ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴜɴᴏ
ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴜɴᴏ
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━━━EL DÍA DE TU BODA ES EL MÁS MARAVILLOSO Y HERMOSO DE TODOS.
O al menos eso le habían dicho. Que se sentiría como estar en las nubes, como si toda la felicidad del mundo no pudiera caber en el corazón, que se sentiría como ser la mujer más hermosa de todas al ver la mirada de su futuro esposo sobre ella.
Aunque también le habían dicho que el día de su boda se sentiría como una reina, poderosa y regia, bella como ninguna; que debía sentirse agradecida de que su Señora le hubiera concertado un matrimonio como ese.
Antheia no sentía nada de eso. Sentía miedo, inseguridad y muy pocas esperanzas de un matrimonio al menos cordial.
Sabía que era una ramita de olivo en la discordia entre su padre y el que sería su esposo, su mano fue la solución que encontraron los olímpicos para detener un posible desastre entre los dioses del sol y el amor. Una idea propuesta por su propia abuela, Afrodita.
—Estás hermosa —dijo acomodando el velo en su cabello.
La ropa de boda había sido un regalo de la misma diosa, un intento por sentirse menos culpable por usarla de aquella manera.
Un vestido de seda roja decorado con hilos de oro, le daba una sensación de estar viendo una rosa cubierta de espinas, los patrones se enredaban alrededor de todo el corpiño y subían volviéndose más cerradas cerca del pecho. La falda caía en cascadas casi transparentes, con pimpollos cocidos por toda la larga cola haciéndola parecer una enorme cascada de rosas.
Le habían hecho un peinado muy elaborado, su cabello negro brillaba adornado con pepitas de oro y la tiara de rubies, prestada de la colección exclusiva de joyas de la diosa. Y sobre todo eso, el velo rosa que cubría toda la cabeza.
Una vez, cuando era pequeña, le había preguntado a Kalista, su principal cuidadora, por qué las novias eran preparadas así, tan bellas y deslumbrantes, solo para luego taparlas enteras.
Kalista le había dicho que eran un regalo para el novio, él les quitaría el velo y vería la belleza de su esposa en el día más especial para ambos.
—Antheia.
Levantó la vista de sus manos hacia Afrodita, que le devolvía la mirada con el ceño fruncido. Incluso enojada, se veía hermosa.
—Lo siento, mi señora —dijo tratando de mantener la calma. Tenía un nudo en el estómago, tan grande que no le sorprendería si vomitaba en cualquier momento, pero eso enojaría a la diosa y lo último que quería era eso.
—Estás muy distraída —comentó con tono irritado.
—Solo estoy nerviosa.
Afrodita chasqueó la lengua, como si su respuesta fuera lo suficientemente válida, pero siguiera sin comprenderla. Se apartó lo suficiente para verla mejor, analizando su apariencia de pies a cabeza y asintió conforme. Solo entonces volvió a sonreír.
—Hermosa como una flor de primavera —dijo extasiada—, sin duda mi mejor creación.
Antheia asintió, agradecida por su cumplido, aunque la verdad, por dentro se sentía asqueada.
Su mejor creación. A eso se había reducido su existencia.
Su padre, Eros, el dios del amor, se había interesado en una mujer de Pafos, en la isla de Chipre. Su romance había sido breve, pero con frutos que se abrieron a la vida en los inicios de la primavera. Su madre había dado a luz, y ese mismo día había sido ungida en el templo de Afrodita y encomendada a la diosa.
Su nombre, Antheia, le había sido entregado por ella misma. “Brote del amor” la había llamado, complacida con el gesto de su madre, nunca más la dejó ir.
Las sacerdotisas de su templo la habían cuidado y preparado mientras crecía, nunca había visto a la mujer que la había traído al mundo. Decían que alguien como ella no necesitaba de esos superficiales lazos humanos, había nacido con un propósito, y pronto las Moiras se lo revelarían.
Su padre la visitaba aún menos, él no tenía tiempo que entregarle a una niña mortal, decían las cuidadoras. Era un dios, después de todo. Pero cuando lo hacía, siempre venía con una sonrisa y obsequios dignos de ella.
Su ligi agapi la llamaba.
Pero sin duda, era con Afrodita con quién más tiempo pasaba, y todas las veces, Antheia se sentía más como un juguete que como un miembro de su familia.
Afrodita esperaba que, cuando tuviera la edad apropiada, la joven se volviera una sacerdotisa hetera, el cargo más alto y prestigioso al que una mujer podía aspirar. Eran libres, educadas en arte, ciencia, política y música; invitadas a reuniones con hombres importantes y sus opiniones eran escuchadas y respetadas.
Pero la realidad, es que las heteras no dejaban de ser prostitutas.
Había muchísimas diferencias entre una simple pornai de algún burdel de mala muerte o una callejera, y las heteras. Antheia no era ninguna tonta, sabía que podía tocarle un destino peor que eso, y a fin de cuentas, era la única vida que conocía.
Pues tal como decían siempre sus cuidadoras, era la hija de un dios, su destino no estaba con burdos mortales. La señora Afrodita deseaba para ella, el más alto nivel entre las heteras: una mujer destinada solo al placer de los dioses.
Y luego su padre se había metido en una tonta riña con el Señor Apolo, y Afrodita vio la oportunidad perfecta, no solo para ponerla en un escalón aún más alto, sino también para vengarse de Eros por la boda con la señora Psique.
Por suerte había logrado postergar la unión un par de años, pero ahora, había cumplido la edad estipulada y se había hecho una gran celebración en todo el Olimpo en honor al hijo favorito de Zeus que ya había durado tres días.
Mientras Afrodita la observaba con su mirada inquisitiva, Antheia intentó mantener la compostura, sabiendo que su futuro estaba fuera de sus manos y en las garras caprichosas de los dioses.
No es que le molestara ser casada con un dios, quizá si fuera otro, habría estado gratamente complacida. Ser la esposa de un Olímpico era un sueño, y sabía que ella era digna de merecer algo así, Afrodita siempre se lo había dicho, pero que fuera este dios en particular era lo que le preocupaba.
Esta no era una unión beneficiosa, no le estaban dando algo que ella merecía, la estaban castigando y ni siquiera era culpable.
—Gracias, mi señora. Sus palabras son un gran consuelo para mí en este momento tan importante —respondió, tratando de ocultar la amargura bajo una capa de gratitud falsa.
Afrodita sonrió, complacida por la respuesta. En un gesto maternal, le acarició la mejilla con su mano suave y cálida. Era difícil recordar que, detrás de su belleza, se escondía un ser inmortal y egoísta que podía decidir mi destino con un simple chasquido de dedos.
—Mi querida Antheia, ¿entiendes por qué es necesario? —La joven asintió, no estaba segura de que su voz saliera con tanta seguridad—. Bien, esto es una decisión que va más allá de tus deseos personales. Me harás sentir orgullosa, igual que siempre, ¿verdad?
Volvió a asentir, se sentía tan vacía por dentro como si viera todo a través de un velo.
Afrodita se apartó y alisó de nuevo el vestido de bodas, dispuesta a garantizar que cada detalle estuviera en su lugar. Mientras lo hacía, una sombra de tristeza cruzó sus ojos, como si en ese momento fuera consciente de la carga que estaba poniendo sobre sobre los hombros de Antheia.
—Sé que sientes que no me importa, yo mejor que nadie sé lo que implica casarse a la fuerza, pero de verdad creo que serás feliz con Apolo…eventualmente —dijo haciendo una mueca—. Solo dale una oportunidad, seguro que no será fácil al principio, pero tu amor lo hará caer ante tí al final. —Tomó el mentón de la joven, haciéndola mirarla a los ojos—. No permitas que la oscuridad cubra tu corazón.
Los ojos de Antheia se llenaron de lágrimas, pero no se permitió derramarlas. Frunció los labios, respirando hondo para evitar romper en llanto.
—Lo prometo, mi señora. Haré lo que sea necesario para garantizar la felicidad de este matrimonio, y para hacerla sentir orgullosa de mí —respondió con un tono que intentaba transmitir convicción.
Afrodita sonrió, aunque sabía que esas palabras eran un intento de complacerla más que una promesa verdadera. Su futuro estaba marcado por los designios de los dioses, y solo el tiempo revelaría si podría encontrar la verdadera felicidad en medio de esta unión forzada.
—Bien, es todo —dijo dándole una última mirada satisfecha—. Es la hora.
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La brisa suave del Olímpo le acariciaba el rostro mientras caminaba hacia el altar. Sus pies se sentían ligeros, pero el corazón le pesaba como una roca.
Era la primera vez que lo veía, y el primer pensamiento que tuvo es que era muy alto. Alto y muy atractivo.
Su cabello dorado era largo y se veía muy suave y brillante; le resaltaba los bonitos rasgos de su rostro, no pudo evitar quedarse viéndolo boquiabierta.
No podía ser posible que existiera un hombre así, naríz recta, labios esculpidos con la precisión de un artista, una mandíbula dura adornada con una ligera barba de día. Sus ojos como dos luceros, que brillaban con una intensidad de mil soles.
Llevaba una túnica amarilla que le cubría la cintura, y una capa dorada colgaba de sus hombros, e iba con el torso desnudo, apenas adornado con un collar de oro. Tenía un cuerpo ligeramente robusto, muy musculoso, y Antheia pensó que un golpe con esos brazos debía ser muy doloroso.
El resplandor dorado que lo rodeaba solo servía para aumentar la sensación de insignificancia que la invadió de repente.
El señor Apolo la esperaba de pie al lado de la reina Hera, intentó concentrarse en la imágen completa y no solo en la apariencia de su futuro esposo, y fue cuando se dio cuenta de la sonrisa falsa y la mirada que le heló la sangre.
Tragó saliva, sintiendo las piernas temblar ante las posibilidades de estar atada a un hombre que la miraría con el odio que él contenía.
Quería darse la vuelta y salir corriendo lo más lejos posible, llorar y suplicar que no la obligaran a esto; pero sabía que era en vano. La señora Afrodita había sido clara con sus palabras: “Esto es una decisión que va más allá de tus deseos personales”.
Bajó la mirada, intentando controlar la respiración para evitar entrar en pánico.
Podía sentir los susurros de los invitados a su paso, algunos con pena, otros aguantando las ganas de reírse.
Apolo le extendió la mano cuando estuvo lo suficientemente cerca, y ella miró por encima del hombro. Allí, al fondo y con una mirada sin emociones, su padre observaba todo; a su lado, Afrodita se paraba orgullosa y satisfecha.
Aunque pudo reconocer ese pequeñísimo gesto en la comisura del labio, asintió levemente para animarla a hacer lo que se esperaba de ella.
Antheia se volvió hacia el dios del sol y extendió la mano, apoyándola sobre la suya, el contacto con su piel se sintió igual que meter las manos al fuego. Contuvo un grito de dolor, estaba segura que la había quemado.
Le sujetó la mano con fuerza y le dio un leve tirón para obligarla a pararse a su lado. Tomó el borde del velo y lo levantó, acomodándolo sobre la cabeza de la joven.
Por un breve instante, sus ojos se encontraron, y Antheia vio un atisbo de algo que no esperaba: tristeza. Pero esa expresión desapareció tan rápido, siendo sustituida por una mirada fría.
—Sin duda Afrodita no mintió, hermosa como ninguna otra mortal. —Alabó con un tono demasiado dulce para que sintiera que era un halago, más bien, parecía una burla.
La ceremonía se desarrolló de la manera esperada, los ritos, los sacrificios, los votos. Votos que se sintieron tan falsos y carentes de cualquier sentimiento. Más que promesas de protección y lealtad, a Antheia le sonaron como una amenaza.
Y cuando la besó, pudo sentir su asco. El odio que desprendía la mareaba, le sujetó la cintura con tanta fuerza que casi le quitó todo el aire, apretándola contra su pecho y estaba segura que sus dedos le dejarían marcas en la piel.
Las risas y aplausos de todos los invitados le resonaron en los oídos como un murmullo distante.
Se apartó apenas un atisbo, y se inclinó cerca de su oído.
—Espero que hayas comprendido la verdadera naturaleza de esta unión —murmuró con frialdad. Sus dedos se clavaron en su cadera sacándole un jadeo de dolor.
Antheia se apresuró a asentir, temerosa de hacerlo enojar.
—S-Sí, mi señor.
—Me alegro.
Le besó la mejilla, y los invitados aplaudieron emocionados. No le quedaban duda de que esto era un espectáculo para todos, y ella era el juguete que los divertiría a partir de ahora.
Su ahora esposo la arrastró por el pasillo hacia el salón principal, donde se llevaría a cabo la celebración. La música y la danza llenaban el aire, Antheia divisó en un rincón a las musas tocando instrumentos, sus dedos producían un sonido celestial, pero sus rostros enojados solo la hicieron sentir peor.
Observó a una de ellas, alta y de cabello chocolate, muy hermosa, portaba un vestido escotado de color dorado que resaltaba contra su piel morena. Era la más enojada, desprendía una esencia de odio, celos y envidia, y cuando la miró a los ojos, tenía la certeza de que la deseaba muerta.
Apartó la vista, tratando de mantener la cabeza en alto. Había recibido muchas de esas miradas antes, no le preocupaban mientras que no se le acercaran.
Se sentaron en la mesa principal, con los doce olímpicos a cada lado. Y la comida pronto empezó a circular, los invitados parecían de verdad felices en este punto. Antheia pensó que independientemente del motivo, les debía gustar mucho las fiestas
Apolo no le dirigió la mirada en todo el banquete, fingió que no estaba allí y ella lo agradeció. No probó bocado alguno, tenía el estómago cerrado.
Desplazó la mirada por el salón. La reina Hera la miraba desde el otro extremo de la mesa, como si la estuviera analizando y todavía no se decidiera si valía o no la pena; a su lado, su esposo reía de algún chiste compartido con el señor Poseidón mientras bebían vino.
La señora Afrodita se había movido a otra mesa, rodeada de sus admiradores, y sintió pena al darse cuenta de la mirada que el señor Hefesto le daba, avergonzado y herido, pero también resignado.
No vio por ningún lado al señor Ares, pero estaba segura que debía haberse ido con su nueva amante. Su señora no había estado muy contenta por eso las últimas semanas.
Mientras tanto, Apolo parecía absorto en su propia conversación con el señor Hermes. Sus risas resonaban en sus oídos, pero no lograban acallar los latidos acelerados de su corazón. Sabía que tenía que actuar con prudencia, que la vida en el Olimpo dependía de cómo manejara esta situación.
Sin embargo, una parte de ella anhelaba la valentía para levantarse de la mesa y huir de esta farsa. Sabía que no podía hacerlo, pero su mente se aferraba a la fantasía de escapar de esa pesadilla.
Apolo levantó el brazo con una copa en la mano, sin decir nada, un sátiro trajo una jarra y le sirvió vino. No le dijo gracias, ni siquiera lo miró.
—Gracias —masculló ella lo más bajo posible, y el sátiro le dio una sonrisa pequeña, antes de alejarse.
Bajó la mirada hacia sus manos en el regazo, soltando un suspiro profundo. Esto no era lo que soñó, nada de esto se parecía a lo que le habían dicho que debía ser el día de su boda.
—¿Antheia?
Levantó la cabeza ante la suave voz. Frente a ella había tres diosas, hermosas y magníficas. Una era alta, de cabello negro y ojos como la luz de la luna. Era la que había hablado y la veía con compasión.
Otra tenía largo cabello marrón, adorado por una corona de oro que se asemejaba más a un casco de guerra, y sus ojos negros eran calculadores y frios.
La tercera le hizo sentir ganas de llorar. Nunca nadie la había mirado de aquella manera, ni siquiera su propia madre. Se apresuró a sentarse a su lado, colocando una mano en su hombro con tanto afecto que le estrujó el corazón.
—Soy Hestia —se presentó.
Antheia se apresuró a inclinar la cabeza para mostrarle el debido respeto, tal como se le había enseñado.
—Es un honor, mi señora. —La voz le salió algo rota, pero ella sonrió con calidez.
—Estás hermosa —dijo colocándole un mechón de cabello que se le soltó detrás de la oreja.
—Gracias.
—Estas son Artemisa —señaló a la joven que la había llamado, y la novia miró boquiabierta al comprender que ella era la gemela de su esposo—, y Atenea.
Ambas se sentaron a un lado de la señora Hestia.
—Felicidades por la boda —dijo la señora Atenea, pero sonó más como algo que debía decir por compromiso. Asintió, agradecida; era lo que se esperaba que hiciera.
—Sabemos que esto no es tu deseo, Antheia —murmuró en voz baja la señora Artemisa—, y si he de ser sincera, ninguna de nosotras estuvo de acuerdo. Intentamos disuadir esta unión varias veces a lo largo de estos años.
—Lamentamos no haber podido impedirlo —agregó Atenea.
Miró a las tres diosas con cautela. Sus miradas eran más difíciles de descifrar.
—Lo que queremos decir —dijo Hestia—, es que no estás sola. Contrario a lo que te haya podido parecer hoy, no todos son malos.
Artemisa asintió.
—Pronto serás una diosa, y eres la esposa de mi hermano, serás la señora del templo del sol —sentenció inclinándose hacia adelante y tomando su mentón para elevar la cabeza—. Mantela erguida, no dejes que te pisoteen.
Las palabras de las tres resonaron en su mente, acelerando su corazón, llenándola de esperanza en medio de la oscuridad que parecía envolver su matrimonio con Apolo. Le recordaron la razón de su existencia, ella merecía ser tratada con respeto, merecía el título que se le estaba dando.
Dio una respiración profunda y asintió con gratitud. Sabía que no podía cambiar su situación de la noche a la mañana, pero tener el apoyo de estas diosas le daba fuerzas para enfrentar lo que sea que vendría.
Se levantaron y se despidieron con una última sonrisa alentadora antes de retirarse.
Antheia tomó la copa que estaba delante de ella, dando un sorbo por primera vez al vino que se le había servido al llegar. Apenas se mojó los labios, era dulce, delicioso; y le cayó en el estómago vacío.
Un escalofrío le recorrió la columna, bajó la copa y miró a su lado.
Apolo la miraba fijamente, llegando hasta lo más profundo de su alma, como si pudiera leer sus pensamientos y emociones. Tragó saliva, sintiendo una mezcla de miedo e inseguridad.
Se puso de pie, extendiendo la mano hacía ella.
—Es hora del baile.
No dijo nada más, pero se apresuró a obedecerlo. La llevó al centro del salón, bajo la atenta mirada de los invitados.
Apolo tomó su mano con firmeza. El contacto con su piel aún quemaba, pero esta vez se esforzó por ocultar cualquier signo de incomodidad. Los músicos, bajo la dirección de las musas, comenzaron a tocar una melodía suave y envolvente.
Sus pies parecían moverse por sí solos al ritmo de la música, siguiendo los pasos que había practicado con las sacerdotisas del templo de Afrodita durante años. Aunque su mente seguía llena de miedos, en ese momento se aferró al baile como una forma de escapar de la tensión que había experimentado durante la ceremonia.
Apolo era un excelente bailarín. Sus movimientos eran fluidos y elegantes, y pronto se dio cuenta de que sería un desafío seguir su ritmo. Sin embargo, se obligó a concentrarse en cada paso, en la música que fluía a su alrededor, y en la sensación de su mano sobre la de ella.
El baile parecía durar una eternidad, pero finalmente llegó a su fin con un giro elegante y una inclinación de Apolo. La multitud aplaudió, y Antheia se sintió complacida de que saliera todo bien.
La música continuó, y otros dioses se unieron a la pista de baile; mientras la pareja regresaba a la mesa.
Luego de eso, fue el intercambio de regalos. Apolo le entregó un bonito collar de oro con un topacio en forma de sol. No estaba segura de cuál había sido su regalo para él, su señora Afrodita le había dicho que ella se encargaría.
El resto de la fiesta pasó rápido, y cuando se dio cuenta, ya había bebido cuatro copas de vino. Veía un poquito borroso, algo mareada, pero por primera vez sonrió al ver a todos bailando. Por un momento, se olvidó el peso de su matrimonio forzado y se permitió disfrutar de la música y la danza.
Se levantó de la mesa, sintiendo el vestido ondear a su alrededor. Apolo la miró con una ceja alzada, pero no dijo nada. Se dirigió hacia la pista de baile, donde las musas continuaban tocando su música celestial.
Al acercarse, una mano firme y cálida tomó la suya. Se giró y vio a un hombre de sonrisa traviesa en el rostro, y sus ojos centelleaban con diversión.
—¿Bailaría conmigo, señorita Antheia? —preguntó, inclinando la cabeza en un saludo. Lo miró boquiabierta. No era tan atractivo como Apolo, pero el señor Hermes sin duda era también muy guapo.
Asintió embelezada, y él deslizó una mano por su cintura mientras la atraía hacia él.
Hermes la guió con destreza por la pista de baile, sus movimientos eran ágiles y llenos de energía. La música resonaba en sus oídos, y su cuerpo parecía moverse por sí solo al ritmo de la melodía. El dios le dijo tantas cosas que la hicieron reír, aunque estaba un poco mareada por el vino, se sentía liberada, se estaba divirtiendo tanto con él.
—¿Qué opinas de tu nuevo esposo? —preguntó Hermes, luego de hacerla bailar en círculos y atrayéndola de nuevo a sus brazos.
Sus palabras la sacaron de su ensueño momentáneo. Miró a Hermes, pensativa. Intentó encontrar las palabras adecuadas mientras seguían bailando.
—Es difícil de decir en este momento —respondió finalmente, tratando de ser diplomática—. Apenas lo conozco, y su actitud ha sido…fría, por decir menos; pero comprendo las razones de esta unión y también sus sentimientos.
Hermes la hacía sentir como si hablar con él fuera lo más sencillo del universo, como si no importara lo que dijera, no la juzgaría.
—Entiendo —dijo, y luego su expresión cambió a una de picardía—. Pero no dejes que eso apague tu sonrisa, es realmente encantadora.
Bajó la vista, apenada y complacida por sus palabras que la llenaron de calidez, y por un instante, se permitió soñar con un futuro diferente. Se sintió avergonzada, algo así podía ser peligroso de solo anhelar; pero que bello hubiera sido.
Continuaron bailando, perdiéndose en la música por tres canciones más. Hasta olvidó que era su boda y que el hombre que la sostenía no era su esposo.
Sin embargo, la realidad pronto la alcanzó cuando Hermes la condujo de regreso a la mesa principal.
—Gracias por este baile, señor Hermes,
Él se inclinó ligeramente hacia ella, sus ojos centelleando con una chispa traviesa.
—El placer fue todo mío, señorita Antheia —dijo llevando su mano a los labios y dejando un suave beso en ella—. Si alguna vez necesitas un descanso de las formalidades del Olimpo, aquí estaré para darte un mejor entretenimiento.
Le guiñó un ojo y luego se alejó entre la multitud. Se volvió hacia la mesa, y se quedó congelada al ver a Apolo, mirándola con una expresión de muerte.
El dios no dijo nada, pero la hizo sentir incómoda de nuevo. Antheia se sentó a su lado nuevamente, en silencio. Estaba agradecida por el breve escape que Hermes le había brindado, pero ahora no podía ignorar la tensión que parecía haber aumentado entre su esposo y ella.
Ambos permanecieron sentados sin decir nada por un largo tiempo, hasta que más entrada la noche, cuando varios se habían retirado, él se puso de pie.
Se quedó mirando su espalda mientras salía del salón, confundida sobre qué había pasado.
—Mi señora.
Cinco ninfas se acercaron a ella, con la cabeza gacha.
—Soy Liria, mi señora —se presentó una de ellas—, la jefa de sus sirvientas.
—Oh…yo…
—Por favor, mi señora, venga con nosotras —dijo interrumpiéndola—. Tenemos que prepararla.
—¿Prepararme? —preguntó confundida, y ella asintió.
—Para su noche de bodas.
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El resplandor dorado que bañaba los pasillos del Olimpo parecía más opresivo que nunca.
Liria y las otras cuatro ninfas la guiaban hacia los aposentos donde pasaría su primera noche de bodas con Apolo.
Antheia pensó que era ridículo que esa parte de su unión fuera la que menos le preocupara, aunque probablemente era porque siempre supo que terminaría calentando la cama de un dios, y al final, para eso la habían educado.
Las ninfas, a pesar de su belleza y gracia, no podían ocultar la tensión en sus rostros mientras la escoltaban por el largo pasillo. Liria se tomó la delicadeza de intentar darle palabras de aliento, pero Antheia solo era consciente de las otras detrás de ellas.
—Pobre de mi señor —susurró una—, es tan fea. No entiendo cómo puede tolerar esto.
Se mordió el labio para evitar girarse y gritarle por irrespetuosa. Sentía sus mejillas ardiendo por el enojo, cómo se atrevía esa ninfa insolente a decir que era fea.
Antheia era consciente de su belleza heredada de Afrodita, que esa idiota dijera algo así, era insultar a la misma diosa. Su señora siempre le había dicho lo hermosa que era y cómo se sentía orgullosa de que fuera su descendencia.
Finalmente llegaron a una habitación alejada de todo el ruido de la fiesta. El corazón le latía con fuerza en el pecho, y la sensación de miedo y ansiedad la envolvía como una sombra.
—Esta noche lo pasará aquí —explicó Liria—, pero mañana la llevaremos al Templo del señor Apolo.
Asintió, mientras contemplaba la enorme puerta tallada con intrincados patrones.
Liria la abrió con delicadeza, revelando una habitación inundada por la luz dorada de las antorchas mágicas que flotaban en el aire. El suelo de mármol brillaba bajo sus pies y las paredes estaban cubiertas con tapices que representaban escenas de las historias asombrosas de los dioses.
La cama, grande y lujosa, estaba cubierta con sábanas de seda roja y adornada con cojines de terciopelo dorado. Su mirada se desvió hacia el techo, donde un dosel dorado sostenía cortinas transparentes que ondeaban suavemente con la brisa nocturna.
Las ninfas la guiaron hacia un tocador, donde la ayudaron a quitarse el pesado vestido y desarmaron su cabello, que cayó en ondas sobre la espalda.
Cada prenda que quitaban revelaba su piel temblorosa y mis manos frías como hielo. Intentaban ser gentiles, pero Antheia podía sentir la incomodidad, la envidia y los celos.
Se quedó desnuda, imperturbable e ignorando la mirada de las que la juzgaban. Las ninfas la rodearon, cepillando su cabello, aplicando aceites perfumados en la piel y le colocaron una túnica de lino blanca, tan traslúcida que era igual que no llevar nada.
Cuando finalmente le dieron permiso para mirarse en el espejo, por primera vez, Antheia sintió reconocer a la mujer que le devolvía la mirada.
Esta era una piel en la que se podía sentir más cómoda, la que había sido preparada toda su vida para esto: entregarse a complacer los deseos de un dios.
Una vez que estuvo lista, se retiraron dejándola sola.
Respiró profundo, y se permitió cerrar los ojos mientras recordaba cada una de las enseñanzas que había recibido por años.
Se sentó en la cama, observando la puerta y mentalizándose para el momento que se suponía había nacido.
Se quedó allí toda la noche, en silencio y sola.
Pobre Antheia, va a tener que ponerle mucha onda para hacer todo llevadero...
Meme time....
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