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ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴜɴᴏ

ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴜɴᴏ
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━━━CANTA, OH MUSA, LA HISTORIA DE ANTHEIA, LA NACIDA DEL AMOR.

Aprender a descubrir quién eres en todo el vasto cosmos del universo, puede ser la aventura más grande que tengas que enfrentar, y eso Antheia lo aprendió de la manera difícil.

Los primeros años no fueron nada fáciles. Para empezar, compartir el culto en Delfos con Apolo había sido...agradable solo los primeros meses, que a fin de cuentas, Antheia sabía que algo así podía pasar.

Apolo, siendo un Olímpico, y peor, un hombre, tenía la muy mala costumbre de tratarla como si fuera una más de sus siervos. A pesar de que se llevaban mejor, eran amigos la mayor parte del tiempo y amantes el otro resto, seguían siendo marido y mujer. Su mujer, como siempre le repetía. Y a veces, cuando quería algo, creía tener el derecho a mandarla como deseara sin considerar sus deseos.

Ambos eran muy testarudos, orgullosos y crueles cuando estaban enojados, y no les gustaba que el otro les dijera que no. Eran bastante parecidos a decir verdad. Nadie podría saber quién cedería primero, y dicho sea, nadie quería estar cerca cuando discutían.

—¡He dicho que no!

—¡Es tu templo!

—¡También es tuyo!

—¡Pero fue tuyo primero!

Apolo se llevó la mano al puente de la nariz. Su esposa era un ser tan emocional e irracional. Nunca quería entender.

Aquella era una discusión que venían teniendo hace semanas, no importa cuánto él lo intentara, siempre que sacaba a colación el tema, ella siempre se enojaba y volvía a lo mismo.

Y él comenzaba a cansarse.

—He pasado diez años aquí contigo, no puedo permanecer por siempre en Delfos, tengo otros templos que requieren mi presencia —explicó igual que si estuviera hablando con una niña pequeña—. Aún más importante, tengo que regresar al Olimpo, necesito estar en el Consejo.

—Bueno, hazlo —replicó ella—. Lo que no entiendo es por qué no puedo acompañarte.

—¡Por qué no!

—¡Esa no es una razón! —gritó furiosa, levantando las manos en un gesto exasperado—. ¡Nunca me dejas acompañarte a ningún lado! ¡Ni a Delos, ni Hiperborea, ni a Tegaea, ni Mileto, ni nada! ¡Me mantienes siempre encerrada aquí! ¡Ni siquiera me dejas tener visitas!

Apolo, inmóvil en su lugar, respiró profundamente, intentando calmarse, pero sus palabras salieron cortantes como cuchillas.

—¡No es por ti, Antheia! Tengo responsabilidades, cosas que hacer, lugares a los que ir. Y a diferencia de mí, tú único culto es este. Tú único templo, la única ciudad que te venera. No tienes nada fuera de este templo. No tienes sacerdotes propios, ni rituales, ni festivales, ni animales o nada que te represente ante los humanos. ¡No necesitas salir de aquí porque en ningún otro lado te consideran una diosa! ¡Todo tu "culto" gira a mi alrededor!

Antheia retrocedió un paso como si esas palabras la hubieran golpeado físicamente. Durante unos instantes, la sala quedó en completo silencio, salvo por el eco de la última frase que todavía resonaba en las paredes del templo. Sus ojos se entrecerraron y su pecho subió y bajó con un ritmo irregular. Había muchas cosas que Antheia podía soportar, pero aquello... aquello había cruzado un límite.

—¿Eso es lo que piensas? —murmuró al fin, su voz baja y peligrosa, llena de una calma que Apolo conocía demasiado bien. Esa calma era el preludio de la tormenta—. ¿Que no soy nada sin ti? ¿Que mi existencia como diosa depende solo de tí?

Apolo abrió la boca para responder, pero ella alzó una mano, cortándolo de inmediato.

—No, no hables —ordenó, dando un paso atrás—. Esto es lo que siempre has pensado, ¿verdad? Que soy un adorno, algo para embellecer tu templo. ¿Acaso esa fue tu intención cuando me dijiste que aquí podría crecer?

Apolo la miró fijamente, y aunque intentaba mantener su expresión serena, el ceño fruncido y la rigidez de su postura lo delataban.

—Tú sabes que te respeto —comenzó—. Pero no puedes comparar nuestras posiciones. Yo soy un Olímpico, y tú...

—¡Oh por los dioses! ¡¿Ese es tu supuesto respeto?! —Avanzó un paso hacia él, con los ojos llameantes de furia—. Si eso es respeto, Apolo, entonces prefiero tu desprecio, porque al menos sería honesto.

El dios entrecerró los ojos, su paciencia agotándose rápidamente.

—Antheia, cálmate —dijo con frialdad—. Estás reaccionando de forma exagerada.

—¿"Reaccionando de forma exagerada"? —le interrumpió, su voz resonando como un trueno en la sala—. ¿Es eso lo que crees que hago cada vez que me defiendo? ¿Cada vez que te exijo que me veas como tu igual?

—¡Es que no somos iguales!

Un silencio pesado cayó entre ellos, tan denso que parecía que ni siquiera los sonidos del exterior podían atravesarlo.

—Entiendo.

Finalmente, Antheia rompió ese silencio con una risa amarga, tan baja que apenas fue audible al principio, pero que pronto se transformó en una carcajada llena de incredulidad y desdén.

—No somos iguales... —repitió lentamente, saboreando las palabras con un tono que goteaba veneno—. Claro que no lo somos, Apolo. Tú eres el gran dios Olímpico, el perfecto hijo de Zeus, el eterno dorado que todo lo tiene y todo lo controla. ¿Cómo podría yo, una diosa "insignificante", compararme contigo?

Apolo cerró los puños a los costados, tratando de calmarse.

—Eso no es lo que quise decir, y lo sabes —gruñó entre dientes—. Para mí eres importante, tienes un gran lugar a mí lado, pero no puedes negar la realidad con la que se mueve el mundo. No puedes exigir igualdad cuando nuestras posiciones son tan diferentes. Los humanos veneran lo que conocen. Yo no hice estas reglas, Antheia, pero es la verdad.

Antheia soltó un bufido de incredulidad, su pecho subiendo y bajando rápidamente por la furia. Se llevó una mano al pecho, como si buscara contener un dolor que la asfixiaba.

Le dio la espalda, tratando de poner en orden a sus pensamientos. Se sentía tan furiosa. Cuando lo logró, volvió a centrarse en él.

—Dices que mi culto gira a tu alrededor, que no tengo nada propio. —Se detuvo, girándose para encararlo de nuevo—. Tal vez sea cierto, pero no porque yo no sea capaz, sino porque tú te has asegurado de que así sea. ¿Cuántas veces has permitido que alguien hable de mí sin mencionarte primero? ¿Cuántas veces has permitido que me entreguen ofrendas a mí primero? ¿Cuántas veces has permitido que los rezos sean sólo para mí?

Apolo frunció el ceño, incómodo.

—Como bien dijiste antes, es mi templo primero, mis sacerdotes que, generosamente he decidido compartirte; pero no por eso significa que deba pasarse por alto mi puesto como deidad principal. ¿Crees que cualquiera otra deidad compartiría así sus territorios? Te ofrecí la oportunidad de ser parte de algo más grande.

Ella rió, pero no era una risa alegre. Era amarga, llena de decepción.

—¿Parte de algo más grande? —repitió ella, su voz cargada de ironía—. No, Apolo. Lo que hiciste fue asegurarte de que yo nunca pudiera ser más grande que tú. Me has encerrado en este lugar, sin posibilidades de crecer, sin posibilidades de ser algo más que solo tu esposa.

Apolo rodó los ojos, claramente cansado con la discusión. Tenía cosas más importantes que hacer que escuchar los molestos reproches de Antheia.

—Yo no te encerré aquí, nunca te prohibí salir. Puedes hacer lo que te plazca, ir a dónde quieras —espetó con frialdad—. Todo menos acompañarme a cualquier otro de mis dominios, no tienes nada que hacer allí.

Sin darle otra mirada, se dio la vuelta y se marchó.

Antheia dejó por fin escapar las lágrimas que había estado conteniendo desde que comenzó la discusión.

Salió del templo hacia el jardín privado detrás de los altos muros del lugar. Un jardín al que solo ellos dos y algunos sacerdotes del más alto nivel podían acceder. El aire fresco de la primavera le acarició el rostro, pero no podía calmar el tumulto en su pecho.

Caminó entre los senderos de piedra, con los ojos fijos en el suelo, como si el mundo entero fuera un peso que ya no podía soportar. Su respiración era entrecortada y las lágrimas, que hasta ese momento había mantenido a raya, comenzaban a deslizarse por sus mejillas, pesadas y saladas. Se dejó caer en un banco de mármol cerca de un pequeño estanque donde los lirios florecían. El agua, tranquila y serena, no podía ofrecerle la paz que tanto deseaba.

Observó a su alrededor tratando de calmar la angustia que sentía. Siempre que discutía con Apolo iba allí. A ese lugar que había visto en sus sueños años atrás cuando estaba esperando el nacimiento de su hija.

No podía creer que hubiera pasado tanto tiempo, se sentía como si hubiera cerrado los ojos un instante, y al abrirlos, ya hubieran pasado diez años desde entonces.

El dolor de su muerte había sanado lo suficiente para ya no llorar cada vez que pensaba en ella, pero la culpa y el anhelo seguían ahí. Apolo y ella habían tardado tiempo en volver a intentar tener otro bebé, pero nada había pasado. Por alguna razón, no ocurría.

Ilitia le dijo que no presionara, que esperara, que tarde o temprano, que no era tan sencillo para dos deidades tener un hijo porque para ellos, el nacimiento de un nuevo dios, era el designio de las Moiras y si ellas no lo consideraban oportuno, no pasaría.

Así que había decidido concentrarse en sus deberes. Ser una diosa era un trabajo de tiempo completo, sobre todo cuando Apolo se marchaba seguido a cumplir sus deberes en otros lugares y la dejaba sola a cargo de todo.

Antes, los sacerdotes eran quienes se ocupaban de lo que ella hacía ahora, pero ni siquiera así Apolo le agradecía ni la valoraba.

¿Qué para él era importante allí? Parecía que solo buscaba una sirvienta que le cuidara el lugar.

Todo lo que había hecho, todo lo que había logrado, parecía tan insignificante a sus ojos, tan pequeño comparado con su poder, su presencia y el culto que giraba entorno a él. Había intentado ser más, había intentado construir su propio espacio, pero él siempre lo había impedido, siempre había sido el que la mantenía atada a su dominio.

"Estamos enlazados, tu dominio se une a mi dominio del orden, la justicia y las profecías" le había dicho antaño cuando le dijo que irían a Delfos y donde ella podría aprender más de su nuevo ser.

Cerró los ojos. El silencio del jardín era lo único que la rodeaba, y aún así, no se sentía sola. Porque aunque Apolo se hubiera marchado, las palabras de desprecio y superioridad aún resonaban en su mente.

Con las manos temblorosas, secó sus lágrimas, pero el dolor seguía allí, como una herida abierta que no dejaba de sangrar.

Sintió pasos acercarse a ella y luego las narices frías de Praxias y Spherion, sus antiguos hermanos, que rozaban suavemente sus piernas, como si los dos perros pudieran percibir la tristeza que la envolvía. Con una sonrisa triste, Antheia acarició sus cabezas, sintiendo el calor y el afecto de sus más fieles compañeros. El jardín se mantenía en un silencio profundo, sólo interrumpido por el suave susurro del viento y el sonido de las hojas moviéndose.

Spherion, el de blanco pelaje, siempre protector, se echó junto a ella, apoyando su cabeza en su regazo. Praxias, el de negro color, en cambio, se tumbó a sus pies, manteniendo un ojo alerta sobre el entorno, siempre listo para atacar a cualquiera que se acercara cuando su señora estaba triste.

La diosa miró al horizonte, hacia el cielo despejado de la tarde, que comenzaba a teñirse de tonos cálidos por el sol que caía. Aunque los animales siempre la habían acompañado en momentos de soledad, hoy parecían ser su único consuelo. Al fin y al cabo, eran los únicos que no la juzgaban.

Tú único templo, la única ciudad que te venera. No tienes nada fuera de este templo. No tienes sacerdotes propios, ni rituales, ni festivales, ni animales o nada que te represente ante los humanos. ¡No necesitas salir de aquí porque en ningún otro lado te consideran una diosa! ¡Todo tu "culto" gira a mi alrededor!

Esas palabras se repetían sin cesar en su mente. Miró a sus más fieles compañeros, mientras acariciaba la cabeza de Spherion.

«Hasta ellos me fueron entregados por él» pensó amargamente. Los amaba, pero era cierto.

No tenía nada. Ni templo, ni animales, ni sacerdotes, ni ciudades. Siempre era reconocida por su asociación a otros dioses.

La esposa de Apolo. La hija de Eros. La nieta de Ares y Afrodita. Nadie la veía a ella. Nadie la nombraba sin nombrarlos a ellos.

Estaba cansada.

Quería más. Mucho más.

Estaba segura que las Moiras le habían dado aquel destino por algo más grande que solo lo que tenía.

No podía seguir así.

Yo no te encerré aquí, nunca te prohibí salir. Puedes hacer lo que te plazca, ir a dónde quieras.

¿Podía irse? Bien. Eso haría.

Los humanos veneran lo que conocen.

Entonces se aseguraría de que todos la conocieran.

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Y así emprendió su viaje. Sin decirle nada a nadie, solo salió de Delfos. Con el viento del amanecer acariciando su rostro, Antheia, la de largos cabellos, caminó más allá de los muros del templo, dejando atrás los altos pilares que habían sido su refugio durante diez años.

Se adentró en el mundo vasto y desconocido, y por primera vez, descubrió sola aquello para lo que solo había escuchado en poemas y cánticos.

En los días siguientes, viajó sin rumbo fijo, deteniéndose en montañas, cruzando ríos y caminando por llanuras interminables. En cada lugar que visitaba, se detenía un momento para escuchar el murmullo del viento, el canto de las aves, y la melodía de los ríos que parecían contar historias de tiempos olvidados. En cada rincón del mundo, sentía que algo en su ser cambiaba.

Una tarde, mientras se encontraba a orillas de un río, oyó los pasos de un hombre acercándose a ella.

—Qué agradable sorpresa ven mis ojos.

Antheia levantó la vista inmediatamente.

El hombre llevaba una tela azul con bordes de oro que se ajustaban sobre las caderas, dejando su fornido pecho descubierto. Usaba muchas joyas lujosas y sobre los rizos negros, una corona de hojas de parra.

—¿Qué haces aquí, tan lejos de Naxos, Dioniso?

El joven dios sonrió encantador. Se apresuró con pasos ligeros más cerca de ella, pero se detuvo abruptamente cuando los dos perros que siempre seguían de cerca a Antheia aparecieron entre los árboles.

Casi nunca estaban a su lado si ella no los necesitaba, pero siempre lo suficiente cerca para protegerla.

La diosa se dio cuenta y con un gesto de la mano, los calmó. Dioniso no era una amenaza. No de momento al menos. Con los dioses nunca se sabía.

—Podría hacerte yo la misma pregunta, mi querida Antheia —dijo acercándose de nuevo—. Estás muy lejos de Delfos. ¿Apolo sabe que te le has escapado?

Ante la burla en sus palabras, Antheia bufó.

—Seguro ni se ha dado cuenta que me fui, ya han pasado tres meses y no ha ni siquiera intentado buscarme.

Dioniso se rió.

—¿De verdad crees que Apolo no notaría tu ausencia? —cuestionó sentándose a su lado.

Antheia giró la cabeza, mirando el río que reflejaba la luz dorada del atardecer. El murmullo del agua parecía calmar su mente, pero las palabras de Dionisio seguían reverberando en su interior. Ella apretó los labios, intentando ocultar el malestar que comenzaba a brotar en su pecho.

—No lo sé —respondió finalmente, su voz suave, aunque firme—. Ya no me importa si lo ha notado o no. Me fui porque necesitaba encontrar algo más. Algo que fuera mío.

Dionisio tenía sus ojos fijos en ella mientras una ligera brisa movía sus rizos negros. Él sabía bien lo que significaba la necesidad de algo propio.

—¿Y lo has encontrado?

En primera instancia, Antheia no quería admitir que hacerse un nombre le estaba costando más de lo que esperaba.

Se quedó en silencio un momento, observando cómo el río se deslizaba suavemente entre las rocas, su reflejo dorado titilando a la luz de la tarde. El viento acariciaba su rostro, como si le recordara que el tiempo no se detenía. Respiró hondo, recogiendo el peso de sus pensamientos antes de responder, aunque la duda seguía pesando en su corazón.

—No, no lo he encontrado —admitió finalmente, su voz tranquila pero cargada de una vulnerabilidad que rara vez mostraba. Sus ojos se dirigieron hacia Dionisio, quien la observaba con una expresión que oscilaba entre la curiosidad y la comprensión—. Pensé que al alejarme de Delfos, al dejar atrás todo lo que conocía, encontraría un camino claro. Pero... todo parece más complicado de lo que imaginaba.

El dios la observó por un largo rato, y luego sonrió de nuevo, esta vez con una chispa traviesa en los ojos.

—Aunque no lo hayas encontrado aún, no significa que no llegará —dijo con tono misterioso—. Cuando menos lo hagas, llegará.

—¿Lo crees?

—¡Por supuesto! —exclamó—. Todos empezamos con nada, y poco a poco llegamos a lo alto.

—Es muy fácil decirlo cuando eres el hijo del rey de los dioses —bufó rodando los ojos.

—¿Y no lo puede ser para la hija del monstruo del Olimpo? —rebatió burlón.

Antheia meditó sus palabras.

Era hija de Eros. El dios al que todos temían, incluso Zeus. Era hija de un ser poderoso que controlaba una de los dominios más peligrosos. Era descendiente de la hermosa Afrodita y el bravo Ares. También era descendiente del mismo Zeus y la reina Hera.

Quería salir de la sombra de ellos, pero ¿por qué no usar ese linaje como una motivación? Ella tenía el mismo derecho a ser reconocida.

Le sonrió al dios a su lado.

—Gracias.

—¿Me he ganado un beso? —preguntó devolviendo el gesto y acercándose más a ella.

Antheia le apartó juguetonamente el rostro.

—No te pases de listo. Estoy casada, ¿recuerdas?

Dioniso hizo un puchero.

—Creía que estabas peleando con Apolo —se quejó.

—Que esté disgustada con mi marido no significa que le seré infiel automáticamente. Soy la diosa de la lealtad. Y por extraño que a otros les parezca, en los últimos diez años, Apolo no me ha dado siquiera motivos para dudar de su fidelidad —explicó con firmeza—. Mientras me sea fiel, yo también lo seré. No importa si estamos distanciados o enojados con el otro.

Dioniso inclinó la cabeza, evaluando a Antheia con una mezcla de respeto y diversión. La lealtad era una cualidad rara entre los olímpicos, y verla tan firmemente enraizada en alguien era un espectáculo fascinante, incluso para él. El dios del vino dejó escapar un suspiro teatral, alzando las manos en un gesto de rendición.

—Eres un caso perdido, querida —dijo con un tono juguetón, pero había un atisbo de sinceridad en su mirada—. Demasiado noble para este lugar lleno de dioses que cambian de lealtades como de túnicas.

Antheia rodó los ojos, aunque no pudo evitar sonreír. Sabía que Dioniso no era tan despreocupado como aparentaba; detrás de su fachada encantadora había una astucia que pocos igualaban.

—Y tú demasiado bromista para que alguien te tome en serio —replicó con un tono suave, pero sus palabras no contenían veneno.

—Oh, créeme, querida, hay quienes me toman muy en serio —dijo Dioniso con una sonrisa pícara—. Aunque no entiendo por qué.

El sol comenzaba a esconderse en el horizonte, tiñendo el cielo con tonos cálidos de naranja y púrpura. Antheia se levantó lentamente del suelo, sacudiéndose la ligera capa de tierra de su túnica. Dioniso permaneció sentado, apoyando sus codos en las rodillas mientras la observaba con una mezcla de diversión y curiosidad.

—¿Ya te marchas? —preguntó él, fingiendo desilusión.

—Me has animado a no bajar los brazos. Te lo agradezco, pero creo que es hora de que me ponga en marcha. Tengo mucho que hacer si quiero ser conocida como merezco.

—Si alguna vez te cansas de este viaje, puedes venir a Naxos. Mis puertas siempre están abiertas para ti —dijo con un guiño, su voz cargada de un encanto natural.

Antheia rodó los ojos, pero no pudo evitar una pequeña sonrisa.

—Lo tendré en cuenta, y cuando tenga mi propio territorio, serás más que bienvenido a visitarme.

—¡Con mucho gusto, lo haré!

La diosa le dio una última sonrisa y se alejó por entre los árboles, bajo la atenta mirada de Dioniso.

—Demasiado leal para un dios que no te devuelve el favor —susurró perdido el recuerdo de su hermano hacía un par de noches, muy cómodo en los brazos de una doncella.

Verán mucho a Antheia caminar. Como diosa podría aparecerse en cualquier lugar, pero ella siempre ha estado dentro de templos (de Afrodita y de Apolo) las pocas veces que ha salido siempre han sido acompañadas, así que ahora que tiene el poder para protegerse, ha descubierto lo mucho que le gusta viajar caminando, conociendo el mundo.

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