ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ꜱɪᴇᴛᴇ
ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ꜱɪᴇᴛᴇ
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━━━EL CAMINO A UN CORAZÓN LLENO DE ODIO ES UNO REPLETO DE ROSAS Y ESPINAS.
Dos meses después, y Antheia había conseguido que Apolo le prestara atención solo en el lecho.
Estaba acumulando furia. No le convenía, necesitaba encantarlo, mucho más que solo calentar su cama.
«Me trata como si fuera una prostituta de los barrios bajos, una de la que se avergüenza que vean a su lado con la luz del día».
—Señora. —Levantó la vista de su comida para mirar a su doncella—. Los criados hablaron. El señor Apolo dará un paseo por el jardín esta tarde con la señora Calíope.
Sonrió. Era lo que necesitaba.
Se preparó con un vestido sencillo blanco, bastante escotado y sin espalda, se puso adornos de oro, sin olvidarse de su pulsera especial, y perfume.
Salió de su habitación seguida de Liria, quién había hecho que le prepararan unas dianas.
El jardín estaba en plena floración, y el aire estaba impregnado con el dulce aroma de las rosas. Liria cargaba un carcaj lleno de flechas, y se acomodaron cerca de una banca.
Con un suave movimiento de mano, la pulsera se convirtió en un bellísimo arco con relieves de mariposas talladas en la madera.
Lo miró por todos lados, dudando de qué hacer. Nunca había usado uno. No tenía idea de cómo usarlo, pero confiaba que su ignorancia provocará algún tipo de placer a su esposo.
Lo tomó con la punta de los dedos, no estaba segura de si le gustaría aquella arma. Afrodita nunca le dejó aprender aquel arte, ni ningún otro en realidad. Ella decía que las mejores armas son la astucia, la belleza y el deseo.
Liria le extendió una flecha y la acomodó. La flecha se movió en otra dirección. Volvió a acomodarla. No, algo debía estar haciendo mal, seguía moviéndose.
—Esto es ridículo —masculló entre dientes.
Las cosas que tenía que hacer para que Apolo le prestara atención.
Antheia apretó los labios con frustración mientras trataba de mantener la flecha en su lugar. La mirada de Liria permanecía fija en ella, ofreciendo silencioso apoyo.
Intentó varias veces, la flecha se le cayó varias veces antes de lograr disparar una, que se perdió entre los arbustos.
Al menos ya sabía como mantenerla en el lugar. Suspiró viendo el carcaj cada vez más vacío.
Tomó una respiración profunda y, al exhalar, intentó una vez más. Su postura era torpe y su técnica dejaba mucho que desear.
—Ya vienen, señora —murmuró Liria por lo bajo.
Asintió, escuchando las voces familiares de Apolo y Calíope acercándose. Su corazón comenzó a latir más rápido. Era ahora o nunca. Tiró de la cuerda del arco, sintiendo la tensión en sus músculos, y apuntó hacia una de las dianas colocadas estratégicamente en el jardín.
La flecha salió disparada y, aunque no acertó en el blanco, se clavó en un árbol cercano con un sonoro "thunk". No era el resultado que había esperado, pero había logrado captar la atención de Apolo. Él se detuvo en seco, viéndola con sorpresa e inmediatamente con enojo.
—¿Qué crees que haces? —cuestionó.
—Intento aprender —respondió con tono frustrado—. Nunca había usado uno, aunque siempre es buen momento para aprender, en mi caso soy un total fracaso.
Apolo le sostuvo la mirada, luego bajó por el vestido antes de volver a subir a sus ojos.
Calliope, a su lado, sonreía con burla.
—¿Nunca te enseñaron a usarlo? —preguntó su esposo.
Negó con la cabeza.
—Mis maestras consideraba no apto para mi educación, pero ahora que estoy lejos de su tutela, pensé que era una oportunidad para aprender.
La miró con esa mezcla de incredulidad y desprecio que se había vuelto tan familiar en los últimos meses. Al final, soltó una risa sarcástica, una que resonó en sus oídos como una burla aguda.
Antheia apretó los dientes, pero mantuvo su expresión neutra. Sabía que mostrar debilidad sólo alimentaría la burla de ambos.
—Lo dije antes y lo mantengo —dijo viéndola con lástima. Antheia estaba confundida—. El arco es un arte, no todos están hechos para su manejo. Y tú, al igual que tu padre, se ven ridículos sosteniendo uno. Estás jugando a ser algo que no eres.
El desprecio en su voz hizo que la furia burbujeara dentro de ella.
«Cuando se trata de los hombres, consigues más con miel. Su ego es todo para ellos» pensó recordando las lecciones de su abuela.
Respiró hondo y optó por un enfoque más sutil.
Bajó la mirada, tragando saliva y tratando de ocultar el temblor en sus labios. No quería que la viera llorar.
—Tiene razón, mi señor —dijo suavemente, pero su voz sonó algo rota—. Tal vez estoy jugando, pero en verdad deseaba poder aprender un poco del arte que lo representa. Siendo ahora su esposa, pensé que quizás todo el Olimpo esperaría que al menos supiera sostener un arco. —Se le escapó un hipido, sus ojos ardían—. ¡Pero solo soy un fracaso!
Antheia no lo estaba viendo, confiando en los sentimientos qué sentía provenir de él. Era mejor así, porque de haberlo visto, habría estallado en carcajadas.
Apolo estaba realmente estupefacto. ¿Estaba llorando por lo que le dijo? ¿Ella de verdad le había afectado?
Él esperaba una reacción más escandalosa, fúrica. Como Eros. Era su hija después de todo.
En su lugar, se había echado a llorar como una niña pequeña.
Su mirada se movió de un lado al otro, viendo todas las flechas rotas o clavadas en cualquier lugar menos en las dianas.
No estaba seguro de cómo manejar esto.
—Yo... —empezó Apolo con tono vacilante.
Antheia levantó la cabeza, sus ojos enrojecidos y sus mejillas húmedas.
—¡¿Qué dirán todos si se enteran de mi fracaso?! —exclamó sollozando y arrojó el arco con fuerza al suelo. Calíope abrió la boca, sorprendida. Apolo retrocedió un paso, asombrado por tal estallido y comenzaba a sentirse incómodo—. ¡Yo le diré lo que dirán! ¡Que la esposa del dios del tiro con arco es una vergüenza, una mancha en la reputación de su esposo!
A ver. Un día cualquiera, Apolo quizá no habría caído en una treta como aquella. Pero Antheia llevaba casi un mes compartiendo su lecho. El dios pensaba que era normal si pasado tanto tiempo, ella se terminaba encariñando y haciendo ideas que no serían realidad. Que ella buscara hacerlo sentir orgulloso no era descabellado, seguramente se había enamorado perdidamente de él y quería agradarle con desesperación.
Y ahora, con esas últimas palabras había tocado una fibra sensible: su reputación.
Aunque odiara reconocerlo, tenía razón.
¡Imaginen que dirían todos si se enteraban que él tenía una esposa que no podía usar un arco ni para salvar su vida!
Su reputación, su orgullo, eran lo que más valoraba. No podía permitir que se hablara mal de él, mucho menos por culpa de ella.
—Antheia. —Apolo suspiró.
No quería tener que hacer algo que la hiciera quedar bien, pero si no lo hacía, el que quedaría mal sería él. Y dicho sea. Ya no la aguantaba llorando. Que criatura patética.
—¡Ya basta! —bramó, sobresaltándola.
Lo miró con sus enormes ojos azules, bañados de lágrimas y, pese a lo mucho que deseaba negarlo, sus manos temblaron por tomarla en brazos y calmar su angustia.
Carraspeó, y enderezó su postura.
—Es suficiente de tanto llanto —dijo con voz fría—. No necesitamos hacer un drama de esto.
Antheia sollozó una vez más, limpiando sus lágrimas con el dorso de la mano. Apolo notó cómo su pecho subía y bajaba con cada respiración agitada.
Ella asintió, entre hipidos.
—Es cierto lo que dices, no voy a permitir que por tu culpa sea la burla del Olimpo —continuó, cruzando los brazos y asumiendo una postura dominante—. Si el inutil de tu padre no vio necesario enseñarte, es claramente porque él también es un fracaso en un arte tan diestro y elegante como este.
Antheia apretó la mandíbula para evitar responderle. Esto era precisamente lo que inició todo, que ella estuviera casada con ese despreciable hombre era su arrogante y frágil ego, y el desprecio por todo aquel que mostrara ser un poco mejor que él. Y parecía que no había aprendido nada de la primera vez.
—Supongo que no tengo más opción que corregir esto —dijo con pesar.
Aunque le repugnaba la idea de perder tiempo valioso enseñándole algo tan básico, su reputación y orgullo exigían que lo hiciera.
—¿Me enseñarás entonces? —preguntó con voz temblorosa.
—Sí —espetó rodando los ojos. ¿Es que era tan estúpida que ni entre líneas sabía leer y tenía que preguntar todo?—. No te emociones, solo lo básico. Aunque no espero que muestres buenos resultados, después de todo, careces de talento natural. —Miró las flechas a sus pies, sintiendo vergüenza ajena—. Será un aprendizaje que puede tomar años y mucha disciplina. Y aún así, no espero que algún día alcances el nivel para estar siquiera a la altura de tu padre, mucho menos a la mía.
Estaba tan metido en su discurso que no se percató de la mirada mortal que le dirigió Antheia.
«Ojalá que mi padre te disparé otra flecha, bastardo» pensó, apretando los puños para no golpearlo.
Miró a Calliope. Ella los miraba sin saber qué decir, una sonrisa atinaba en la comisura del labio.
—Retírate —le ordenó el dios.
La sonrisa se le borró.
—Pero, mi señor...
—Dije que te retires —repitió entre dientes.
Calíope quería replicar, miró a Antheia con desprecio, pero obedeció.
—Muy bien —dijo él, señalando las dianas—. Empezaremos con lo básico. Coloca la flecha en la cuerda y asegúrate de que esté bien alineada con el arco. Luego, tira de la cuerda hacia atrás, manteniendo la mirada fija en el objetivo.
Antheia intentó seguir sus instrucciones, aunque su postura seguía siendo torpe.
La flecha se le cayó.
—¡Es increíble! —espetó molesto—. Ni siquiera lo puedes sostener bien.
—Lo siento.
Se acercó a ella, con impaciencia.
Le tomó bruscamente de la cintura, ajustando su posición, y acomodó el arco entre sus manos. Rodeó su cuerpo con sus brazos.
—Así, con firmeza —dijo, colocando sus manos sobre las de ella—. Tu agarre es demasiado flojo, así nunca acertarás en el blanco.
La joven se apoyó suavemente contra su pecho, y el bonito y sensual perfume que siempre flotaba a su alrededor inundó sus sentidos.
Tragó saliva, intentando concentrarse.
La ayudó a apuntar.
—Así está mejor —dijo, bajando la voz, casi susurrando en su oído—. Ahora, tira de la cuerda con un movimiento suave y constante. No seas brusca.
Guió su brazo hacia atrás y dispararon.
La flecha se clavó justo en el centro.
Apolo sonrió, un gesto que era más para él mismo que para ella.
Antheia volteó la cabeza hacia él, mirándolo entre las pestañas y Apolo pensó que sus ojos eran hermosos, incluso bañados en lágrimas.
—No está mal —admitió, retirándose un paso—. Pero aún tienes mucho que aprender.
—Gracias, mi señor—dijo ella suavemente—. Haré lo mejor que pueda para no decepcionarlo.
Él asintió, satisfecho. Era como debía ser. Todos a su alrededor, esforzándose por ganar su aprobación, por estar a la altura de su grandeza. Y si Antheia podía aprender a disparar un arco decentemente, solo sería otro testimonio de su propio poder y dominio. Sin mencionar su benevolencia. Era más de lo que ella merecía.
Entonces, sus ojos se desviaron más abajo.
«Tan hermosos» pensó sintiendo como la boca se le hacía agua. «El tamaño perfecto»,
Como la odiaba, pero como deseaba calmar el ardor en su entrepierna siempre que la tenía cerca.
Y qué fácil sería bajarle las hombreras. Ella no se resistiría a dejarse tirar al suelo, abriría las piernas con gusto para él.
«Pero nos verían».
Todos lo sabían. Pero que vieran directamente, a plena luz del día, lo débil que era para con ella. No, no podía.
—Ahora intentalo sola —dijo con tono ronco, tratando de poner distancia entre ellos.
La noche era otra cosa.
Antheia asintió. Dándole la espalda, y sonrió. Apolo era tan predecible, su ego más grande que su hombría.
Ni siquiera fue capaz de ver a través de su acto.
Que fácil había sido manipularlo.
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Antheia podía decir que había hecho un gran avance.
En el día, Apolo se tomaba al menos una o dos horas para entrenarla, y en el mes que llevaban, había mejorado muchísimo.
—Es muy buen maestro —comentó con tono exageradamente dulce.
Apolo rodó los ojos.
—Supongo que no has resultado ser tan desesperante como esperaba.
Antheia sabía que solo buscaba molestarla. De alguna manera, en algún punto de las lecciones se encontraron bromeando.
El dios debía admitir que su joven esposa podía ser realmente agradable.
—¿Qué otros talentos tienes? —preguntó apoyando su enorme arco de oro en el césped.
Antheia ladeó la cabeza, pensativa.
—Toco la lira, la kithara, el aulo y la krotala, principalmente para eventos religiosos. Sé pintar, tejer y bordar. Aunque también disfruto del cuidado de las plantas.
Apolo asintió, sorprendentemente, complacido con su respuesta.
Y por las noches, hacer el amor se sentía como algo más que solo un deber.
Al menos, por momentos, había risas.
Se dejó caer sobre ella, aún dentro suyo, enterró la cara entre sus senos y no parecía querer despegarse de ahí, comenzó con pequeños besos desde el centro, subiendo lentamente por el seno derecho hasta llegar al pezón. Succionaba, lamía y mordía, llenándolo de saliva hasta dejarlo rojo. Con la otra mano pellizcaba y acariciaba, pasando de un tirón a un lento roce.
—Mi señor, usted parece más casado con ellas que conmigo.
—Son la cosa más hermosa que haya visto jamás —murmuró contra la piel—. Y son solamente mías.
Antheia soltó una carcajada demasiado escandalosa para lo que siempre le habían dicho que debía hacer.
Solo risitas, nunca risas fuertes.
Pero en ese momento, aquella carcajada le nació del alma. Y se perdió en un gritó cuando él la mordió, antes de unirse a ella en más risas.
Sí. Antheia estaba complacida del avance realizado.
Apolo se había marchado esa mañana, pasaría unos días de caza con su hermana, Artemisa. Miró a su alrededor. La estancia principal del harem estaba vacía.
—¿Dónde están todos?
—Las musas organizaron una comida en el jardín —respondió Liria en voz baja.
Apretó los dientes.
A pesar de haber hecho avances, Apolo aún no le daba el lugar que le correspondía y eso hacía que nadie en el templo la respetase todavía.
Levantó la barbilla. No iba a dejar que la hicieran a un lado.
Se encaminó a los jardines, sabiendo que probablemente no sería bien recibida, pero no le importaba.
Al llegar, el aire estaba cargado de risas y conversaciones animadas. Las mesas estaban dispuestas con esmero, adornadas con frutas frescas, pan recién horneado, carnes asadas y copas de vino reluciente.
Las musas se encontraban dispersas, hablando con cada una de las demás mujeres, incluso los cuatro hombres que a veces veía coquetear con Apolo estaban allí. Todos llevándose maravillosamente entre ellos, sin peleas, ni celos. Nada.
Solo ella era la intrusa.
Al verla, algunas dejaron de hablar y la miraron con evidente desaprobación y desdén.
—Buenos días —dijo con una sonrisa diplomática, ignorando el ambiente hostil.
—Antheia, no esperábamos que te unieras a nosotras —dijo Terpsícore, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
—No sabía que almorzarían en el jardín.
Murmuraron respuestas ininteligibles, y otras simplemente la ignoraron. Antheia avanzó hacia la mesa, buscando un lugar donde sentarse. Todos los asientos parecían ocupados, estratégicamente ubicados para evitar dejar un espacio a su lado.
Al pasar junto a una de los asientos vacíos, una de las jóvenes colocó rápidamente su abanico sobre el asiento, reclamándolo para ella misma.
—Oh, lo siento, querida. Este lugar está reservado —dijo la joven, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Antheia no pudo evitar una sonrisa irónica ante la obvia maniobra.
Miró alrededor notando como los hombres subían las piernas a los asientos para ocupar más espacio, y las mujeres a su alrededor se reían por lo bajo.
«Esto ya es ridículo» pensó frustrada.
—Me temo, querida, que el único lugar disponible es ese —dijo Calíope señalando un asiento en la mesa más alejada de todas.
Sola y aislada. Así la querían.
No iba a rebajarse a aceptar eso. Se dio la vuelta con la intención de alejarse de allí, pero apenas logró salir de la vista de todas esas envidiosas, vio a un sátiro corriendo hacia ella. Se detuvo a unos pasos, respirando agitado.
—S-Se...ñora... —decía sin aire, apuntando hacia el interior del palacio—. Su...ma..majes...tad..., la Rei...na Hera...es...tá...llegan...do.
Entre lo poco que se le entendió, a Antheia casi le daba un sofocón.
La reina venía. La reina quién era madrastra de Apolo. La misma que odiaba a su esposo y casi había matado a la señora Leto y la maldijo para no dar a luz.
¿Qué hacía?
¿Qué haría la señora Afrodita?
«Diplomacia, querida. Con todos los dioses, el mejor camino siempre es la diplomacia, incluso si te caen mal. Mejor tenerlos de aliados que de enemigos. Luego puedes actuar como quieras en silencio».
Sí. Debía mostrar educación. No podía rechazar a la diosa reina. Zeus podría verlo como una ofensa a él.
—Que preparen vino y aperitivos —ordenó a Liria, quién asintió con fervor y desapareció.
Se dirigió hacia la entrada del templo con una mezcla de nerviosismo y determinación. Esta sería la primera visita oficial que recibiría como esposa de Apolo, y la llegada de la reina Hera le otorgaba una oportunidad para demostrar su capacidad de manejo de situaciones delicadas.
Al acercarse a la gran entrada del templo, Antheia respiró profundamente y ajustó su vestido, un elegante atuendo blanco adornado con detalles dorados que resaltaban su figura.
Debía tener extremo cuidado, la señora Hera no era conocida por su paciencia ni por su tolerancia. Y era de conocimiento popular que no tenía ningún gesto amable hacia ninguno de sus hijastros.
Antheia no sabía si debía considerarla aliada o enemiga.
Se detuvo en el salón de entrada. Tocó su cabello, asegurándose que todo estuviera en orden.
Los sirvientes se apresuraban a preparar la llegada, colocando ramos de flores frescas y asegurándose de que todo estuviera perfecto. En pocos minutos, las puertas se abrieron y un séquito de ninfas y sátiros precedió a la majestuosa figura de Hera.
Antheia recuerda haberla visto de lejos el día de su boda.
Y era tal como en sus recuerdos. Alta, de porte regio, con ojos que parecían penetrar hasta el alma. Cabello castaño con tonalidades rojizas, largo y sujeto en una trenza larga con adornos de oro. Su manto azul ondeaba detrás de ella, bordados con plumas de pavo real.
La joven inclinó la cabeza en una reverencia respetuosa.
—Majestad, es un honor recibirla en nuestro hogar —dijo con una voz firme y clara, mientras levantaba la cabeza para encontrar la mirada de la diosa. Sonrió con cortesía.
Hera la observó por un momento, sus labios dibujando una línea fina antes de responder.
—Antheia, es un placer ver que alguien en esta casa tiene modales —respondió Hera con voz suave. Dio un paso adelante, mirándola de arriba abajo—. Quizá demasiados para un esposo como el tuyo.
Antheia sintió una punzada al escuchar las palabras de Hera, pero mantuvo su sonrisa y su postura elegante. La reina de los dioses era conocida por su lengua afilada y sobre todo, su desdén hacia los hijos de su esposo que pertenecían al Consejo Olímpico.
—Mi señora, trato de estar a la altura de las expectativas que este papel demanda —respondió con una voz tranquila y segura—. Apolo es un dios venerado, y es un honor ser su esposa.
Hera sonrió con algo que parecía diversión, pero no dijo nada. Observó a su alrededor y asintió complacida al notar los lirios que adornaban el lugar.
—Sin duda este lugar necesita un toque femenino.
—Por favor, señora mía, acompáñeme —dijo Antheia—. He pedido que se preparara una sala para recibirla como corresponde.
Hera la miró con una mezcla de interés y escrutinio. Con un leve asentimiento, la reina avanzó hacia el interior del templo, dejando a sus seguidores y sirvientes detrás. Antheia se giró para acompañarla, asegurándose de mantener un paso mesurado a su lado.
La sala que Liria preparó era elegante, con grandes ventanales que daban al jardín.
Era acogedor, con suaves cojines en tonos de azul y dorado dispuestos cuidadosamente alrededor de la habitación. Una mesa central estaba adornada con una variedad de frutas frescas, aperitivos y una selección de vinos finos.
Hera caminó lentamente por la sala, observando cada detalle con una mirada crítica. Antheia se mantuvo a su lado, observando con atención, lista para responder cualquier comentario o pregunta que pudiera surgir.
Retorcía las manos con nervios, esperaba que dentro del poco tiempo que tuvieron, fuera del agrado de la diosa.
—Es agradable sentirse bien recibida en este lugar por una vez —comentó Hera,, se sentó con una elegancia tan propia que Antheia la vio embelesada.
La joven sonrió.
—Gracias, majestad. Es un placer recibirla y asegurarme de que su visita sea lo más agradable posible.
Hera la miró con ojos calculadores, como si buscara más allá de las palabras corteses. Había un peso en el aire, una tensión que Antheia sentía en cada fibra de su ser.
—Dime, querida, ¿cómo te sientes siendo la esposa de Apolo? —preguntó Hera, su tono era casual, pero había una intensidad subyacente en su voz—. Sé sincera, por favor. No importa lo amargo que sea, no te juzgaré.
Antheia se tomó un momento para considerar su respuesta.
—La convivencia ha sido...difícil —respondió Antheia con honestidad, manteniendo su tono sereno—. Mi esposo no ha sido cálido precisamente y lamento decir que la única forma en la que logré que me empezara a prestar atención, se dio a mis conocimientos en el lecho.
Hera soltó un bufido y rodó los ojos.
—No me sorprende nada.
—Al menos así fue hasta hace un mes —se apresuró a agregar. Hera enarcó una ceja—. Creo que logré encontrar un punto en común, y todo ha ido un poco mejor.
—Supongo que está bien —dijo con desdén.
—Aunque...
—¿Aunque? —Hera bebió un sorbo de vino.
Antheia vaciló por un momento, midiendo sus palabras con cuidado. Abrirse por completo a Hera, era un arma de doble filo que podía jugarle muy en contra.
Pero la mirada penetrante de la diosa la instaba a continuar.
—Aunque —comenzó Antheia, suavizando su tono—, por más que esté logrando avances a pasos de un bebé con Apolo, me temo que eso no me ayuda a ganar al menos el respeto de los demás habitantes de este templo. Apolo...mantiene a todos sus amantes aquí, conviviendo conmigo y no les agrado.
Hera inclinó ligeramente la cabeza, sus ojos ahora parecían llenos de veneno.
—¿Qué has dicho? —Abrió la boca para repetir, pero fue cortada por la mano de la diosa—. ¡Agh, no digas más! ¡Igual que su padre, obligándonos a tener que soportar la vergüenza de sus pasiones!
Antheia sintió un escalofrío recorrerle la espalda al ver la reacción de Hera. La ira de la diosa era legendaria y, aunque no se dirigía hacia ella, estar en su presencia cuando estaba enfadada no era nada agradable. Hera respiró hondo, cerrando los ojos por un momento como si intentara calmarse.
—Es una vergüenza que los hombres de nuestra familia no puedan controlar sus impulsos —continuó Hera, abriendo los ojos con una chispa de desprecio—. Es un insulto para nosotras, para sus esposas. No me sorprende que Apolo sea igual. Al fin y al cabo, es hijo de Zeus. —Tomó una mano entre la suya y le acarició la mejilla—. Oh, cariño, eres tan joven, apenas una mujercita y te han condenado a pagar los crímenes de otros. ¿Cómo lo soportas?
La miró boquiabierta. Hera la miraba con compasión. No había visto una mirada como aquella nunca, quizá solo en ojos de su madrastra.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. La veía. A ella. Como lo que realmente era y no la mujer creada para seducir a los dioses, no como la sacerdotisa descendiente de la diosa del amor y la belleza.
La veía como la joven que creció sin tener recuerdos de su infancia que pudiera añorar con nostalgia dulce.
—Muchas veces tengo ganas de gritar —respondió finalmente, con una voz baja—. Pero intento enfocarme en lo que puedo controlar. Solo deseo ser respetada y tener un lugar en este hogar.
—Eres más fuerte de lo que pareces, querida —dijo Hera, casi con un tono de alabanza—. No muchas mujeres soportarían lo que tú has soportado. Y menos aún, lo enfrentarían con la elegancia y la gracia con la que lo haces. Es claro que has sido criada por una diosa, es la única explicación.
Hera se inclinó hacia adelante, bajando la voz en un susurro conspirativo.
—Te daré un consejo, Antheia. No te dejes pisotear por nadie en este lugar. Y si no puedes hacer que te respeten, haz que te teman. No sientas culpa por ser cruel, a veces, es mejor ser temida que amada. Sino, mira a tu padre, nadie lo quiere realmente, pero todos lo respetan porque le temen.
Asintió lentamente, asimilando esas palabras. Ella mejor que nadie sabía por lo que estaba pasando, todo lo que estaba sintiendo.
—Gracias, majestad —respondió con voz firme—. Agradezco sus palabras y su sabiduría. Haré lo posible por encontrar ese equilibrio.
Hera se reclinó en su asiento, observándola con una mezcla de curiosidad y aprobación.
—Espero verlo, querida. Espero que lo logres y no dudes en venir a mí si necesitas consejo o ayuda —dijo la reina de los dioses, tomando otro sorbo de vino—. Ahora, cuéntame más sobre ti.
Hablaron largo y tendido. La compañía de la reina era refrescante. Hacia tiempo que no tenía una conversación sin intereses de por medio. No se sentía presionada, ni juzgada. Hera parecía de verdad interesada en conocerla.
Cuando finalmente Hera se levantó, indicando que la audiencia había terminado, Antheia tuvo la sensación de que apenas habían pasado unos minutos.
—Gracias por recibirme, querida —dijo Hera, con una leve sonrisa—. Fue una conversación encantadora.
—El honor es mío, majestad. Siempre será bienvenida.
Hera se rió.
—Con tu marido aquí, lo dudo. Pero aprecio el gesto, por favor, visitarme en mi palacio.
Ambas bajaron las escaleras en un cómodo silencio, y se despidieron con alegría.
Antheia volvió al harén para descansar en su habitación, pero en cuanto entró, le cortaron el paso.
—Al señor Apolo le disgustara lo que hiciste —espetó una de las musas con los brazos cruzados.
—Apolo no está aquí, y yo soy la señora del palacio —replicó. Sonrió de lado—. Pero si tanto te disgustó, la próxima vez puedes ir tú misma a decirle a la reina que no vuelva por aquí.
Se puso roja. Claramente furiosa, pero no dijo nada.
«Eso pensé». Sonrió divertida.
Nadie en su sano juicio le haría un desplante así a la diosa.
Se dispuso a seguir su camino con una sensación de que quizá las palabras de Hera le habían dado un nuevo panorama.
Sin embargo, justo entonces, un objeto voló en el aire y la golpeó en la mejilla. El impacto la tomó por sorpresa, obligándola a dar un paso atrás y llevarse una mano a la cara. El murmullo de todos los presentes se intensificó de inmediato.
Antheia se giró, incrédula, y sus ojos se posaron en una joven de rostro juvenil y grandes ojos verdes. La chica, claramente nerviosa pero tratando de mantener una postura desafiante, sostenía una cesta de frutas en una mano. Un durazno rodó por el suelo, rebotando hasta detenerse a unos metros de donde estaba parada ella.
Se pasó la mano, quitando los restos de la fruta con enojo.
—¿Qué significa esto? —cuestionó, su voz helada y controlada, aunque su corazón latía con fuerza en su pecho.
La joven se mordió el labio inferior, mirando a sus compañeras antes de hablar.
—No porque ahora tengas la aprobación de las diosas eres superior a las demás —dijo, aunque su tono titubeante traicionaba la falta de verdadera convicción en sus palabras—. Al final, para nuestro señor solo tienes el valor de una puta.
Varias se rieron.
Antheia mantuvo la mirada fija en la joven, sintiendo la ira invadiendo sus venas hasta ver todo rojo.
—Te daré un consejo, Antheia. No te dejes pisotear por nadie en este lugar. Y si no puedes hacer que te respeten, haz que te teman. No sientas culpa por ser cruel, a veces, es mejor ser temida que amada. Sino, mira a tu padre, nadie lo quiere realmente, pero todos lo respetan porque le temen.
Ya estaba harta. Hera tenía razón. De verdad había intentando hacer las cosas de manera sutil. Ahora iba a obligarlas a respetarla, y si le temían, que así fuera.
El grito que soltó resonó por todo el palacio, probablemente quizá la escucharon en los jardines. Los theoroi, almas inmortalizads, enviados sagrados de los templos, que al morir servían como guardias en el Olimpo, corrieron hacia ella, en busca del peligro, tal como se esperaba de ellos.
—¿Pasa algo malo, mi señora? —preguntó Arkos, el jefe de los theoroi.
—Como esposa del dios de este templo, ¿Cuál es mi posición?
Todos los presentes, miraron confundidos la situación.
Arkos se removió incómodo, miró a las musas, sobre todo a Calíope y luego a Antheia.
—Usted es la máxima autoridad, sobre todo si nuestro señor está ausente —respondió. Miró nuevamente a todos y agregó—: Eso nos ordenó la señora Leto.
Antheia asintió.
—Azotala —ordenó señalando a la joven.
Los presentes soltaron un jadeo. La chica gritó, retrocediendo asustada.
—¡¿Acaso te has vuelto loca?! —espetó Calíope dando un paso hacia ella—. ¿Quién te crees para...?
—Creo que soy la esposa oficial —respondió con tono duro—, aprobada por el mismo Zeus y bendecida por Hera, quién nos casó. Y te guste o no, a todos, —agregó dando una mirada fría a su alrededor—, van a tener que empezar a comportarse, porque ya no toleraré ningún comportamiento disruptivo. Y agradece que estoy pidiendo solo unos azotes —dijo, dio unos pasos hacia Calíope, dándole una sonrisa ladina, mostrando el brazalete que ahora nunca se quitaba—, ¿o he de recordarte quién es mi padre? No creo que quieras descubrir lo que pasará si me siguen haciendo enojar.
Que placer ver el terror en sus ojos. Como la musa se puso tan pálida que creyó que se desmayaría o cómo todas parecían temblar, dando un paso atrás, lejos de ella, o como los hombres bajaban la vista, evitando mirarla a la cara.
Se giró hacia Arkos, quién tragó saliva, pero asintió.
—Como deseé, mi señora.
De un movimiento de mano, dos soldados avanzaron hacia la joven, quién comenzó a gritar aterrada, desesperada por tratar de escapar.
Nadie intentó ayudarla, y Antheia supo que por más amigables que se mostraran entre sí, ningúna persona allí se pondría en peligro por otra.
Cada quién se cuidaba solo, y ahora, se cuidarían de ella. Si Apolo no la defendía, ella lo haría por sí misma.
Antheia se cansó, pero ahora toca ver cómo va a reaccionar Apolo cuando se entere.
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