ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴛʀᴇᴄᴇ
Advertencia de Contenido: Parto. Sangre. Persecusión.
ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴛʀᴇᴄᴇ
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━━━CORRE, CORRE PEQUEÑA LIEBRE, NO TE DEJES ATRAPAR POR LOS LOBOS.
Esa noche cenaron temprano y Liria le preparó el baño. El agua tibia se deslizaba por su piel, relajando los músculos tensos mientras el aroma suave de las hierbas llenaba el aire. Se sumergió en la bañera, disfrutando de la calma que traía la quietud de la noche. Cerró los ojos, dejándose llevar por el murmullo del agua y el susurro del viento entre las hojas.
Pero, de repente, un latido diferente, una presión que empezó en lo profundo de su abdomen, la hizo tensar los hombros. La sensación era tenue al principio, como un apretón leve que se expandía y luego se desvanecía lentamente. Antheia se llevó la mano al vientre, frunciendo el ceño. La incomodidad regresó, con una intensidad que le recorrió la espalda y la obligó a cambiar de posición, como si buscara alivio en el calor del agua.
Una punzada le recorrió el costado, como si una ola invisible la sacudiera desde adentro. Tomó aire, despacio, sintiendo que cada respiración le traía consigo un retumbo creciente, como un aviso lejano, implacable. Intentó ignorarlo, concentrándose en el aroma a lavanda que flotaba en el agua, en el tacto de las flores húmedas que le rozaban la piel, pero esa presión, constante y rítmica, seguía deslizándose por su cuerpo, reclamando su atención en intervalos cada vez más marcados.
Respiró profundo, mirando al techo y las sombras de las ramas que se movían con el viento. Por un momento, intentó convencerse de que solo era el cansancio del día o la tensión acumulada en sus músculos. Pero esa fuerza que la invadía, que llegaba y se iba como una marea lenta pero firme, no se parecía a nada que hubiera sentido antes.
Y tan pronto como vino, se fue. Se puso de pie sintiendo los restos de un calambre en las piernas y salió de la bañera con cuidado. El aire fresco de la noche rozó su piel al envolverse en la túnica que Liria había dejado sobre una silla.
Suspiró, tratando de dejar atrás esa extraña inquietud que la había invadido momentos antes. Sintió una ligera opresión en la base de la espalda mientras se secaba el cabello, una tensión que, aunque breve, la obligó a detenerse un instante. Inspiró y exhaló despacio, como si intentara controlar algo que no podía entender del todo.
La luz de la luna se filtraba por las ventanas, llenando la habitación de un brillo plateado que danzaba sobre las paredes. Caminó hacia la ventana, sus pies descalzos acariciando el suelo de piedra fría, y se sentó, masajeando suavemente su abdomen. Había un peso ahí, una sensación de tirantez que iba y venía de manera molesta.
Miró hacia afuera. Todo estaba en calma. Una quietud que le puso los vellos de punta. No sabía si era porque de por sí se sentía mal o porque de verdad había algo anormal en el aire. No conocía mucho de la zona, así que tampoco podía asegurar nada en concreto.
Respiró profundo. Quizá solo estaba nerviosa. Decidió que mejor intentaba dormir. Con las manos temblorosas, se acomodó las sábanas sobre las piernas e intentó relajarse, apoyando la espalda contra las almohadas. Cerró los ojos, escuchando el suave crujido de las hojas en el exterior, y el susurro del agua que aún goteaba de la bañera. Le costó dormirse. La incomodidad en el vientre no la dejaba tranquila y parecía crecer a menudo que avanzaba la noche.
Apenas había logrado cerrar los ojos cuando se dio cuenta que algo andaba mal. Se sentó en la cama, una sensación de peligro flotaba en su pecho. Entonces lo escuchó, un leve murmullo entre los árboles, parecía ser arrastrado por el viento. Voces.
Frunció el ceño. Estaba por ponerse de pie cuando la puerta se abrió bruscamente y Liria entró en la habitación corriendo. Tomó su capa y la instó a ponerse en pie.
—¿Qué ocurre?
—Rápido —susurró nerviosa. Sus manos temblaban—. Intrusos. Han matado al sacerdote y han sacado a las doncellas.
Se le heló la sangre. ¿Asaltantes? Sabía que había hombres tan tontos como para no importarles profanar el santuario de un dios, pero matar a su sacerdote. Cuando Apolo se enterara, iba a estar molesto.
Antheia se levantó de un salto, con el corazón palpitando en sus oídos. A pesar del dolor en su vientre, se colocó la capa que Liria le tendía y se apretó el cinturón, asegurándose de que le cubriera el rostro. Las manos de Liria seguían temblando mientras la guiaba por la habitación en penumbra, susurrando instrucciones apresuradas.
—Por aquí, rápido.
La llevó hacia un rincón del cuarto, donde un tapiz colgaba en la pared. Liria lo apartó con un movimiento ágil, revelando una estrecha puerta de madera que apenas se distinguía en la oscuridad. La abrió con cuidado, haciendo el menor ruido posible, y empujó a Antheia hacia el pasadizo que se extendía al otro lado.
—¿Cómo...?
—La doncella que me advirtió, me dijo dónde encontrarlo. Vamos, vaya primero, yo la sigo, señora -le indicó, su voz apenas un murmullo.
Antheia asintió. El pasadizo era angosto, y el frío de las paredes de piedra se le pegaba a la piel. Sintió otra punzada en el abdomen, pero la ignoró, concentrándose en avanzar sin hacer ruido. Los pasos de Liria resonaban suaves detrás de ella.
Salieron al aire libre a través de una puerta trasera, oculta tras una cortina de enredaderas y musgo. Antheia se detuvo un instante para mirar a su alrededor, pero Liria la empujó suavemente, señalando el camino hacia el bosque que se extendía detrás del templo.
—Debemos llegar a los árboles antes de que nos vean —susurró Liria—. Manténgase agachada y corra.
Antheia obedeció, su capa ondeando tras ella mientras avanzaban con rapidez. A su alrededor, el murmullo de las hojas se mezclaba con el crujido de sus pasos sobre la hierba húmeda. El aire nocturno estaba cargado de humedad y el olor a tierra, pero también había algo más: el aroma metálico y amargo de la sangre, que le heló la piel.
Cuando alcanzaron la línea de árboles, Liria se detuvo y tiró de Antheia hacia las sombras de los troncos. Ambas se agacharon, y Liria alzó la mano, pidiendo silencio. Desde su escondite, podían ver las antorchas que iluminaban el patio del templo. Siluetas se movían a lo lejos, sombras alargadas que portaban armas y arrastraban a las doncellas, cuyos gritos se ahogaban en la distancia.
Antheia sintió un nudo en la garganta. Sabía que no podían hacer nada para salvarlas sin exponerse. Se mordió los labios, tratando de controlar el pánico que amenazaba con apoderarse de ella.
—Hay un camino más seguro por el bosque —dijo Liria, su voz apenas audible mientras miraba a ambos lados, asegurándose de que no las seguían—. Debemos alejarnos y buscar refugio. Cuando amanezca, podremos pedir ayuda.
Antheia asintió, pero sus pensamientos no dejaban de atormentarlo con los gritos que oía. No había tiempo para detenerse, así que siguió a Liria entre los árboles.
Las ramas crujían bajo sus pies, y las sombras danzaban al ritmo de las antorchas a lo lejos, el aire era frío y húmedo, Antheia se aferraba a su capa, con los dientes apretados, intentando ignorar la sensación de tirantez que continuaba en su abdomen.
De pronto, un grito resonó en la noche, nítido y claro como un río.
—¡Busquen a esa perra! —rugió una voz masculina—. ¡La puta del dios, encuéntrenla!
Se detuvo en seco, su pecho subiendo y bajando con rapidez. A ella. Todo esto era por ella.
Esto...esto no podía ser... nadie en aquel lugar sabían que ella era esposa de Apolo, habían tenido cuidado de no revelar información de más. Solo la gente del templo sabía, ellos y....
No.
Ellos no eran los únicos.
—Espero que algún día encuentres en tu corazón la bondad para perdonar todos mis pecados.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
«Ella...ella no pudo...».
Se negaba a creerlo, pero las piezas encajaban.
Liria la tomó del brazo, sus ojos amplios y llenos de pánico.
—Debemos seguir, no pueden encontrarla —susurró, pero Antheia apenas la escuchó.
El miedo se arremolinaba en su interior, y esa presión en el vientre que había intentado ignorar desde que salió del baño se intensificó de golpe, tan fuerte que la obligó a doblarse. Una oleada de dolor la recorrió, y se llevó ambas manos al abdomen mientras un jadeo escapaba de sus labios.
—No... —susurró, pero la tensión no cedía. Una punzada la sacudió, y sintió cómo algo se rompía dentro de ella. Un líquido tibio se deslizó por sus piernas, empapando el borde de su túnica.
—¿Qué sucede? —preguntó, aunque en el fondo parecía ya saberlo.
Antheia apenas pudo responder. Sus ojos estaban fijos en el suelo, su cuerpo temblaba mientras la humedad se extendía bajo sus pies. Sintió un terror visceral, mucho más profundo que el causado por los hombres que las perseguían.
—El bebé... —susurró, con la voz temblorosa. Otra ola de dolor la recorrió, esta vez más intensa, casi arrancándole un grito.
Liria, al ver su horror, se arrodilló junto a ella, levantó la túnica y metió la mano entre sus piernas. Al sacarlas, estaba cubierta de un líquido pegajoso, y lo que era peor, de sangre.
—Esto es malo, aún no es fecha —dijo asustada. Antheia inclinó hacia adelante, el dolor era insoportable—. ¡Tenemos que seguir! No podemos quedarnos aquí. Ellos...
—No puedo... —la interrumpió Antheia, respirando entrecortadamente. El dolor era cada vez más intenso, como si la estuviera rompiendo desde adentro. Sabía lo que estaba ocurriendo, pero su mente no podía procesarlo por completo. No era el momento, no podía ser el momento.
Liria miró a su alrededor, desesperada, buscando un refugio seguro. La oscuridad del bosque parecía cerrarse sobre ellas, y los gritos de los perseguidores se acercaban. Antheia gemía de dolor, su cuerpo temblando bajo la capa.
—Tenemos que movernos —susurró Liria, ayudando a Antheia a ponerse de pie.
Con dificultad, lograron avanzar unos pasos más, hasta que Liria vio un árbol hueco en la distancia. Sin perder tiempo, la guió hacia allí.
—Dentro.
El espacio era estrecho, pero suficiente para que ambas se escondieran. Liria cerró la entrada con ramas y hojas, intentando ocultar cualquier rastro de su presencia.
Antheia se desplomó contra la pared del árbol, su respiración entrecortada. Liria se arrodilló junto a ella, sosteniendo su mano.
—Agarre mi mano, señora. No la voy a dejar.
Antheia apretó su mano, su rostro contorsionado de dolor.
—El bebé... —gimió.
Liria la abrazó, intentando calmarla.
—Shh, no hable. Debemos estar quietas.
El dolor de Antheia parecía aumentar con cada paso que pasaba. Liria sabía que no podían quedarse allí por mucho tiempo, pero por ahora, era su única opción.
Afuera, los perseguidores se acercaban, sus voces más claras. Liria contuvo la respiración, esperando que no los descubrieran. Debían encontrar ayuda pronto, antes de que fuera demasiado tarde.
Miró con cuidado el rostro de su señora, iluminado solo por la luz tenue que se filtraba por las grietas del árbol hueco. La respiración de Antheia era entrecortada, y su cuerpo temblaba de dolor.
—Mi señora, necesito verificar... -
—susurró Liria, intentando mantener la calma.
Antheia asintió débilmente, y Liria se deslizó hacia abajo, levantando suavemente la túnica. La sangre y el líquido de parto habían empapado la ropa, y Liria supo que la situación era grave.
Con cuidado, examinó el canal de parto. Su corazón se hundió al ver que el bebé ya estaba en posición, a punto de coronar. Antheia respiraba con dificultad, el sudor perlaba su frente, jadeaba de dolor, estaba perdiendo sangre rápidamente. No había tiempo para un parto normal. Necesitaban ayuda, y rápido.
Pero no podía decirle, eso la alteraría más y sería peor.
Lo que necesitaban era tiempo. Tiempo para que el señor Apolo se diera cuenta de lo que le habían hecho a su templo y viniera en su busca.
Antheia sollozaba, asustada y con el rostro contorsionado por el dolor Liria tragó saliva.
Sonrió.
–Todo estará bien, señora —mintió. Miró hacia afuera y contuvo un sollozo—. Todo estará bien. Solo...manténganse en silencio y no salga por nada. No importa lo que escuche.
La joven la miró sin comprender.
—¿Qué...? —Liria se puso de pie, intentando salir. Antheia entonces comprendió.
Se aferró a la mano su mano, su rostro desencajado por el terror. Los sollozos brotaron de su garganta, y su cuerpo tembló sin control. La idea de que Liria se fuera, que la dejara sola y se expusiera al peligro de afuera la aterraba.
—No, no, no, no —murmuró, su voz apenas audible entre los sollozos.
Liria intentó calmarla, pero su propia ansiedad era palpable. Sabía que debía actuar rápido para protegerla a ella y al bebé, pero la desesperación en los ojos de su señora la hizo dudar.
—Señora, por favor —dijo, intentando soltarse suavemente—. Debo hacer esto. Debo distraerlos para que puedan encontrar ayuda.
Antheia negó con la cabeza, su cabello enredado y sucio. Su mirada suplicante parecía decir: "No me dejes".
—No te vayas —gimió, su voz quebrada—. No me dejes sola. Por favor.
Liria vaciló, su corazón dividido entre su deber y su lealtad hacia Antheia. Sabía que si no actuaba, podrían morir todas. Pero ver a su señora así, asustada y sufriendo, la hizo dudar.
—Señora, por favor —repitió, intentando convencerla—. Confíe en mí. Esto es lo mejor.
Antheia sollozó aún más fuerte, su cuerpo sacudido por los espasmos. Liria la abrazó, intentando calmarla. Sabía que debía hacer esto, no importaba cuánto doliera.
Con un suspiro, Liria se soltó suavemente de la mano de Antheia y se arrastró hacia la salida del árbol hueco. Antheia la llamó, su voz desesperada, pero Liria no se detuvo.
Al salir del árbol, se encontró con la oscuridad del bosque, iluminada solo por las antorchas de los hombres. Su corazón latía con fuerza, estaba acertadísima, pero no le importaba. Iba a proteger a Antheia y al bebé, no importaba el costo.
Corrió lejos del árbol, lo suficiente para que el viento llevara el sonido en la dirección opuesta. Respiró profundo y gritó:
—¡Ayuda! ¡Por favor, que alguien me ayude!
Esperaba que alguien la ayudara, pero también esperaba que sus perseguidores la hubieran escuchado.
Y como esperó, así ocurrió.
—¡Por allá!
Podía ver las antorchas corriendo en su dirección, alejándose del árbol. Sonrió a pesar de las lágrimas, se dio la vuelta y echó a correr, saltando sobre raíces y piedras, intentando no tropezar. Sintiendo los pasos y gritos de aquellos hombres, como lobos cazando una presa.
No miró atrás.
No se detuvo.
Quería a esos hombres lo más lejos de su señora.
En el año que llevaban juntas, había visto crecer su devoción por Antheia, una mujer que se había convertido en más que una señora para ella. Era una amiga, una confidente, una hermana. La señora Antheia la había hecho partícipe de sus alegrías, se había reído con ella, había compartido sus secretos, sus miedos. La había visto llorar. Se había sentido tan impotente de no poder protegerla de las humillaciones que el señor Apolo le había hecho pasar. Pero ahora podía. Ahora por fin podía protegerla.
Mientras corría, recordaba los momentos que habían compartido, las risas y las conversaciones en voz baja en la oscuridad del templo. Recordaba la forma en que Antheia la había abrazado cuando le contó sus fantasías de boda y le dijo que le ayudaría a conseguir un vestido bonito, que le prestaría sus propias joyas. La forma en que Antheia la había hecho sentirse valorada, como si fuera más que una simple sirvienta.
Liria la amaba. No románticamente, sino el amor profundo y puro que nace de la amistad y la lealtad. Era un amor que la hacía sentirse capaz de mover montañas, de enfrentar cualquier peligro con tal de proteger a la persona que más quería.
Liria daría la vida sin dudarlo por Antheia.
Siguió corriendo, su respiración entrecortada, su corazón latiendo con fuerza. No quería fallarle, no podía permitir que la encontraran. Tenía que mantenerla a salvo, tenía que protegerla.
Una rama se rompió bajo sus pies y Liria cayó al suelo, raspándose la rodilla. Gritó de dolor, pero se levantó rápidamente, sin detenerse a mirar atrás. Sabía que no tenía tiempo para el dolor, no tenía tiempo para el miedo.
De repente, vio un claro en el bosque. Sin dudar, corrió hacia allí. Entró en él, y la luz de la luna brilló ante ella. Con la respiración agitada y llorando, se dejó caer de rodillas, levantó los brazos al cielo, orando.
—¡Señora Artemisa, ayúdennos! —gritó, su voz quebrada por el dolor y el miedo—. ¡Sálvennos de estos hombres, no permita que nos hagan daño! ¡Por favor!
La luz de la luna brillaba sobre ella, iluminando su rostro suplicante. Sus manos estaban extendidas hacia el cielo, como si buscara alcanzar la ayuda divina.
Mientras oraba, comenzó a sentir una extraña sensación en sus piernas. Era como si la tierra misma la estuviera absorbiendo, fundiendo su carne con la savia de los árboles y la humedad del suelo.
Miró hacia abajo, y vio que sus piernas estaban desapareciendo, siendo absorbidas por la tierra. Su ropa se desintegraba, como si fuera parte de la propia naturaleza. Su piel se volvía verde, como la hoja de un árbol, y sus venas se transformaban en raíces que se extendían hacia el corazón de la tierra.
Sonrió pese al escalofrío que le recorrió la espalda. Levantó la vista de nuevo al cielo.
—¡Señora Artemisa! ¡Escúchame! ¡Protege a mi señora! ¡No permitas que le hagan daño!
La tierra parecía responder a su oración, envolviéndola en un abrazo cálido y protector. Su conciencia se desvanecía lentamente.
En ese momento, una figura emergió de la oscuridad del bosque. Era una mujer alta y majestuosa, con la piel pálida y el cabello negro como la noche. Sus ojos brillaban como estrellas, y su presencia era tan poderosa que parecía llenar todo el claro.
«Deseo que sea feliz, señora Antheia» pensaba, mientras sus brazos se endurecían como las ramas de un árbol. «Que sea feliz, tenga una vida eterna prospera. Deseo que sea muy amada, que sus ojos no vuelvan a derramar lágrimas por culpa de un hombre».
Sus ojos se cerraron, y su corazón se detuvo.
«Gracias por ser mi amiga».
La mujer se acercó al lugar donde Liria había estado, y colocó una mano sobre el árbol de tamaño mediano con flores de campana blancas y lilas. Las hojas caían como si estuviera llorando, pero sus fuertes ramas se mantenían extendidas tratando de alcanzar el cielo.
—Descansa, Liria. Tu sacrificio no será olvidado.
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Antheia se encogió en el estrecho espacio del árbol, su cuerpo sacudido por sollozos silenciosos. El dolor era insoportable, y el miedo por Liria la consumía. No sabía qué había sucedido después de que se fuera, pero el silencio era ensordecedor.
Se mordió el labio para evitar gritar, mientras su cuerpo se tensaba con cada tirón. No era tonta. El bebé estaba llegando, y ella no podía hacer nada para detenerlo. El frío le calaba los huesos. No hacía frío realmente, pero temblaba tanto que le castañeaban los dientes.
Su mente estaba dividida en tratar de mantenerse en silencio y Liria. ¿Qué habría pasado con ella? ¿La habrían encontrado? ¿La habrían lastimado? Esperaba que no. Esperaba que hubiera podido escapar.
Un dolor intenso la sacudió, y no pudo contenerse. Empezó a pujar, su cuerpo tensándose con cada esfuerzo. El árbol parecía cerrarse sobre ella, y la oscuridad se hizo más densa.
—Por favor —susurró, su voz apenas audible—. Aún no...aún no, por favor.
El dolor era agónico, y sentía que se estaba desgarrando por dentro. El bebé estaba saliendo, y ella no podía hacer nada para detenerlo.
Se mordió el labio para acallar el grito que amenazaba con escapar de sus labios. El sabor metálico de la sangre le llenó la boca. Se inclinó hacia adelante cuando otra contracción le llegó, hizo fuerzas, pujando mientras sentía la cabeza asomando. Las manos le temblaban mientras las apoyaba en las raíces húmedas del árbol, tratando de encontrar algo a lo que aferrarse. La corteza áspera se clavaba en sus palmas, pero ese dolor se desvanecía ante la intensidad de las oleadas que sacudían su vientre.
Su cuerpo actuaba por sí solo, instintivo, empujando a pesar del terror que se acumulaba en su pecho. Se retorció, su frente perlada de sudor mientras otra contracción la dejaba sin aliento. La presión era desgarradora.
El dolor se hizo más agudo cuando los hombros del bebé empezaron a salir. Se arqueó hacia adelante, metió las manos entre sus piernas, por debajo de la túnica cuando por fin, con un último esfuerzo, emergió completamente.
La miró. Era una niña. Igual que en su sueño.
No lloraba. No se movía.
Con las manos temblorosas, levantó a la recién nacida y la sostuvo cerca de su pecho. Limpió el rostro de la bebé con sus dedos, apartando los restos de sangre y líquido, susurrando palabras que solo el viento podría oír.
—Por favor, respira... —rogó, sus ojos llenos de angustia mientras acariciaba suavemente su mejilla—. Vamos, respira...
No lo hacía.
¡Esto era su culpa!
Ella había querido que todo fuera rápido. Ella había querido que desapareciera. Ella no la había amado como debería y ahora no respiraba.
Sollozó. Esto no debía ser así, no se suponía que fuera así. Se suponía que la niña crecería e irían al templo de Delfos. Se suponía que jugarían juntas. Se suponía que la amaría y serían felices a pesar de todo.
Temblaba, se sentía vacía y rota. Abrazó a la niña contra su pecho, tratando de que su calidez la trajera de vuelta. Solo podía pensar en cómo sus deseos egoístas la habían llevado a este momento, cómo había dejado que el miedo y la incertidumbre empañaran su amor.
—Lo siento... lo siento tanto... —murmuró, apretando a la niña contra su pecho, deseando con todas sus fuerzas que el pequeño cuerpo reaccionara, que algún milagro ocurriera.
Cerró los ojos, hundiendo su rostro en la cabecita húmeda de la recién nacida, rogando a cualquier fuerza divina que pudiera escucharla. La tristeza la envolvía, una niebla impenetrable que ahogaba toda esperanza. ¿Por qué la vida de su hija debía terminar antes de siquiera empezar?
Se aferró a ella. El silencio que la rodeaba se volvió un peso abrumador, cada segundo que pasaba sin el sonido de un llanto o una respiración era como un golpe al corazón. Temblaba, su cuerpo sacudido por la desesperación, incapaz de comprender cómo un ser tan pequeño y frágil podía causarle un dolor tan profundo.
El viento susurraba entre las hojas del árbol, pero parecía indiferente a sus ruegos.
Antheia lo sintió como una cruel burla, un recordatorio de que el mundo seguía adelante, sin importar cuán rota estuviera en ese momento. El olor de la tierra y la humedad del árbol la envolvían, y el dolor que sentía en su pecho se expandía, se intensificaba, como si su corazón se estuviera desgarrando en mil pedazos. Un grito quedó atrapado en su garganta, y todo lo que pudo hacer fue llorar, sus sollozos resonando en el hueco del árbol.
El sentimiento de culpa la envolvía como una marea, ahogándola. Recordó cada momento en que había deseado que todo fuera diferente, que todo acabara pronto, y ahora, las palabras parecían eco de su propio arrepentimiento, de sus propias decisiones.
¿Había sido su egoísmo lo que había llevado a esto? ¿Había sido su falta de amor lo que había sellado el destino de su hija?
El llanto se convirtió en un lamento que desgarraba la oscuridad a su alrededor. Cada lágrima que caía era una súplica, cada susurro un ruego desesperado a cualquier dios que pudiera escucharla. Pero la niña no respondía. Sus pequeños labios seguían cerrados, sus ojos sin abrirse. Apretó los dientes, sus manos temblorosas acariciando la suave piel del bebé, como si con su amor pudiera revivirla.
—Antheia.
Levantó la cabeza sobresaltada. Parpadeó, intentando enfocar a través de sus lágrimas la figura de Artemisa. La diosa estaba allí, envuelta en un halo plateado que la hacía parecer una visión etérea en medio de la penumbra.
—Artemisa... —Sus brazos se apretaron más alrededor del pequeño cuerpo inerte que sostenía, como si temiera que la diosa se lo arrebatara.
Artemisa se arrodilló frente a ella. Extendió una mano, sin tocarla todavía, respetando el espacio de la joven.
—Lo siento tanto... —dijo con suavidad, y en su voz había una compasión que hizo que las lágrimas de Antheia fluyeran con más fuerza.
—Yo la maté —sollozó.
—No. A veces...a veces solo sucede —susurró, negando con la cabeza. Sus ojos se posaron en el rostro de la pequeña, y su expresión se volvió aún más sombría—. Lamento no haber llegado a tiempo.
Artemisa extendió la mano, y tocó el hombro de su cuñada. Estaba ardiendo. Miró sus piernas, cubiertas de sangre.
—Antheia, vamos —dijo intentando hacerla salir de allí.
Pero la joven solo se aferró con más fuerza al pequeño cuerpo, sintiendo la dureza de la realidad que la aplastaba. Era como si el mundo entero se hubiera congelado en ese momento, y ella quedara atrapada en la oscuridad, incapaz de moverse.
—Vamos —insistió con un poco más de fuerza—. Estás perdiendo mucha sangre. Tengo que llevarte con Apolo.
Antheia negó con la cabeza. No. Ver a Apolo era lo último que quería en ese momento. Apolo se lo había dicho. No quería a la bebé, pero no dejaría que nadie le hiciera daño. ¿Qué pasaba si la culpaba?
Él no había querido que hiciera este viaje en primer lugar. Era obvio que la culparía.
—No puedes quedarte aquí, estás ardiendo en fiebre —dijo la diosa tomándola del brazo, sintió la resistencia de Antheia, su cuerpo temblando bajo su toque, y su mirada se endureció.
Quedarse allí era condenarla. Apretó con firmeza el brazo de su cuñada, sus ojos centellando con esa fuerza inquebrantable que la caracterizaba.
—Antheia, escúchame —dijo, su voz firme, pero cálida—. Debo llevarte. No hay tiempo que perder.
La joven apartó la mirada. El mundo parecía haberse convertido en una neblina de dolor y desesperación. Por un momento, su voluntad flaqueó, y sus dedos se relajaron, pero el miedo y la culpa seguían allí, aferrándose a su alma.
—No puedo... —susurró, la voz quebrada—. No puedo enfrentar a Apolo ahora... No después de esto.
Artemisa inhaló profundamente, cerrando los ojos un segundo antes de volver a abrirlos. Su paciencia, aunque vasta, se agotaba al ver a su cuñada negándose a ser ayudada. Sabía que Antheia había sufrido mucho, pero cada segundo que pasaba ponía su vida en un peligro aún mayor.
—Esto no se trata de Apolo —dijo con más fuerza, su tono adquiriendo una urgencia inconfundible-. Se trata de ti. No puedo permitir que mueras aquí.
La diosa se inclinó, tratando de tomar con cuidado el pequeño cuerpo inerte de la bebé de los brazos de su madre.
Aquello despertó una ira abrasadora en la mortal.
—No.
Se aferró al cuerpo de su hija, enseñando los dientes como un animal rabioso.
Se sentía agotada, mareada, quería dormir para no despertar más, para poder soñar con su pequeña en Delos, pero no dejaría que nadie se la quitara de los brazos.
Artemisa se detuvo, su mano suspendida en el aire. Su expresión se suavizó, y habló con calma.
—No te la quitaré, pero tú necesitas ayuda. Estás sangrando mucho.
Antheia miró hacia abajo, hacia su cuerpo cubierto de sangre. Sentía una sensación de desconexión, como si su cuerpo no fuera el suyo.
-No me importa. No me importa nada.
Artemisa sintió una punzada de dolor en su corazón. Sabía que Antheia estaba en shock, que el dolor y la culpa la estaban consumiendo. Pero no podía permitir que se rindiera.
—Sí que te importa —dijo con suavidad, pero con firmeza—. Te importa tu vida, y te importa la memoria de tu hija. No puedes dejar que su muerte sea en vano.
La joven negó con la cabeza, pero Artemisa pudo ver la duda en sus ojos.
—No puedo dejarla —repitió, su voz quebrada.
Artemisa asintió.
—No la dejarás. La llevaremos juntas. Pero debemos irnos ahora.
Con un suspiro, permitió que Artemisa la levantara del suelo. Artemisa la sostuvo con firmeza, y juntas salieron del árbol hueco.
El sol comenzaba a salir, tiñendo el cielo de un tono rosa. Antheia parpadeó, cegada por la luz después de la oscuridad.
—Liria... —recordó. La muerte de su hija había opacado el recuerdo de la ninfa y de los hombres, pero ahora, allí afuera, todo volvió a ella como una ola poderosa—. Nos perseguían...
Trastabilló. La visión se le nubló. Las piernas se le doblaron.
Todo se oscureció.
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