ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴏɴᴄᴇ
Este capítulo está dedicado a MaraJosLunalopez por adivinar el primer reto de la dinámica en el canal.
💖Felicidades💖
ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴏɴᴄᴇ
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━━━UN HIJO LLEGA A SALVAR O DESTRUIR UN MATRIMONIO.
Cada vez le gustaba menos estar embarazada. Todo el mundo le decía que todo sería diferente, pero no se había dado cuenta que tanto hasta que Liria le trajo un enorme baúl repleto de telas coloridas, regalo de la señora Leto.
Levantó algunas que le parecieron bonitas y ya tenía pensadas varias ideas para convertirlas en quitones que le quedarían maravillosamente.
—En realidad... ya no podrá usar atuendos escotados —dijo Liria apenada—. No hasta que dé a luz al menos y haya pasado un tiempo. Lo mejor son los atuendos sueltos.
Se quedó perpleja. A ella le encantaban sus vestidos escotados, pocas mujeres griegas podían usar algo así, pero Afrodita siempre le había permitido usar lo que quisiera, siempre y cuando, acentuara su belleza.
El cambio en la expresión de la mujer fue casi imperceptible, pero el brillo en sus ojos se apagó por un momento, como si algo dentro de ella se quebrara ligeramente.
Dejó caer la tela que había estado sosteniendo y se giró hacia el espejo de cuerpo entero que adornaba una esquina de la habitación. Se miró detenidamente, su reflejo devolviéndole una imagen que siempre había considerado perfecta. Su cabello caía en ondas sobre sus hombros, pero ya no se veía sedoso y brillante.
¡Oh por los dioses! ¡¿Qué era esa fea protuberancia blanca en su barbilla?!
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Este bebé me está robando todo lo que soy! —se quejó, sentándose lejos del espejo. No soportaba seguir viéndose.
Liria, desconcertada y sin saber bien cómo responder, optó por un tono suave y comprensivo.
—Estos cambios son solo temporales... y sé que para usted no lo parece, pero sigue siendo tan hermosa como siempre.
Hubo un silencio prolongado. La mujer volvió a mirarse al espejo.
—¿Y si Apolo deja de verme como siempre? —se lamentó —. Mi belleza ha sido lo que me ha permitido manipularlo, sin ella no tengo nada.
Liria, con la voz suave y reconfortante, respondió:
—El señor Apolo, aunque lo niegue, siempre la ha visto como la más hermosa de todas. —Tomó su cabello y comenzó a cepillarlo, asegurándose de colocar un poco de aceites—. Durante meses no ha sido capaz de quitar sus manos y ojos de usted, este bebé no va a cambiar eso. Y hay beneficios en ello también.
—¿Qué puede ser un beneficio? —preguntó amargada.
Liria se sonrojó.
—Sus senos crecerán aún más para amamantar al bebé.
Ambas se miraron por el espejo, y soltaron a reír.
—Supongo que eso sí le gustará —bromeó.
Liria apoyó las manos en sus hombros.
—Ahí, mire qué bonita se ve sonriendo. Hace varios días que no la escuchaba reír.
La risa se fue apagando lentamente, pero el aire en la habitación se había aligerado un poco. Antheia se permitió un suspiro profundo, como si con esa risa hubiera liberado, aunque fuera momentáneamente, parte de la tensión que la había estado consumiendo.
Liria continuó cepillando su cabello con delicadeza, esparciendo el aroma suave del aceite de jazmín por la habitación. Cada pasada del cepillo parecía calmarla un poco más, aliviando no solo su cabello, sino también su mente inquieta.
—¿Sabe qué es lo que más me asusta, Liria? —dijo de repente, su voz apenas un susurro—. Es la incertidumbre. La idea de que algo tan pequeño, tan frágil, pueda cambiar mi vida de maneras que ni siquiera puedo prever. Siento que estoy perdiendo el control.
Liria dejó el cepillo y se arrodilló suavemente frente a ella.
—Mi señora, nadie puede prever el futuro, a veces, ni siquiera los dioses. No sirve preocuparse por aquello que está fuera de sus manos.
Antheia mantuvo la mirada fija en la ninfa, y luego miró sus manos.
—Es extraño —dijo después de un momento—. Pensé que un hijo me haría más poderosa, que me daría una ventaja sobre cualquier otra mujer en la vida de Apolo. Es lo que me enseñaron: dale un hijo y serás su favorita. Pero ahora me siento... vulnerable.
—La vulnerabilidad no es necesariamente una debilidad, señora. Y por lo que sé, en los hombres despierta el deseo de proteger, sobre todo si tienen un ego tan frágil —susurró en broma.
Volvieron a reírse.
—Es cierto —dijo Antheia, con una leve sonrisa aún en los labios—, Apolo tiene un ego tan frágil como una ramita seca, aunque lo disimule bien.
Se levantó del asiento frente al espejo y caminó lentamente hacia la ventana, desde donde podía ver el jardín privado del templo. El viento movía suavemente las ramas de los árboles.
Estaba por plantear otra incertidumbre cuando hubo un grito desgarrador qué debía haber resonado por todo el palacio.
Antheia se giró rápidamente hacia la puerta, con el corazón palpitante y los sentidos en alerta. Liria también se puso de pie, sus manos temblorosas. El grito había sido demasiado cercano, demasiado real. Parecía venir de abajo, del salón de amantes, y lo que fuera que lo había causado debía ser algo más que un simple accidente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, tratando de mantener la calma en su voz, aunque el miedo la invadía.
—No lo sé, mi señora —respondió Liria con un hilo de voz—. Pero tal vez... tal vez sea mejor que se quede aquí.
La puerta se abrió con brusquedad. Erian entró corriendo, pálida como una estatua, labios temblando y presa del pánico.
—S-Señora —dijo tartamudeando. Se inclinó frente a ella. Una verdadera reverencia, y no las falsas que solía darle—. E-El se-ñor... la es-p-pe-ra en s-su ha-abi-ta-ta-ción.
Antheia miró a Liria, ambas nerviosas. El estado de Erian la asustó aún más.
Se puso de pie, acomodando su atuendo y se encaminó a la habitación principal.
El corazón le latía a mil, y las piernas le temblaban. Había llegado el momento y sentía que se iba a desmayar por los nervios.
Al bajar al salón, la imagen que la recibió la paralizó por completo.
Los hombres estaban pálidos y apoyados contra las paredes, las mujeres sollozaban y gritaban en completo pánico, acurrucadas en el suelo entre ellas.
Pero lo peor, era la gran cantidad de sangre que escurría por las grietas del suelo. Era una visión terrorífica.
Liria soltó un pequeño grito, se llevó las manos a la boca, asustada. Ambas comprendieron la actitud de Erian.
Antheia se quedó inmóvil, sus ojos fijos en el charco de sangre que parecía expandirse lentamente, como si quisiera consumir todo a su paso. El sonido de los sollozos y gritos era ensordecedor, pero para ella, el mundo parecía haberse quedado en un silencio absoluto, donde sólo existía esa sangre oscura y espesa que manchaba el suelo del templo.
Le subió la bilis a la garganta. El solo hedor le causaba repulsión. Liria, a su lado, la tomó del brazo con fuerza, intentando que reaccionara. Pero Antheia no podía moverse, no podía apartar la mirada de lo que estaba frente a ella. Sus pensamientos se arremolinaban en su mente, llenos de temor y confusión.
¿Qué había sucedido?
Finalmente, logró arrancarse del trance y se obligó a avanzar, aunque sus pies se sentían como si estuvieran hechos de piedra. Mientras se acercaba a la habitación principal, su mente no dejaba de reproducir esa imagen.
Arkos estaba custodiando la puerta. Estaba serio y al verla, la reverenció. Antheia lo miró sin comprender. Si bien él la había tratado con respeto, nunca la había reverenciado como si fuera una diosa. Sin mirarla a los ojos, con una rodilla en el suelo.
Se puso de pie y le abrió la puerta.
Dentro, quedó aún más impresionada.
Apolo estaba parado mirando hacia la enorme ventana. De espaldas a ella y con las manos detrás. Manos manchadas de sangre.
En el suelo a su lado, Calíope estaba de rodillas, herida y sujetada con cadenas de un color dorado brillante, y donde las cadenas tocaban su piel parecían estarle quemando. Sollozaba mirando a Apolo como pidiendo piedad, pero él la ignoraba.
Antheia no entendía qué había pasado. Tragó saliva y se aclaró la garganta.
—¿Me mandaste a llamar? —preguntó intentando mostrarse firme.
—Sí.
Apolo se giró hacia ella y Antheia abrió los ojos impactada. Estaba cubierto de sangre, el rostro salpicado por ella. Parecía tenso, pero tenía más control qué la imagen que reflejaba. Excepto si mirabas sus ojos dorados como el mismo sol, que traicionaban una emoción más profunda: furia asesina.
Antheia sintió un nudo formarse en su garganta. No sabía cómo reaccionar, qué decir. Pese a saber qué ésta era su naturaleza más oscura, ella misma nunca lo había visto así.
Dio un paso adelante, su voz salió entrecortada.
—¿Qué...?
—Me dijeron que tienes una noticia que darme —dijo mirando su vientre.
Parpadeó algo atontada. No entendía nada. Miró a Calíope qué seguía llorando.
—Ella...
—¿Qué tienes para decirme? —insistió, ignorando el llanto.
Le parecía una situación extraña. Por las miradas que le daba, ya debía saberlo, sobre todo si ya le habían contado. No comprendía qué pasaba con Calíope, o con lo que había sucedido en el salón, y por qué él actuaba como si no pareciera salido de un brutal asesinato.
—¿No lo sabes ya? —Fue lo único que se atrevió a preguntar, sin poder quitar los ojos de su rostro.
Apolo permaneció en silencio unos instantes.
—Quiero escucharlo de tí —murmuró.
Antheia sintió que el aire se volvía más denso a su alrededor, como un tornado que la dejaba sin nada para respirar. Había una presión en su cabeza qué empezó a sentirse palpitante, sobre todo en la nuca. Un nudo se le hizo en la boca del estómago, se retorció las manos, pellizcando las uñas.
—¿Y bien?
Respiró profundamente, tratando de calmar el temblor en sus manos. Finalmente, con una voz apenas audible, dijo:
—Estoy embarazada.
El silencio que siguió fue tan pesado que parecía aplastar cualquier otro sonido en la habitación. Apolo no reaccionó de inmediato, su mirada permanecía fija en ella, sus ojos dorados parecían perforarla, buscando una verdad oculta detrás de esas simples palabras.
Antheia se obligó a mantener la compostura, aunque todo su cuerpo gritaba por salir corriendo. Esperaba algún signo de emoción, alguna señal de que las palabras que acababa de pronunciar podrían cambiar el curso de lo que estaba sucediendo. Pero el rostro de su esposo permanecía impasible.
Después de lo que pareció una eternidad, Apolo finalmente habló, su voz baja y controlada:
—Ven aquí.
Él se dirigió hacia el enorme espejo con bordes de oro macizo que tenía cerca de la cama y esperó a que ella lo siguiera. Dando una última mirada a Calíope, se acercó.
Se paró a su lado, ambos observaron al otro mediante el reflejo y entonces Apolo se paró detrás suyo. Levantó las manos, sosteniendo en ellas un bonito collar de oro con un medallón enorme de un rubí en el centro. Pequeñas estrellas doradas colgaban de la cadena, cada una decorada con una diminuta piedra roja que complementaba la gema central. Cuando el cierre se aseguró en su lugar, un suave escalofrío recorrió su piel al sentir el contacto frío del metal contra su cuello, una sensación que rápidamente fue sustituida por un calor reconfortante.
—Es... hermoso —murmuró, su voz apenas audible mientras admiraba la joya.
Apolo se inclinó suavemente, y susurró:
—No voy a mentirte. No estoy feliz —admitió. Antheia cerró los ojos, no podía culparlo, ella tampoco lo estaba—. Pero yo no huyo de mis responsabilidades, y sé lo que es tener un mal padre. Procuraré al menos intentar ser uno mejor que el mío.
Antheia permaneció en silencio, sintiendo el peso del collar recién colocado en su cuello como una cadena. Su respiración era lenta, medida, como si tratara de controlar la tormenta de emociones que se arremolinaba dentro de ella. Aunque el tono de Apolo era calmado, podía sentir la tensión en cada una de sus palabras, una que parecía resonar con la oscuridad que impregnaba la habitación.
La frialdad en los ojos de Apolo mientras hablaba, y la sangre que todavía manchaba sus manos, le recordaban cuán peligrosa podía ser su posición.
Lo conocía lo suficiente como para entender que esto no eran meras palabras. Era una promesa. Apolo no huiría de sus responsabilidades, pero no debía hacerse ilusiones de que por ello fueran a ser una familia feliz. Con los dioses, rara vez se podía ser feliz.
Desvió la mirada a sus manos. Manchadas con sangre.
«Asco. ¿Me tocó con esa suciedad?» pensó amargamente y se llevó los dedos al cuello con disimulo para ver si la había manchado.
No había nada por suerte.
—¿Puedo preguntar...qué ha pasado? —indagó señalando sus manos.
Apolo se miró y se encogió de hombros.
—Me enteré lo que pasó con Thalira. Yo había dado una orden antes de irme. Estabas a cargo y cualquier falta de respeto sería castigada como si me hubieran faltado el respeto a mí —respondió con simpleza—. A pesar de que este bebé no me hace feliz, es mi hijo y no toleraré que nadie le haga daño. Ella pagó el precio de sus tonterías.
Antheia meditó en ellos. Podía sentirse identificada. No le gustaba estar embarazada y no le terminaba de gustar la idea de este bebé, pero era suyo y tampoco concebía que le hicieran daño.
—¿Qué le hiciste?
—Le arranqué la lengua —respondió mirándola a los ojos—. ¿Ese fue el castigo que le dijiste que tendría si seguía molestándote, no? —Antheia asintió—. Bien. Eso obtuvo.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Su mirada se mantuvo fija en el espejo, observando su propio reflejo, y la imagen de su esposo detrás de ella. Pero contrario a lo que esperaba, ahora la imagen en su mente del salón ya no le desagradaba tanto.
Era la primera vez que Apolo no la desautorizaba. La primera vez que la respetaba como merecía.
—¿Murió?
—No. La envié de regreso a su hogar con su familia. Ahora vivirá lejos de todos los lujos a los que se había acostumbrado, con las consecuencias de sus acciones. Podría haberla dejado morir desangrada, pero pienso que será peor para ella vivir viendo la herida en su rostro y sin poder hablar nunca más.
Calíope gimió débilmente desde el suelo, interrumpiendo el momento. Antheia la miró de reojo.
—¿Y ella qué ha hecho?
—Traicionó mi confianza —dijo, sus palabras gélidas—. Se atrevió a pensar que podía tomarme por tonto con un tema que no le concernía en absoluto. —Antheia lo miró sin comprender y Apolo rodó los ojos—. Ella interceptó las cartas de Iris. No vine antes porque no lo sabía, ella lo impidió.
Antheia observó a Calíope, y cualquier rastro de compasión que pudiera haber sentido se desvaneció al instante. El dolor en su cuerpo, la humillación en sus ojos... todo eso parecía justo, merecido.
Oh, pero qué maravilla. Sabía que Apolo no lo hacía por ella, sino por su mismo orgullo, pero que por fin fuera puesta en primer lugar le llenaba de gozo.
Se permitió una leve sonrisa, apenas perceptible, pero lo suficientemente clara para que Calíope la viera desde el suelo. No era una sonrisa de felicidad, sino una de triunfo silencioso.
Antheia giró lentamente su cabeza para mirar a Apolo, sus ojos dorados aún brillaban con una furia contenida, pero su cuerpo mostraba una calma aparente. Sabía que ese estado no duraría para siempre; la tempestad interior de Apolo era tan impredecible como su poder divino. Sin embargo, en ese momento, ella tenía la ventaja. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que había ganado una pequeña batalla.
—¿Qué le pasará ahora?
—Voy a colgarla en la Garganta de Samaria, en Creta.
Antheia parpadeó, sorprendida. La Garganta de Samaria. Recordaba algunas cosas que su padre le enseñaba de los lugares que visitaba. Era un lugar conocido por su belleza natural, pero también por su imponente y peligrosa geografía. Colgar a Calíope allí significaba una lenta agonía, una enorme humillación. No la mataría, pero sin duda lo pasaría muy mal.
Calíope gimió una vez más desde el suelo, su cuerpo temblando por el dolor y el miedo. Sus ojos, hinchados por las lágrimas, se clavaron en los de Antheia con una súplica silenciosa. Pero Antheia no mostró interés en ayudarla. De todas maneras, dudaba que Apolo la fuera a escuchar si intentaba interceder por ella. Ya bastante había hecho respetando su amenaza a Thalira.
Y ella misma se había buscado estar en esa situación. Que esto le sirviera de lección.
Apolo se apartó del espejo y caminó hacia la puerta, donde Arkos esperaba. Con un gesto, ordenó a sus guardias que se llevaran a Calíope. Dos hombres robustos entraron y levantaron el cuerpo encadenado de la musa, que apenas podía sostenerse en pie. Antes de que la arrastraran fuera de la habitación, Calíope dirigió una última mirada a Antheia, una mezcla de resentimiento y desesperación en sus ojos.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, un silencio pesado cayó sobre la habitación.
—Antheia —dijo en un tono más bajo—, tendrás todo lo que necesites durante este tiempo. Cualquier cosa que desees, solo pídelo. Haré lo posible para que estés cómoda, pero no confundas esto con afecto. Mis sentimientos hacia tí siguen siendo los mismos.
Antheia mantuvo la compostura, asintiendo. Al menos era algo.
—Y serás trasladada a otra habitación —agregó—. Ya no estarás en el salón de abajo, estarás en una en este mismo pasillo. No quiero más inconvenientes como lo que pasó. Puedes decorar a tu gusto.
Bien. Ahora sí estaba más que complacida.
Le sonrió, aunque él no le regresó el gesto, ya nada podía quitarle el placer que estaba sintiendo.
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Antheia se miraba en el espejo. Ya faltaba poco para que cumpliera los siete meses y su vientre se había hinchado bastante.
Había pasado demasiado rápido para su gusto.
Pasó la mano por el vientre redondeado Su piel, antes lisa y perfecta, mostraba ahora las marcas sutiles del crecimiento de su hijo.
Soltó un suspiro.
—No pensé que esto sería tan... invasivo —murmuró, sin esperar respuesta, mientras sus dedos acariciaban una de las marcas recientes en su piel.
Liria había procurado mantener su piel bien hidratada con todo tipo de lociones y aceites, pero de todas maneras una que otra línea blanca se le había escapado.
Se apartó del espejo, sus pies descalzos se arrastraban pesados sobre el tapiz. Como pudo se sentó, y respiró profundo, admirando la habitación de la que ahora era dueña.
Era una verdadera habitación digna de una diosa, un santuario magnífico. Las paredes de piedra pulida estaban tapadas con tapices intrincados de hilos dorados y escarlata que parecían brillar suavemente bajo la luz que se filtraba por las amplias ventanas.
El suelo entero había sido cubierto con un tapiz de lana gruesa y suave al tacto. Embarazada había descubierto lo cómodo que le resultaba estar descalza, pero sentía la piedra y el mármol demasiados fríos para su gusto.
Tenía un enorme balcón que daba al jardín, le habían puesto almohadones de plumas y una mesita. Había pedido que lo llenarán de flores bonitas, y Apolo había hecho que la mismísima señora Persefone viniera en persona a ayudarla. Su magia evitaría que nunca se marchitaran.
Mucha luz solar iluminaba todo haciendo que la habitación fuera más brillante, y por las noches, un gran brasero en medio ardía calentándola. Todo el tiempo tenía frutas servidas, las que se le antojara, incluso una vez, Apolo había traído un enorme venado cazado por él mismo porque ella había mencionado a Liria la noche anterior que se le hacía agua la boca de solo pensar en ello.
La señora Ilitia venía cada dos semanas a controlar su estado, y le daba infusiones para el dolor de espalda y piernas qué le había empezado a producir cuando su vientre se hinchó.
Su cama era gigante, cubierta con pieles y almohadas de plumas. No recordaba haber dormido tan cómoda jamás.
Tenía todo lo que siempre deseo, lo que se merecía.
¿Entonces por qué se sentía tan mal?
Ah sí. Porque Apolo solo pedía verla una vez al mes para preguntarle cómo se sentía.
¿Estaba acaso volviéndose loca por desear que el padre de su bebé quisiera pasar más tiempo con ella, cuando ella lo detestaba?
Se reclinó en la cama, su cuerpo agotado por el peso de su propio ser y de la vida que crecía dentro de ella. Mientras contemplaba el techo abovedado, decorado con frescos de cielos estrellados, se dio cuenta que por primera vez en días, se sentía cómoda de verdad y se quedó dormida fácilmente.
El jardín privado del templo en Delfos era realmente pacifico, libre de cualquier mirada indiscreta y magnífico como solo podía ser al pertenecer a un dios.
Deambuló entre la maleza, disfrutando de la sensación del césped húmedo bajo sus pies, y el aire fresco de la primavera moviendo su cabello. Se agachó, buscando en los arbustos o tras alguna estatua.
—¿Dónde estás? —preguntó con tono juguetón.
Podía escuchar la suave risita en el viento, revelando su ubicación.
Antheia se acercó a una de las estatuas, sus dedos rozaron la fría piedra mientras giraba en torno a ella. Se agachó con gracia, mirando debajo de la base esculpida, pero no había nada. Se puso de pie, como si estuviera pensando en dónde buscar nuevamente.
—¿Dónde podría estar mi pequeña traviesa? —preguntó en voz alta, haciendo una pausa dramática a intervalos regulares, mientras sus ojos buscaban en cada rincón del jardín.
La risita nuevamente inundó el jardín, y Antheia, al escucharla, se movió hacia un arbusto cercano, fingiendo poner extremo cuidado al buscar.
Apartó las ramas, y ahí estaba, hecha una bolita pequeñita y con las manos en sus ojos, no paraba de reír.
—¡Aquí estás! —dijo con alegría, y la niña estalló en carcajadas intentando escapar. La tomó en brazos, y se arrodilló en el césped. Se inclinó un poco, acercando su rostro al de la niña, y susurró con voz juguetona y amenazante—. ¡Voy a comerte!
—¡No! ¡No, no, no! —gritaba la niña entre risas, mientras intentaba alejarse de las manos de Antheia que la hacían cosquillas en el costado.
—Qué bonita escena.
La mujer levantó la vista, perdiendo levemente su sonrisa. Se levantó con la niña en brazos, quién se aferró a su cuello, aún riendo.
—¡Papá, mamá me quiere comer! —exclamó, aunque con algo de dificultad al pronunciar.
El dios sonrió, quitándole la niña y elevándola por encima de su cabeza.
—Oh no podemos permitir algo así —dijo arrojándola en el aire y volviéndola atrapar—. Pero yo sé cómo evitar que los temibles monstruos te quieran comer.
La dejó en el suelo y escondió las manos detrás de su espalda, y al mostrárselas, en ellas había un bonito arco tallado. Era pequeño, del tamaño ideal para la niña.
—Feliz cumpleaños, preciosa.
La niña dejó escapar un grito tan fuerte que Antheia tuvo que taparse los oídos. Apolo solo se rió.
—¡Gracias, gracias, gracias! —exclamó emocionada tomándolo entre sus pequeñas y regordetas manos.
—Míralo, es como el arco que uso yo mismo —le dijo con una sonrisa.
—¡Enséñame! —gritó saltando.
Pronto Apolo había dispuesto una enorme diana no muy lejos de donde estaban.
—Bien, así se hace —murmuró ayudándola a sostener el arco. Se había agachado a su lado y la miraba con adoración. Antheia estaba de pie a unos pasos de ellos, observándolos con una mezcla de ternura y dolor—. Estíralo hasta tu mejilla, hasta atrás. Abre bien los ojos y... ¡suéltala!
Antheia observó cómo la flecha se deslizaba en el aire, tambaleándose un poco antes de caer entre los arbustos.
—Ay —se quejó, mirando a su padre con los ojos tristes.
—No pasa nada, preciosa. Ve a buscarla.
La niña dejó caer el arco al césped y corrió hasta perderse entre la maleza.
Antheia se despertó con el corazón acelerado y una sensación extraña en el pecho. Un poco de saliva se había escurrido por el costado de la boca, lo limpió rápidamente y carraspeó intentando despejarse del sueño.
Las imágenes aún flotaban en su mente, como niebla densa que se negaba a disiparse. Se sentó en la cama, su cuerpo aún sintiendo el peso de aquel niño que no existía, al menos no aún.
«Una niña...» pensó, su mente regresando al sueño. Había algo tan vívido en la forma en que la pequeña había reído, en cómo se había aferrado a su cuello, en la forma en que Apolo la había levantado en el aire. Era una escena tan cálida, tan llena de felicidad y paz, tan...hogareña. Algo que Antheia no solía asociar con su relación con Apolo.
Se pasó una mano por el rostro, intentando sacudirse la confusión. Pero le inquietaba la sensación de pérdida que la acompañaba. Como si, en algún rincón de su mente, ya la echara de menos.
—Solo fue un sueño —se dijo a sí misma. Se miró el vientre, apoyando una mano suavemente en él—. ¿O no? ¿Eres una niña?
Nada. Apenas un ligero movimiento, casi inexistente. Le parecía extraño. Le habían dicho que el bebé ya debía moverse, pero apenas lo sentía. Siempre era así.
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron, atrayendo su atención.
—Pase.
Liria entró cargando una bandeja con su infusión diaria y moras.
Le entregó la copa y mientras Antheia bebía, la ninfa traía sus zapatos.
—El señor la espera en el jardín, desea, dice que necesita tomar aire fresco, últimamente se la pasa encerrada aquí.
Antheia bufó.
—Más fácil decirlo que hacerlo. Me duelen los pies.
Liria sonrió con suavidad. Colocó los zapatos a un lado y se arrodilló frente a ella, comenzando a masajearle los pies con movimientos delicados, pero firmes.
—Puedo ayudarla con eso, mi señora —dijo la ninfa, su voz llena de gentileza—. Un poco de aire fresco le hará bien, la noche está muy bonita y si el dolor persiste, prepararé un baño de hierbas cuando regrese.
Antheia cerró los ojos por un momento, disfrutando del alivio que le brindaban las manos de Liria. La habitación era cómoda y cálida, pero el peso de su propio cuerpo y de la vida que crecía dentro de ella la mantenía en un constante estado de agotamiento.
—Muy bien, Liria —suspiró finalmente, abriendo los ojos—. Ayúdame a ponerme los zapatos, e iré a ver qué quiere.
Liria asintió, deslizando con cuidado los zapatos de cuero suave en los pies hinchados de Antheia. Luego, con una paciencia infinita, la ayudó a ponerse de pie. Antheia respiró profundamente, estabilizándose antes de caminar hacia la puerta. El peso de su vientre hacía cada movimiento más lento, y eso la ponía de malhumor.
Cuando salió al jardín, ya había anochecido y el aire fresco de la noche la envolvió, brindándole un breve alivio al calor que sentía en su cuerpo.
El jardín estaba iluminado por docenas de pequeñas antorchas y faroles de papel que colgaban de las ramas de los árboles, arrojando una luz suave y cálida sobre el entorno. Caminó con lentitud, se había encontrado con que en su estado ya no era tan hábil y grácil como siempre había sido, ahora era bastante torpe, como un patito bebe. Temía tropezar en la grava.
Se detuvo al borde del sendero, confundida viendo una pequeña mesa redonda, finamente decorada con un mantel blanco y candelabros dorados. La mesa estaba rodeada de flores frescas, algunas de las cuales recordaba haber mencionado como sus favoritas.
Apolo estaba de pie junto a la mesa, vestido con una túnica ligera de color marfil que realzaba el dorado de su piel. Su cabello dorado caía en ondas sobre sus hombros, brillando bajo la luz de las antorchas.
—Antheia —dijo, su voz suave pero con un matiz de expectativa—. Me alegra que hayas venido.
Antheia se detuvo a unos pasos de él, parpadeando ante la inesperada escena. No había esperado encontrar algo así. De hecho, no sabía qué había esperado, pero ciertamente no esto. Aun así, no dejó que su sorpresa se reflejara en su rostro, manteniéndose tranquila mientras lo miraba fijamente.
—¿Qué es todo esto? —preguntó finalmente, su tono cauteloso.
Apolo hizo un gesto con la mano hacia la mesa.
—Siéntate. Vamos a cenar juntos esta noche.
—¿Por qué?
No había comido con él desde antes de embarazarse. De hecho, había comido sola o con Liria, o a veces acompañada de las diosas que la visitaban, pero nunca con él.
Apolo contuvo un bufido.
—Estoy tratando de hacer un gesto bonito, podrías sentarte de una vez —espetó. Antheia frunció el ceño y él respiró profundo—. Hace tiempo que no pasamos una noche juntos, y pensé que sería agradable disfrutar de una comida en el jardín. Solo tú y yo.
—¿Por qué? —volvió a insistir.
—¿Quieres dejar de presionar mi paciencia y sentarte de una vez antes de que me arrepienta?
Antheia lo observó durante un momento más, sus ojos escrutadores buscando alguna señal en su rostro. Finalmente, suspiró y decidió ceder.
—Muy bien —dijo en un tono neutral mientras avanzaba lentamente hacia la mesa.
Al ver que se acercaba, rápidamente se movió para ayudarla a sentarse. Era un gesto cortés, pero Antheia no pudo evitar pensar en lo forzado que se veía. Sin embargo, se dejó sostener por la mano mientras se sentaba en los almohadones. Iba a necesitar ayuda para pararse.
Una vez que ambos estuvieron sentados, el dios hizo una seña, y de inmediato el aroma de las frutas frescas, las hierbas y el pan recién horneado llenó el aire. Antheia miró la comida, encontrándose con ciervo en salsa de moras. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Deja de llorar, no seas ridícula, solo es comida.
—¿Tienes que ser tan desagradable siempre? —cuestiono quitando una lágrima que le cayó por la mejilla.
Apolo se quedó en silencio por un momento, observándola con una mezcla de confusión y frustración. El hecho de que ella estuviera llorando por algo tan simple como una cena bien preparada lo desconcertaba aún más.
Desde que estaba embarazada no sabía cómo tratarla. Cualquier cosa brusca que dijera la ponía a llorar. Sabía lidiar con su malhumor, no con su llanto.
—Lo siento —dijo finalmente, su voz más suave esta vez, tratando de controlar su tono—. No era mi intención ser desagradable. Es solo que... no entiendo por qué esto te afecta tanto.
Antheia apartó la mirada, parpadeando para contener las lágrimas que amenazaban con seguir cayendo.
—En cuatro meses solo nos hemos visto una vez cada mes, pero siempre pareces saber cuando estoy por tener un antojo y lo solucionas antes de que yo siquiera lo pida. Sé que has hecho todo para que esté cómoda, pero este gesto en puntual se siente demasiado...dulce de tu parte —murmuró.
—Demasiado dulce... —repitió en voz baja, casi para sí mismo. Estaba acostumbrado a ser agradable y tierno con sus amantes, pero Antheia no era precisamente alguien que despertara ese tipo de sentimientos en él, al menos no de forma consciente.
Se recostó en su asiento y la observó por un momento, sus ojos recorriendo el rostro, marcado por la fatiga y la melancolía. Su embarazo había cambiado tanto en ella, que no sabía ni por dónde empezar.
Apartó la vista, enfocándose en el plato frente a él mientras tomaba un trozo de pan. Sus dedos, que normalmente sostenían la lira o disparaban flechas con precisión divina, parecían ahora extrañamente torpes, rompiendo el pan con movimientos deliberados, casi mecánicos.
—No intento ser desagradable —respondió al fin, con un tono que parecía más a la defensiva de lo que había planeado—. Solo... no sé cómo hacer esto.
Antheia no podía recordar si alguna vez lo había visto titubear. Apolo siempre había sido tan seguro, tan arrogante incluso. Verlo así le resultaba desconcertante.
—¿Cómo hacer qué? —preguntó ella, suavizando un poco su tono. A pesar de su enfado, había algo en esa rara muestra de inseguridad que la desarmaba, al menos un poco.
—Los embarazos son extraños, desagradables. No los comprendo, no tiene ningún sentido para mí que una mujer deba pasar por algo tan...vulgar solo para que un niño nazca. Mi madre sufrió mucho el suyo, tanto así que hasta yo tengo recuerdos tenues de los sentimientos que ella vivió en ese momento —explicó de manera lenta y distraída—. Y el parto. ¡Oh eso sí debe ser desagradable! ¡Y asqueroso! No comprendo cómo Ilitia y Artemisa encuentran corazón en ello, yo no podría. Elegí dejarles eso a ellas. Es la razón por la que aún no había tenido hijos, y ahora.. —La miró con una mueca en los labios—. Ahora tú tendrás a mi hijo. Así que no sé cómo actuar o qué decir.
Ella tomó un profundo respiro y se inclinó un poco hacia adelante, con las manos descansando sobre su regazo. Se notaba que estaba buscando las palabras correctas.
—No voy a mentirte —comenzó suavemente, su voz cargada de una rara calma—. Yo tampoco sé cómo hacer esto. No estoy segura de estar haciendo bien las cosas, me quejo todo el tiempo, no he estado verdaderamente feliz en ningún momento de estos siete meses. Esto no se parece en nada a lo que me dijeron que sería. Las sacerdotisas no tienen hijos, y Lady Afrodita con suerte pasó solo un mes embarazada antes de adelantarlo al tiempo del nacimiento, y dudo que las diosas que sí lo han estado puedan decirme algo mejor, son diosas y yo humana. No es igual. También encuentro desagradable este estado, no comprendo lo "hermoso" de él, pero está aquí, solo queda enfrentarlo.
Apolo suspiró.
—Supongo que tienes razón.
Antheia lo miró de reojo. Aclarado eso, sentía que ya no tenían nada de qué hablar qué no hubieran hablado antes.
—Tuve un sueño. —Apolo la miró—. Estábamos en Delfos. Había...una niña. Cinco años tal vez. Le enseñabas a usar el arco.
Apolo se quedó en silencio por un momento, su mirada fija en los ojos de Antheia, como si tratara de leer sus pensamientos.
—¿Una niña? —repitió en voz baja, como si probara la idea en sus labios. Luego, bajó la mirada hacia su vientre.
—Me sentía tan feliz teniéndola en mis brazos —continuó ella, su voz apenas un susurro—. Y tú estabas tan... diferente. Cálido, atento. Y ella era perfecta.
Él la miró con atención, sus ojos enfocándose en ella como si intentara descifrar el significado detrás de sus palabras. Se mantuvo en silencio, esperando que ella siguiera hablando.
—Se parecía a tí, tenía tu sonrisa, pero no logro recordar sus ojos o su cabello. —continuó, su voz bajando de tono al recordar la escena—. Aún así, parecía tan real. Era una escena tan... hogareña. Como si, por un momento, fuéramos una familia.
Apolo frunció el ceño, claramente incómodo con la dirección de la conversación, notando el leve brillo de tristeza en los ojos de su esposa. Sintió una punzada en el pecho al escuchar esas palabras.
Sabía que los sueños podían ser más que simples fantasías, a veces eran premoniciones o, al menos, reflejos de sus deseos más profundos. Sin embargo, no esperaba escuchar algo tan lleno de esperanza y calidez proveniente de Antheia, especialmente considerando lo tensa que era su relación.
Una parte de sí, muy pequeña, sentía curiosidad por seguir escuchándola, pero al mismo tiempo, la idea de seguir imaginando lo que ella contaba le estaba empezando a provocar pánico.
Se aclaró la garganta, tratando de recomponerse.
—Fue solo un sueño, Antheia —respondió finalmente, su voz suave, pero firme—. No deberías preocuparte por lo que no es real.
Antheia estaba segura que su corazón se rompió. Quitó las manos de su vientre y se apartó, sentándose más lejos de él. Tonta de ella, ya sabía que por más que compartieran un hijo nunca serían una familia.
No importaba cuánto ella intentara, no serviría de nada si él no ponía de su parte.
Y Apolo no tenía ninguna intención de intentarlo por más que dijera que lo haría. Sus promesas estaban vacías.
—Soy muy consciente de lo falso y ridículo que suena, claramente ser una familia es lo último que está en nuestro destino. No importa, seguro son mis tontos sentimientos producidos por este estado. Olvida que lo mencioné.
Un silencio incómodo se instaló entre ambos, solo interrumpido por el crujido de la grava bajo el viento y el suave crepitar de las antorchas. Antheia, con los labios apretados, llevó un bocado de ciervo a su boca, pero apenas podía saborear la comida. La amargura en su corazón eclipsaba cualquier disfrute que pudiera obtener de la cena.
Apolo la miró de reojo mientras ella comía en silencio, tamborileaba con los dedos sobre la mesa. No tenía intención de enojarla, pero no quería precisamente pensar demasiado en lo que pasaría cuando este bebé naciera.
Dejó su copa sobre la mesa con un leve ruido metálico. Ella no lo miró, su atención parecía fija en el plato frente a ella.
—Me preguntaste el motivo por el cuál quería cenar contigo. —Su voz con un tono más calmado, casi resignado. Observó cómo Antheia seguía comiendo, sin levantar la vista—. Hoy, hace un año, me casé contigo.
Antheia detuvo su cena, y sus ojos, antes fijos en el plato, se levantaron lentamente. Un parpadeo de sorpresa y confusión cruzó su rostro.
¿Ya había pasado un año? ¿En qué momento se le había pasado tan rápido?
—Un año —susurró. No podía creerlo.
Y como si fuera un recordatorio del tiempo pasado, sintió una suave patadita en el costado del vientre. Ah sí, ya había pasado más de medio año embarazada y los primeros meses habían sido de puras peleas entre ambos.
—Sí, ha pasado un año. —Extendió la mano, colocando frente a ella una pequeña cajita de oro con incrustaciones de joyas preciosas. Antheia no intentó abrirla, así que él, respirando profundo para no enojarse, la abrió, revelando en su interior un brillante polvo dorado que se arremolinaba creando un bonito cisne con sus alas extendidas, nadando sobre un lago de oro. De ella brotó una melodiosa música, que Antheia imaginó, debía haber sido creada con su lira—. Mi madre pensó que era un buen regalo.
Antheia observó el regalo, sintiendo un enorme vacío. ¿De qué le servía aquello? ¿Acaso era un juego para él? ¿Acaso solo sabía crear falsas ilusiones para luego aplastarlas bajo sus pies?
El peso de su mirada sobre ella no le producía nada más que molestar. Cerró lentamente la caja.
—Gracias.
No dijo nada más. Apolo frunció el ceño. ¿Eso era todo?
El silencio que siguió fue denso, casi palpable. Antheia no levantó la mirada del regalo, sus manos descansando sobre la pequeña caja. Apolo se sintió irritado, frustrado por la falta de respuesta, pero también un poco desconcertado. No estaba seguro de qué esperaba de ella en ese momento. Una sonrisa, tal vez, o al menos un gesto de gratitud más sincero. Sin embargo, lo único que recibió fue esa fría y distante cortesía.
¿Acaso no lo estaba intentando? ¿Qué más quería?
Se reclinó en su asiento, cruzando los brazos sobre el pecho mientras la observaba, como si esperara algo más, algo que ella no estaba dispuesta a darle. El sonido del viento moviendo las ramas de los árboles y el crujido ocasional de la grava bajo sus pies parecían amplificar el vacío entre ellos.
—¿Eso es todo lo que tienes para decir? —preguntó finalmente, su tono más áspero de lo que pretendía.
Antheia levantó la vista, sus ojos encontrando los de él con una expresión que era casi desafiante. La luz de las antorchas reflejaba un brillo acerado en sus pupilas.
—¿Qué más quieres que diga? —respondió en voz baja—. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Que me emocionara por esto? ¿Por qué lo haría? ¿No acabas de decirme que no somos una familia? ¿Entonces por qué darme un obsequio por nuestro primer año de casados? —Se puso de pie, furiosa—. ¡Ya sé que no hay amor aquí, me lo repites todo el tiempo y la verdad, ni siquiera lo espero de tí!
Apolo la miró en silencio, su mandíbula apretada, tratando de recordar por qué no podía arremeter contra ella de una vez.
—Desde que nos casamos me has dejado en claro que me odias por mi sangre, sé que solo soy una objeto de venganza o un objeto para tu placer y me has tratado acorde a eso, pero luego te comportas como si al menos me toleraras hasta que hago algo que según tú es ofensivo y volvemos a empezar. Dices que intentarás ser un buen padre, uno mejor que el tuyo, pero luego me alejas como si tuviera una enfermedad contagiosa. Dices que no sabes cómo hacerlo, qué quieres intentarlo, pero en cuanto te intento contar sobre mis sueños, los desechas como fantasías que nunca pasarán y me recuerdas que nunca habrá nada igual entre nosotros. ¡Y ahora esto! —Tomó la cajita en sus manos—. ¡Decidete de una vez y quédate con esa decisión! ¡O de verdad lo intentas o te alejas definitivamente!
El silencio cayó sobre ambos como una pesada losa. Apolo, aún sentado frente a ella, mantenía una expresión endurecida, su mirada fija en el suelo. Antheia, respirando agitada, sostuvo la cajita en sus manos temblorosas. La furia que había explotado en su interior empezaba a dar paso a un vacío frío. La intensidad del momento la había dejado agotada, y ahora que el eco de sus palabras se desvanecía, todo lo que sentía era un profundo cansancio.
Apolo finalmente levantó la mirada. Había algo diferente en sus ojos, algo que no sabía cómo descifrar. Por un instante, parecía estar a punto de responder, de decir algo, pero las palabras no llegaron a salir de su boca cuando Antheia se inclinó hacia adelante soltando un jadeo lleno de angustia.
Un agudo dolor le atravesó el vientre, cortando el aire de sus pulmones. Su rostro se contrajo de inmediato, llevó las manos hacia el abdomen, donde el dolor latía con fuerza. Apolo se puso de pie de un salto, su expresión cambió de inmediato al ver el cambio en el rostro de Antheia. La pelea quedó en segundo plano, reemplazada por una alarma genuina.
—¿Qué ocurre?
Antheia apretó los dientes, intentando evitar gritar, pero el dolor era demasiado intenso para ignorarlo. Sintió cómo sus piernas temblaban bajo su peso, y cuando el dolor aumentó de nuevo, tuvo que apoyarse en la mesa para no caer.
—No lo sé... —murmuró entre dientes—. Algo está mal... duele mucho.
Sin pensarlo dos veces, se acercó a ella y la tomó en brazos.
—Tienes que acostarte.
Antheia no recordaba exactamente qué pasó luego de eso, solo que un instante estaba en el jardín siendo sostenida en brazos de su esposo y al siguiente estaba recostada en su cama con Ilitia mirándola con preocupación.
¿Qué pasaba?
El pánico la invadió. ¿Por qué la miraba así? Quería explicaciones, pero solo logró soltar un gemido de dolor antes de desmayarse.
Voy a hacer una aclaración histórica que quizá a nadie le interese, pero dado que use espejos tres veces en éste capítulo...
En la Edad Oscura de Grecia (aproximadamente entre el 1100 a.C. y el 800 a.C.), los espejos tal como los conocemos hoy en día no existían. Sin embargo, los griegos antiguos usaban superficies pulidas de metal, como el bronce o la plata, para reflejar su imagen. Estos "espejos" eran bastante rudimentarios y no proporcionaban una reflexión tan clara como los espejos de vidrio actuales. Los espejos de vidrio con un revestimiento metálico se desarrollaron mucho después, en la época romana.
Debido a esto, vamos a fingir que los espejos han existido desde siempre 🤣
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