. Presas de un temor supersticioso, su actitud contrastaba con la de su jefe, Apolonio, a quien su fanatismo por el dios aqueo le procuraba un escudo menta que le impedía ver en las formaciones globulosas de la gruta, los demonios y seres divinos imaginados por los soldados de su patrulla.
Estos, incluso se sobresaltaron cuando el eco devolvió las grandes voces del sacerdote.
-¡Salid, iniciadas! ¡No os haremos daño, solo queremos convertiros en siervas de Apolo!
El silencio fue la única respuesta a la orden de Apolonio. Este volvió a gritar, tras unos momentos de espera. La luz de la antorcha no llegaba al fondo de la gruta y a sus otras galerías, que se mantenían en una oscuridad insondable.
-¡No agotéis mi paciencia, o por Apolo, que vais a ser siervas mudas cuando os corte a todas la lengua! ¡A ti, Pitonisa, no, tú debes alabar a mi dios y él profetizará a través tuyo!
Entonces, una voz cavernosa se dejó oír, retumbando por las altas bóvedas llenas de estalactitas.
-¿Por qué me persigues, sacerdote? ¿Por qué invades mis lugares secretos? ¿Debo adoptar una forma mortal para dejar caer sobre ti mi ira y mi maldición?
Mientras el eco de estas palabras quedaba flotando en el silencio, una blanca figura iba surgiendo de la galería más profunda. Una diosa desnuda, con los espléndidos pechos de la Gran Madre y sus caderas perfectas, pero con un rostro terrible, una enorme boca de colmillos aguzados, una lengua colgante y el cabello lleno de serpientes amenazadoras. La desnudez de la diosa solo se cubría a medias por una gigantesca serpiente pitón, blanquecina y fantasmal, enrollada en el cuello, que se deslizaba por su vientre mientras abría las fauces, mostrando sus colmillos a los invasores.
La reacción inmediata de los soldados fue arrojar sus armas al suelo a toda prisa y correr hacia la luz salvadora de la salida. Apolonio se sorprendió, en un principio, al verse solo, pero después, a gritos, les arrojó su desprecio a las espaldas.
-¡Huid, cobardes! ¿Así pensáis conquistar estas tierras y ofrendarlas a Apolo?
Entonces, el sacerdote se volvió a mirar hacia la aterradora figura que avanzaba hacia él y agachándose sobre el suelo de la caverna, tomó el arco y el carcaj arrojado por uno de los soldados huidos. Colocó una flecha sobre la cuerda y a la débil luz de la antorcha, apuntó cuidadosamente.
El agudo dardo partió, silbante, y fue a atravesar limpiamente la cabeza de la pitón. La serpiente, poco a poco, aflojó los músculos de sus anillos cayendo exánime a la tierra. Un grito lastimero siguió a la muerte del ofidio y Temis se dejó caer a su lado, desesperada y rendida. Apolonio solo tuvo que acercarse a ella y arrancarle la máscara de Gorgona, la que abocinaba su voz, dejando al descubierto el bello y lloroso rostro de la antigua Pitonisa.
-¿La Pitonisa eres tú? ¿Dónde están tus compañeras? -le gritó el sacerdote de Apolo.
Entonces la expresión de Temis cambió. Se carcajeó con una risa casi triunfante y le escupió, llena de odio:
-¡Llegas tarde, sacerdote, hoy consagramos a la nueva Pitonisa! ¡Ni ella ni sus iniciadas están ya aquí, búscalas ahora por toda la Hélade, aqueo, jajaja!
Apolonio no pudo contener su ira y la abofeteó, arrastrándola seguidamente hasta dejarla al borde de la salida, mientras aullaba, loco de furor:
-¡Maldita seas, mujer, serás esclava del último campesino de Crisa! ¡No me vas a detener, las buscaré hasta en el Hades si es preciso! ¡Y ahora no te irás sin castigo!
Cuando terminó de decir esto, Apolonio ya estaba fuera de la gruta. En la semioscuridad de la entrada, los aldeanos podían ver, entre lamentos y sollozos, la desmadejada figura de su señora, en el suelo de la caverna. Apolonio hizo un gesto a los soldados que habían entrado con él.
-Ahí tenéis a ese remedo de diosa, la que tanto temor os causó antes. Haced con ella cuanto queráis...
La invitación provocó un brillo de lujuria en los ojos de la soldadesca y el grupo se adentró en la cueva para satisfacer sus más bajos instintos. Desesperados gritos femeninos partían de la gruta, soportados entre la ira, la compasión y la impotencia de los aldeanos, viendo salir un soldado tras otro de la oscuridad, después de saciar sus apetitos.
Un hombre de mediana edad, al lado de un niño que debía ser su hijo, no pudo resistir el espectáculo y comenzó a sacar su cuchillo disimuladamente, con el propósito de hundirlo en el corazón del sacerdote. Sin embargo, Dakeru estaba atento y se acercó bruscamente a él, abrazándolo estrechamente mientras le abría el vientre con su daga. Nadie se apercibió y Dakeru lo sostuvo mientras le susurraba al oído:
-No querrás que mis hombres desencadenen aquí una masacre, comenzando por tu hijo...Ahora te irás a morir tras esas rocas sin gritar ni decir nada. Te prometo cuidar bien de ese niño...
El interpelado lo miró con ojos ya casi velados por la muerte, pero obedeció y desapareció tambaleándose por la ladera. Entretanto, los soldados ya habían terminado con Temis y permitieron que los aldeanos, llorosos y contritos, la socorrieran.
Dakeru y Apolonio retuvieron a uno de ellos y el pobre campesino, aterrorizado bajo amenaza de muerte, les confesó el destino de las iniciadas.
-¡El valle del Tempe! -maldijo Dakeru, frunciendo el ceño-. Quizá no merece la pena esa expedición tan lejana, solo por un grupo de ninfas orgiásticas...
-¡Cuando estén en nuestro poder, se conservarán castas para Apolo! No podemos permitir su huida, la Pitonisa está con ellas y debe incorporarse al oráculo del dios...Además, Dakeru, tenemos otro santuario que dedicar a Apolo, el de Dafne, ya has oído.
El lawagetas reflexionó unos momentos. Luego dio su conformidad.
-De acuerdo. Iremos tras ellas al valle del Tempe, pero con la mitad de las tropas. La otra mitad quedará al mando del Seguidor Androcles para controlar la aldea de la fuente Castalia y a los dispersos por estas laderas.
-¡Partamos ya! -pidió Apolonio, impaciente.
-No -repuso Dakeru-. Descansaremos unas horas mientras algunos hombres recogen suficientes provisiones para el viaje. Veo algunos rebaños en ese valle inferior y los aldeanos han traído abundante pan para la fiesta...
De esta manera, los aqueos comenzaron a prepararse para el largo camino emprendido ya por las tristes iniciadas. Contaban desde luego con un mayor conocimiento del terreno por parte de sus dos guías. Estos las llevaban por atajos escondidos y eso les daría unas horas de ventaja.
En la explanada de la cueva, alguien había decidido no seguir esta vez a su sacerdote. Lictio, el pintor, también con alma de arquitecto, había convencido a Apolonio de que le sería más útil examinando los alrededores de la fuente Castalia para determinar el mejor lugar donde instalar el nuevo santuario de Apolo y el sacerdote estuvo de acuerdo.
Pero Lictio no quería quedarse únicamente por esa razón. Su alma cretense y minoica repudiaba el tratamiento dado a la Gran Madre, la cual aún reinaba allá, en Creta, y que tantas veces había plasmado en sus frescos. Le dolía profundamente la violación múltiple de su sacerdotisa y por eso se introdujo entre el grupo de aldeanos que la sostenía mientras la sacaban de la cueva, ya castamente cubierta, y le ofreció su hombro. El cretense se prometió hacer lo posible para recibirla como esclava y no dejársela a ningún patán de la tropa, con el firme propósito de no tratarla de esa manera, sino como representante que fue de la Gran Madre.
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